El pequeño Ducasse 
Jorge Arias

Hay dos Lautréamont, uno Isidore Ducasse, hijo de un diplomático francés, nacido y educado hasta sus trece años en Montevideo y más tarde en Francia, que escribió y publicó “Les chants de Maldoror” y “Poésies”; otro es el autor de culto creado por la crítica. El autor y sus textos parecen humanos, un tanto terrre à terre; los ensayos, libros, papers que se han escrito sobre él se remontan a alturas metafísicas, psicológicas, psicoanalíticas y hasta teológicas.

La primera idea que viene a la mente del lector de “Les chants de Maldoror” y las “Poésies” es que se trata de una desvergonzada broma, con algo de los embustes del Día de los Santos Inocentes. Los “cantos” del conde de Lautréamont no son cantos sino prosa; las “Poesies”, firmadas por Isidore Ducasse, no son poesías sino una colección de aforismos, diatribas y reflexiones que refuta a “Les chants de Maldoror” con ímpetu santurrón y bienpensante.

Ducasse, un tanto niño travieso, otro poco inocente plagiario pero pequeño burgués al fin, es decente. Hace trampa; pero confiesa sus trampas. En las primeras líneas de “Les chants de Maldoror” dice que su libro es feroz y recomienda al lector desconfiar de sus “páginas sombrías y llenas de veneno”. Nos sugiere “aportar a su lectura una lógica rigurosa y una tensión del espíritu igual al menos que su desconfianza”. Dice abiertamente que quiere engañarnos, y lo confesó en una carta a su editor: “He cantado el mal … he exagerado la nota para innovar en tan sublime literatura que sólo canta la desesperación, para oprimir al lector y hacer que desee el bien como remedio”. Siempre a la defensiva, Ducasse escribe que "El plagio es necesario", con lo que se precave del examen de lectores atentos que encontraron en “Les chants de Maldoror” páginas enteras de enciclopedias y en las “Poésies” transcripciones de pensadores moralistas.

Ducasse trata de amedrentar al lector con las “emanaciones mortales de este libro. Solo algunos saborearán este fruto amargo sin peligro. Mi aliento exhala un soplo envenenado”. Pero si hubo en “Les chants de Maldoror” la tentativa de mostrar veneno y muerte, de crear una parodia del héroe romántico y un tanto satánico, el proyecto fue superior a sus fuerzas. Cuando Baudelaire nos dice que "Si la violación, el veneno, el puñal, el incendio / no han bordado con sus lamentables dibujos / el cañamazo banal de nuestros tristes destinos / es que nuestra alma, ay, no es lo bastante audaz", u “Oh Satán, apiádate de mi miseria”, nos mueven el ritmo y la rima del verso; pero no le creemos. Ducasse escribe que cuando Maldoror besaba a un niño hubiera querido cortarle las mejillas con una navaja; cuenta el placer de hundirle las uñas en el pecho y beberle la sangre mientras el niño llora; luego, porque no puede reír normalmente, Maldoror – Ducasse (a menudo no se sabe bien quién cuenta, si autor o personaje), se corta las comisuras de los labios con una navaja para poder reír. Más tarde relata la historia de una mujer perseguida a pedradas por unos niños; ha tenido una hija que es violada por Maldoror, que la hace violar por su perro bull dog, perro que la mata a dentelladas; Maldoror la abre a partir de la vagina y extrae sus vísceras.

Lo más curioso de estos textos es la ausencia de lo que quieren tener, horror, crueldad y sadismo; y en sus estridencias y aumentativos hay algo cómico, como en el “tren fantasma” de los parques de diversiones. Nada hay en “Les chants de Maldoror” que se asemeje al placer en el horror, trasmitido por un auténtico arte de escribir, de “El jardín de los suplicios” de Octave Mirbeau, donde un Gradus ad Parnassus en la contemplación de las torturas en una cárcel china lleva a la protagonista a convulsiones que la descentran, física y mentalmente y ponen al borde de la muerte. En Sade, que tiene autoridad en la materia, los placeres de la crueldad son de orden moral: son la delectación de envilecer, como en “La filosofía en el tocador”, donde hielan la sangre los fríos silogismos con que Dolmancé transforma a Eugénie de Mistival, de virgen quinceañera en una libertina capaz de torturar a su madre.


El esfuerzo de Ducasse por sobreescribir lo maligno lo hace meramente desagradable, como en esta receta de alquimista:


"El remedio mas lenitivo, que te aconsejo, es una palangana llena de un pus blenorrágico con grumos, en el que previamente se habrá disuelto un quiste piloso del ovario, un chancro folicular, un prepucio inflamado descubierto por una parafimosis y tres babosas rojas."
 

Se describe a sí mismo así:


“Me roen los piojos… los cerdos cuando lo ven vomitan… en mi nuca como sobre estiércol, crece un enorme hongo de pedúnculos umbelíferos, mis pies echaron raíces en el suelo” (sic), y componen hasta mi vientre una especie de vegetación vivaz llena de innobles parásitos… bajo la axila izquierda una familia de sapos se ha aposentado,… bajo mi axila derecha hay un camaleón que los caza…”chupan la grasa delicada que cubre mis costillas… Una víbora malvada ha devorado mi verga y ha tomado su lugar, me ha hecho eunuco…dos erizos ..han tirado a un perro el interior de mis testículos…el ano ha sido interceptado por un cangrejo…dos medusas se aferran al perfil convexo de mi trasero… los dos pedazos de carne han desaparecido”.

 

El personaje Maldoror, protagonista de “Les chants”, es contradictorio de una página a otra. Al comienzo Ducasse escribe que Maldoror “fue bueno durante sus primeros años, en que fue feliz… advirtió que había nacido malo…y se lanzó resueltamente en la carrera del mal”. Así de simple; pero cuando Maldoror, ya en plena carrera, ve las penas de una familia pobre, desiste de todo acto maligno y se va; más tarde copula con un tiburón hembra; al final acecha y persigue sin fin al joven inglés Merwyn.

Ducasse no es un buen escritor. Comete descuidos como “espectáculo bastante sublime”, ”Es casi extremadamente posible” o “Insectos que pululan en una gota de agua”. Incapaz de trasmitir horror, nos abruma con énfasis: “Contentamiento inefable”, “ojos terribles”, ”cólera implacable”, “anatemas increíbles”, “sed insaciable de infinito” “superficie sublime”, “mezcla irreductible” “voluptuosidad inefable”, “páginas incandescentes”, etcétera.

Padeció manía de grandezas. Ve todo en términos de historia de la literatura y aprieta los dientes: “…el fin del siglo décimonoveno verá su poeta… nació sobre las orillas americanas, en la desembocadura del Plata”“Este simple ideal, concebido por mi imaginación, sobrepasará, no obstante, todo lo que la poesía ha encontrado hasta hoy, de más grandioso y más sagrado….  Los más grandes genios del porvenir testimoniarán por mi un sincero reconocimiento”.

Maurice Virou razonó qe un joven de 22 años no podía tener los enormes conocimientos de Historia Natural que implica la obra y encontró en “Les chants de Maldoror” páginas de la “Enciclopedia de Historia Natural” del Dr. Jean Charles Chenu. De un modo semejante, razonamos que la profusión de lecturas de las que presume Ducasse no puede ser real. Enfila los nombres de veintitrés autores, de Rousseau a Leconte de Lisle y condena a todos con ironías lacónicas. Si los leyó sólo pudo leer, de los dieciocho a los veintidós años, unas páginas de cada uno, lo que descalifica sus rotundos anatemas. Exceptuamos a La Bruyère, La Rochefoucauld, Pascal y Vauvenargues, que Ducasse leyó y plagia en las “Poésies”.

“Les chants de Maldoror” se publicó en1868. León Bloy, que veía todo en términos de religión, de todo o nada, de Dios o el Diablo, lo leyó, lo tomó en serio y, apiadado de lo que creyó un satanista, lo declaró loco y afirmó que Ducasse había muerto en un manicomio. Darío leyó a Bloy; es dudoso que haya leído por completo a Ducasse; con la información de Bloy lo incluyó en “Los raros”. Verlaine, que leía todo, no lo incluyó en su libro “Les poètes maudits” (1884); pero llegó Julia Kristeva, la gran sacerdotisa e impostora, y* dijo que Ducasse:


“...expresa esta misma necesidad que afirma Rimbaud de salir de la poesía decorativa, de combatir el romanticismo, el parnaso, el simbolismo, la retórica vacía, o el embellecimiento... del placer o del dolor". ¡Bien por Ducasse! Pero, señora Kristeva, no la necesitamos: existió la buena poesía épica, quizás descriptiva, de Homero, Virgilio, el Romancero; Safo, Ronsard, Quevedo y tantos otros no fueron “decorativos”.
 

A partir de Bloy sobreviene una serie de delirios. Por ejemplo el grave Maurice Blanchot escribe: “La experiencia de Lautréamont parece conducirlo a una inexorable contradicción: ver claro, hacer retroceder el sueño y los sueños, desplegar lentamente a la luz la realidad del “mal”, sí, sin duda es necesario, pero al mismo tiempo, lo fascina y lo atrae el vértigo de una transformación radical en la que, ya sea angustia, ya sea deseo, ya voluntad metódica, le hará falta deslizarse “en las profundidades de la fosa”, y en “la anulación intermitente de las facultades humanas.”

Y Gaston Bachelard:

“¿Cómo ha de poder un grito semejante determinar una sintaxis? A pesar de todas los anacolutos activos, ¿cómo puede el ser sublevado conducir una acción? Es ése el problema resuelto por los Cantos de Maldoror. Todo se articula en el cuerpo cuando el grito —él mismo inarticulado, pero maravillosamente simple y único— dice la victoria de la fuerza. Todos los animales, aun los más inofensivos, articulan un grito de guerra. Pero en la Naturaleza todas las fuerzas son parodiadas. Y en la vida animal múltiple que ha vivido, Lautréamont ha oído gritos belicosos que son “cloqueos ridículos”. Ha oído gritos sin jerarquía que nos hacen pensar en lo que llamaríamos de buena gana gritos de masa, gritos que nacen de la masa biológica. Parece que ese fuera el pensamiento de Paul Valéry cuando dice en Monsieur Teste: “Los tiernos balaban, los agrios maullaban, los gruesos mugían, los flacos rugían”. Hay que ascender a lo humano para tener los gritos dominantes. A través de un estruendo poético, se los oirá pasar en los Cantos de Maldoror”.

Todo embustero necesita la complicidad de quienes se dejan engañar; y es más fácil escribir sobre “Les chants de Maldoror” que leerlos.

Isidore Ducasse fue un joven a quien su padre, un funcionario del gobierno francés, mantuvo con una pensión mensual hasta el fin de sus días; un padre que, además, pagó la edición de los dos libros y que, casi con seguridad le compró un piano y las lecciones necesarias para usarlo. El pequeño Isidore Ducasse, un buen muchacho según sus compañeros de clase, tuvo una vida ociosa, opaca y convencional: sueña, pero no tuvo el ímpetu aventurero de Villon, Cervantes, Byron, Rimbaud, Corbière. Tal vez para compensar su pequeñez se autotituló “Conde de Lautréamont”, apropiándose, con una leve deformación que es quizás un error tipográfico, del nombre de Gilles (o George) du Hamel, señor de Latréaumont (Paris 1627 - Rouen 1674), que encabezó una revolución secesionista y republicana nada menos que contra Louis XIV, aventura que le costó la vida; vida que supo defender, in extremis, con las armas en la mano.

Jorge Arias
ariasjalf@yahoo.com
 

 

 

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