Ducasse como escritor por Jorge Arias
Posible retrato de Ducasse en una tarjeta de visita de 1867 firmada por Blanchard en Tarbes (tarjeta descubierta en 1977) |
Un escritor, por más trabajos que se imponga, suele tener complacencia en lo que escribe; quizás siente una satisfacción de vanidad cuando cree haber logrado una frase bien hecha. Ducasse parece escribir a duras penas, a regañadientes, con el acicate de una compulsión, como cumpliendo un deber. Nadie cita una frase feliz de “Los cantos de Maldoror”, un instante poético, una afirmación rotunda en su justo lugar, una elegancia, un rasgo de ingenio, un momento de auténtico humor: no los hay. Como consecuencia de esta frialdad, la prosa de los “Cantos de Maldoror”, corregida sólo en detalles, abunda en errores e incoherencias, tanto en frases como en el tratamiento del tema, que a falta de término mejor debemos llamar el argumento o la trama del libro. Era inevitable que a este desprecio por las formas bellas siguiera un molesto regodeo de pavo real. En el Canto I Ducasse se adjudica grandeza y previene al lector “contra las emanaciones mortales de este libro” donde pintará las delicias de la crueldad; el afortunado lector de “Los cantos”, en tanto respire en ellos nada menos que “la consciencia maldita del Eterno” (?) gozará de una felicidad similar a la de los ángeles del cielo. El narrador sugiere retroceder, “dirigir tus talones hacia atrás y no hacia adelante” (sic), como la mirada del hijo que desvía sus ojos de su madre (?), o como el vuelo de las grullas, descrito a partir de una enciclopedia, donde la grulla mayor guía a las que vuelan detrás, que, contra lo que anuncia la comparación, no se desvían en lo más mínimo. Más adelante el narrador, no se sabe a veces si Maldoror o Ducasse, aconseja dejarse crecer las uñas quince días para con ellas herir a un adolescente, beber su sangre y más tarde fingir socorrerlo, pedirle perdón y compelerlo a torturar al torturador para finalizar con sus bocas unidas y sentir, Ducasse siempre es grandioso, “la felicidad más grande que pueda concebirse” (sic). El narrador ve salir de una tumba un gusano, grande como una casa, que le hace leer una inscripción que reza: “aquí yace un adolescente, tú sabes por qué”; aparece una mujer desnuda. El gusano, un moralista de la vieja escuela, ordena al narrador que la mate, porque ella es la Prostitución. El narrador toma una piedra y en vez de matar a la mujer mata al gusano. El narrador, despidiéndose de la Prostitución, con quien ha hecho un pacto, le dice que por ella, porque tiene piedad por los desgraciados, abandona para siempre a la virtud. El lector se pregunta en qué consistió el pacto con la Prostitución, porque todo pacto implica obligaciones recíprocas; sorprende la personificación de un concepto, la “Prostitución”, que habla, discute y contrata. Ducasse dice que el pacto es para “sembrar el desorden en las familias”; obligación que la Prostitución, con o sin mayúscula, cumple por si misma sin pacto alguno. Sigue un interludio campestre, con tintes bucólicos: hay unos perros no menos grandiosos, que aúllan porque tienen “sed insaciable de infinito”. Sigue una “estrofa seria” una “marina”, una letanía al “Viejo océano” donde aparecen más personificaciones y perogrulladas: “El océano es más temible al hombre que el hombre al océano”. Su grandeza moral imagen del infinito, es inmensa “como la reflexión del filósofo, como el amor de la mujer, como la belleza divina del pájaro”. Lo temible, más que el océano mismo, es para Ducasse su “grandeza moral”. Pero ¿qué clase de consciencia moral puede tener el agua? En medio de una execración global de la humanidad (“Dios, muéstrame un hombre que sea bueno”) el narrador dice “he visto hombres…sobrepasar la dureza de la roca, la rigidez del acero…el furor insensato de los criminales, las traiciones del hipócrita, los más extraordinarios comediantes, el poder del carácter de los sacerdotes…” ¡Non sequitur!. La maldad humana sobrepasa toda traición, se sobrepasa a sí misma; pero la maldad humana se impone aún sobre “el poder del carácter de los sacerdotes”. Sic: ¿por qué no “el poder de los sacerdotes? Y ¿por qué y cómo la maldad sobrepasa al carácter? Hasta aquí para no cansar al lector, que encontrará en el resto del libro errores semejantes, no hemos pasado del “Canto I”; léase aún este párrafo del Canto VI, en estilo charlatán de feria: “Por el momento y hasta más tarde, ¡no es necesario que sepáís más! Nuevas consideraciones me parecen superfluas, porque no harían sino repetir, bajo otra forma” (sic) “más amplia ciertamente, pero idéntica” (sic), “el enunciado de la tesis cuyo desarrollo verá el fin de este día. Resulta de las observaciones que preceden, que mi intención es emprender, en adelante, la parte analítica; esto es tan cierto que hace unos minutos, expresé el deseo ardiente de que seáis aprisionados en las glándulas sudoríparas de mi piel para verificar la lealtad de lo que afirmo con conocimiento de causa”. Suficiente, Ducasse. De Maldoror, que nunca escribe ni canta ni compone música, se ignoran el nombre completo, nacionalidad, familia, edad y ocupación. En el canto primero Ducasse dice que Maldoror fue bueno en sus primeros años; luego descubrió que era un malvado; como no miente, dice que es cruel y que querría cortarle a un niño las mejillas con una navaja, lo que no hace por temor a la Justicia y su “largo cortejo de castigos”. Reaparece Maldoror en el mismo canto primero: su comportamiento es, contra toda su vocación de maldad, decepcionante. Hay una familia convencional, padre, una madre que hace costura y pide al hijo, que se llama Eduardo, unas tijeras. Hay alguien en la puerta: es Maldoror; pero Maldoror se refrena porque comprende que “hay muchos que son menos felices que ellos” (?) y se retira. En el segundo canto se nos informa que Maldoror tiene la boca “llena de hojas de belladona”; más adelante el héroe copula con un tiburón hembra. En el tercer canto Maldoror cobra impulso y luego de violar a una joven ordena a su bull dog “estrangular(la) con sus mandíbulas” (sic); el bulldog obedece y además viola a la joven; insatisfecho, Maldoror, con una navaja americana, eviscera a la joven a partir de la vagina. En el sexto canto Maldoror se sabe perseguido por la policía; pero es tan poderoso que tan pronto se oculta en los desagües de Paris, como en Madrid, San Petersburgo o Pekín. Aparece el joven inglés Mervyn, de dieciséis años y cuatro meses, agonista del último canto. Es hermoso como “el encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser en una mesa de disección”, viene de una clase de esgrima. Maldoror sigue a Mervyn, que presiente algo; Maldoror averigua dónde vive y le envía una carta. Maldoror captura a Mervyn y lo mete en una bolsa; Mervyn grita y Maldoror lo silencia golpeando la bolsa contra un parapeto, lo que rompe huesos de Mervyn; dice a unos transeúntes que en la bolsa solo hay un perro sarnoso. Los hombres desatan la bolsa y rescatan a Mervyn, que vuelve a su casa para luego ser recapturado por Maldoror que, con una bacinilla en la cabeza y un bastón en la mano lo lleva, las manos atadas, a la plaza Vendôme; con un cable, Maldoror ata a Mervyn a la columna, lo hace girar alrededor en círculos y lo estrella contra la cúpula del Panthéon. La acción del canto sexto y la trama del libro terminan con la muerte de Mervyn, pero Ducasse se despide e, involuntariamente, se define con esta frase: “Ruidos insignificantes en los que no hay que creer, aptos sólo para asustar a los niños”. Es difícil aceptarlo: Ducasse se ha burlado de nosotros. Pero ya aparecerá quien nos diga que el conde de Lautréamont y sus cantos pertenecen a una “estética de la fragmentación” o a un “arte trash” o “dirty”. Verá metáforas donde hay interjecciones, tesis donde hay solo fórmulas; tomará chistes como teorías, profundidad donde solo hay un agua turbia. “Papers” que, se sabe, nadie leerá, pero que servirán para aprobar una tesis de doctorado. |
Jorge
Arias
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Ver, además:
Isidore Ducasse (Conde de Lautréamont) en Letras Uruguay
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