Racionalismo y secularidad 
La religión desde la teoría antropológica, Freud y Nietzsche.
Ismael Apud

Introducción

1) Magia, ciencia y religión: de Tylor a Levi- Strauss

1- Sir Edward Burnett Tylor
2- Sir James George Frazer
3- Emile Durkheim
4- Bronislaw Malinowski
5- Claude Levi-Strauss
6- Síntesis

2) Freud: un racionalismo desencantado

1- Primeras consideraciones: histeria, deseo y religión
2- Religión, ceremonial obsesivo
3- Tótem y tabú: hacia los orígenes de la cultura y la religión
4- Ilusión y consuelo: aspectos funcionales de la religión
5- Moisés y la religión monoteísta
6- Breve síntesis

3) Nietzsche: una religiosidad secular

1- Juventud
2- Iniciación por medio del dolor
3- Revelación de eterno retorno
4- Misticismo religioso, misticismo secular
5- Profetismo: Zaratustra y el superhombre
6- Sacrificio, complot y mutismo irónico… ¿Cuál es la razón 
que subyace a la demencia?

4) Algunas asociaciones libres sobre la cuestión religiosa

1- Secularización
2- Creencia religiosa, experiencia religiosa y alteridad radical
3- Ciencia, pensamiento histórico y cristianismo
4- A modo de cierre

Bibliografía citada

Introducción

El siguiente trabajo tiene como objetivo explorar el discurso moderno y su concepción de lo religioso, a través ciertas vertientes particulares, que ofrezcan modelos ejemplares y abarquen posturas heterogéneas dentro de un mismo flujo de enunciaciones. Englobar cierto número de problemas comunes en relación a como ha sido concebida la religión en la modernidad bajo tres distintas modalidades, y de esta forma abrir ciertas interrogantes en torno la religión, y su relación con el racionalismo secular moderno. En un recorte de lo que de otro modo habría sido inabarcable, la decisión pasó por abordar la temática en torno a tres líneas discursivas del pensamiento moderno. En primer lugar la antropología social, bajo la clásica filiación Tylor-Frazer-Durkheim-Malinowski-Levi-Strauss; luego abordar el lugar de la religión en el pensamiento psicoanalítico freudiano. Por último Nietzsche, quien nos brindará un paisaje alterno, quizás presagiando la proximidad de un atardecer bajo el cielo moderno. En el último capítulo reflexionaremos sobre ciertos temas teóricos puntuales, sobre los que he dirigido la mirada durante la investigación sobre budismo en Uruguay, realizada junto a mi colega y amigo el antropólogo Mauro Clara. Allí abordaré de forma breve problemas como el de la secularización y el de la alteridad radical.

Veremos como en el pensamiento moderno, bajo una concepción positivista de base, se desarrollan diversas concepciones que por un lado se encuentran entretejidas unas con otras en base a ciertos problemas y conceptos comunes, pero por otro marcan sus diferencias importantes, llegando incluso a una crítica radical. De ahí la elección de estos autores, bajo los que podemos observar la pluralidad de posturas que pueden florecer en un mismo suelo epistémico.

1) Magia, ciencia y religión: de Tylor a Levi- Strauss

La ciencia de la religión (Religionwissenschaft) se conforma como disciplina independiente en la segunda mitad de siglo XIX, con pioneros como Max Müller o Sir Edward Burnett Tylor. Surgen en ese entonces diversas cátedras y estudios: "En 1873, Ginebra estableció la primer cátedra académica de religión en Europa; tres años más tarde, los Países Bajos establecieron cuatro; en 1879, el Collage de France, en París, dotó una; y, en 1885, la Sorbona fundó la primera facultad de religión independiente." (De Waal, 1975:59-60). Separada de la teología y de las variadas corrientes filosóficas de la época, la naciente ciencia de la religión se proponía un análisis comparativo de mitos y creencias, mediante genealogías (por lo general bajo la influencia de métodos filológicos) o bien secuencias evolutivas, teñidas del "eurocentrismo" característico de la época. Este eurocentrismo evolucionista ofrecía un modelo escalonado (por lo general tripartito) donde, desde la oscura ignorancia del "salvajismo", la humanidad se apropiaba en el correr de la historia de la luz de un conocimiento que la llevaba al uso pleno de la razón, así como al conocimiento de sí mismo y de la naturaleza. Dicha estructura escatológica es reiterativa, tanto en autores como Lewis Henry Morgan (salvajismo, barbarie, civilización) o Augusto Comte (etapa teológica, metafísica y positiva) entre otros. En la mayoría de los casos el modelo se establece en base a una escatología de la razón, típica de una modernidad de espíritu "kantiano". No es de extrañarnos que este tipo de concepciones finalistas resuenen aún con fuerza en los diversos avatares que transmigran ideológicamente por los campos políticos y científicos, bajo los ideales de progreso, democracia, así como en el marco de disciplinas como la psiquiatría y el psicoanálisis. Es bajo esta concepción evolucionista donde la antropología y la etnología comienzan a diferenciarse como disciplinas autónomas[1].

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Sir Edward Burnett Tylor (1832-1917) fue el primer titular de una cátedra de antropología en Gran Bretaña (1896) así como el primer autor de un tratado de antropología general, Primitive Culture (1871). Sus ideas parten de un esquema evolutivo donde bajo el influjo racionalista de la época, otorga una unicidad instrumental a la cognición humana, superpuesta a un eje temporal donde la organización social y la cognición recorren un progresivo desarrollo hacia las formas actuales de la razón, tanto en lo moral como en lo científico. "El afán del hombre por conocer las causas actuantes en cada hecho del que es testigo, las razones por las que cada estado de cosas que él observa es como es y no de otro modo, no constituyen un producto de alta civilización, sino una característica de su especie hasta en las fases más bajas. Entre los salvajes primitivos hay un apetito intelectual cuya satisfacción requiere muchos de los momentos no acaparados por la guerra o por el juego, por el sueño o la necesidad de alimentarse." (Tylor, 1977:345-346) Se trata de una reivindicación del "primitivo", si tomamos en cuenta ciertos prejuicios de la época. El primitivo deja de ser un ignorante presa del error, para ser parte de un eslabón necesario en la cadena evolutiva de la razón y el orden social. Relativizado su valor en función de su situación filogenética, su inferioridad transmuta en virtud, y sus logros en un paso esencial para la adquisición de la ciencia y los valores occidentales. Esta concepción posiciona las creencias del "salvaje" actual bajo el rótulo de "supervivencias" de antiguos hábitos culturales, coagulados en el fluir de un progreso humano cuyo cenit sólo puede encontrarse en occidente. Serían un reflejo cristalizado de tiempos en los que el hombre no había alcanzado aún cierto nivel cultural. Dicho reflejo posibilitaba una mayor comprensión del desarrollo de la razón en su progresivo avance cognitivo sobre los terrenos oscuros de la naturaleza, a través de disciplinas como la antropología y la etnología. El salvaje era una especie de "fósil vivo", y la antropología un estudio "arqueológico" de una cultura paradójicamente viva y muerta: fosilizada en su desarrollo cognitivo-cultural, viviente desde lo biológico y psicológico.

Desde esta perspectiva racionalista-positivista, la evolución humana se concibe bajo dos términos fundamentales en el pensamiento científico general. Por un lado la razón, sus categorías y sus formas lógicas. Por el otro la naturaleza, la realidad material sobre la que deposita su fe el positivismo. El progreso de la humanidad consistiría entonces en el despliegue dialéctico del raciocinio sobre la realidad y las necesidades circundantes; dicha dialéctica se configura en base a procesos subjetivos ideativos y su correspondencia con lo "real", concebido en este caso como el conjunto de piezas mecánicas y sus relaciones dadas de por sí en el orden natural. Cada sistema de acción y cognición efectuaría una dialéctica propia a su posición dentro del desarrollo histórico-cultural. En el caso de la magia, Tylor concibe una ciencia primitiva, donde dominan mecanismos erróneos, pero conteniendo en potencia el afán científico por la búsqueda del conocimiento. El principal error que Tylor atribuye a la magia, es la indistinción que efectúa al no separar discriminadamente los componentes intrasubjetivos (ideativos, imaginarios) de los que llegan al campo perceptivo desde un "afuera" material y objetivo (realidad positiva). Este primer gran error arrastra consigo las cadenas causalísticas generadas por la cognición humana pues, al no efectuar una diferencia cualitativa entre dichos niveles fenomenológicos, el "hilo de Ariadna" producido en la asociación de ideas se pierde en los laberintos de las distintas experiencias humanas. "La clave principal para la comprensión de la ciencia oculta [la magia] es la de considerarla en la asociación de ideas, una facultad que radica en el fundamento mismo de la razón humana, pero, en no pequeña medida, en la sinrazón humana también. El hombre, que todavía en una baja situación intelectual, tras haber llegado a asociar en el pensamiento aquellas cosas que por experiencia sabe que están relacionadas en la realidad, procedió erróneamente al invertir esta acción, concluyendo que la asociación en el pensamiento debe implicar en la realidad una relación semejante. Así intentó descubrir, vaticinar y producir acontecimientos por medio de procesos que nosotros ahora podemos ver que solo tienen un significado ideal. Por un gran volumen de testimonios de la vida salvaje, de la bárbara y de la civilizada, las artes mágicas resultantes de esta errónea conducta de tomar un ideal por una relación real pueden ser claramente seguidas desde la cultura inferior de la cual han surgido hasta la cultura superior en que actualmente se encuentran." (Tylor, 1977:122). Vemos como la confusión entre los componentes ideativos y la realidad generan un sistema de causalidades erróneo ya que, pese a que se establecen relaciones totalmente válidas en su aspecto formal, no se distinguen las significaciones imaginarias de las elaboradas en el campo de lo real-perceptivo, distorsionándose la relación dialéctica con el mundo, como sucede cuando el neurótico no es capaz de elaborar un principio de realidad que escape de las producciones fantasmáticas subyacentes en su inconciente[2]. El pensamiento primitivo no ha podido por lo tanto efectuar una discriminación coherente entre lo real y lo imaginario.

Es bajo este hilo discursivo que Tylor plantea su definición mínima de religión como "creencia en seres espirituales", introduciendo en el vocabulario antropológico la noción de animismo, punto clave sobre el que se tejen y desarrollan las diversas tramas mitológicas y teológicas. El animismo incluiría toda clase de seres espirituales, aunque sentaría sus bases en la creencia del alma humana. Dicha creencia, responde a una necesidad de explicar ciertas experiencias donde lo corporal y lo subjetivo parecen no poseer una correspondencia exacta. El primitivo se halla ante la encrucijada de establecer ciertas relaciones lógicas entre el sueño y la vigilia, la vida y la muerte, el trance y la conciencia ordinaria. Como es incapaz de discriminar lo imaginario y lo real como campos heterogéneos, debe explicar aquellas experiencias donde la conciencia parece desligarse de las sujeciones corporales y materiales recurriendo a una suerte de "ontologización" de sus propias producciones oníricas, en especial aquellas en las que se ve a sí mismo. Surge entonces la creencia en un alma humana, que puede separarse temporalmente del cuerpo bajo la influencia del sueño, o bien romper definitivamente sus lazos en el momento de la muerte. Y surge entonces la religión, como producto de una especulación en torno a la naturaleza de determinados fenómenos fisiológicos y psíquicos, sobre los cuales el primitivo establece distinciones erróneas, que no contemplan la diferencia entre lo real y lo imaginario.

A partir de la noción de animismo, Tylor establece extrapolaciones que permiten la utilización de este mismo recurso en otros seres y elementos de la naturaleza. A medida que transcurre la cadena de analogías comienza a desarrollarse un sistema religioso strictu sensu, lo cual posibilita la formación de doctrinas y rituales comunitarios, así como un método para explicar al ser humano y a la naturaleza. Detrás de todo este desarrollo aparentemente "irracional", Tylor ve un esfuerzo intelectual que implica la utilización correcta de mecanismos lógicos aplicados sobre premisas incorrectas, fruto de una percepción inadecuada de lo real. Sin embargo, la propia dialéctica razón-realidad lleva al hombre y a la cultura a un progresivo desarrollo y a una percepción adecuada de la naturaleza. Recurre entonces al clásico escalonamiento tripartito donde, a partir de un primer momento animista, se desarrolla por propagación analógica una segunda etapa politeísta. Ciertas almas son elevadas al rango de dioses, adjudicándoseles poderes de la naturaleza y, cuando un dios llega a dominar la escala jerárquica, se llega finalmente a la última gran etapa: el monoteísmo. Tylor establece entonces una teoría evolucionista de la razón y su desarrollo progresivo, donde la religión es solamente contemplada en sus aspectos cognoscitivos, en una suerte de dialéctica con la realidad, dejando a un lado su eficacia en la "cohesión social" o bien en las relaciones de poder.

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Es leyendo a Tylor y su Primitive Culture, que Sir James George Frazer (1854-1941) descubre su pasión por la antropología. Su obra más importante, La Rama Dorada (1898) ha sido de enorme influencia en autores tan diversos como Malinowski, Wittgenstein o Freud. Se trata de una obra de gabinete, aunque de gran importancia como recopilación etnográfica. A nivel teórico, el trabajo de Frazer retoma las concepciones tylorianas, aunque con ciertas modificaciones importantes.

Según Frazer, ya desde el comienzo el hombre utiliza dos formas de pensar la naturaleza. Por un lado un mundo cuya mecánica se compone de agentes sobrenaturales -"…seres personales que actúan por impulsos y motivos semejantes a los suyos propios…" (Frazer, 1998:33)-; una especie de proyección masiva sobre la realidad, que atribuiría tanto a seres vivos como a objetos materiales las mismas propiedades e intenciones que las internas propias. Se trataría de un pensamiento característico del animismo, y derivaría posteriormente en la complejidad de las formas religiosas. "Junto a este concepto de un mundo impregnado de fuerzas espirituales, el hombre salvaje posee otro distinto y probablemente más antiguo, en el cual pueden llegar a encontrarse rudimentos de la idea moderna de ley natural, o sea la visión de la naturaleza como una serie de acontecimientos que ocurren en orden invariable y sin intervención de agentes personales." (Ibid.). Bajo este pensamiento impersonal de las fuerzas naturales surge entonces la magia, cuyos principios presagian y abren la posibilidad de una futura ciencia. Tenemos entonces dos clases de pensamiento que desde tiempos pretéritos deambularían por el universo conceptual construido por el hombre[3]: uno proyectivo, egocentrista (en términos piagetianos) y animista; otro abstracto, realista e impersonal.

Sin embargo la magia sería una pseudociencia, en el sentido que concibe un orden y una uniformidad impersonal en la naturaleza pero, al igual que en Tylor, yerra en sus leyes específicas, izando sus velas hacia los mares de la ignorancia. Frazer la denomina "magia simpatética", pues actúa mediante "simpatía" común o atracción secreta entre dos cuerpos, sea por una identidad formal-espacial (semejanza), sea por una relación causal-temporal (contigüidad)[4]. En base a estos últimos principios, Frazer distingue entre "magia homeopática" donde la ley de semejanza afecta y encadena los cuerpos, y la "magia contaminante" que, bajo la ley de contagio o contigüidad, establece ciertas afecciones entre elementos que estuvieron anteriormente en contacto. En base a dichos principios la magia se consolida como sistema teórico-práctico. Teórico ya que edifica un sistema de leyes -pese a que éstas no posean solidez alguna-, derivando en hipótesis y conclusiones falsas, o sea, en una pseudociencia. Práctico pues establece pautas de comportamiento y relacionamiento con el medio, mediante un sistema de preceptos positivos (encantamientos, ritos[5]) y negativos (tabúes), por lo que la denomina un pseudoarte. Sin embargo y al igual que Tylor, dicho sistema de cognición-acción posee un valor excepcional si es juzgado desde su posición relativa en la escala evolutiva en la que se encuentra inmersa. "Ellos [los primitivos] fueron los predecesores directos, no sólo de nuestros médicos y cirujanos, sino de nuestros investigadores y descubridores en cada una de las ramas de la ciencia natural" (Frazer, 1998:89).

La religión surge bajo la confluencia de concepciones animistas -creencia en seres espirituales superiores que gobiernan la naturaleza y la vida humana- así como la impotencia y esterilidad de la magia frente a la realidad de los procesos naturales. Pues con el correr de la historia "…un tardío reconocimiento de la falsedad inherente a la magia y de su esterilidad puso a la parte más inteligente de la humanidad a meditar una mejor teoría de la naturaleza…" (ibid, 83); la magia comienza a desmoronarse como sistema teórico-práctico pues sus leyes generales –sostenidas bajo una especie de proceso primario freudiano- no resistieron más tiempo los duros embates de la realidad. Es en ese momento, cuando el hombre primitivo, "…cortando a la ventura sus antiguas amarras y dejándose llevar por el proceloso mar de la duda y la incertidumbre, sacudía rudamente la feliz confianza de antes en sí mismo y en sus fuerzas" (ibid, 84). En la pérdida de su omnipotencia y seguridad, sostenida bajo los cimientos de sus concepciones egocéntricas, se ve forzado a plantearse nuevas hipótesis. Y así concluye que "…si el universo caminaba sin su ayuda ni la de sus compañeros, de seguro que ello se debía a otros seres semejantes a él, pero más poderosos, eran los que invisiblemente dirigían su curso y producían toda la serie de acontecimientos diversos que hasta entonces creyó dependientes de su propia magia"(ibid., 84- 85). Es a partir de allí que comienza la hegemonía de los dioses sobre los procesos impersonales, así como la sustitución de la hechicería y la magia por el sacerdote y la súplica. Sin embargo, con el progresivo avance histórico de la razón humana en su apropiación dialéctica de las propiedades de lo real, la religión es desplazada nuevamente por un sistema simbólico-cognitivo, de elementos impersonales y abstractos. Esta vez, exorcizada de las falsas analogías simpatéticas que producían fallos y generalizaciones extremas en las cadenas asociativas del pensamiento, surge la ciencia, cuya fidelidad hacia el método hipotético-deductivo, así como su paciente y exacta observación sobre los fenómenos de la realidad (método experimental), aseguran resultados más exactos y verdaderos.

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Emile Durkheim (1858-1917) es considerado el fundador de la escuela sociológica francesa. Su obra abarca campos muy diversos, entre los cuales se encuentra las Formes élémentaires de la vie religieuse, de gran importancia tanto para la antropología religiosa como para la teoría antropológica general. Su pensamiento continúa la herencia colectivista de pensadores como Saint-Simon y Comte, debatiendo y rechazando las ideas individualistas del utilitarismo inglés, principalmente de Spencer, Hobbes y Adam Smith. Para Durkheim los fenómenos sociales no encontrarían su raíz en la psicología individual, por lo que un método introspectivo e individualista es incapaz de iluminar cualquier problemática de orden sociológico. Lo social sobrepasa las disposiciones individuales y sólo puede ser estudiado como "hechos sociales", objeto discreto de la naciente sociología, que coacciona y determina al sujeto psicológico desde un afuera irreductible. Bajo esta concepción los individuos no poseerían disposiciones naturales o predeterminadas, que actuarían a modo de una infraestructura psíquica productora de lo social como epifenómeno, sino que sería lo social la causa-función tanto de sí mismo, como de los fenómenos intra e inter subjetivos. El individuo por sí mismo es tan sólo una masa amorfa indiferenciada que es modelada por las fuerzas sociales, que lo transforman en un ser moral, lógico y disciplinado. Se trata de una concepción organicista-funcionalista, donde la sociedad se entiende como un organismo cuyas funciones remiten unas a otras como sistema total de organización. Partiendo de dichos postulados sistémicos y organicistas, cabe preguntarse cómo concebir la religión dentro del sistema social como totalidad. ¿Cuál es su funcionalidad? ¿Cuál es su relevancia dentro del desarrollo histórico de las sociedades? ¿Cuál es su carácter distintivo y esencial? Es entonces que Durkheim escribe Formas elementales de la vida religiosa, donde retoma y critica las concepciones teóricas de autores como Tylor, Frazer, Müller y Robertson Smith, confrontando las conceptualizaciones y problematizaciones de lo religioso elaboradas hasta entonces con sus propias concepciones orgánico-sociales. Para ello utiliza como campo de justificación científica el caso de los aborígenes australianos. Es relevante dicha elección; un tipo de sociedad donde la cohesión social es máxima, donde no existen especialistas religiosos ni conflictos sociales importantes. De esta forma se eluden los principales problemas que aquejan a este tipo de teorías, y que han sido sin lugar a dudas los flancos donde la teoría durkhemiana ha recibido mayores golpes.

Las Formas elementales comienzan cuestionando a Tylor y su hipótesis de la creencia en seres espirituales (animismo) como fuente originaria de las producciones religiosas. Si fuera cierto que el componente esencial en toda religión es dicha creencia, entonces no debería estar ausente en ciertas religiones conocidas. Tal es el caso del budismo y otras religiones de la India, donde Durkheim comienza un análisis escabroso y sin conocimiento profundo del tema. De todas formas la conclusión general sería válida: "La religión sobrepasa, pues, la idea de dioses o de espíritus y, consiguientemente, no puede definirse exclusivamente en función de esta última." (Durkheim, 1993:80). De hecho -continúa el autor- la única distinción que puede encontrarse en cualquier religión del globo es la clasificación de los objetos, sean reales o imaginarios, en dos géneros opuestos: lo sagrado y lo profano. Dentro de este esquema, la creencia en seres espirituales sería una aplicación particular de la creencia en un ámbito sagrado, del que derivan. Lo sagrado sería entonces un conjunto de fuerzas impersonales, una especie de flujo o espacio que se ofrece como motor y materia para la composición de clasificaciones y creencias, y cuyo origen sería social. Tal es el caso del totemismo: "…no es la religión de tales animales, o tales hombres, o tales imágenes, sino de una especie de fuerza anónima e impersonal, que se encuentra en cada uno de estos seres, aunque sin confundirse con ninguno de ellos" (ibid., 315). Dicha potencia ha tomado diferentes nombres según los distintos pueblos: Wakan en los Sioux, Orenda en los iroqueses, nauala entre los Kwakiutl y mana entre los melanesios. Citemos a su sobrino Marcel Mauss: "De la misma manera que la estética se define por la noción de lo bello, las técnicas por el grado de eficiencia, lo económico por la noción de valor, y el derecho por la noción de bien, los fenómenos religiosos o mágicoreligiosos se definen por la noción de lo sagrado. En el conjunto de fuerzas que se llaman místicas –nosotros las llamaremos mana- hay algunas que los son en tal manera que son, por ello mismo, sagradas. Ellas constituyen la religión strictu sensu, por oposición a las otras, que forman la religión lato sensu… La noción de mana se nos presenta como enteramente universal" (Mauss, 1967:326-327). Su verdadera naturaleza sería de carácter social; fuerzas producidas y desplegadas en la formación de colectivos, una especie de pulsión desarrollada a partir de la exaltación propia del encuentro grupal, del sentimiento de pertenencia, que se materializa inscribiéndose en distintos símbolos, creencias, seres espirituales y dioses. "Como ejercen sobre nosotros una presión de la que somos concientes, necesitamos localizarlas fuera de nosotros… Unas y otras forman en nuestra conciencia dos círculos de estados mentales, diferentes y separados… a un lado queda el mundo de las cosas profanas y al otro el de las cosas sagradas." (Durkheim, 1993:351). Dicha distinción es indispensable para la formación de sistemas de representación y clasificación, si tomamos en cuenta que los primeros sistemas simbólicos han sido del orden de lo religioso, principalmente el totémico, íntimamente ligado a establecer relaciones de parentesco y alianzas. La unidad instrumental de la razón, sus categorías y juicios, así como la función simbólica y representativa[6] tienen entonces su origen en lo religioso, que tiene a su vez origen en lo social, en la cohesión, en la formación de una realidad colectiva. Por otro lado las sensaciones y percepciones que configuran el espacio y el tiempo sufren una transformación de orden cualitativo que las dispone en una red de secuencias temporales y límites espaciales definidos.

A grandes rasgos, Durkheim intenta demostrar el carácter y origen social de las creencias religiosas, desde las más elementales (el totemismo australiano), hasta las más complejas. El planteo nodal sobre el que gira las Formas elementales es el de la importancia funcional de la religión como sistema de cohesión social. Su tarea dentro de la totalidad del sistema social es mantener la unidad del sistema, mediante la clasificación y el posicionamiento de los distintos individuos en el conjunto de relaciones territoriales e intersubjetivas, reduciendo el conflicto al mínimo. "Una religión es un sistema solidario de creencias y prácticas relativas a cosas sagradas, es decir, separadas, prohibidas, creencias y prácticas que unen en una misma comunidad moral, llamada Iglesia, a todos los que se adhieren a ella." (ibid., 98). Pero, como primer sistema simbólico, es también origen de todas las demás formas de pensamiento, incluyendo la ciencia. "Desde luego, la ciencia las somete a una nueva elaboración antes de utilizarlas; las depura de todos los elementos adventicios y aporta en todos sus avances un espíritu crítico que la religión ignoraba; se rodea de precauciones para evitar la ‘precipitación y los prejuicios’, para dejar de lado las pasiones, las prevenciones y cualquier influencia subjetiva." (ibid., 670) Dentro de este esquema y a diferencia de Frazer, la magia no sería un sistema de pensamiento del que luego derivaría la religión, sino la utilización individual y utilitarista de los mismos preceptos desarrollados por las ideas religiosas. Para ello la magia transgrede muchas veces los límites entre lo sagrado y lo profano, actuando en forma inversa a los preceptos religiosos.

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El funcionalismo pragmático de Bronislaw Malinowski (1884-1942) efectúa ciertos giros importantes en la teoría de la religión, estableciendo una metodología contextual y psicofisiológica, dónde todo acto cultural se somete a un análisis situacional (posición de la producción cultural dentro de la vida cotidiana) y funcional (relevancia del mismo en los procesos orgánicos, sean fisiológicos y/o psicológicos)[7]. El análisis funcional implica relacionar las producciones narrativas, rituales, tecnológicas y todas las de índole cultural, con mecanismos y necesidades básicas universales del ser humano como organismo psico-fisiológico inmerso en sociedad. Tenemos por ejemplo la necesidad de alimentación, que se actualiza en formas culturales como los rituales de sacrificio y ofrendas. Estos a su vez tendrían su correlato psicológico (sacralización de la comida en gratitud y dependencia de la providencia) y social (estrechar lazos entre la comunidad en el acto ritual de compartir). Lo mismo sucede con los procesos de desarrollo y crisis a nivel ontogénico-individual, y su regulación mediante formas rituales como la iniciación o los rituales relacionados al parto y el puerperio[8]. Se distinguen entonces la función y la forma, siendo las primeras universales y las segundas sus aplicaciones particulares y culturales, que pueden ser designadas bajo el término de "costumbres". Sin embargo, se trata de una división heurística, válida e imprescindible como abstracción, pero de límites imprecisos en la realidad cultural; "… no hay actividad humana, individual y colectiva, que podamos considerar como puramente fisiológica, es decir, ‘natural’ o no regulada. Hasta la respiración, las secreciones internas, la digestión y la circulación se producen dentro del ambiente artificial en condiciones culturalmente determinadas. Los procesos fisiológicos del cuerpo humano son afectados por la ventilación, por la rutina y la calidad de los fenómenos nutritivos, por las condiciones de seguridad o peligro, de satisfacción o ansiedad, de temor o esperanza… Hay una constante interacción entre el organismo y el medio secundario dentro del cual vive, es decir, la cultura" (Malinowski, 1978). Por otro lado, el análisis contextual permite al funcionalismo escapar de un determinismo causal función-costumbres, pues toda forma o costumbre debe ser estudiada tanto en relación a su funcionalidad latente como a su interacción con otros elementos y necesidades contextuales, sobre las que se apoya y establece conexiones e intercambios.

Desde esta perspectiva la cuestión acerca de la religión se establecería en base a cual es la función psicofisiológica y social de la misma, y cuales son sus diferencias con respecto a otros sistemas práctico-simbólicos, como la ciencia o la magia. Con respecto a éstas últimas el autor disiente de cualquier parentesco entre una y otra. En tanto Frazer ve en la magia una especie de ciencia errónea -pero ciencia en potencia al fin y al cabo-, Malinowski realiza un corte discontinuo entre ambas. Pues, mientras la ciencia se basa en la experiencia universal y su confrontación dialéctica mediante la razón y sus procesos lógicos (una especie de "gobierno del pueblo y su razón"), la magia actúa bajo el peso de la tradición, mediante una mística esotérica transmitida en forma elitista e iniciática[9]. En cuanto a los principios que determinan a ambas, no es suficiente la noción de mana y su similitud con los principios impersonales científicos para establecer una suerte de relación entre ambas. "La ciencia, incluso la que representa el primitivo saber del salvaje, se basa en la experiencia normal y universal de la vida cotidiana, en la experiencia que el hombre adquiere al luchar con la naturaleza en aras de su supervivencia y seguridad, y está fundamentada en la observación y fijada por la razón. La magia se basa en la experiencia específica de estados emotivos en los que el hombre no observa a la naturaleza, sino a sí mismo y en los que no es la razón sino el juego de emociones sobre el organismo humano el que desvela la verdad. Las teorías del conocimiento son dictadas por la lógica, las de la magia por la asociación de ideas bajo la influencia del deseo" (Malinowski, 1985:97-98). La ciencia sería entonces una forma que asume el pensamiento ya en los tiempos pretéritos del primitivo aunque, claro está, todavía bajo una forma rudimentaria[10]; una especie de dialéctica entre la razón y la realidad que subsume la emotividad a un segundo plano. Se trata de una razón teleológica que actúa a nivel psíquico de forma análoga al principio de realidad psicoanalítico. La magia por su parte actuaría de forma inversa; aquí la emotividad, el deseo intenso y el principio de placer son los que fijan la metodología de acción sobre la realidad. Su origen no lo encontraríamos en la concepción de mana o fuerzas impersonales sobrenaturales, sino que emergería bajo determinadas situaciones conflictivas desencadenantes de tensiones emotivas, y su intento de control sobre las mismas. Cuando la naturaleza revela al hombre su impotencia en el dominio de determinadas situaciones, éste, en la búsqueda del dominio de su angustia frente a su deseo insatisfecho, intenta desesperadamente cualquier clase de actividad, en una especie de acting-out de corte primario. A partir de allí se desencadenan imágenes, palabras y actos rituales que reducen la angustia originaria mediante una analgésica ilusión de efectividad, reduciendo la tensión fisiológica y restituyendo la armonía psíquica. Se trataría de un mecanismo de defensa similar al de las neurosis obsesivas. "Dicho brevemente una fuerte experiencia emotiva que desgasta en un flujo de imágenes, palabras y actos de conducta, puramente subjetivos, deja una profundísima convicción de su realidad, como si se tratase de algún logro práctico y positivo, de algo que ha realizado un poder revelado al hombre. Tal poder, nacido de esa obsesión mental y fisiológica, parece hacerse con nosotros desde afuera, y al hombre primitivo, o a las mentes crédulas y toscas de toda edad, el hechizo espontáneo, el rito espontáneo y la creencia espontánea en su eficacia han de aparecer como la revelación directa de fuentes externas y, sin duda alguna, impersonales." (Malinowski, 1985:90).

La religión, al igual que la magia, tiene su origen y función en situaciones ligadas a un conflicto deseo-realidad, aunque, mientras que la magia es un arte práctico establecido en una relación medios-fines, la religión es un corpus donde medios y fines se autocontienen a sí mismos. La magia apunta a resultados directos, la religión intenta apropiarse y reducir la angustia sobre cuestiones más existenciales, abstractas o fatales, como la muerte, las crisis en el desarrollo ontogénico, la importancia de la tradición, la cohesión social. Su funcionalidad radica en regular y neutralizar las fuerzas del instinto de autoconservación, impidiendo el accionar centrífugo de dichos impulsos desintegradores mediante su apropiación simbólico-ritual en la tradición y las redes sociales en las que se encuentra inmerso el individuo en cada fase de su vida, brindándole así el don de la integridad mental. De esta forma la tradición ofrece mecanismos de defensa específicos que permiten evitar los peligros del miedo, del desaliento y de la desmoralización. "El mal, esto es, las fuerzas desintegradotas del destino, se distribuyen así por un sistema de seguridad mutua en el infortunio y en las miserias espirituales. En el abandono de un pariente o un amigo, en las crisis de pubertad, en tiempos de un peligro o calamidad amenazadora, cuando la prosperidad puede usarse para bien o para mal, la religión postula el modo justo de pensar y proceder, y la sociedad acepta tal veredicto y lo repite al unísono." (Malinowski, 1985:72) Sin embargo, y a diferencia de Durkheim, este planteo de lo religioso como sistema de cohesión social comprendería no sólo su carácter colectivo sino también sus aspectos individuales. Mientras que Durkheim concibe las producciones extáticas o ascéticas como exaltaciones provenientes del fervor social, Malinowski es capaz de formular su carácter individual, enunciando distintas experimentaciones solitarias[11]. Su ámbito excedería entonces el propuesto por Durkheim. Pero sobre todo, lo que rechaza Malinowski es la homologación de lo social con lo sagrado, siendo este último considerado como una imagen especular del primero. Los dioses no serían una proyección de la sociedad, o mejor dicho, no abarcarían ni lo social ni lo moral en su totalidad, pues de hecho, la tradición o la cultura son una suma de elementos que abarcan tanto lo sagrado como lo profano, así como las producciones sociales e individuales, las normas y costumbres, las leyendas y los mitos, etc. Tampoco existiría una "fuerza moral" o mana, cuyo origen sería exclusivamente social y sobre el que se constituiría una especie de "alma colectiva", especie de sustancia inmaterial que circula y configura las distintas formas culturales. Dicho principio "… carece de fundamentación fáctica y es contrario a los sanos métodos de la ciencia social" (Malinowski, 1985:63).

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La antropología estructural de Claude Levi-Strauss (1908) resulta un tanto más compleja, tanto por la diversidad de influencias que la recorren, como por las transformaciones que se producen a lo largo de sus obras. En primer lugar encontramos su formación académica, bajo la densa atmósfera de un racionalismo humanista del que dicho autor quería apartarse. Su rechazo se dirigía hacia la fenomenología, el bergsonismo, el neokantismo, y el existencialismo, principalmente por lo que él consideraba un antropocentrismo radical, que giraba en torno a la figura del hombre y su problematización bajo los conceptos de sujeto, conciencia y libertad. Levi-Strauss cuestionará dicho sujeto y su valor de centro o punto de partida en las producciones culturales y simbólicas, para situarlo como mero efecto de una estructura inconsciente que, a modo de estructura lógica, lo produce como tal. Desde Descartes y pasando por Kant, Hegel, Husserl y contemporáneamente Sartre, el humanismo racionalista configuraba un campo hegemónico a nivel académico, del que Levi-Strauss se desprende mediante la transposición del modelo fonológico-estructuralista del "Círculo Lingüístico de Moscú" al campo de la etnología, bajo la ayuda de su amigo y colega Roman Jackobson. A través del mismo, pretendía llegar a una concepción positiva y científica de la cultura, aislando un objeto discreto de la misma forma que Martinet, Trubetzkoy, Jackobson y Sassure. En el caso de Sassure se trata de la lingüística como disciplina independiente y autónoma, al aislar la lengua (sistema formal de oposiciones binarias constituidas en base a unidades de significación mínima o signos) del habla (ejecución concreta del acto de comunicación, que abarca tanto los fenómenos psíquicos, como fisiológicos y fisicos). La fonología de Jackobson y Trubetzkoy parte de este influjo sassuriano, para aislar la fonología de la fonética. Mientras que esta última estudia los sonidos como unidades de carácter físico, la fonología recurre a un análisis estructural, donde cada fonema se define en relación a un valor diferencial con otros fonemas. El fonema sería entonces la unidad significante del signo lingüístico; sin significado pero inmersa en una estructura de relaciones diferenciales que a nivel del significante influirían sobre el significado y por ende sobre la significación. Se trataría entonces, de un fenómeno lingüístico-estructural y no físico, fonético o psicológico. La transposición de este modelo fonológico al campo de la antropología es realizada en principio sobre el estudio de los sistemas de parentesco, para luego extenderse al terreno de la historia, el ritual, la religión y, principalmente, el mito. Su primera aparición se realiza en la prestigiosa revista Word, en un artículo titulado El análisis estructural en lingüística y en antropología (1945), que presagia su extensa e importante obra Las estructuras elementales del parentesco (1949). El método establece una unidad mínima: mientras en la lingüística estructural se trataba del signo, en el estudio etnológico de las estructuras de parentesco será el átomo de parentesco. Partiendo y afinando el análisis de Radcliffe-Brown sobre el avunculado, Levi-Strauss establece una unidad mínima que, al igual que el signo lingüístico, se compone partiendo de la conjunción de relaciones diferenciales que constituyen términos (cosanguinidad, alianza y filiación, que constituirían los términos hermano-hermana, esposo-esposa, padres-hijos) y no a la inversa, o sea, términos que constituyen relaciones. A partir de esta unidad mínima, se desarrollarían los diferentes sistemas de parentesco, sean simples o complejos. El origen de esta estructura se encontraría en la prohibición del incesto, regla universal que permite a la humanidad el pasaje de la naturaleza a la cultura, al fundar una lógica excluyente, de intercambio de mujeres y, posteriormente, fonemas y bienes materiales. Es a través de la prohibición del incesto, que el hombre accede a una lógica excluyente de prohibiciones y permisiones en el terreno de lo sexual, posibilitando el intercambio de mujeres y por ende la constitución de una red de relaciones (alianza, cosanguinidad, filiación) que posibilitan la configuración de una trama social de nivel superior. Dicha operación se trasladará posteriormente a los intercambios de bienes, y es la que posibilita el lenguaje y lo simbólico, a través de la configuración de una estructura lógica que actúa significando las diversas experiencias humanas. Dicha transposición del modelo fonológico jacokbsoniano no estuvo libre críticas, sobre las que Levi-Strauss tuvo que reelaborar y afinar conceptos, influenciado bajo la popularidad de la cibernética de Wiener, la teoría de los juegos de Von Neumann, entre otros.

La transposición en el terreno de los mitos se establece a partir de La estructura de los mitos (1955), se desarrollará posteriormente bajo una concepción dialéctico-estructuralista (La gesta de asdiwald, El pensamiento salvaje) y culminará en una suerte de metaestructuralismo bajo la serie de Mythologiques, escritas entre 1964 y 1971. En un comienzo se procede de manera análoga a los estudios sobre parentesco. Se establece la unidad mínima del sistema, en este caso los mitemas. Estos estarían inmersos en el lenguaje, aunque su forma diferiría del mismo, pues sus unidades constitutivas compondrían un grado más alto de complejidad[12]. Dichas unidades se compondrían de cadenas de signos relativas a acontecimientos que suponen una temporalidad, pero que conforman una estructura permanente, ahistórica. El mito toma acontecimientos históricos que pliega a su propia estructura, pretendiendo cierta ahistoricidad. De esta forma la sincronía estructural absorbe la diacronía del acontecer, y las diferentes variantes del mito se conciben a sí mismas como "el original" y no como variaciones estructurales producto de las sucesivas reabsorciones del acontecer[13]. El mitólogo se encargará entonces del análisis de dichas transformaciones, de acuerdo al método estructural-comparativo que superponga las versiones que el etnólogo posea a mano. Lo que importaría entonces serían los mecanismos de transformación y las articulaciones lógicas que se establecen, y que demuestran que todo pensamiento mítico, es lógico, racional y estructural. Se trata nuevamente de una reivindicación del primitivo como ser racional, concepción central en el pensamiento antropológico de Levi-Strauss, en oposición a Levi-Bruhl y su concepción de una mentalidad prelógica. Con La gesta de Asdiwal (1959) el análisis estructural adopta consigo un método dialéctico que incluye al mito en su relación con los diferentes niveles en los que actúa -geográfico, económico, sociológico-, lo cuál integra al análisis de las variaciones mitológicas una perspectiva extrínseca a las mismas. En cuanto a los fenómenos estrictamente "religiosos", nunca se le dedica un estudio directo, por lo que se habla de cierta hostilidad o indiferencia frente a los mismos, aunque también podría ser consecuencia de la dificultad que ofrece el análisis estructural en su aplicación sobre sistemas de carácter más histórico o diacrónico[14]. Sin embargo recordemos que la distinción realizada entre "pensamiento salvaje" y "pensamiento domesticado", remite a dos modos de estructurar las producciones narrativas, y que en el caso de Levi-Strauss, su obra contempla e investiga sobre las primeras, relegando las otras a un segundo plano.

En el caso de la magia, las primeras reflexiones se centran sobre el problema de la eficacia simbólica y la importancia de atribuir un sentido a las distintas experiencias que atentan contra la estructura del grupo en cuestión. A diferencia de la ciencia, que busca el sentido de un problema en la realidad objetiva y sus cadenas causales, la magia opera articulando las experiencias al sistema estructural de la sociedad en cuestión. En casos de integridad física (enfermedades, dolores intensos), crisis del desarrollo humano (partos, puerperios), violaciones de normas o códigos, comportamientos extraños, o bien catástrofes naturales, el hechicero o "shamán" ofrece una interpretación que permite la absorción del acontecimiento en la estructura, que codifica y significa la realidad social en cuestión. De esa manera las prácticas "shamánicas" significan aquellos estados que de otro modo se ofrecerían confusos y desorganizados para la conciencia: "…pensamiento patológico y pensamiento normal no se oponen, sino que se complementan. En presencia de un mundo que ávidamente quiere comprender, pero cuyos mecanismos no alcanza a dominar, el pensamiento normal exige a las cosas que le entreguen su sentido, y éstas rehúsan; el pensamiento llamado patológico, por el contrario, desborda de interpretaciones y resonancias afectivas, con las que está siempre dispuesto a sobrecargar una realidad que de otro modo resultaría deficitaria… La colaboración colectiva en la cura shamanística establece un arbitraje en estas dos situaciones complementarias… es preciso que, por una colaboración entre la tradición colectiva y la invención individual, se elabore y se modifique continuamente una estructura, es decir, un sistema de oposiciones y correlaciones que integra todos los elementos de una situación total donde hechicero, enfermo y público, representaciones y procedimientos, hallan cada uno su lugar." (Levi-Strauss, 1997:207-208)[15]. La "cura" tendría sus bases en la eficacia simbólica del esquema en cuestión, independientemente de su correspondencia con las causalidades objetivas o científicas (eficacia sobre lo real). Consistiría principalmente en volver inteligible una situación problema, haciéndola soportable al espíritu y por lo tanto tolerable, mediante un sistema coherente que vectorializa las diferentes experiencias que de otro modo se ofrecerían caóticas e insoportables.

Por último nos remitiremos a las diferencias entre pensamiento científico y pensamiento mítico, tal y como se expone en El pensamiento salvaje. Es allí que establece la ya muy conocida distinción entre el pensamiento salvaje de la magia y el pensamiento científico. En una primera instancia, se pone en evidencia la tesis fundamental de su estructuralismo: ambos pensamientos –tanto el del salvaje como el del hombre científico- se construyen a partir de premisas lógicas y una necesidad de orden, necesidad que caracteriza a todo tipo de pensamiento. Las diferencias entre ambos estarían entonces no en la ausencia o presencia de determinadas categorías lógicas, sino en el modo en que uno y otro se relacionan dialécticamente con el devenir histórico-cultural. El pensamiento salvaje absorbería el acontecimiento a modo de un programa cibernético, mediante un feedback o circuito de retroalimentación positiva donde se vuelve siempre a un supuesto estado cero. De ahí la importancia del origen y la tradición en este tipo de sociedades. Se trataría de una primacía de lo sincrónico, que daría por resultado la ilusión de inmutabilidad, característica de lo que denominamos "sociedades frías" o ahistóricas. El pensamiento mitológico postula un determinismo global e integral, donde todo se relaciona a modo de fotografía, sin las discriminaciones de niveles diferenciados, propias del pensamiento científico. Se trata de una lógica de lo concreto, dónde se establece una estructura cohesionante, con los medios que se encuentran a disposición, tejiendo signos que se encuentran a disposición y transformándolos en significantes para de ese modo expresar metafóricamente mediante la creación de significaciones de segundo grado que puedan cohesionar e integrar diversos órdenes de la experiencia. Así, mediante los animales, los astros o los dioses, se establecen relaciones que metafóricamente aluden y estructuran al orden de lo social y lo cognoscitivo. A esta actividad Levi-Strauss la designa bajo el nombre de Bricolage, "lógica de lo concreto", basada en la utilización de signos que en forma metafórica conforman una estructura simbólica y cognoscitiva.

El bricoleur actúa entonces de manera ahistórica, metafórica y concreta, a diferencia del científico que utiliza un pensamiento de carácter histórico, metonímico y abstracto. Este último opera mediante la creación de modelos, que suponen la utilización de conceptos abstractos que sustituyen e intentan explicar la realidad, bajo reglas de causalidad (relación efectos-causas) que configuran y significan el acontecimiento: "…el pensamiento mítico, ese bricoleur, elabora estructuras disponiendo acontecimientos, o más bien residuos de acontecimientos, en tanto que la ciencia, ‘en marcha’ por el simple hecho de que se instaura, crea, en forma de acontecimientos, sus medios y sus resultados, gracias a las estructuras que fabrica sin tregua y que son sus hipótesis y teorías. Pero no nos engañemos: no se trata de dos etapas, o de dos fases, de la evolución del saber, pues las dos acciones son igualmente válidas". (Levi-strauss, 1964:43). Se trataría entonces de una división que encuentra resonancias con el primitivo pragmático de Malinowski, o bien la distinción entre operaciones concretas y operaciones abstractas realizada por Piaget y su psicología cognitiva, con la excepción de que se elimina cierto evolucionismo filo-ontogenético postulado por ambos autores, relativizando y validando la función de ambos métodos de acuerdo a las sociedades a las que se dirigen.

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Vemos entonces como el desarrollo de esta línea antropológica hunde sus problemáticas en como lograr una interpretación o conocimiento del primitivo desde su distancia con la sociedad occidental moderna. Surge la cuestión de la lógica, la razón y la ciencia, y que continuidades y discontinuidades podemos trazar en relación a esas otras sociedades, sobre las que la etnografía debe rendir cuentas. El pensamiento antropológico que recorre los autores analizados, parte de la premisa de una unidad instrumental en la razón humana: todos los seres humanos están en propiedad de la razón, pese a ciertas diferencias que cada autor plantea a su manera y de acuerdo a las influencias y observaciones que dispone. Tylor plantea la discontinuidad bajo la confusión de una dimensión imaginaria con la de lo real-perceptivo; Frazer bajo un pensamiento psicologisista-proyectivo y otro objetivo-experimental; Malinowski bajo uno concreto y otro abstracto, Levi-Strauss hablará de un bricoleur y el pensamiento científico metonímico. Se impone a su vez la polarización entre una dimensión afectiva y otra racional que estructura a la primera de distintas maneras, otorgando un sentido a la existencia y un cauce a las afecciones. El primitivo utilizará mecanismos distintos al hombre de ciencia; su forma de controlar la realidad y las pasiones humanas sería mucho más precaria por lo que incurriría en diversos errores o bien creencias anestesiantes (con algunas excepciones, como por ejemplo Levi-Strauss, que considera la diferencia dentro del orden lógico y estructural).

2) Freud: un racionalismo desencantado

Difícil hubiera sido para Freud no haberse encontrado de temprano con diversas manifestaciones religiosas en la clínica. Este hecho situó de temprano el problema religioso en sus consideraciones y reflexiones sobre la histeria. Es entonces que ya desde un principio comienza la inclusión del fenómeno religioso dentro del aparato conceptual y práctico con el cual intenta aportar nuevas soluciones a problemas de órden clínico y, con el paso del tiempo, a problemas de orden más amplio, de corte social, biológico, cultural, simbólico. Pues a medida que el psicoanálisis crece, tanto desde un punto de vista de su riqueza conceptual como en el orden académico y social, Freud se atreve a incursionar cada vez más en aquellos terrenos ajenos a la clínica. A medida que el psicoanálisis va cobrando fuerza y profundidad comienzan a perderse los límites entre los procesos propiamente clínicos y los de un “afuera” social; y éste “afuera” deja de encontrarse tan alejado de lo patológico como en las anteriores concepciones clínicas. Es una característica propia del psicoanálisis, donde los límites entre lo normal y patológico se desplazan, demostrando que la nitidez y precisión con la que la medicina psiquiátrica separaba lo patológico de lo normal, sería tan sólo un mecanismo de defensa más, relegando a un espacio social delimitado –la clínica- fenómenos que encontramos por doquier en formas sutiles. Dicha “toma de conciencia” por parte de Freud, comenzaría strictu sensus en Psicopatología de la vida cotidiana (1901), donde reflexiona en torno a las irrupciones del inconsciente en la forma de olvidos, deslices, o sea, en procesos circunscriptos en la vida cotidiana, pero análogos a los síntomas encontrados en la clínica. Ahora bien, Freud no se queda allí, sino que comienza progresivamente un análisis de formaciones culturales mayores, como el arte, el derecho, la moral, y la religión. Comienzan entonces nuevas reflexiones, de un pensamiento claramente positivista, así como un evolucionismo racionalista desencantado, sobre el cuál se establecen las concepciones onto-filogenético-clínicas freudianas. Se establece entonces una identidad bajo la forma neurosis-infante-religión, que será el modelo que recorrerá toda la obra freudiana, en una apología a la razón, sobre la base de un desencantamiento en los límites de la posmodernidad, donde el hombre, al alcanzar su plena madurez, se encuentra sólo, desprotegido y sin verdades que sirvan de consuelo.

Estableceremos entonces una suerte de análisis cronológico –decimos “suerte de” ya que nos proponemos una breve y humilde reseña-. Dicho análisis pretende dar cuenta del desarrollo conceptual freudiano en torno a la religión en sus diversos momentos. Para ello nos ha sido de gran utilidad el análisis de Carlos Domínguez Morano, titulado El psicoanálisis freudiano de la religión, del cual tomaremos un modelo cronológico que resultó ser fino y acertado. Según Morano “… una de las características más destacables de la literatura sobre Freud y la religión ha sido la de centrarse casi exclusivamente en los textos de psicoanálisis aplicado [Tótem y tabu, El porvenir de una ilusión, etc.], con un olvido casi sistemático de los textos clínicos y metapsicológicos… En ese contexto mucho más amplio –clínico y metapsicológico- es donde los textos de psicoanálisis aplicado a la religión pueden encontrar su lugar adecuado y su justa valoración” (1991:476-477). Sería entonces conveniente –aunque en nuestro caso en forma breve claro está- realizar nuestro análisis desde los comienzos de las elaboraciones freudianas, o sea, desde que comienzan las reflexiones en torno a la clínica y la histeria. Es así que dividiremos el análisis en una primera fase, donde Freud establece sus primeras consideraciones en torno a la histeria y la religión. Un segundo momento donde comienzan las reflexiones más específicas, a través de Los actos obsesivos y la práctica religiosa (1907), donde comenzará a tomar lugar la religión dentro de la problemática del inconsciente, la represión, la neurosis y las psicosis. Un tercer momento se establece a través del peso importante que adquiere en la teoría psicoanalítica la aparición de Tótem y tabú (1913), donde se plantea el origen de formaciones culturales como la religión, la moral y el derecho. Un cuarto momento estaría marcado por el traslado hacia un análisis de las dimensiones funcionales de la religión: la ilusión, el consuelo, y su analogía con los procesos oníricos. En esta etapa surgen textos como El porvenir de la ilusión (1927) o El malestar de la cultura (1930). Por último tenemos las consideraciones en torno a la religión, centralizando el análisis en  la cultura judeocristiana, a través de Moisés y la religión monoteísta (1938). Luego del análisis cronológico pasaremos a ciertas reflexiones generales en torno al modelo freudiano, y su relación con un pensamiento moderno en un progresivo desencanto de sí.

1) primeras consideraciones: histeria, deseo y religión

Es ya por 1895, en Estudios sobre histeria, donde Freud realiza sus primeras consideraciones en torno a la religión. Recordemos que es en esta época que, a través de la clínica, Freud formula las relaciones entre síntomas histéricos y su relación con la represión, consecuencia de ciertos traumas psíquicos que generan un conflicto entre el deseo inconsciente y el campo de la conciencia. Surgen entonces -represión de por medio- representaciones sustitutivas, consecuencia de una especie de negociación intrapsíquica. Sin embargo, en el caso de patologías como la histeria, la conciliación entre mociones se muestra tanto rígida como frágil, llevando a mecanismos de disociación y conversión. Tal es el caso, nos comenta brevemente Freud, de los delirios histéricos de las monjas, donde la represión excesiva de representaciones sexuales hacen “estallar” la barrera represiva, y fluyen bajo una forma que en la Edad Media sólo podía atribuirse a la acción demoníaca, y no a una dinámica psíquica de represión y descarga[16]. Surge entonces una clara oposición entre la religión y ciertas representaciones perturbadoras, que ésta intenta reprimir o bien en última instancia repudiar mediante su valorización demoníaca e inmoral.

En La interpretación de los sueños (1900) proseguirán las referencias en torno a la religión, esta vez asociadas al fenómeno onírico, que años más tarde será modelo hermenéutico imprescindible para la interpretación de  mitos, fábulas y creencias[17].  En este caso Freud menciona como se han dado interpretaciones religiosas a los sueños y cómo éstas, en ciertos aspectos, pueden desentrañar un núcleo de verdad; cómo pueden llegar a aproximarse a las verdades que el psicoanálisis y su visión científica estarían comenzando a desentrañar. Con Psicopatología de la vida cotidiana (1901), se abren las puertas desde la clínica hacia los hechos más mundanos, en este caso, los de carácter microsocial (actos fallidos, clisés, etc.). Con esta expansión de su objeto de estudio, Freud presagia un progresivo avance que lo llevará a otras producciones culturales de corte más “superestructural”.

Las alusiones al tema de la religión serían de este modo no poco frecuentes –podríamos seguir mencionando ejemplos, pero excederían los límites de este trabajo-, pese a que todavía no observamos una sistematicidad o un tratamiento del tema en forma específica. Sin embrago ya vemos configurarse algunas cuestiones en forma incipiente, que conforman el germen de las elaboraciones posteriores. La religión parece situarse del lado de la represión de ciertas representaciones inconscientes, así como es vista en relación a formaciones sustitutivas o de compromiso con deseos inconscientes reprimidos. Por otro lado y situándonos en una perspectiva más general, observamos una progresiva apertura de la hermenéutica psicoanalítica a los terrenos de la vida cotidiana, escapando así del cerrado ámbito de la clínica.

2) Religión, ceremonial obsesivo.

Es en 1907 que Freud publica su primer artículo dedicado al análisis de la religión: Los actos obsesivos y las prácticas religiosas. El análisis se centrará ya no en el conflicto histérico -que privilegiaba la relación entre deseo y represión- sino en la religión como formación sustitutiva, análoga a las formaciones reactivas del neurótico obsesivo. Vemos entonces perfilarse una concepción característica en el pensamiento freudiano: la religión como neurosis, o sea, como mecanismo patológico o inmaduro en el manejo y control pulsional del aparato anímico. Los enfermos obsesivos efectúan una serie de acciones repetitivas, irracionales, cuya causa es atribuida a un control de ciertos impulsos que emergen abruptamente, y que se asocian a un sentimiento de culpa. Este sentimiento sería causa a su vez de ciertas fantasías de castigo, lo cual lleva al obsesivo a pensar en una desgracia inminente, de la que han de protegerse, mediante prácticas repetitivas y sin una razón objetiva. Lo mismo ocurriría con los rituales religiosos, tanto en la defensa por irrupción de ciertos impulsos subyacentes, como en las fantasías de castigo por su posible consecución. Es en esta dinámica que se establece la neurosis obsesiva como formaciones reactivas de compromiso, así como el ceremonial religioso, a modo de pacto o negociación entre el deseo y la prohibición. Se trataría de una misma dinámica, siendo la neurosis obsesiva una especie de religión individual, y la religión una especie de neurosis obsesiva universal. En esta etapa de su desarrollo conceptual, Freud asume que se trataría de una analogía entre ambos lenguajes, y que no abarcaría toda la extensión del campo religioso. Sin embargo, con el correr del tiempo, el carácter analógico será desplazado por el de identidad, principalmente luego de Tótem y tabú.

Freud prosigue sus análisis, aunque esta vez dentro de la problemática de la sexualidad. Se pronuncia en contra de la religión como agente que imposibilita una reflexividad sobre la realidad sexual propia del ser humano, limitando el análisis científico. También reflexiona en torno a las teorías que elabora el niño en relación a la concepción, las diferencias sexuales y la genitalidad  –tal es el caso de su conocido articulo Teorías sexuales infantiles (1908)- estableciendo ciertas analogías entre estas y ciertas fábulas y mitos. Adquiere a su vez cierta relevancia el caso del hombre de las ratas – Análisis de un caso de neurosis obsesiva (1909)- donde la fe cristiana y la conversión religiosa del paciente es asociada con ideas compulsivas, ambivalencia afectiva, y la omnipotencia del pensamiento, en su relación con la conflictiva edípica. En Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci (1910), analizará ciertas creencias míticas sobre diosas griegas y egipcias dotadas -de falo-, y les atribuirá un mismo origen causal (un origen de orden edípico-inconsciente)  con ciertas teorías sexuales infantiles donde, consecuencia de la angustia de castración, se niega las diferencias sexuales, y se atribuye un carácter fálico a la mujer. Surge además, por primera vez en forma explícita, la íntima conexión entre la imagen del padre y dios, así como la necesidad de protección y el manejo de la culpa relacionados a éste. La necesidad de protección y dependencia, estarían íntimamente vinculadas a la neurosis, donde el hombre es incapaz de abandonar su omnipotencia infantil –en el caso de dios, la omnipotencia trasladada a la imagen del padre-, y por lo tanto asumir su propia realidad humana. En Los dos principios del suceder psíquico (1911) vemos como la religión, pese a que favorece el control de las pulsiones, opera todavía de forma infantil, mediante la necesidad de fantasías de recompensa ultraterrena y redención: “…las religiones han podido imponer la renuncia absoluta al placer terrenal contra la compensación de una vida futura. Pero no han conseguido derrocar el principio del placer. El mejor medio para ello habrá de ser la ciencia, que ofrece también placer intelectual durante el trabajo y una ventaja práctica final.” (Freud, 1997:635) En el caso Schreber – Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (dementia paranoides) descrito autobiográficamente (1911)- Freud se encuentra con un delirio psicótico bien artículado, con gran cantidad de contenidos “teológicos”, que se le ofrecen para una rica interpretación en torno a la transmutación de la figura parental. Schreber, en un juego ambivalente –deseo homosexual hacia el padre, acompañado por una represión y un sentimiento persecutorio por proyección- establece una especie de teología donde se transmuta la imagen paterna, actualizada en una primera instancia en su médico, el Dr. Flechsig, para ser sustituída progresivamente por Dios, y haciendo permisiva de esta forma su homosexualidad reprimida así como  reconciliando su deseo hacia el padre.

3) Tótem y tabú: hacia los orígenes de la cultura y la religión

Se trata de una obra esencial en el pensamiento antropológico freudiano. Freud se adentra en los terrenos de la etnografía, tomando como referencia principal a J. G. Frazer, quien por esa misma época, publicaba su Totemism and exogamy. También es por esta época que Freud rompe con Jung, su discípulo predilecto; “Tanto E. Jones como S. Ferenczi advirtieron que la exaltación vivida en la elaboración del texto tenía que ver con las propias fantasías inconscientes de Freud en relación con el asesinato del padre” (Morano, 1991:118). Bajo dudas y ciertos vaticinios, productos de un tinte depresivo en el que se encontraba inmerso, Freud decide finalmente publicar la obra de forma completa, en el año 1913. Continúa claramente con las concepciones que homologan primitivos, neuróticos e infantilismo. Concepción por cierto en boga por aquella época, a través del evolucionismo de autores como Frazer, Wundt, Tylor, Morgan, Westermarck, entre otros.

Siguiendo los planteos de Frazer es que Freud comienza delimitar la esencia de totemismo, tomando como caso particular las tribus australianas. El tótem es asociado al clan, como emblema de identificación, así como es el antepasado del clan, y el espíritu protector[18]. Es por ello que los representantes del clan deben respetar la vida del tótem, y abstenerse de comerlo o matarlo. Se transmite por las vías de filiación, sean por vía del padre o de la madre, y, lo más importante para Freud: “… los miembros de un único y mismo tótem no deben de entrar en relaciones sexuales y, por lo tanto, no deben casarse entre sí. Es ésta la ley de la exogamia, inseparable del sistema totémico” (Freud, 1970:10). Se trata entonces del establecimiento de relaciones de cosanguinidad, ligadas al horror al incesto, al tabú y a la prescripción de determinadas uniones conyugales. Dicho temor al incesto se podría observar en formas similares a través de la clínica, dónde el neurótico -sujeto atrapado en un infantilismo psíquico derivado de una detención de su desarrollo o una regresión- es incapaz de un correcto manejo entre esas tendencias incestuosas naturales y la exigencia de su abandono.  Es aquí que entra en juego el temor al incesto, base para la primera prohibición y por lo tanto causa de la formación de una conciencia moral, así como sus derivados: el tabú, el respeto a lo sagrado, la tradición, la costumbre, la ley y el derecho. “La prohibición central y principal de esta neurosis es, como en el tabú, la del contacto… Todo aquello que orienta las ideas del sujeto hacia lo prohibido, esto es, todo lo que provoca un contacto puramente mental o abstracto con ello, queda tan prohibido como el contacto material directo.” (ibid.:41) Vemos entonces como el mecanismo de sacralización es análogo al de las formaciones reactivas propias del obsesivo, que buscan controlar todas aquellas ramificaciones del deseo incestuoso, que por desplazamiento –contagio- intentan actualizarse y llegar al curso de la conciencia. “Las dos prohibiciones tabúes más antiguas e importantes aparecen entrañadas en las leyes fundamentales del totemismo: respetar al animal tótem y evitar las relaciones sexuales con los individuos del sexo contrario, pertenecientes al mismo tótem.” (ibid.:47) Ambas prohibiciones se encuentran en un vínculo exacto con las dos prescripciones edípicas fundamentales: la renuncia al deseo incestuoso (tabú en las tribus primitivas), y la aceptación de la autoridad paterna (tótem como representante fálico del mismo).

Como teoría evolucionista Freud planteará el clásico desarrollo en tres estadios intelectuales, con sus respectivas concepciones del universo: la concepción animista (mitológica), la religiosa, y la científica. El animismo, planteado por Sir E. B. Tylor en aquella época, sería entonces un sistema intelectual, mucho más primitivo e “infantil” que la religión, compuesto por mitos, así como la creencia de que el mundo –orgánico e inorgánico- esta poblado de espíritus, sobre los cuales podemos influir a través de la magia. Siguiendo los planteamientos de Frazer, Freud toma los conceptos de magia contagiosa y magia imitativa, y los asocia con los procesos primarios de desplazamiento y condensación: la magia mediante la analogía y la contigüidad, serían una expresión del pensamiento inconsciente, por lo que  se trataría de un proceso análogo al del infante o al del neurótico –principalmente el obsesivo-. Detrás de dichos procesos encontramos la necesidad práctica de dominio, así como una desmesurada confianza en el poder de los deseos humanos y la omnipotencia de las ideas. En la fase animista no existe todavía una sumisión a la realidad objetiva, una confrontación de nuestras ideas con el exterior, que sólo es posible mediante la duda y el abandono de una posición omnipotente. Dicha omnipotencia es proyectada a las diversas entidades divinas que para el animista pueblan el mundo, y es a su vez reapropiada mediante una serie de procedimientos mágicos asociados. “En la fase animista, se atribuye el hombre a sí mismo la omnipotencia; en la religiosa, la cede a los dioses, sin renunciar de todos modos, seriamente, a ella, pues se reserva el poder de influir sobre los dioses, de manera de hacerles actuar de acuerdo a sus deseos. En la concepción científica del mundo no existe ya lugar para la omnipotencia del hombre, el cual ha reconocido su pequeñez y se ha resignado a la muerte y sometido a las demás necesidades naturales” (ibid.: 119). Vemos entonces una evolución de la conciencia en el manejo de la omnipotencia narcisista a medida que transcurre la historia humana –filogenia-, y que posibilita un mejor manejo de las propiedades inherentes a la realidad. Dicho desarrollo tendría su correlato en el desarrollo ontogénico del niño, pudiéndose establecer una correspondencia entre animismo y narcisismo, religión y fijación de la libido en los padres, ciencia y subordinación al principio de realidad o aceptación de la ananké (necesidad objetiva). De todas maneras el primitivo, al relacionar su omnipotencia con objetivaciones proyectivas en la forma de espíritus, ha realizado un primer paso en dirección a la ananké, por lo que no se trataría de una omnipotencia sin elaboración sobre las propiedades de lo real[19], sino de una de las primeras creaciones intelectuales, donde el sometimiento a las prescripciones tabúes provoca una salida fuera de sí de la omnipotencia, que es objetivada y reapropiada mediante un sistema totémico-animista.

Es a partir de estas nociones psicológicas, racionalistas y evolucionistas, que  comienzan sus especulaciones controversiales en el tema de los orígenes. Tomando como esencial y constitutiva la relación exogamia-sistema totémico, parte hacia una especulación en torno al momento histórico en que surge este sistema social. Para ello se apoya en una hipótesis de Charles Darwin sobre el estado social primitivo de la humanidad, época en la que el hombre vivía en pequeñas hordas similares a la de los monos superiores. En estas hordas primitivas la promiscuidad era impedida por el macho dominante, quien se quedaba con todos los derechos sexuales sobre las hembras. Los miembros más jóvenes del grupo debían migrar y fundar su propia horda, si querían realizar sus propias tendencias reproductivas[20]. Sin embargo existe una alternativa, que Freud aventura a modo de hipótesis histórica. Los hermanos expulsados aúnan fuerzas,  matan al padre, y luego lo devoran, identificándose con él y formando la primera fiesta conmemorativa de tal acto de parricidio. Pero si bien dicha fratría odiaba a este padre violento y poderoso, también lo admiraba y amaba, por lo que nace el sentimiento de culpa entre ellos. “Lo que el padre había impedido anteriormente, por el hecho mismo de su existencia, se lo prohibieron luego los hijos a sí mismos, en virtud de aquella ‘obediencia retrospectiva’… Desautorizaron su acto, prohibiendo la muerte del tótem, sustitución del padre, y renunciaron a recoger el fruto de su crimen, rehusando el contacto sexual con las mujeres, accesibles ya para ellos. De este modo, es como la conciencia de culpabilidad del hijo engendró los dos tabú fundamentales del totemismo, los cuales tenían que coincidir, así, con los dos deseos reprimidos del complejo de Edipo” (Ibid.:186-187). El totemismo y la exogamia surgen como solución al sentimiento de culpa, así como para evitar toda confrontación interna entre los miembros de la fratría. Por otro lado, y siguiendo el presupuesto de una ambivalencia afectiva, la instauración del tótem y las fiestas conmemorativas serían a su vez un acto de festejo frente el triunfo sobre el padre primordial[21]. El lugar vacío que deja dicho padre servirá como motor de toda producción cultural, bajo la necesidad de reencuentro con aquel ideal de omnipotencia, que se escurrirá para siempre entre los dedos del ser humano. Se trataría de una añoranza imposible de alcanzar, y que produce y moviliza la cadena simbólica inherente a la dimensión cultural –siendo un poco lacanianos-. Podríamos ver entonces en la historia de la civilización, cómo el hombre a través de la razón domeña su omnipotencia infantil, asociada a la satisfacción inmediata del deseo, para adaptarse cada vez mejor a los fracasos y las limitaciones propias de la realidad y la convivencia humana que ahora ha de enfrentar. Dicho desarrollo tendría su correlato ontogenético, así como clínico.

En sus avatares, el padre de la horda primitiva es sustituido por diferentes figuras, desde el animal totémico, hasta los reyes, los dioses, y por último, el dios monoteísta judeocristiano. La religión se nos muestra entonces bajo la continua repetición y elaboración de un mismo conflicto, siempre alrededor de este parricidio, su ambivalencia (amor y temor, culpa y castigo), todo esto girando en torno a un vacío narcisista que, en un decir lacaniano, moverá la cadena de significantes. En el caso de la religión cristiana, Freud identifica el pecado original con aquel parricido ancestral, que la pasión y muerte de Cristo expía, conforme a una “ley del talión” intrínseca a la naturaleza humana. De esta forma la religión del hijo sustituye a la del padre, instaurándose como “comida totémica” la comunión cristiana –idea que toma de Frazer-. Freud cree haber encontrado a través de la trama edipica una especie llave hermenéutica que posibilita abrir las puertas hacia la comprensión de las más diversas creencias, y que se hallaría enterrada en la enmarañada selva de las disposiciones psíquicas heredadas.

Luego de Tótem y tabú Freud considera poseer ya una teoría bien articulada para la interpretación de las culturas, y por ende, para el análisis de los diversos mitos, religiones, cuentos y fábulas, diseminadas en el largo trayecto de la historia universal. A su vez, el impacto de la Gran Guerra resuena en la mente de Freud y lo impulsan a reflexiones sobre la muerte y el amor, llevándolo a elaborar más aún los aspectos metapsicológicos, a través de artículos como Más allá del principio del placer (1920), y El Yo y el Ello (1923). Otro texto importante será Psicología de las masas y análisis del yo (1921), donde analiza los fenómenos grupales (ejercito e Iglesia específicamente) y su cohesión mediante un ideal del yo o proyección de la figura del padre, que permite un juego de identificaciones así como la doble ligazón libidinal entre miembros de la fratría y con su lider (encarnación de ese ideal). La religión seguirá estando presente en los casos clínicos, principalmente en el caso de el hombre de los lobos -Historia de una neurosis infantil (1918)-, donde nuevamente analiza los contenidos religiosos en su relación con la neurosis obsesiva, y Una neurosis demoníaca en el siglo XVII (1923), donde se analiza la figura del diablo como desdoblamiento de la figura de dios.

4) Ilusión y consuelo: aspectos funcionales de la religión

Luego de desbrozar el suelo de los orígenes, Freud decide continuar su análisis de la religión, ya no en las semillas del pasado, sino en la cosecha de lo actual. Comienza un análisis de la religión en su función psicodinámica, desde un punto de vista militante, donde la religión se ofrece como solución neurótica, inmadura, como algo a ser superado mediante el pensamiento y la actitud científica. El porvenir de una ilusión (1927) plantea un problema que continuará más tarde en El malestar en la cultura: individuo-pulsiones vs. sociedad-cultura. Esta última sería la que nos separa del reino animal, así como nos protege de la naturaleza. Pero a su vez esto sólo es posible mediante, por un lado la renuncia a ciertas tendencias antisociales (tanto de corte sexual como destructivas) presentes en todo ser humano, y por otro una compulsión al trabajo, que el ser humano rechaza por naturaleza (el hombre sería algo así como un vago por naturaleza). A nivel psicodinámico, la cultura es internalizada por medio del superyó, quien regula coercitivamente el conjunto de deseos sexuales y destructivos. Pero la cultura no podría cumplir efectivamente su función sin la posesión de mecanismos de gratificación que sublimen y encaucen dichos flujos pulsionales. Entre estos mecanismos estarían los ideales, el arte y las representaciones religiosas.

La cultura nos protege de la naturaleza, imponiendo privaciones. Ahora bien, la naturaleza no es un enemigo fácil de someter; “…el sentimiento de sí del ser humano, gravemente amenazado, pide consuelo; es preciso disipar los terrores que inspiran el mundo y la vida; y aparte de ello, también exige respuesta al apetito de saber de los hombres, impulsado sin duda por los más potentes intereses prácticos” (Freud, 2001:16). Surge entonces la primer solución cultural a la pérdida de omnipotencia y al apetito de saber: el animismo, o sea, poblar la naturaleza, mediante el mecanismo de proyección, con seres similares al hombre, para de esta forma hacerla entrar en el campo de lo conocido y controlarla. Surge como estrategia la magia: sobornos, conjuros, súplicas. Las figuras derivarían del arquetipo infantil-filogenético-paternal que hacíamos mención en Tótem y tabú. A medida que la angustia es apaciguada, el hombre se encuentra en mejor estado para observar las regularidades y leyes de la naturaleza, y los dioses intervienen en menor medida en el curso del destino humano (aunque la sumisión final a la ananké, solo será posible bajo la aceptación de la naturaleza y el destino). La religión, al igual que un sueño, nos protege del sentimiento de indefensión mediante un reencuentro con nuestra omnipotencia conforme a un modelo paterno infantil. Se trata de un modelo onírico que desempeña una triple función protectora: espantar al hombre de los terrores de la naturaleza, conciliarlo con la crueldad del destino y la muerte, y compensarlo mediante ilusiones que se le ofrecen como gratificantes.

La providencia divina bondadosa así como el orden ético del universo, calman la angustia frente a una realidad que se desentiende de los deseos humanos; la ilusión religiosa da la espalda a la realidad. “Lo característico de la ilusión es que siempre deriva de deseos humanos; en este aspecto se aproxima a la idea delirante de la psiquiatría, si bien tampoco se identifica con ella…” (ibid.:31); la idea delirante contradice la realidad, mientras que las ideas religiosas prescinden de ese nexo, en pos de una excesiva preocupación por el cumplimiento de dicho deseo. Los dogmas religiosos por ejemplo, son indemostrables e inverosímiles, vicios intelectuales. De todas maneras “…la ciencia natural ha pesquisado los errores que contienen, y el estudio comparado ha registrado la llamativa y fatal semejanza entre las representaciones religiosas que nosotros veneramos y las producciones espirituales de pueblos y épocas primitivos” (ibid.:38). Y si bien la religión ha cumplido su papel en el desarrollo de la cultura, su represión resulta excesiva, sumado a que recurre al engaño y a mecanismos primitivos en la elaboración de las pulsiones y la apropiación de la realidad humana. Freud toma partido por una sociedad secularizada, donde los preceptos morales sean fundamentados de acuerdo a la razón, y no en base a una sacralización o vínculo con lo divino. “Con ayuda de estos restos históricos hemos llegado a concebir las enseñanzas religiosas como unos relictos neuróticos y ahora tenemos derecho a decir que probablemente sea ya tiempo de sustituir, como se hace en el tratamiento analítico del neurótico, los resultados de la represión por los del trabajo intelectual acorde a la ratio.” (ibid.: 44). Bajo dicha óptica Freud nos advierte de la falsa secularización que los filósofos realizan, sustituyendo bajo figuras abstractas el nombre de dios.

El psicoanálisis se ofrece entonces para dicho trabajo intelectual, tanto a nivel individual como social, buscando respuestas adultas y reales a los problemas humanos, mediante sus dos dioses principales, el logos (la razón) y la ananké (necesidad objetiva). “Quizás quien no padece de neurosis tampoco necesita de intoxicación alguna para aturdirse. Evidentemente, el hombre se encontrará así en una difícil situación: tendrá que confesarse su total desvalimiento, su nimiedad dentro de la fábrica del universo; dejará de ser el centro de la creación, el objeto de los tiernos cuidados de la providencia bondadosa. Se hallará en la misma situación que el niño que ha abandonado la casa paterna, en la que reinaba tanta calidez y bienestar… El hombre no puede permanecer enteramente niño; a la postre tiene que lanzarse fuera, a la ‘vida hostil’. Puede llamarse a esto ‘educación para la realidad’” (ibid.:48)

Con El malestar de la cultura (1930) Freud se enfocará nuevamente en el problema de la cultura y el individuo. Comienza sin embargo por cierto comentario que un orientalista francés realiza al respecto de El porvenir de una ilusión, a partir de cierto aspecto que considera no haber sido tocado o comprendido por Freud en relación a la experiencia religiosa: “Un sentimiento que preferiría llamar sensación de ‘eternidad’; un sentimiento como de algo sin límites, sin barreras, por así decir ‘oceánico’. Este sentimiento –proseguía- es un hecho puramente subjetivo, no un artículo de fe; de él no emana ninguna promesa de pervivencia personal, pero es la fuente de la energía religiosa que las diversas iglesias y sistemas de religión captan, orientan por determinados canales y, sin duda, también agotan.” (Freud, 2001a:65) Se le presenta un problema que no había analizado hasta entonces, el de las experiencias extáticas, místicas –ser uno con todo-, tan comunes en la historia de las religiones, especialmente las orientales. Dicho problema se ofrece más como un estorbo que como un elemento importante a considerar pues, en su interpretación neurótica de la religión, en el predominio de los elementos racionales (mitos, creencias; sistemas de doctrinas y promesas) sobre los místicos (experiencias, fascinación extática), resulta difícil situar un concepto tan cercano a lo psicótico –pérdida de límites, desestructuración-. Freud procede “pateando la pelota al costado”, argumentando que tal sentimiento sería secundario y posterior en la constitución de las creencias religiosas. Sin embargo y pese a que su análisis sobre este “ser uno con todo” es breve, no deja de ser significativo e interesante. Lo asocia al lactante, quien en un principio no separa el mundo exterior del interior. Situación simbiótica inicial, de la que más tarde, a medida que surgen las sensaciones displacenteras, comienza a segregar el mundo exterior, y conformar un yo-placer interno en el que resguardarse del dolor. Comienza entonces a conformarse la división yo-mundo exterior, aunque la huella de ese sentimiento de totalidad “oceánico” permanecerá grabada en su vida anímica. De todas maneras toda esta serie de relaciones son desestimadas a lo hora del análisis, que se centrará de forma exclusiva a través del eje neurótico edípico, y la predominancia de las relaciones con el padre. “Freud, pues, con el sentimiento oceánico tiene la ocasión servida para aventurar un origen materno a la experiencia religiosa; pero, como acabamos de advertir, para él, si tras el desamparo infantil que conduce al padre se ocultan otros elementos, ésos se pierden en las tinieblas.” (Morano, 1991:265)[22].

Nuevamente comienza un análisis de la religión como ilusión protectora y recompensa de las frustraciones de la vida. Y nuevamente se nos muestra como una forma neurótica inmadura, aunque esta vez el evolucionismo racionalista freudiano se tiñe de un aire pesimista más denso. El malestar y la infelicidad de la existencia humana toman el protagonismo, que vuelve más dramáticas las concepciones freudianas. Quizás fuera determinante su propio padecimiento fisico (el cáncer que lo hacía sufrir cada vez más), o bien las circunstancias históricas que lo rodeaban (nazismo, comunismo, la depresión del ‘29). Se trata de una caída del tan presagiado final feliz tecnocientífico. El único ideal ético posible, bajo esta óptica desencantada, sería aquel sometimiento al logos y la ananké, a una realidad despojada del autoengaño, asumida en su crueldad e indefensión. Ante la dureza de la vida existirán entonces varios tipos de “calmantes”: poderosas distracciones que nos sumen en el regocijo de una actividad (como por ejemplo la ciencia), satisfacciones sustitutivas (el arte) o sustancias embriagadoras que alteran nuestro quimismo. Un último caso sería la religión, infantilismo psíquico que deforma la vida de modo similar al mecanismo delirante, un delirio de masas que produce una realidad acorde al impulso de sus deseos y niega la vida en su efectivo suceder. “El eremita vuelve la espalda a este mundo, no quiere saber nada con él. Pero es posible hacer algo más: pretender recrearlo, edificar en su reemplazo otro donde sus rasgos más insoportables se hayan eliminado y sustituido en el sentido de los deseos propios” (Freud, 2001a:81).

Pero no sólo la naturaleza y la finitud de nuestro cuerpo se ofrecen como causas de nuestro penar. Una tercera fuente de suma importancia es la cultura, que nos defiende precariamente de los dos primeros aunque introduciendo a su vez nuevos pesares. Existe un malestar particularmente humano, al introducirnos en ese nuevo ámbito que se define como cultura, que implica una renuncia a ciertos deseos primitivos que satisfacía el hombre en forma natural. “Bástenos pues, con repetir que la palabra ‘cultura’ designa toda la suma de operaciones y normas que distancian nuestra vida de nuestros antepasados animales, y que sirven con dos fines: la protección del ser humano frente a la naturaleza y la regulación de los vínculos recíprocos entre los hombres” (ibid.:88). En este juego de represión y gratificación que permite consolidar una comunidad de individuos, la cultura debe encontrar un equilibrio entre las demandas pulsionales y las exigencias sociales, o sea, toda una dinámica económica en el juego del placer, el displacer y la satisfacción.

La historia de la humanidad sería entonces la historia de las estrategias culturales en el manejo de la represión y la frustración. En el caso de las pulsiones de vida (Eros), se trata de la renuncia al incesto, como restricción fundamental en las relaciones humanas. Se establecen entonces nuevos lazos que permiten mantener un vínculo estable, y así la formación de unidades de asociación: el amor de meta inhibida, o ternura hacia los parientes más cercanos (padre, madre, hijos, hermanos, en suma, familia), como a aquellos más distantes, en la forma de amistades y “fratrías”. Dos aspectos entonces: Eros cohesiona, pero sólo a condición de introducirse en él una compulsión tanática (amenaza de castración, complejo de Edipo), inhibiendo su descarga directa, y sublimándola hacia otro tipo de relaciones e identificaciones, de corte secundario y mediado. La cultura entonces se ofrece en oposición al amor, lo coarta y lo dispone en nuevos cauces de meta inhibida. En cuanto a las pulsiones agresivas y destructivas (parricidio, asesinato), la cultura encuentra un problema aún mayor. En base a los conflictos bélicos internacionales que se gestaban en su época, Freud cree encontrar como telón de fondo, la lucha universal entre Eros y tánatos, como si se tratara de dos manos que mueven los hilos de la historia humana. En esta lucha universal, Freud se pregunta con preocupación en torno al afianzamiento de las conductas destructivas en su época, y si será posible que el eterno Eros sea capaz de vencer a los instintos tanáticos que pretenden nuestra destrucción.

Sin embargo las cosas no son tan claras, pues, hilando fino, Freud no puede tomar partido por Eros de forma tan tajante. Si analizamos la cuestión desde el principio, la esencia de la represión es la interiorización de una agresividad dirigida anteriormente hacia fuera, mediante esa instancia represiva que llamamos superyo. Pero esa agresividad –se desprende del análisis- no sólo inhibiría las tendencias agresivas del sujeto para con el objeto amado -o sea, no es sólo tánatos inhibiendo tánatos, o prohibición del asesinato parricida y de todos sus avatares posteriores- sino que es a su vez una agresividad dirigida hacia Eros, a quien se coarta e inhibe, mediante una compulsión a la repetición que establece una especie de teatro familiar onto-filogenético, bajo la fórmula de un triangulación edípica y su amenaza de castración. Dicha amenaza implica dejar de ser amado, eliminar toda posibilidad de falización o de captura del deseo del otro –siendo nuevamente un poco lacanianos-[23]. La cultura es entonces, violencia contra la violencia, y violencia contra el amor en su forma más natural, nos dice Freud en resumidas cuentas. Violencia interiorizada. Pero dicha violencia es la que permitiría la posibilidad de una sociedad, mediante los mecanismos de sublimación, represión de la agresividad y el establecimiento de lazos libidinales de meta inhibida. Estos últimos implican, por un lado una elección de objeto acorde con las reglas de parentesco y alianza (exogamia), así como mecanismos identificatorios con un ideal del yo que se ofrece como modelo de lo que se debe ser, modelo de igualdad “fraternal”. Es este ideal del yo el que se ofrece como “casilla vacía” para las diferentes personalidades históricas o modelos ejemplares del accionar ético (Jesucristo por ejemplo). Es entonces a través de tánatos que podemos pensar en la idea de una cohesión, y de una sociedad. Sin tánatos violentando a tánatos, así como a Eros, no existiría para Freud cultura o cohesión social.

5) Moisés y la religión monoteísta (1939)

Comienza nuevamente un análisis de los orígenes, en este caso, el de la religión judeocristiana. Se trata de un texto muy enmarañado y que sufrió muchas redacciones. Parece ser que la figura Moisés movilizaba la conflictiva edípica de Freud, lo que produjo ciertas alteraciones en el curso de su realización[24]. De carácter antirreligioso, ofrecía muchas dificultades, principalmente porque significaba un ataque a las creencias de un pueblo judío al que Freud pertenecía pese a su agnosticismo, sin olvidar que dicho pueblo estaba atravesando demasiadas penurias con el antisemitismo nazi, lo que implicaba estar dando el golpe en el momento menos oportuno. Sin embargo Freud, arrastrado por su fervor cientificista de la búsqueda de los hechos, decide dar su estocada, aunque no por ello dubitativamente.

Dicho amor por la ciencia no parece entrar en consonancia con la propuesta de Moisés y la religión monoteísta. Pues en este texto se propone, en primer lugar dar cuenta del origen Egipcio de Moisés, en base a datos insuficientes y conjeturas dudosas. Dentro de las pruebas que nos ofrece está la etimología del nombre “Moisés”. Si bien la Biblia le atribuye como significado el “sacado de las aguas”, es dudoso que una princesa egipcia le diera un nombre hebreo. Siguiendo a J.H. Breasted, Freud propone un origen egipcio vinculado al apelativo “mose” (hijo). Probablemente Moisés fuera egipcio y más tarde el pueblo judío tuvo la necesidad histórica y religiosa de atribuirle un origen hebreo. Pero si Moisés era egipcio –se pregunta Freud-, ¿de donde procedía la religión que entregó al pueblo semita? La única religión posible dentro de la variada religiosidad egipcia, por lo general de carácter politeísta, sería la de Amenhotep IV y su monoteísmo centrado en el dios sol Atón. La única dificultad sobre dicha hipótesis estaría en que las fechas entre su reinado y el éxodo bíblico ofrecen la dificultad de un siglo de distancia. Siguiendo con las pruebas etimológicas Freud plantea una genealogía entre el dios judio Adonai, “el señor”, y Atón, en base a la similitud fonética. Luego, tomando la hipótesis sostenida por el teólogo Sellin de que Moisés habría sido asesinado por el pueblo judío (una especie de repetición del parricidio de la horda), se posiciona a favor de otra controversial hipótesis: existieron dos Moisés. Un primer Moisés egipcio, que llevo el monoteísmo de Atón-Adonai al pueblo hebreo, y un segundo Moisés judío, pastor proveniente de Meribat-Qadesh y sustentador de Yhavé, dios local violento -el Moisés del historiador E. Meyer-; ambos fusionados y olvidados en su carácter histórico-vivencial, en base a las necesidades del pueblo judío. Se trata de una distorsión análoga a la de los fenómenos oníricos y a la de los neuróticos, dónde se borran las huellas de lo que no se desea ver o aceptar (contenido latente), sustituyéndola por una formación secundaria (contenido manifiesto). Existiría en la historia del pueblo judío un “período de incubación” o latencia, al igual que en el niño tenemos una fase de latencia. A medida que transcurre el tiempo, el dios local Yhavé es desplazado por el Adonai del primer Moisés, su pueblo -los levitas- y sus portavoces, los profetas. “Trauma temprano-defensa-latencia-estallido de la neurosis-retorno parcial de lo reprimido: así rezaba la fórmula que establecemos para el desarrollo de una neurosis. Ahora invitamos al lector a dar el siguiente paso: adoptar el supuesto de que en la vida del género humano ha ocurrido algo semejante a lo que sucede en la vida de los individuos. Vale decir, que también en aquella hubo procesos de contenido sexual agresivo que dejaron secuelas duraderas, pero las más de las veces cayeron bajo la defensa, fueron olvidados; y más tarde, tras un largo período de latencia, volvieron a adquirir eficacia y crearon fenómenos parecidos a los síntomas por su arquitectura y tendencia” (Freud, 2001b:77). Vemos como un esquema clínico-psicológico del desarrollo individual es trasladado a las grandes formaciones históricas, en una suerte de homología.

El retorno de lo reprimido, que marca esta reinstitución del padre primordial, conforma un enorme progreso así como un reconocimiento de los contenidos histórico-vivenciales del pueblo judío. Este proceso también trajo como consecuencia una creciente conciencia de culpa. Es bajo este contexto que emerge la figura Cristo, agitador político-religioso que se ofrece como sacrificio para la reconciliación y de esta forma construye los cimientos para lo que será de allí en más el cristianismo. “Pablo, un judío romano de Tarso, aprehendió esta conciencia de culpa y la recondujo certeramente a su fuente en el acontecer histórico primordial. La llamó el ‘pecado original’, era un crimen contra Dios que sólo se podía expiar mediante la muerte. Con el pecado original había llegado la muerte al mundo. En realidad, ese crimen merecedor de la muerte había sido el asesinato del padre primordial después endiosado” (ibid.:83). Nuevamente nos encontramos ante la transformación de la religión del padre en la del hijo. Pero esta vez agregando a Pablo como aquel que conjura la conciencia de culpa mediante la idea de redención, y desarrolla un nuevo progreso en la cultura humana. El pueblo judío es incapaz de aceptar aquel crimen originario de parricidio, quedando atascado en aquel gran otro Dios-padre. En la doctrina cristiana, encontramos la aceptación del pecado original, así como la expiación de la muerte del padre, mediante el sacrificio del hijo, que es a su vez consumación y repetición de dicha muerte. Se resuelve el conflicto en base a la idea del padre y del hijo como unidad, efectuando una solución de compromiso en la ambivalencia afectiva hacia el mismo. A su vez se implanta una universalidad en dicha expiación y pecado, que elimina la condición judía de pueblo elegido y circunciso, para abarcar a todos los seres humanos como hijos de Dios[25].

Cerrando el artículo, Freud concluye a modo de síntesis con una especie de resumen de la historia de la religión. Comenzando con la hora primordial de Tótem y tabú, se conforma el clan fraterno, la instauración del Tótem y el derecho materno. A partir de allí comienza un lento “retorno de lo reprimido”, bajo etapas y en relación a los contextos históricos en que se desarrollan los pueblos. El padre se vuelve jefe de familia (partriarcado), el animal totémico es sustituído por figuras antropomórficas, héroes, y finalmente dioses. Con la fusión de estirpes y pueblos, comienza una tendencia hacia la unidad, hacia el Dios único. El monoteísmo hebreo produce un encuentro avasallante con esos contenidos latentes de tiempos primigenios. Ambivalencia, conciencia de culpa, sumisión a Dios, son los contenidos que emergen de forma dominante: surgen profetas manifestando cierta conciencia de culpa, el ascetismo moral como forma de renuncia a lo pulsional, y una fuerte ética como formación reactiva de corte obsesivo. Con el cristianismo, principalmente a través de Pablo, el crimen primordial, bajo el disfraz histórico material del pecado original, encuentra una suerte de redención, en el sacrificio y la pasión de Cristo. La religión del padre es sustituída por la del hijo, y deviene universal.

6)  Breve síntesis

Vimos entonces como desde un principio el psicoanálisis encuentra en la clínica  (su terreno de origen), diversas manifestaciones religiosas de las que debe dar cuenta. Es indisociable el problema de lo religioso al problema de lo psíquico, y no podemos dejarnos llevar por ciertas opiniones que pretenden una delimitación entre ambos campos como si no tuvieran nada que ver el uno con el otro. Un análisis psicológico es imprescindible para el conocimiento de la religión y la historia, y es en ese problematizar nuevos terrenos en el que se pueden efectuar intercambios fructíferos con otras disciplinas, así como generar debates y conflictos intelectuales. Además recordemos que son los contenidos religiosos los que parecen emerger en una primera instancia en el ámbito de la clínica, y no a la inversa.

De todas maneras ya desde temprano el psicoanálisis se traslada hacia otros marcos sociales, con un impulso inicial en Psicopatología de la vida cotidiana que continuará sus rumbos posteriormente hacia el ámbito de las grandes formaciones culturales, como la religión, al moral y el derecho. A partir de allí el análisis de la  religión pasará por el filtro de la clínica, a través de su similitud con el lenguaje neurótico-obsesivo. Con Tótem y tabú comienza el proyecto ambicioso de una explicación universal del ser humano, lo que lleva a Freud a planteos a veces insólitos, de un carácter cercano al objeto que pretende explicar. La horda primordial, el parricidio y el origen del totemismo –una especie de mito personal de Freud al fin y al cabo- surgen como parte de una historia-vivencial, de un acontecimiento temporal verdadero, que se graba a fuego en la memoria filo-ontogenética de la especie, y efectúa un cambio radical llamado cultura. Con el período que denominamos “funcional”, el análisis se centra en la religión y sus efectos protectores y negadores de la realidad. En base a un modelo onírico y bajo una postura militante antirreligiosa, Freud arremete contra la religión como forma neurótica e inmadura de establecer relaciones con la realidad y dominar las pulsiones y conflictos internos. En base a una concepción evolutivo-racionalista Freud toma partido por sus dioses, Logos (razón) y ananké (necesidad objetiva), aunque pintados en un cuadro de colores opacos, pues el paisaje que yace detrás de estas dos figuras es el de un cielo desencantado y  pesimista. La ciencia y la cultura al final de cuentas sólo mitigan un dolor del que no se puede escapar (dolor que vive Freud en carne propia a través del cáncer que lo consume), así como son incapaces de resolver los conflictos humanos en sus aspectos más destructivos (las dos grandes guerras de siglo XX). De esta forma, sólo queda sentarse y observar en que forma se resolverá el conflicto entre los eternos rivales Eros y Tánatos.

En suma, la religión sólo puede ser vista como una neurosis colectiva que, mediante ilusiones gratificantes, satisface al principio de placer a costa de una visión correcta de la realidad, operando de forma análoga a los procesos oníricos. Una concepción militante mueve este desa-rrollo, a favor del progreso científico y por lo tanto contra toda aquella forma que, en el desarrollo de la civilización, se muestra anticuada e infantil. Sin embargo el mismo psicoanálisis es puesto en duda por un gran sector de la comunidad científica, que observa en él una dificultad en la posibilidad epistemológica de refutación y validez, así como ciertos elementos cercanos al misticismo y a lo religioso. Recordemos el mito de la horda primordial de Tótem y tabú, a la que Freud atribuye una existencia histórica, o bien el dualismo cosmológico que introduce en Más allá del principio del placer. Por otro lado, si bien Freud dudaba de que el psicoanálisis podía llegar a alguna una reconciliación o resonancia con posturas religiosas, muchos psicoanalistas creyentes han logrado cierto grado de conciliación entre sus creencias teológicas y su práctica psicoanalítica. Tal es el caso de Francoise Dolto por ejemplo: “Formada en psicoanálisis, lo que leo en los evangelios me parece la confirmación, la ilustración de esta dinámica viva que actúa en el psiquismo humano, y su fuerza derivada del inconsciente, allí donde el deseo tiene su fuente, de donde parte en busca de lo que falta” (1979:16). Dolto ve en los evangelios los mismos procesos terapéuticos implementados por el psicoanálisis, aunque bajo otra modalidad, de corte teológico.

3) Nietzsche: una religiosidad secular

Juventud, Iniciación, revelación, misticismo, profetismo; la vida de Nietzsche parece transcurrir bajo una diacronía religiosa, pese a que dicho autor haya sido –erróneamente- considerado como un ferviente opositor a ella. Veremos entonces como la obra de Nietzsche se desarrolla bajo el doble registro de una impersonalidad secular y un dionisismo religioso, mientras su vida se desarrolla bajo elementos de corte religioso: una ruptura iniciática, una gran revelación mística, así como cierta intempestuosidad hacia lo extático, y quizás un sacrificio final, posiblemente consecuencia de su fidelidad a la hybris que lo impulsaba.

1) Juventud

“¡Salud a aquel a quien no le gusta

sentarse  junto a Sócrates y hablar con él,

a quien no condena el arte de las musas

y no mira desde arriba con desprecio

lo más elevado de la tragedia!

Pues vana  necedad es

aplicar un celo ocioso

a discursos vacíos

y quimeras abstractas.”

 

Aristófanes[26]

Ya de temprano parece haber un viaje “introspectivo”, una mirada interior, que el joven Nietzsche parece utilizar de forma activa sobre su existencia, como si el pensador fuera un catador y, mediante la escritura, se le ofreciera un modo de experimentar los sabores de la embriaguez que la vida proporciona. En su época escolar y universitaria, desde sus catorce años hasta el otorgamiento de la cátedra de filología en Basilea, Nietzsche elabora sus propias autobiografías, así como comienza una búsqueda sobre sí mismo que lo lleva progresivamente a romper sus ataduras con  la teología y la fe cristiana. Se abandona entonces a otras verdades, primero a través de la filología, hasta el momento en que llega a sus manos la obra de Schopenhauer El mundo como voluntad y representación. De allí establece una nueva imagen pulida, filosófica y conceptualmente, que le permite interpretar al mundo ya no a través de un racionalismo hegeliano en boga, o la confianza moderna en la ciencia, sino mediante una concepción romántica, donde detrás de las fuerzas de la razón subyace un impulso oscuro, enigmático, místico, y a su vez absurdo, doloroso, insoportable. Dichas nociones schopenhauerianas surgen en base una interpretación nihilista de ciertas nociones budistas que recién comenzaban a ser exploradas de forma seria por el pensamiento occidental. El mundo se revelaba como sufrimiento y sinsentido, y la única vía posible para escapar de él y aprehenderlo era, según Schopenhauer, la “contemplación estética”: “La vida nunca es bella. Sólo son bellos los cuadros de la vida cuando los alumbra y refleja el espejo de la poesía” (Schopenhauer, 1993:145). Esta nueva hermenéutica, pesimista, romántica y desencantada, produce en Nietzsche una suerte de “conversión religiosa” que marcará sus primeras producciones filosóficas, principalmente en lo relativo a la concepción trágica de la existencia, y el carácter redentor de lo apolíneo-estético, que actúa como velo de maya cubriendo lo que de otra forma sería el insoportable rostro desnudo de Dionisos.

Es en esta época en la que comienza su alianza con Wagner, bajo un proyecto general de “obra de arte total”, donde el espíritu alemán pudiera renovar su fuerza mediante la música y puesta en escena del arte wagneriano, operando este como una obra de arte total -análoga a la tragedia griega- que configure un espacio donde la voluntad y las pasiones puedan emerger de lo profundo del ser. En sus primeras obras –El nacimiento de la tragedia, Consideraciones Intempestivas- Nietzsche se encarga de desenmascarar la primacía del concepto y el logos por sobre las pasiones y el arte como expresión de la vida; primacía que tiene sus raíces en la muerte de la tragedia griega y el posterior domino de las concepciones socráticas, que conciben una importancia y predomino de los conceptos y las producciones abstractas sobre el devenir propio y enigmático de la vida como expresividad. En las producciones artísticas de la época, en las ideas modernas, en la racionalidad, el historicismo y el utilitarismo científico de la época, en la democracia, Nietzsche ve un cuadro sintomático que remite a una vejez, a una fuerza declinante, a una fatiga del espíritu alemán. Siendo un poco psicoanalíticos podríamos establecer una suerte de similitud entre este espíritu declinante y los mecanismos obsesivos, pues ambos, al privilegiar las formas (conceptos para el primeros, formaciones reactivas para los segundos) establecen una muralla protectora excesivamente rígida, que coarta la posibilidad de apertura a lo pulsional y afectivo, dejando tan sólo formas repetitivas e inexpresivas. Como remedio a esta situación proponen la fuerza ahistórica del mito: “La música de Wagner no es ‘histórica’, en ella puede tenerse el sentimiento de lo viviente. Esa música ha superado con profundo sentido la índole docta y la ha transmutado en una técnica instintiva. Vuelve a dar vida al mito” (Nietzsche, 2000a:145). Se trata entonces de un enfrentamiento entre dos formas artístico-religiosas de concebir la vida: una reactiva –en el sentido obsesivo, pero también en el sentido que Nietzsche le dará posteriormente a la reactividad- y otra activa, adentrada en la embriaguez dionisíaca de la vida. Se trata del arte ya no como mero pasatiempo, como fantasía o vía de escape, sino como afirmación de la vida, hasta hacer de esta última una verdadera obra de arte.

Nietzsche efectúa un análisis de los procesos históricos que originan este sedentarismo decadente, este imperialismo del concepto, remitiéndonos a la época de la tragedia griega y su muerte, en manos de Eurípides y posteriormente Sócrates, ambos representantes del ascendente logos griego. Pero primero analicemos la tragedia griega según la entiende Nietzsche. Para ello utiliza dos divinidades griegas, por un lado Dionisos, como representante de la embriaguez, así como del arte de la música. Por otro Apolo, representante de lo estético, del arte escultórico o figurativo, de las formas e imágenes. Sería también las imágenes oníricas desencadenadas por aquel fondo innombrable, dionisíaco, subyacente a un inconsciente no representativo. Los rasgos más generales de este modelo son tomados de Schopenhauer; lo apolíneo cumple la función de contención -“velo de maya”-, permitiendo la contemplación estética, para así la voluntad pueda soportar el sufrimiento de la unidad primordial -lo dionisíaco- eternamente desmembrada, mediante una “resolución dialéctica” donde esta se contemple a distancia en sus múltiples conflictos ficticios, representados en el ritual teatral, regocijándose estéticamente en la distancia de sus padeceres, sufrimientos y su definitiva síntesis mortuoria –desde el punto de vista de la voluntad individualizada, claro está-. “De este modo lo apolíneo nos arranca de la universalidad dionisíaca y nos hace extasiarnos con los individuos; a ellos encadena nuestro movimiento de compasión, mediante ellos calma el sentimiento de belleza, que anhela formas grandes y sublimes; hace desfilar ante nosotros imágenes de vida y nos incita a captar con el pensamiento el núcleo vital en ellas contenido. Con la energía enorme de la imagen, del concepto, de la doctrina ética, de la excitación simpática, lo apolíneo arrastra al hombre fuera de su autoaniquilación orgiástica…” (Nietzsche, 2000:179). Al igual que en los sueños, las imágenes apolíneas transfiguran aquella propiedad “ominosa” que se esconde detrás del desfile dramático de personajes múltiples, todos ellos engendrados por esta misma unidad -schopenhaueriana de por momento- cuyo nombre es Dionisos.

Dionisos también representa la música, arte más cercano a su naturaleza –o sea, a lo no estético en sí[27]-, transfigurada en el coro trágico, en tanto lo apolíneo representaría el drama escénico: “…en su origen la tragedia es sólo ‘coro’ y no ‘drama’. Más tarde se hace ensayo de mostrar como real al dios y de representar como visible a cualquier ojo la figura de la visión, junto con todo el marco transfigurador: así es como comienza el ‘drama’ en su sentido estricto” (Nietzsche, 2000:88). Esta concepción dramática –que luego Nietzsche abandonará, reivindicando una concepción heroica, puramente dionisíaca- no sólo se ofrece como velo de lo que de otro modo seria la perturbadora e insoportable cara del dios Dionisos, sino que además permitiría una claridad conceptual y transparencia de lo que el arte trágico en sus orígenes no hubiera permitido. Sin embargo esto último no significa una subyugación de lo trágico por las formas, o peor aún, por las palabras, pues “… sus héroes hablan, en cierto modo, más superficialmente de cómo actúan; el mito no encuentra de ninguna manera en la palabra hablada su objetivación adecuada” (Nietzsche, 2000:147). Esta relación se verá severamente transformada con la tragedia de Eurípides, quien establece la hegemonía de las palabras y los conceptos sobre las afecciones e intensidades embriagantes del dios Dionisos. Eurípides vuelve a la tragedia fría, ígena, socrática, inteligible. La tragedia comienza a privilegiar el entendimiento; de ahora en adelante su tránsito, su trama, será conducida por los rumbos fijos del lenguaje. Sus héroes hablan mucho, son lo que dicen ser, mientras que los héroes de Sófocles o Ésquilo balbucean mientras sus actos “hablan” en la polifonía de sus movimientos.

Eurípides sería para Nietzsche el correlato trágico del filósofo Sócrates, despreciador del instinto y del arte, poseedor de aquella sabiduría encarnada en conceptos y en una especie de hilo discursivo-ideal mucho más verdadero que la existencia. “Eurípides se propuso mostrar al mundo, como se propuso también platón, el reverso del poeta ‘irrazonable’; su axioma estético ‘todo tiene que ser conciente para ser bello’ es, como he dicho, la tesis paralela a la socrática ‘todo tiene que ser consciente para ser bueno’. De acuerdo con esto, nos es lícito considerar a Eurípides como el poeta del socratismo estético. Sócrates era, pues, aquél segundo espectador que no comprendía la tragedia antigua y que, por ello, no la estimaba; aliado con él, Eurípides se atrevió a ser el heraldo de una nueva forma de creación artística. Si la tragedia antigua pereció a causa de él, entonces el socratismo estético es el principio asesino…” (Nietzsche, 2000:118). El socratismo es más antiguo que Sócrates nos dice Nietzsche, y comienza antes que el mismo Sócrates, quien sólo es una máscara, un avatar. El mal tiene su punto de partida en el diálogo, tanto en la escena dramática (dos actores principales dotados de los mismos derechos, democracia) como en la creencia de la claridad de la conciencia, de la causa y el efecto, de la culpa y el castigo (de la responsabilidad; nuevamente y en suma, democracia). El pesimismo trágico, donde el héroe se enfrenta con lo monstruoso de la existencia y sufre sin responsabilidad y culpa un destino divino, es sustituido por el optimismo dialéctico, donde el héroe argumenta, y cae en una comedia del error y el cálculo, del uso de la razón y la responsabilidad. Virtud y felicidad convergen, en tanto virtud=saber y por ende, saber lleva a felicidad, la ignorancia al infortunio[28].

 2)  Iniciación por medio del dolor

A: ¿Así que quieres retornar a tu desierto? B: No me doy prisa, debo esperarme a mí mismo, siempre tarda mucho en aflorar el agua del pozo de mi yo, y a menudo tengo que padecer sed más tiempo del que mi paciencia me permite. Por eso me retiro a la soledad, para no beber de las cisternas de todos. Entre muchos vivo como muchos y no pienso como yo; al cabo de algún tiempo siempre siento como si quisieran desterrarme y robarme el alma, y me enfado con cualquiera y temo a cualquiera. Entonces necesito el desierto para recuperarme”

Nietzsche, (1996:371-372).

Desierto-soledad[29] como forma de vivir el arte, como forma de beber del flujo ascético creativo, que atrae a la conciencia a nuevas territorialidades subjetivas. Su relación con las prácticas religiosas de carácter místico, extático, mortificantes, es marcada reiteradamente por Nietzsche quien siente una gran simpatía y cercanía hacia ellas: “Las fórmulas para convertirse en curandero entre los indios, en santo entre los cristianos de la Edad Media, en angekok entre los groenlandeses, el pajé entre los brasileños, son en esencia la misma: ayuno insensato, abstinencia sexual permanente, incursión en el desierto o ascensión a una montaña, o encaramarse a una columna, o ‘sentarse sobre un viejo sauce con vistas a un lago’, y, en último término, no pensar en nada más que en aquello que pueda comportar un arrobamiento y un desasosiego espiritual” (Nietzsche, 1996:77). Este arrobamiento y desasosiego espiritual producirían aquellos quiebres que tanto parecían atraer a Nietzsche desde temprano. La búsqueda por observar el rostro desnudo de Dionisos, la experiencia de estar cara a cara con aquella dimensión monstruosa del ser, hace que Nietzsche esté más cerca del tipo de religiones extáticas, dónde, mediante la mortificación del cuerpo y la mente se produce una brecha que desgarra la semiótica tanto discursiva como corporal, y arroja al practicante a un estado que podría ser catalogado de psicosis delirante aguda.

Quizás hayan sido en gran medida los padecimientos corporales que sufría por aquella época los que abrieron los ojos de Nietzsche y provocaron una desgarradora ruptura con aquellos amores y creencias que su cuerpo y “razón” sostenían. Dolores de cabeza, mareos, vómitos, ceguera: su cuerpo parecía vivirlos de una forma casi insoportable, así como lo enfrentaban a una amenaza de muerte, en una edad similar a la que tenía su padre en el momento de su muerte, teniendo como síntomas dolores cerebrales de igual magnitud. Nietzsche se halla cara a cara con el dolor y sus fantasías de muerte, lo cuál le exige, a la manera del joven en un ritual de iniciación primitivo, tomar un siguiente paso hacia las nuevas configuraciones en las que deberá emerger y hacerse cargo. Klossowski, en Nietzsche y el círculo vicioso, nos habla de las migrañas torturantes y de un conflicto despersonalizante, donde el dolor infligido amenaza con una disolución de aquel “encuentro fortuito llamado cuerpo”[30], y que Nietzsche intenta tejer una y otra vez en la búsqueda de ese “hilo de Ariadna” que le permita mantener cierta cohesión y cordura. Bajo la amenaza de este caos es que el cuerpo-Nietzsche vive, y es que el “sí mismo” –ese “cuerpo sin órganos” del que hablaba Antonin Artaud- se manifiesta en sus aspectos más desgarradores: “…el sí mismo en el cuerpo no es sino una extremidad prolongada del caos -los impulsos, bajo una forma orgánica e individuada, son los delegados del caos. Esa delegación se vuelve interlocutora de Nietzsche. Desde lo alto de la ciudadela cerebral, sitiada de ese modo, se da a sí misma el nombre de locura.” (Klossowski, 1986:43). Es entonces que podemos establecer una relación entre su estado psicofisiológico y el nuevo giro filosófico, así como las rupturas personales que trae consigo. La ruptura con Wagner luego de los grandes festivales de Bayeruth, su distanciamiento con la filosofía de Schopenhauer, su renuncia a la cátedra de Basilea; incluso su médico Otto Eiser le diagnostica un “comienzo de perturbación mental”, a lo que Wagner, en una especie de psicología freudiana improvisada, atribuye como causa al onanismo -algo así como una parodia de la “retracción del yo” (¿o deberíamos decir retracción de la mano?)-.

La aparición del primer tomo de Humano, demasiado humano marca en la obra de Nietzsche la separación definitiva con Wagner. También lleva consigo un cambio de perspectiva, y una búsqueda se podría decir “ascética”, donde se recluye a la soledad de sus afecciones y pensamientos, apartando fuera de sí los cauces que tanto le habían influenciado anteriormente. Y en esta reclusión a su soledad, en este desierto nomádico[31], en esta “retracción onanista” –si se me permite ser un poco wagneriano- es que Nietzsche comienza su recorrido por las diferentes formas en las que lo demasiado humano se concibe como sacro, divino, moral. Comienza una dura crítica a la metafísica y al arte, así como un distanciamiento de la reivindicación mítica que junto a la figura de Wagner pretendía como proyecto cultural.

Por un lado está la crítica de las costumbres y la moral; se enfrenta entonces a la moral, principalmente a Kant y su imperativo categórico. También desenmascara la sacralización de las costumbres, pues cualquiera de ellas son adquiridas bajo el azar y la necesidad; son producto de la experimentación, del ensayo y del error. Los sistemas morales –y principalmente la religión como sistema simbólico de corte gregario- serían entonces una legitimación de corte metafísico, que marcaría límites, puntos de parada a la multiplicidad de probabilidades aleatorias que una costumbre puede tener. Dichas verdades absolutas que la moral impone, se derrumbarían ante el pensamiento etnográfico crítico que efectúa Nietzsche, relativizando costumbres y valores mediante ejemplos de culturas extrañas, así como utilizando su gran conocimiento sobre la antigua Grecia. La humanidad entonces, operaría bajo la máxima “es mejor alguna costumbre a ninguna”, y Nietzsche, siempre a través de un gusto por la experimentación y lo desconocido, decide jugar el papel de boicoteador: “No, no hay ley, no hay obligación de este género; debemos ser traidores, practicar la infidelidad, abandonar siempre que sea preciso nuestro ideal”. (Nietzsche, 1994:304). En relación a la justicia y el crimen, levanta la bandera a favor de la inocencia del devenir y la teoría de la irresponsabilidad, concepción que podemos observar, como vimos ya, en  El nacimiento de la tragedia, donde concibe al héroe trágico como agente irresponsable, víctima del destino divino.

En este proceso de crítica se ponen tela de juicio tanto la religión, el arte, como la ahistoricidad del mito, que pasan a ser un peligro para el desarrollo del pensamiento científico, tal y como Nietzsche lo entiende. Pues, a diferencia de estos, la ciencia, pese a estar ligada a la costumbre y la perspectiva, tiene una mirada mucho más amplia,  desprovista de una estructura dogmática, lo cuál la lleva a la posibilidad de una relativización de su propio punto de vista, sin verdades absolutas (a diferencia de la religión), manteniendo siempre una distancia metódica y moderada sobre las pasiones (a diferencia del arte). Pero, lo que parece a primera vista un optimismo científico desapasionado y moderno, dándo la sensación de un cambio radical en el pensamiento nietzscheano, encubre un progresivo desarrollo de un método genealógico, que reduce el universo humano a una topología de violencias y reglas en conjunción, dispersión y combate, sin razón de ser más que su propia emergencia, afirmación y ocaso[32].

En suma, se trata de una historia desmistificadora de la moral (y ya no una reivindicación del mito ahistórico), donde se analiza su crueldad primaria, o bien los principios no morales que subyacen a la misma, a través de un análisis que comenzará en Humano, demasiado humano, y obtendrá su máxima expresión y método en La genealogía de la moral. Una genealogía de los valores, así como un nihilismo activo como etapa preliminar de lo que será un programa de transmutación de los valores. Una especie de ritual de iniciación personal[33], donde se instaura un proceso de destrucción para posibilitar un nuevo renacer. En cuanto a la concepción dramática de la tragedia, constituida por la pareja Dionisos-Apolo, es sustituida por una concepción heroica, donde sólo se encuentra a Dionisos como figura inmanente omnipresente, divinidad representante de lo que será posteriormente la Voluntad de Poder. Esto implica el abandono de una serie de conceptos, emparentados con el proyecto wagneriano y la filosofía de Schopenhauer. Conceptos como el de reconciliación, que arrastran consigo un pesimismo y nihilismo reactivo, un propósito curativo y un liberarse del dolor por medio de la contemplación, son abandonados definitivamente. “Por ese motivo Nietzsche renuncia a la concepción del drama que sostenía en El origen de la tragedia; el drama es todavía un pathos, pathos cristiano de la contradicción. Lo que Nietzsche reprocha a Wagner es precisamente el haber creado una música dramática, el haber renegado del carácter afirmador de la música: ‘Sufro porque es una música de decadencia y ya no la flauta de Dionisos’. De igual modo, Nietzsche reivindica, contra la expresión dramática de la tragedia, los derechos de una expresión heroica: el héroe alegre, el héroe ligero, el héroe danzarín, el héroe jugador” (Deleuze, 2000:30).

3) Revelación de eterno retorno

“¡Ah, mi amigo, a veces me atraviesa la sensación de que después de todo vivo una vida tan peligrosa porque soy de esa clase de máquinas que pueden explotar! La intensidad de lo que siento me da escalofríos y risa –ya me pasó muchas veces no poder dejar la habitación, bajo el pretexto risible de que mis ojos estaban inflamados, ¿de qué? El día anterior a cada una de esas oportunidades, durante mis vagabundeos, lloraba demasiado, no lágrimas sentimentales, sino de alegría: y, en medio del llanto, cantaba y profería cosas absurdas, colmado de una nueva visión que tuve antes que todos los hombres”

Nietzsche, carta a Peter Gast[9].

La nueva visión de la que Nietzsche habla en su carta a Peter Gast es la del eterno retorno, que se le ofrece como una revelación, un brusco y profundo temblor extático. Como nos cuenta en Ecce homo, sucede en 1881, en una caminata por el lago de Silvaplana en Sils-María, al detenerse en una imponente roca en forma piramidal no muy lejos de Surlej. Se trata de una experiencia que no duda en emparentar con las inspiraciones poéticas o las revelaciones extáticas religiosas: “El concepto revelación, en el sentido de que de repente con inefable seguridad y sagacidad, algo se hace manifiesto, se hace perceptible, algo que en lo más hondo sacude y trastorna…” (Nietzsche, 1999a:142). Sin embargo se muestra un tanto reticente o bien cauteloso ante esta revelación, prefiriendo demorar su aparición pública, insinuándola u ofreciéndola superficialmente a lo largo de los años.

La revelación del eterno retorno actúa sobre el límite entre lo sagrado y lo profano o, si lo entablamos en términos que abarquen también la conciencia secularizada, entre el orden simbólico y lo real como antagónico complementario –esta vez, lo real hegeliano-. Es una especie de disrupción caótica, un momento de crisis, aunque asumido afirmativamente, tanto en sus aspectos terroríficos como alegres. Una experiencia religiosa primaria, al decir de Mircea Eliade, anterior a toda racionalización simbólica, en un proceso análogo al que podemos observar en la dialéctica experiencia delirante-idea delirante. “No se trata de especulación teológica, sino de una experiencia religiosa primaria, anterior a toda reflexión sobre el mundo. Es la ruptura operada en el espacio que permite la constitución del mundo, pues es dicha ruptura lo que descubre el ‘punto fijo’, el eje central de toda orientación futura” (Eliade, 1988:26). Sin embargo Nietzsche, en su afán por una afirmación plena y su gusto por el arrobamiento musical, parece operar más allá de ese punto fijo, en algo así como una búsqueda por aquel punto donde ya no se es capaz de distinguir o afirmar plenamente nada más que una eternidad despersonalizante de la diferencia, una especie de punto místico cercano a las concepciones de iluminación  de algunas escuelas filosófico-religiosas orientales, donde el sentido, en una especie de círculo paradójico, comienza a aprehenderse afirmativamente en su carácter absurdo. Ante dicha experiencia, Nietzsche apela a las ciencias naturales, tratando de demostrarse a sí mismo que no está loco, tratando de atrapar en una superficie de registro aquella irrupción extática que amenazaba la unidad de su propia razón. Sin embargo, también es cierto que dicha revelación parte y es posible gracias a un registro sobre el cuál emerge como disrupción, síntoma o contra cara. Es a partir de este texto –y Nietzsche es muy conciente de esto- que surge la propuesta de una transmutación de los valores, así como de una crítica genealógica, un nihilismo activo, y todo aquello que configura la “ironía nietzscheana”: llevar el discurso filosófíco occidental al punto donde se descubre en su raíz absurda, en su sinsentido -de forma análoga al pensamiento de Nagarjuna[34] en el caso del budismo-.

Bajo la doctrina del eterno retorno, tanto la realidad, la materialidad, los objetos, son máscaras donde vemos reflejada la expresión del nuestro propio rostro, de nuestra propia subjetividad, lo cuál no implica un subjetivismo epistemológico, pues toda subjetividad no es más que el producto de una relación de fuerzas, constituida por las diferentes objetivaciones que configuran a lo vivo, en la forma divina de Dionisos o en la forma secularizada de la volunta de poder. La realidad, el sujeto y el objeto, son tan sólo relaciones –entendidas tanto como percepciones, afecciones o bien racionalizaciones-, en las cuales lo vivo se vive a sí mismo. La realidad es el acto en el que la vida ejerce su voluntad de poder, en el que emerge como tal, por lo que no podemos hablar de un principio de realidad, un real trascendente o una verdad independiente y absoluta[35]. “La falsedad de un juicio no puede servirnos de objeción contra el mismo. La cuestión es saber cuanto ayuda tal juicio para favorecer y conservar la vida, la especie y todo lo necesario en su evolución” (Nietzsche, 1999:7). Se trata siempre de un quien, o sea de una genealogía, una historia de la voluntad de poder en sus múltiples manifestaciones que, en última instancia, conduce a la figura de Dionisos.

La idea ya la encontramos esbozada en el Dionisos del Nacimiento de la tragedia, quien muere y renace una y otra vez, en el proceso de un devenir siempre diferente, una sucesión de máscaras, donde el ser o la esencia sólo puede captarse en el instante de la diferencia y la multiplicidad. Reconciliación del ser con el devenir, pues ser es devenir siempre diferente, retornar sin principio o fin, de forma siempre inconclusa, un eterno retorno de lo mismo. “Todo va, todo vuelve; eternamente la rueda del ser. Todo muere, todo vuelve a florecer, eternamente corre el año del ser. Todo se rompe, todo se recompone; eternamente se construye a sí misma la misma casa del ser. Todo se despide, todo vuelve a saludarse; eternamente permanece fiel a sí el anillo del ser. En cada instante comienza el ser; en torno a todo ‘aquí’ gira la esfera ‘allá’. El centro está en todas partes. –Curvo es el sendero de la eternidad” (Nietzsche, 1997:305). Dicha eternidad supone, desde un punto de vista microcósmico, la naturaleza del ser como eterno devenir de lo diferente; en el círculo del ser nos situamos en la circunferencia del anillo, en su eterno diferir, y no en relación a su centro, por lo que no somos capaces de captar su esencia. Se trata de una danza cósmica de regeneración y destrucción, donde todo se despide y todo vuelve a saludarse, danza del dios Shiva, que Nietzsche realizará desnudo poco antes de su derrumbamiento definitivo en Turín, siendo observado en su habitación por la dueña de la casa en que residía. En cuanto al tiempo cosmológico, el eterno retorno implica una infinita repetición de los mismos acontecimientos que cada uno ha vivido, pues en un tiempo sin origen y sin fin, las cosas volverán a repetirse una y otra vez infinitamente, lo cual nos exhorta a desear cada momento como si fuera eterno, pues de hecho lo es: “…todas las cosas retornan eternamente, y nosotros mismos con ellas, y que nosotros hemos existido ya infinitas veces, y todas las cosas con nosotros” (Nietzsche, 1997:308). Lo más importante de la doctrina sin embargo no está en este último aspecto, que resulta de hecho el punto más débil de ella, sino la nueva concepción del ser, que involucra una concepción del deseo, de la realidad y del sujeto. Por un lado el deseo y la objetivación no como negación del ser, como carencia, sino como afirmación de una fuerza o voluntad. Por otro la concepción de una multiplicidad detrás de la unidad llamada sujeto, una polifonía de nuestros discursos y una pluralidad de nuestros afectos: no hay sujetos, no hay yo, sino sujetos y yoes que arraigan en una complicidad efímera del sí mismo en forma de cuerpo.  La doctrina del eterno retorno implica, en última instancia, la negación de la finitud humana, la superación del hombre creado por la modernidad luego de la muerte de dios, y la creación del superhombre.

4) Misticismo religioso, misticismo secular

“Si nadé jugando en profundas lejanías de luz, y mi libertad alcanzó una sabiduría de pájaro:

-y así es como habla la sabiduría de pájaro: ‘¡Mira, no hay ni arriba ni abajo! ¡Lánzate de acá para allá, hacia delante, hacia atrás, tú ligero! ¡Canta! ¡no sigas hablando!

-¿Acaso todas las palabras no están hechas para los pesados? ¿No mienten, para quien es ligero, todas las palabras? Canta, ¡no sigas hablando!’

Oh, ¿cómo no iba yo a anhelar la eternidad y el nupcial anillo de los anillos, -el anillo del retorno?

Nunca enconté todavía la mujer de quien quisiera tener hijos, a no ser esta mujer a quien yo amo: ¡pues yo te amo, oh eternidad!

¡Pues yo te amo, oh etenidad!”

                                                               F. Nietzsche, Asi habló Zaratustra[36]

La doctrina del eterno retorno es adoptada bajo lo que denominaremos una concepción mística, que Nietzsche desarrolla en una vertiente religiosa, a través de la figura de Dionisos y la lectura aforística de Asi habló Zaratustra, y otra vertiente secular, mediante el desarrollo de la Voluntad de Poder y una escritura de corte filosófico cuyo desarrollo final presenciamos en La voluntad de poder. Ambos estilos no se encuentran separados sino que se entrecruzan a lo largo de la obra nietzscheana, como si las distinciones entre pensamiento religioso y secular no fueran verdaderamente importantes. Recordemos que para Nietzsche un pensamiento no importa en relación a su condición de verdadero o falso, sino en su utilidad y valor con respecto a la vida, o sea su carácter afirmativo y fuerte, o negativo y débil.

Tomaremos el sentido de práctica o concepción mística como aquella en la que se utilizan y articulan como elemento central ciertas experiencias extáticas, de unión mística con lo sagrado o lo desconocido. Según Berger “…podemos definir misticismo como la actitud religiosa por la que el hombre busca una unión con las fuerzas o seres sagrados. En su forma ideal, el misticismo incluye la afirmación por el individuo de que esta unión ha sido efectivamente consumada empíricamente –toda individualidad desaparece y es absorbida en el océano de la divinidad” (Berger, 1999:98). Nos encontramos ante el problema del sentimiento oceánico, que le es planteado a Freud por un orientalista antes de la redacción de El malestar de la cultura, y al que responde brevemente, sin prestarle mucha atención, quizás por su distancia a los fenómenos de racionalización neurótica y su cercanía con procesos del tipo primario o psicótico. Se trata de una experiencia de unión mística, muy común en las religiones orientales[37], e inclusive en prácticas cristianas de comunión divina. Por lo que dicha experiencia, de corte preverbal, no sólo varía en tanto los métodos utilizados por sus adeptos (enteógenos, música, danza, meditación, flagelación, prácticas sexuales, así como otros métodos menos drásticos pero igual de efectivos, como la contemplación de las cualidades iluminadas en el tantrismo por ejemplo), sino también en relación al ritual y el marco simbólico en las que se enmarcan, produciendo efectos y actitudes psicológícas diferentes según sea el caso. Podríamos decir entonces que el misticismo nietzscheano resulta uno muy particular y probablemente muy lejano a los de otra índole[38], y que la práctica mística es tan sólo una forma en la que se entabla una relación con lo real o bien con el afuera de un orden simbólico siempre e inevitablemente abierto a las fluctuaciones del devenir: siempre fisurado, lo simbólico es una “maya” (en el sentido oriental) donde suturas y tejidos son una misma cosa.

Entonces lo importante del misticismo nietzscheano es poder situar el lugar, la función, y la jerarquía y que asume la práctica o experiencia extática en su relación con las concepciones filosófico-religiosas, así como con el ethos y pathos relacionados a ellas. Podríamos decir que el éxtasis nietzscheano se relaciona a una concepción dionisíaca, entendida como epifanía de dicho dios griego, que Nietzsche considera como forma simbólica más alta y sublime. Dionisos como alteridad radical, que suprime las fronteras entre lo humano y lo animal, entre lo sagrado y lo profano, entre las distinciones sociales.  Culto al delirio desenfrenado y a la pérdida de identidad. En el culto a Dionisos el acento se pone en la práctica extática, representada bajo el dios desenfrenado. Según Bataille el dionisismo nietzscheano es una afirmación de ese  “estado de fiesta” por sobre las estructuras morales y religiosas que surgen en la depresión del día después, que tan solo se alimentan de las cenizas del exceso. El seguidor de Dionisos debe superar la angustia y culpas reactivas, para así situarse más allá de la moral así como de todo finalismo-fetiche; es “…el hombre cuya vida es una fiesta ‘inmotivada’, y fiesta en todos los sentidos de la palabra, una risa, una danza, una orgía que no se subordinan nunca, un sacrificio que se burla de los fines, sean materiales o morales” (Bataille, 1979:25).

El misticismo religioso nietzscheano es expresado a través de Dionisos, figura divina del eterno retorno y de la voluntad de poder. Es el dios de las máscaras, y produce toda una serie de ilusiones, de ropajes que ocultan y manifiestan de forma paradójica su verdadero ser. Es el principio sobre el que se crea toda máscara, todo rostro humano, toda imagen, sea de orden imaginario (Yo-ideal) o simbólico (ideal del yo). Pero dicho juego de máscaras no se produce en base a una carencia o vacío, sino en un eterno juego o danza, en la que el exceso embriagador de la divinidad mueve el teatro del mundo. Y así como no hay una carencia detrás de las máscaras, tampoco hay un rostro desnudo o, mejor dicho, el rostro desnudo de Dionisos se refleja al iniciado tan sólo cuando es capaz de captar su desnudez en el eterno devenir de sus manifestaciones diferenciales. En Dionisos todo es manifiesto y oculto al mismo tiempo. Llegado a ese punto, el adepto no observa a Dionisos sino que es la mirada penetrante del dios la que perfora sus ojos y observa[39].

El misticismo secular es desarrollado a través de conceptos filosóficos desprovistos de imágenes divinas, que giran alrededor de la voluntad de poder, definida como relación de fuerzas. Fuerza como apropiación, como relación de apoderamiento y conformación de una realidad. Nuestros afectos, pensamientos e incluso nuestras percepciones, son una pluralidad de fuerzas que apropian y objetivan una realidad, y la historia es la variación y sucesión de fuerzas que desfilan en la lucha por su dominio. Decimos relación pues se trata siempre de una concepción diferencial, pues toda fuerza existe en relación a otra y sólo se manifiesta en su diferencia o resultado, en una relación jerárquica entre una fuerza dominada y otra dominante. En este modelo relacional de fuerzas podríamos distinguir entonces entre fuerzas activas y reactivas. Las fuerzas activas cumplen el papel de la afirmación o goce, de la emergencia de lo monstruoso, de lo caótico o bien lo creativo sobre el fondo de las repeticiones y el teatro de la costumbre. Las fuerzas reactivas son las que separan a las activas de lo que ellas pueden, las que las cohesionan o subordinan al orden de repeticiones y hábitos inerciales. Se trata de un modelo donde el mundo de lo estético y lo racional, de la apariencia, se concibe en su reactividad, como conciencia o marco de territorialización, producto de fuerzas activas o afecciones que a modo de olas traen consigo variaciones cuya huella queda estampada en la arena. Relación entonces entre un inconsciente afectivo-no representativo y una conciencia representativa y estética. Según Deleuze en su ya clásico Nietzsche y la filosofía: “La conciencia expresa solamente la relación de algunas fuerzas reactivas con las fuerzas activas que las dominan. La conciencia es esencialmente reactiva; por eso no sabemos lo que puede un cuerpo, de qué actividad es capaz. Y lo que decimos de la conciencia debemos decirlo incluso de la nutrición, de la reproducción, de la conservación, de la adaptación. Son funciones reactivas, especializaciones reactivas, expresiones de tales o tales fuerzas reactivas” (Deleuze, 2000:62). Vemos como la reactividad abarcaría no solo el orden de las repeticiones propias de la huella-símbolo-palabra, sino que se trata de una dimensión mucho más amplia de la repetición, se trata de la huella como fenómeno estético, perceptivo, pero también en su carácter más primario, pre-edípico, como imagen y esquema corporal: “cuerpo lleno”. Bajo esta concepción de la historia y la conciencia, la afirmación y la negación se basan en la forma en que el conocimiento se relaciona con la voluntad de poder, así como con la realidad que a cada uno le toca vivir. El nihilismo surge como estrategia represiva de una conciencia donde las fuerzas reactivas dominan la interpretación y la experimentación propias de la voluntad de poder; surgen entonces el resentimiento, la mala conciencia, la pesadez, producto de la debilidad, en oposición a la ligereza, la alegría y la danza del creador, del fuerte, del que es capaz de aceptar el dolor de la vida con alegría dionisíaca: “…todo devenir y crecer, todo lo que es una garantía de futuro, implica dolor… para que exista el placer de crear, para que la voluntad de vida se afirme eternamente a sí misma, tiene que existir también eternamente el ‘tormento de la partulienta’… Todo esto significa la palabra dioniso: yo no conozco una simbólica más alta que esta simbólica griega, la de las Dionisias. En ellas el instinto más profundo de la vida, el del futuro de la vida, el de la eternidad de la vida, es sentido religiosamente…” (Nietzsche, 2000b:143).

Profetismo: Zaratustra y el superhombre

“Y Zaratustra habló así al pueblo:

Yo os enseño el superhombre. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis hecho para superarlo?

Todos los seres han creado hasta ahora algo por encima de sí mismos: ¿y queréis ser vosotros el reflujo de ese gran flujo y retroceder al animal más bien que superar al hombre?”

Nietzsche, Asi habló Zaratustra[40].

A través de la figura de Zaratustra, así como del análisis de las distintas figuras y avatares que asume el nihilismo a lo largo de la historia, es que Niezsche plantea una especie de profetismo secular, donde anuncia en boca de Zaratustra la transmutación de los valores y la llegada del superhombre, lo cuál implicaría un triunfo de la afirmación y por ende de la doctrina del eterno retorno, así como un nuevo tipo de conciencia nunca antes vista. Sin embargo, y antes de empezar un breve análisis de cómo Nietzsche concibe la historia universal en relación a la voluntad de poder, quizás sea conveniente resaltar su distancia con respecto a concepciones de corte teleológico, o bien escatológico que puedan ser quizás malinterpretadas en el pensamiento nietzscheano. Pues por ejemplo, si bien Nietzsche tiene una fuerte convicción de que la sociedad y el “rebaño” son tan sólo la condición de posibilidad para la emergencia del hombre fuerte, del genio y en un caso más amplio, del superhombre, dicha convicción sienta sus bases en un proyecto que él mismo quiere realizar, y que concibe a su vez como efímero, sin finalismo alguno, y relativo a una voluntad de poder particular, que emerge, se desarrolla y muere como otras tantas, en un universo sin principio ni fin, sin coordenadas más que las que son actuadas fugazmente en el teatro dionisíaco de la volunta de poder. “La humanidad, en realidad, no es un todo, sino una diversidad irreductible de procesos vitales ascendentes y descendentes, por lo que no puede tener una juventud, una madurez y posteriormente, una vejez. Por el contrario, las capas están mezcladas e interpuestas, y en algunos milenios se pueden dar tipos más jóvenes de hombres, de los que puede señalarse hoy. Además la ‘decadence’ pertenece a todas las épocas de la humanidad: por todas partes se encuentran materias de desperdicio y de decadencia, siendo siempre el mismo proceso biológico de separación de los productos, descomposición y decadencia” (Niezsche, 1998:201).

El nihilismo es el nombre con el que Nietzsche designa la primacía de las fuerzas reactivas sobre las activas, mediante los mecanismos de negación que obturan la apertura de las segundas. De este modo la voluntad de poder se encuentra bajo la primacía de lo reactivo, privilegio de lo improductivo, de lo débil, de la ‘decadence’. Este proceso histórico de predominio de lo decadente por sobre lo fuerte, lo encontramos como vimos anteriormente, en la asunción del logos sobre el mithos; sin embargo, con el abandono del modelo trágico dionisíaco-apolineo, el combate de Nietzsche se traslada desde la denuncia a la moral universal del ascendente logos -encarnado en figuras como la de Sócrates-Platón o Eurípides- hacia la figura del Dios judeo-cristiano y de Jesucristo: Dionisos contra el crucificado. Por un lado existe cierta desvalorización de la tragedia como modelo dramático en el que se asume la inocencia del devenir, bajo la figura de Dionisos. En la tragedia se puede vislumbrar ciertos aspectos nihilistas, principalmente en la condena del héroe griego y su hybris, o sea la desmesura como crimen, así como la afirmación de una injusticia que es expurgada por una dike divina. La tragedia sería entonces una forma tardía del culto dionisíaco, donde se pueden percibir ciertos elementos de la “decadence”. Sin embargo la estocada final será esgrimida por el cristianismo, como veremos a continuación y en forma esquemática[41].

La primer figura de la decadencia es la del resentimiento, que el la historia de occidente estaría encarnada en el pensamiento hebreo, pensamiento del esclavo. “La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento mismo se vuelve creador y engendra valores: el resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada la auténtica reacción, la reacción de la acción, y que se desquitan únicamente con la venganza imaginaria” (Nietzsche, 1997a:10). El hombre del resentimiento, es aquel que necesita un “chivo expiatorio” para hacerse cargo de su propio dolor o debilidad; recrimina y culpabiliza a otro de sus desgracias. Ante su propia debilidad, así como en el encuentro con el fuerte, el sacerdote judío crea su tabla de valores: tu eres malo, yo soy bueno –el pueblo elegido-. De esta forma se concibe como maldad a la fortaleza, a la activación de las fuerzas reactivas, al querer-dominar propio de la voluntad de poder. Dicho resentimiento y sed de venganza, propio de la moral del esclavo, produce una elongación en la facultad de memoria, un acatamiento al pasado propio de una voluntad decadente –a diferencia de la facultad de olvido propia de un sujeto activo y “bueno” en el sentido ario-, así como una predilección por las palabras como modo de legitimar y convencer psicológicamente –charlataneria-. En boca de los señores y los aristócratas uno es bueno, bello, feliz, en un sentido positivo, siendo el malo una consecuencia de dicha afirmación, una negación derivada del encuentro con la diferencia, hecha por una voluntad en afirmación y actividad expansiva. Con la moral del resentimiento todo se invierte: tú eres malo, luego, yo soy bueno. Y malo es aquel que nos inflinge daño, aquello que atenta contra nuestra propia voluntad[42].

Con el cristianismo se origina una segunda figura en la decadencia occidental: la mala conciencia. La moral reactiva se vuelve universal, a través de un proceso de contagio que se propaga como una enfermedad. Todos somos hermanos, hijos de Dios, así como pecadores. La maldad es interiorizada de tal forma que las fuerzas activas son separadas de lo que pueden y se vuelven contra sí mismas. Ya no proyección sino introyección, mediante el pecado y la culpa: del “es culpa tuya” judío al “es culpa mía” cristiano. Surge también la piedad, proyección de la propia vida débil, en función no de un amor al prójimo sino, siendo más exactos, amor a un igual, lo cual homogenizaría y propagaría la condición reactiva, así como una actitud enfermiza frente y contra el dolor y la vida como herida abierta, como exploración sobre la crueldad. Dicha transformación histórica es efectuada no por Cristo[43] -cuyo mensaje carecía de mala conciencia y resentimiento-, sino por San Pablo, quien transforma el mensaje de Cristo y construye los cimiento de la Iglesia Cristiana como tal: “Un Dios muerto por nuestros pecados; una salvación por la fe; una resurrección por la muerte: todo esto son falsificaciones del verdadero cristianismo, de las que tenemos que hacer responsables a aquella insana y desvariante cabeza (Pablo)” (Nietzsche, 1998:117).

Con la “muerte de dios”, llegada de la modernidad y el proceso que llamaremos “secularización”, no asistimos sin embargo a una conclusión del nihilismo o bien un término final de la conciencia cristiana, sino que, con sus respectivas variaciones, la humanidad adopta una nueva moral cristiana, esta vez, en torno a la figura del hombre como avatar y superficie de registro cohesionante del siempre heterogéneo flujo disperso de la voluntad de poder. De esta forma se impone ahora el código moral, en los límites de dicha figura, que regulariza los flujos que transitan como fondo inmanente o microacontecimientos subjetivantes. Se trata de un sujeto trascendental, o bien un individuo, o un sujeto democrático, poseedor de una razón universal, un libre albedrío y la responsabilidad necesarias para gobernarse a sí mismo. Nietzsche establece una crítica, así como una genealogía, emparentando y desenmascarando una continuidad entre el cristianismo y la modernidad, develando ciertos dispositivos y formas discursivas latentes bajo un proyecto científico-secularizante que se manifiesta en oposición a la religión cristiana. Vemos entonces como los valores asumen diversos nombres y formas a lo largo de la historia, pero sin embargo existe un factor común, una raíz nihilista que se repite bajo una especie de compulsión a la repetición; podríamos ver un parentesco genealógico que relaciona y establece una filiación entre nociones como Dios, el hombre, el sujeto democrático, el pensamiento socialista, la filosofía alemana y su dialéctica: todo forma parte de una misma “estructura” nihilista que se repite en el devenir de la voluntad de poder occidental.

El “hombre superior” es la imagen ideal con la que se identifica la figura del hombre; es también el último hombre, la última imagen a destruir en la transmutación de todos los valores. De ahí que Zaratustra lo anuncie bajo una ambivalencia que oscila entre el desprecio y la camaradería, pues el Superhombre sólo es posible bajo la asunción de lo que Nietzsche llamará un nihilismo activo, dónde luego de un largo proceso histórico el nihilismo occidental vuelve su propia negación contra sí misma, revelando su propio sinsentido y la raíz absurda de su lenguaje, deconstruyéndo sus propias verdades -en un acto quizás análogo al caso de Nagarjuna en la filosofía budista, como vimos anteriormente-. “El nihilismo tiene doble sentido: A) El nihilismo como signo de creciente poder del espíritu: nihilismo activo. B) El nihilismo como decadencia y retroceso del poder del espíritu: nihilismo pasivo… Alcanza su máximo de fuerza reactiva como potencia violenta de destrucción: como nihilismo activo. Su antítesis sería el nihilismo fatigado, que ya no ataca…de forma que la síntesis de valores y metas (base sobre la que descansa toda cultura fuerte) se disuelve y los valores aislados se hagan la guerra –disgregación-, que todo lo que refresca, cura, tranquiliza, aturde, pase a primer plano bajo diferentes disfraces: religiosos, morales, políticos, estéticos, etcétera” (Nietzsche, 1998:41-42).

Con la destrucción del último hombre -nihilismo activo mediante-, surge el superhombre; transmutación final de los valores reactivos en la afirmación dionisíaca de la vida, conversión y aceptación de la doctrina del eterno retorno, sólo posible en el asesinato sacrificial de todo lo que en nosotros es hombre, para así emerger en la sacralidad secularizada del éxtasis nietzscheano. Cabría preguntarse entonces cuál es el estatuto del superhombre; si se trata de un producto radicalmente nuevo en la historia de la humanidad, puesto que la historia misma de la humanidad ha sido y es la historia del nihilismo en sus diferentes manifestaciones. Si la afirmación dionisíaca que subsume las fuerzas reactivas y las adiestra en función de un devenir activo es propia del superhombre o la podemos encontrar en otras épocas y rincones del planeta. Se trata quizás de un problema muy extenso y difícil, aunque este carácter nihilista parece ser propio de toda cultura hasta ahora conocida, así como inherente a la psiquis humana. Tal es el caso de los mitos y su manejo de la diacronía y el acontecimiento mediante una remisión a un origen, una estructura sincrónica o formación reactiva que se ofrece como superficie de registro delimitante de aquellos devenires sentidos de forma caótica, peligrosa o ininterpretable. También es el caso en la estructuración psíquica, y sus mecanismos de negación y represión. En suma, Nietzsche parece concebir el superhombre como un producto totalmente nuevo, una afirmación plena de lo extático, mediante una ética del excedente y del exceso (en oposición a las nociones de carga y  carencia); una afirmación de la creatividad por encima de toda verdad, siendo esta última tan sólo el medio para la emergencia de lo nuevo, en suma del arte ligero, danzante, alegre.

También es la figura con la cual Nietzsche es capaz de desprenderse de la idea de dios y el hombre sin perder la dimensión sagrada de la experiencia humana[44]. Por un lado se aleja de aquella concepción sagrada-reactiva, donde lo sagrado se asume en relación a la ley, a su dimensión simbólica, obsesiva (caso Freud). Esto se aplicaría tanto para la figura de Dios como para la del hombre, pues la secularización es tan sólo un desplazamiento de lo sagrado-reactivo bajo los límites de la figura del hombre, bajo un eje normalizante y normativizante asumido bajo las coordenadas salud-enfermedad, criminalidad-obediencia, etcétera. Con la figura del superhombre se privilegia la dimensión extática no-simbólica de la religión, el desgarramiento místico bajo la doctrina del eterno retorno en su doble concepción: secular (voluntad de poder) y religiosa (Dionisos).

6) Sacrificio, complot y mutismo irónico… ¿Cuál es la razón que subyace a la demencia?

“¿Qué tenemos nosotros en común con el capullo de una rosa, que tiembla porque tiene encima de su cuerpo una gota de rocío?

Es verdad: nosotros amamos la vida no porque estemos habituados a vivir, sino porque estamos habituados a amar.

Siempre hay algo de demencia en el amor. Pero siempre hay también algo de razón en la demencia.”

 

Nietzsche, Así habló Zaratustra[45].

Llegan los últimos días de Nietzsche como emisor lingüístico. Es el año 1888 y se encuentra en Turín, escribiendo sus últimos escritos, en su reclusión ascética y prédica de la doctrina del eterno retorno. Comienzan a su vez ciertos episodios depresivos, así como ciertas reacciones eufóricas, que preceden y anticipan lo que será el ocaso de aquella cohesión fortuita afectivo-discursiva que denominamos Nietzsche. Se siente terriblemente sólo, sin amigos o discípulos que lo acompañen en su pensamiento, en una especie de cautiverio, presa de los hombres en una relación que Klossowki denomina “complot nietzscheano”. Nietzsche, aislado del resto de los hombres, realiza su proyecto contra su propia sociedad, así como contra toda la historia humana, utilizando los medios producidos por la misma, revelando una conspiración nihilista en la trama de la historia, para luego boicotearla con sus propios medios, ironizándola, llevándola hasta el límite de lo absurdo, mediante sus propias premisas (nihilismo activo). Dicha ironía lo  llevará a lo que Klossowski denomina “mutismo del humor”. El límite con el caos, la experimentación extática nietzscheana, en relación a su doctrina mística del eterno retorno, lo lleva al sinsentido y al absurdo, que se revelan quizás en una carcajada final, donde no se reconoce lenguaje alguno. El desenlace final ya es harto conocido: luego del último episodio eufórico en Turín, se derrumba en él toda identidad, así como toda relación con el lenguaje, por más de 10 años y hasta el momento de su muerte. Camille Dumoulié, relaciona el derrumbamiento de Nietzsche con la lógica del sacrificio, en un análisis comparativo con Antonin Atraud. Dicha lógica del sacrificio, lo absorbe bajo la forma de “chivo expiatorio-poeta maldito”, al igual que el héroe griego sucumbe ante la dike por su desmesura. Es la barrera que Nietzsche no puede cruzar -a diferencia de Artaud- ofreciéndose en un último acto, como víctima y cómplice de su propio enemigo. “En la época de la muerte de Dios y de la crisis de las religiones, la sociedad ha sabido inventarse nuevos héroes y nuevos mitos para deshacerse ritualmente de los ‘recalcitrantes’. Uno de los últimos fue el mito del ‘poeta maldito’… Nietzsche se abandonó a la crisis sacrificial, mientras que Artaud, por haber sabido resistir a los ‘hechizos’ colectivos e interiores, consagró sus últimos escritos a denunciar el sistema de crueldad por el cual el grupo ‘envenena’ a los que se niegan a chillar en círculo en el vientre obsceno de la vida” (Doumoulié, 1996:162-163)[46].

Es el 3 de enero de 1889, en medio de una estadía calma y alegre en Turín, que ocurre el episodio final. En una plaza de dicha ciudad, Nietzsche observa como un cochero azota cruelmente a su caballo. Corre a protegerlo, y en un último abrazo se derrumba en lágrimas, para nunca más recobrar aquello que llamamos “cordura”. ¿Fue acaso que Nietzsche –como muchos autores han planteado- quedó atrapado en aquella piedad y compasión que él tanto combatía? ¿Acaso se trata de una derrota final del complot nietzscheano, bajo la forma sacrificial del “poeta maldito”?  ¿O acaso se nos escapa algún dato o sentido que, en conexión con la doctrina nietzscheana, ofrezca cierta comprensión a lo ocurrido en este episodio final? La respuesta quizás la hallemos en las latencias de aquellas figuras manifiestas del caballo y el azotador, en su relación hermenéutica y contextual con el Nietzsche que transitaba en aquel momento por dicha plaza. Este último acto de amor -quizás activo, quizás reactivo- sólo podremos comprenderlo cuando descubramos aquella razón que recorría silenciosamente el mutismo irónico de su demencia.

4- Algunas asociaciones libres sobre la cuestión religiosa

Vimos a través de diferentes autores el comienzo de un proceso de reflexibilidad en torno a la religión y su relación con la emergencia del pensamiento científico-moderno, que exige ciertas diferenciaciones epistemológicas, antropológicas, y psicológicas, en relación a sus antecesores. El advenimiento de un nuevo tipo de pensamiento que comienza a reflexionar en torno de sí, sobre cuáles son sus bases lógicas, psicológicas, sociales. Una búsqueda de legitimidad social, construyendo un conjunto de diferenciaciones que comprehendan sus mecanismos y los sitúen en la cúspide del desarrollo universal, en una suerte de necesidad y destino histórico. El eje evolutivo parte de una dicotomía entre dos polaridades que se relacionan a modo de un continuum.  Por un lado un polo más cercano a lo afectivo; en el otro un polo racional, abstracto, una especie de sujeto trascendental, que opera en dialéctica con la realidad mediante el ensayo y error.  En aquellas culturas más cercanas al polo afectivo, los afectos irrumpen en forma mucho menos controlada, debido a mecanismos aún precarios en el hombre. Entre dichos mecanismos predomina la proyección, de la que deriva el animismo, la antropomorfización de la naturaleza y la creencia en un Dios padre. Dicha proyección responde a la necesidad de situar en algún lado una omnipotencia que en eslabones anteriores no es posible abstraer o abandonar, debido a cierta inmadurez en el desarrollo de una integridad mental que apunte al realismo. Es por ello que el aparato cognoscitivo del primitivo y del infante –y del neurótico también- se enreda bajo el tejido ilusorio de la dimensión imaginaria, así como alrededor de sus deseos intensos por que las cosas ocurran de una manera tal; una necesidad de control que no contempla de forma objetiva los resultados en su choque con la realidad y su consecuente frustración. Y aunque el primitivo o el infante no dejan de tener -bien en potencia o bien en ciertos aspectos tanto cuantitativos como cualitativos- la capacidad de análisis lógico y raciocinio, se enfatiza en su cercanía al polo afectivo, o bien la predominancia de un pensamiento concreto –léase como percepción y precepción escasamente mediatizada- en sus actividades cognitivas, situándose  un eslabón por debajo de la formalización científica –metonímica o abstracta-, mucho más cercana a la realidad mecánica del mundo.

Bajo este eje dualista cada autor desarrolla a su manera el problema de la racionalidad. El caso de Levi-Strauss por ejemplo, resulta muy lejano a la ingenuidad con la que Tylor y Frazer describían al primitivo, marcando por sobre todo una distancia a cualquier concepción que pretenda ver al pensamiento del “primitivo” como forma infantil, inmadura o arcaica. Por otro lado, el caso Nietzsche se encuentra en una posición subversiva, en un combate contra la racionalidad y en un abanderamiento y apología del “acontecimiento” y la experiencia irracional. Sin embargo el eje evolutivo que marcan estos dos polos resulta pertinente pues sobre él se construyen tanto las subversiones como las críticas o los refinamientos del pensamiento secular moderno. Esta secularidad actúa alrededor de un núcleo racionalista, partiendo de la creencia en su inevitabilidad histórica. En ser la última capa en el desarrollo humano, que emerge en sustitución de cierta irracionalidad humana, encarnada bajo la figura de la religión.

No obstante actualmente vemos surgir no sólo un desencanto -que opera sobre las verdades y prácticas científicas, así como sobre su promesa de una racionalidad tecnológica, social y existencial que solucionaría ciertos problemas básicos- sino a su vez un auge y retorno de distintos tipos de religión. Quizás un retorno para aquellos que creían en un evolucionismo cuyo final inevitable traía consigo la caída de la religión y el comienzo de una era dominada por la razón y la ciencia. Sin embargo, la religión no ha sido ni sustituida ni ha desaparecido. Este retorno, sería mas que nada, no un auge de lo religioso, sino una renovación, bajo nuevas disposiciones en las que inevitablemente ha de presentarse dada la coyuntura histórica actual y las nuevas disposiciones socio-económicas (donde la religión cumple el papel de una oferta más, de un producto y no de un aparato de regulación y codificación) y tecnológicas (internet, medios masivos de comunicación) en las ha de situarse. Las siempre presentes instituciones religiosas, nunca han sido sustituidas definitivamente, sea en lo institucional como en el imaginario social. De hecho gran cantidad de personas siguen creyendo, sea en una suerte de “religión privada” o bajo un marco institucional pertinente[47]. Podríamos entonces concebir la secularización como un proceso íntimamente ligado al estado moderno, donde este último se separa de la primera, desligando a la misma de sus anteriores funciones totalizantes. La regulación del campo social deja entonces de pasar por una territorialidad legitimada por el aparato religioso y se conforma en base a las necesidades propias de un mundo capitalista y un estado burgués. Las creencias religiosas pasan a ser un asunto de elección personal, de acuerdo a una especie de mercado de bienes de salvación y significados existenciales-terapéuticos: privatización del consumo religioso, que se distribuye ahora como un producto más.

Secularización

Podemos analizar la secularización bajo cuatro puntos (Da Costa, 2003). Como decadencia y progresiva desaparición de lo religioso, lo cual nos llevaría a pensar en la secularización bajo un efecto de ficción, puramente imaginario, constituido en las mentes positivistas del siglo pasado. Como proceso bajo el cual se independiza la sociedad frente a la religión, reduciéndose esta a una opción privada y desligada de sus anteriores funciones totalizantes. Como progresiva “mundanización” de lo religioso (una especie de deterioro de su mensaje original) y, por último, como desacralización del mundo. Bajo este último aspecto las fronteras se hacen tenues y no es posible marcar un parentesco exclusivo entre secularización y modernidad. La desacralización implicaría analizar la secularización como proceso que desmantela “genealógicamente” una creencia, atribuyendo a la misma el carácter profano de ficción humana. Jean-Pierre Vernant analiza dicho fenómeno en relación a la emergencia de la polis y la democracia griega. Es en ese momento histórico dónde la concepción mítica de un poder soberano creador, encarnación de la ley (falo imaginario; soberano como aquel que es la ley, encarnación de la omnipotencia humana y la hybris griega) es sustituido por un pensamiento donde la arkhe no puede ser propiedad de ningún agente particular (abstracción de la ley; falo simbólico. La ley pasa a ser algo más allá de cualquier personaje; el falo es algo que se posee, no que se es): “…para el físico, el orden del mundo no puede haber sido instituído en un momento dado por la virtud de un agente singular: inmanente a la physis, la gran ley que rige el universo tenía que estar ya presente de algún modo en el elemento original de que surgió poco a poco el mundo” (Vernant, 1965:92). Es a partir de allí que el universo se ofrece como una respuesta a ser expuesta y debatida en la asamblea de ciudadanos. La secularización sería entonces consecuencia de un pensamiento democrático y político (en el sentido de polis, ciudad), desmantelándose cualquier concepción ligada a las estructuras anteriores. Esta noción que vincula al pensamiento filosófico con la secularización y la democracia, así como la posibilidad de abstracción de la ley bajo una dimensión simbólica que permite sostener una dialogia plural y un debate democrático, la vemos también en la obra de Jean Piaget, aunque aplicada a un terreno completamente distinto, el del desarrollo cognitivo en el niño: “…en los juegos con reglas, los niños de menos de unos siete años que reciben esas reglas ya establecidas de los mayores (por un mecanismo derivado del respeto unilateral) las consideran como ‘sagradas’, intangibles y de origen trascendente (los padres, los ‘señores’ del gobierno, el buen Dios, etc.). Los mayores ven en la regla, por el contrario, un producto de acuerdo entre contemporáneos: y admiten que pueda modificarse, siempre que haya consentimiento en ello, democráticamente regulado” (Piaget; Inhelder, 1993:128). Vemos aquí cierta postura “demokrathos-centrista”, donde el pensamiento occidental, producto de una educación formal y un sistema de enseñanza particular, es concebido como el último escalón en la escala onto-filogenética. A su vez cierta ingenuidad, al ser concebida la democracia como un consenso realmente desprovisto de una lucha de poderes, como si su objetividad estuviera inmaculada de toda suciedad subjetivista, gracias a la exposición dialógico-crítica de sus argumentos, así como el uso de una razón que, de forma socrática, es dada a luz por los educadores-parteros. “El intercambio se organiza de acuerdo a una arquitectura retórica en la cual, finalmente, y a través del papel del lado fuerte, del maestro, del terapeuta o del gobernante –un papel lleno de arte y paciencia, pero que se dice y se quiere meramente ‘partero’, coadyuvante o favorecedor-, todo el saber parece surgir del lado débil, del gobernado, del pueblo, del discípulo o del paciente. Siempre parece haber estado ahí: solamente hacía falta quien lo liberara. Hábil retórica de la demagogia socrática” (Nuñez, 2005:76).

En el Dosel Sagrado, Peter Berger sitúa las raíces de la secularización en la tradición hebrea, en el proceso por el cuál se produce y consolida la identidad judía, bajo una dialéctica, un diálogo con un dios único, historizante (pues se manifiesta mediante la epifanía del acontecimiento y no remitiendo a una originalidad ahistórica), racionalizante (pues exige ser interpretado mediante una exégesis de su accionar), trascendente (pues se encuentra separado del accionar humano, otorgando ciertos grados de libertad y por ende, de pecado). De esta forma se produce lo que denomina “desencantamiento del mundo”, desde el momento que se crea una distancia trascendental entre lo sagrado y el ser humano. Vemos también en el pensamiento judío lo que Nietzsche denominaba “moral del resentimiento”: el mal y la profandad situada en el afuera del grupo de pertenencia. Allí, en dicho lugar, toda creencia ajena se des-sacraliza, pierde su credibilidad, y por lo tanto se desmantela interpretativamente, se traslada al ámbito de la “charlatanería”, o bien de los no elegidos para el camino sagrado, único que dispone de una comunicación verdadera con lo divino. Esta “secularización racionalista” es reformulada a través de la Roma católica, bajo la oposición religio-superstitio, traduciéndose ésta ultima como “supervivencias” fósiles de un pasado oscuro e ignorante[48]. Dicha secularización, desmanteladora de las distintas creencias, se nos aparece como aquella potencia nihilista que Nietzsche atribuía a la civilización occidental. Nihilismo que, en sus últimas consecuencias, termina replegándose y cuestionándose a sí mismo, a sus propias creencias, bajo la muerte de dios y posteriormente del hombre. Sin embargo el final de este proceso no queda claro, o digamos que la continuación histórica de los acontecimientos nihilizantes de la propia fe en la razón, o bien aún no han llegado, o bien han sido algo totalmente fuera de lo esperado, o incluso se podría pensar que ha sido un proceso que le concernía a unos pocos.

Esto nos lleva a pensar la secularización en relación a una interioridad sobre la que ella no actúa, o bien actúa en forma parcial, podando hilos, y quizás, alguna que otra vez, resquebrajando raíces. Pues si bien el proceso secularizador desmantela una creencia, también es cierto que lo hace en pos de sostener y propulsar alguna otra. Se trata de una reactividad interpretativa, en el encuentro con la diferencia de un afuera que confronta y relativiza la propia fe. En el caso del racionalismo moderno surgen nuevas figuras, que se ofrecen como especie de dogmas sobre los que se interpreta y seculariza el afuera religioso. En el caso de Freud vimos su creencia en la ananke y el logos: la realidad objetiva y la razón, principio de realidad y lógica, que se ofrecen de modo kantiano, trascendental e inalcanzable, revelando cierta impotencia humana para reconocer y llegar a ese final cristianamente feliz que todos esperamos en una película, si es que el lector todavía no ha encontrado ese amor fati nietzscheano propio de un espíritu trágico que ama a su dolor.

Lo cierto es que tanto en Freud, en el pensamiento antropológico, como en el pensamiento occidental moderno –con sus correspondientes excepciones, claro está-, vemos la necesidad de una distinción radical entre lo que es ciencia y lo que es religión, a tal punto que se ha sobreestimado muchas veces el problema de que todo pensamiento –inclusive el científico- constituye sus premisas en un acto de fe. Surgen por ejemplo concepciones epistemológicas positivistas, donde las causalidades percibidas en el mundo “natural” son independientes de las creencias cosmológicas generales. Justamente en estos días me encontré con un texto sobre epistemología e interpretación psicoanalítica donde se establece: “Las leyes de la causalidad están al servicio de todos; cuáles de las relaciones causales vamos a usar y con qué propósitos, eso depende de posiciones ideológicas y otros factores” (Klimovski, s.f.:452). Las relaciones causales no refieren en este caso a leyes de la lógica abstracta -que como vimos en Levi-Strauss no pueden dejar de ser adjudicadas a los mitos y creencias primitivas-; refieren a las leyes supuestamente universales que encontramos en la naturaleza y el mundo objetivo, a un orden de sucesiones invariantes para toda la experiencia humana, como por ejemplo la manzana que cae al piso. El mundo mecánico se distingue del de las creencias por su objetividad y materialidad independiente del sujeto, en una especie de dogma de la “inmaculada percepción”, en un decir nietzscheano. Es el caso de Frazer, al distinguir entre un pensamiento mágico impersonal, especie de antecesor del pensamiento científico, y la religión como tal, basada en la proyección de seres personales. O sea, dos tipos de pensamiento: uno impersonal, abstracto, realista, explicativo, materialista, objetivo; otro animista, proyectivo, egocentrista, interpretativo, psicologisista, subjetivo. Dicha distinción surge de la necesidad de sacralizar cierta fe en lo objetivo, en un mundo fijo, necesario para una gregaridad cognoscitiva del aparato psíquico. Se trata en suma de una característica compartida con el hombre religioso: “El deseo del hombre religioso de vivir en lo sagrado equivale, de hecho, a su afán de situarse en la realidad objetiva, de no dejarse paralizar por la realidad sin fin de sus experiencias puramente subjetivas, de vivir en un mundo real y eficiente y no en una ilusión.” (Eliade, 1988:31). Con esta crítica no estamos poniendo en tela de juicio la diferencia entre un análisis interpretativo-psicológico, basado en la comprensión de un otro con su propia subjetividad y modo de experimentar la realidad –y que en el caso de la religión se proyecta al mundo de los objetos, psicologizándolos-,  de uno explicativo-naturalista que establece formas sobre un fondo perceptivo y construye relaciones mecánicas. La cuestión radica en que todo pensamiento se basa en un “creer en”, y que toda creencia parte de una subjetividad que se afirma en el devenir histórico, por lo que siempre es bueno volver al sujeto cuestionante, y no pensar en términos de objetividad pura. También es importante pensar que la impersonalidad de un pensamiento no sería una característica única del pensamiento científico, así como que este último bien puede ser acompañado de concepciones teístas y religiosas, como puede observarse actualmente tanto en iglesias como en científicos creyentes.

Creencia religiosa, experiencia religiosa y alteridad radical

Si seguimos los planteos durkheimianos sobre la imposibilidad de definir lo religioso como creencia en seres espirituales, y la redefinimos en base a la creencia de un mundo sagrado y uno profano, nos encontramos entonces con que no podríamos delimitar de forma tan tajante los límites entre lo que es ciencia y lo que es religión. Nos encontramos con lo sagrado como límite canónico, modelo narrativo, explicativo y cognoscitivo de la experiencia. Sería el lugar donde se permite fijar un modelo interpretativo y/o explicativo, que serviría de coordenadas para la territorialización del espacio social. Pero si bien se fija un límite, también sería lugar en el que el límite comunica y efectúa una transacción con el acontecimiento, resignificándolo, negándolo, o bien situándolo en algún lugar de la estructura simbólica. En ese punto en el que se elabora el encuentro con la alteridad, se sitúa lo que vamos a llamar –siguiendo a Eliade- “experiencia religiosa”. Tendríamos entonces por un lado el conjunto de normas, discursos, narraciones y símbolos que conforman una superficie de registro; una puesta de límites y formas que configuran un ethos religioso. Del otro lado la experiencia religiosa, donde se efectúa la comunicación extática con lo sagrado, en una especie de desborde dionisíaco. Ambos se determinarían mutuamente de la misma manera que toda estructura determina, interpreta, percibe y apropia a su manera el acontecimiento. Se trata de una experiencia despersonalizante -ek-stasis o salida fuera de sí-, que conecta con una alteridad radical, sea en forma impersonal o mediante representaciones antropomórficas. “Ya se trate de sacralidad, de sacrificialidad o de fe, el otro hace la ley, la ley es otro/a y es llegarse/rendirse al otro. A cualquier-otro y radicalmente otro” (Derrida. En: Derrida; Vattimo, 1997:55). De allí el carácter masoquista que le atribuye Berger a las religiones místicas, pues siempre se trata de un derrumbe de los límites del yo, un avasallamiento de una alteridad radical. Es la pérdida de identidad, el sentimiento oceánico que conecta y hace perder al sujeto en una otredad con la que se mantiene un vínculo, delimitado por distintos mecanismos como ritos, mitos, sistemas de creencias, etcétera. La experiencia religiosa es enmarcada en un cuadro obsesivo de “formaciones reactivas” y racionalizaciones, que controlan la hybris, manejando su acontecer. La modalidad y flexibilidad de dichos marcos dependerán de si se trata de una práctica religiosa con un mayor predomino de elementos místicos o dogmáticos, o bien con el predominio de una tecnología  de  código estricto (caso del cristianismo ortodoxo) o  “técnicas de sí” (caso de muchas religiones orientales), tal y como las entiende M. Foucault. Vemos entonces como la religión puede ser concebida bajo el postulado bajtiniano de una dialogia intrínseca al pensamiento, cuyos grados de polifonía, abstracción e impersonalidad, dependerán de una estructura simbólica y su forma de enmarcar y concebir este diálogo sagrado.

Como vimos ya, una de las características claves para entender la secularización del pensamiento moderno es concebirla en relación a un desmantelamiento de la creencia en entidades superiores –antropomórficas o no- que mueven los hilos y engranajes cósmicos. Tanto en la antropología, en el psicoanálisis freudiano, como en la filosofía nietzscheana, hemos visto una explicación común: la concepción de el/los Dios/es como creaciones de la mente humana a través de mecanismos de proyección, o bien, en términos más abarcativos y exactos, la constitución de una otredad o alteridad radical, por medio de un espacio sagrado con el cual se efectúa una comunicación productora de realidad efectiva, para de esa forma dar sentido a la experiencia fenoménica. En el caso de la antropología se concibe bajo la imposibilidad de distinguir el registro de lo imaginario y la realidad (Tylor), así como mecanismo proyectivo para entender y controlar una naturaleza que se escurre y escapa de nuestras manos, y de esta forma no perder una omnipotencia de base (Frazer). En el caso de Durkheim se trataría de lo sagrado como fuerzas producidas y desplegadas en la formación de colectivos, fuerzas producidas bajo la exaltación del encuentro con el otro. En Malinowski se enfatiza en la relación pragmática deseo-realidad: la religión intenta apropiarse y reducir la angustia sobre cuestiones más existenciales, abstractas o fatales, como la muerte, las crisis en el desarrollo ontogénico, la importancia de la tradición, la cohesión social, la integridad mental. Por último, con el estructuralismo la cuestión radica en la constitución del otro a través de un inconsciente estructural simbólico, que permite la consolidación de una dimensión constituída por diversas significaciones interrelacionadas, una especie de segundo orden, donde se opera a través de la lógica y de una dialéctica materialista.

Con Nietzsche el espacio sacro del mito se vuelve, en una primera instancia, un campo de batalla sobre el que desplegar un proyecto trágico de la existencia, para de esa manera luchar contra los avatares de la decadencia. No marca una distancia entre su pensamiento y el pensamiento religioso, pues su proyecto considera irrelevante dichas distinciones; lo importante se sitúa no en las creencias sino en el grado de afirmación y negación de las mismas con respecto a la vida en general, y qué tanto constriñen y rigidizan. Nietzsche se mueve en dos registros, uno secular, representado por la impersonal voluntad de poder, pluralidad de fuerzas en eterno conflicto. Por otro un registro mítico-religioso, bajo el rostro del dios Dionisos; juego de máscaras, teatro trágico donde, en el exceso extático, Dionisos se manifiesta y nos penetra con sus ojos fulminantes. Ambos registros apuntan a una misma doctrina, la del eterno retorno, que implica la aceptación y el regocijo de toda la existencia, en su dolor y en su placer. Nietzsche coquetea con Dionisos, con su locura, intentando siempre ver su rostro desnudo, en una apología y reivindicación de la “experiencia religiosa”, del éxtasis propio de la creación artística, que debe subyugar a la reactividad de la conciencia y de lo simbólico –y no lo contrario, ser subyugada, como en el nihilismo de la decadence-. Así, mientras Freud se pone del lado de lo simbólico, de lo reactivo, de la constitución de un ideal del Yo por definición inalcanzable, “La ambición de Nietzsche es, por el contrario, pensar un ideal del Yo que ya no sea un super-yo… una magnífica fiesta en que se anula toda tensión entre el Yo y su ideal… Así, la festividad Nietzscheana se opone al sobrio goce de la Ley de Freud” (Assoun, 1986:244).

En el caso Freud el mecanismo de proyección con que opera la religión surge de la necesidad de situar la omnipotencia perdida en algún lugar, para de alguna forma recuperarla (idea que toma de Frazer). El desarrollo filo y ontogenético tendería hacia la aceptación de dicha pérdida en términos del principio de realidad, interiorizando una carencia de forma abnegada, reconociendo la imposibilidad de llenar un vacío que, de allí en más, actuará como motor inmóvil aristotélico, o como un Gran-Otro con el que se bascula. Ese Gran-Otro, Freud lo elabora a través del padre como figura inconsciente que se remonta a un pasado primordial (el padre de la horda primitiva) y que moviliza las producciones culturales en torno a una ausencia, a una falta que permite la función simbólica. En el caso de Lacan, es a través del otro que el ser humano configura tanto su  identidad como la realidad, y por ende, su verdad sobre el mundo. En las relaciones tempranas con la madre el niño entra en el narcisismo (relaciones que, como vimos, fueron dejadas de lado por Freud y su sobredeterminación de la figura del padre); y a través de un movimiento bascular con ese otro-madre, busca situarse en el lugar del deseo de ella. O sea, lo central para el niño no es desear sino ser deseado, ser el falo. De igual manera podemos interpretar el éxtasis de la experiencia religiosa: sumisión del sujeto a un gran otro pre-simbólico, bajo la pregunta lacaniana “¿ches vuois?”, “¿Qué quieres de mi?”. Pérdida de límites y configuración bajo la búsqueda de una figura imaginaria que configure nuestro deseo. De esta forma se produce en el niño ese otro imaginario, así como la identidad primaria o yo-ideal. En un movimiento continuo de encuentro y desencuentro, se constituye buscando ser ese falo, bajo la ilusión de completitud extática. Lacan traslada el origen de esta dialéctica con el otro, a modos más tempranos de relación que incumben a la madre, ignorados por el análisis freudiano, que se centraba casi exclusivamente en el padre. Con la entrada en el orden simbólico el niño comprueba que él no lo es todo para la madre, que el falo es una posición en circulación y no algo que se es. “O sea, el chico al dirigirse a su madre encuentra que hay otro, en este caso otro como el lugar de la ley o significando la ley, a la cual la madre debe someterse. Por lo tanto la castración simbólica no es el pasaje de la dominación de la madre a la dominación del padre, sino que consiste en la instauración del falo como algo que está por fuera de cualquier personaje, de la madre o del padre, que no se puede poseer a su solo arbitrio. Es por eso que el falo se instituye en la cultura como una entidad desde la cual todos quedan ubicados como castrados simbólicamente.” (Bleichmar, 1977:67) Surge entonces la ley como algo dictado más allá de cualquier personaje. El padre castrador, el padre simbólico, sería el promotor de la misma; no el padre real sino el “nombre del padre”, metáfora paterna que implica la castración simbólica o corte de la unidad madre-fálica e hijo-falo. O sea, la construcción de la función padre mediante el lenguaje, mediante el significante. Según Lacan, la existencia del Espíritu Santo significaría en términos teológicos, lo que para el psicoanálisis es la entrada al mundo del significante, al orden simbólico: transustancialización del orden biológico por medio del velo de la cultura. “El Otro, el Otro como lugar de verdad, es el único lugar, irreductible por demás, que podemos dar al término del ser divino, al término Dios, para llamarlo por su nombre. Dios es propiamente el lugar donde, si se me permite el juego, se produce el dios –el dior- el decir. Por poco, el decir se hace Dios” (Lacan, 1981:59). Dios-ley, Dios-palabra, Dios-padre: se trata de una operación distinta al proceso extático, más cercano a la dialéctica madre-hijo. Proceso de captura y sedentarización de la fuga extática; pero también superficie de registro que lo regula en su misma performance. Un segundo momento, una pausa en la productividad del exceso extático, un control de las fugas y una interpretación delimitante de las mismas.

Siguiendo el carácter secularizante planteado por Freud, se puede plantear al psicoanálisis como la aceptación de la no existencia de ese gran padre que nos protege de las desgracias de la vida: “…el tratamiento termina cuando el paciente asume la no existencia del gran Otro. El destinatario ideal de nuestro discurso, el oyente ideal, es el psicoanalista, el exacto opuesto de la figura del Amo que garantiza la significación; lo que sucede al final del análisis, con la disolución de la transferencia, es decir, la caída del  ‘sujeto que supuestamente sabe’ es que el paciente acepta la ausencia de tal garantía” (Zizek, 2005:233). ¿Qué sucede entonces con aquellos que aún creen en ese Gran-Otro llamado Dios? ¿Y podemos decir que el psicoanalista haya escapado efectivamente de ese Gran Otro divino? Además, toda creencia parece proveer de ilusión y protección, toda creencia parece ofrecer un marco de referencia a una conciencia que de otro modo se perdería en la confusión, y quizás el psicoanálisis haya cumplido dicha función en el mismo Freud. Planteo esto en relación al pensamiento de el antropólogo M. Eliade, para quien “…lo ‘sagrado’ es un elemento de la estructura de la conciencia, no un estadio de la historia de esa conciencia” (1978:15). La ciencia  y su supuesta secularidad, poseería sus propios puntos de sedentarización, y en su afán de conocimiento, sacralizaría una “realidad objetiva”, posibilitando una construcción que capte y dirija las experiencias puramente subjetivas, y que permita vivir en un mundo real y no en una ilusión. El discurso y la creencia tendrían su base en otro que nos refleja nuestra certeza, por más fugaz y precaria que sea. Sería el referente gracias al cuál se plasma el movimiento significante, el destinatario que permite la función dialógica, dicho bajtinianamente. Dicho destinatario asumiría formas variadas a lo largo de la historia.

Ciencia, pensamiento histórico y cristianismo

De todas maneras el problema central entre religión y ciencia es para Freud -si dejamos a un lado la sacralización del logos y la ananké- la capacidad que tiene el discurso científico de aceptar su impotencia, su precariedad, su inacabablidad; en suma,  asumir la falta que lo mueve. Dicha posibilidad instala una nueva velocidad o movimiento. La ciencia avanza en la medida en que la actividad cuestionante asume concientemente una falta constitutiva, que la lleva a nuevas producciones, en tanto éstas favorezcan la “necesidad objetiva”. En cambio, el pensamiento precientifico no asumiría por completo dicha falta que de todas maneras mueve la cadena de significantes, del mismo modo que el infante cree ser el falo y no asume la carencia que lo mueve en el proceso de constitución de su yo-ideal. Se observa cierta atemporalidad, de corte primario, o bien una estructura ahistórica, cíclica, de lo que Levi-Strauss denomina pensamiento salvaje (mítico). Este absorbe el acontecimiento sin una “conciencia histórica” del mismo, sin asumir su diacronía, sus transformaciones, remitiendo siempre a un origen y a una esencia de las cosas, a una verdad que yace en el interior de la persona y en los confines del tiempo: un eterno retorno a un origen ficticio.

Sin embrago la conciencia histórica occidental no sería una invención científica  sino que encontraría sus raíces más profundas en el profetismo judío y la posterior experiencia cristiana. El judaísmo, religión de libro por excelencia, es considerada por muchos autores el eslabón que determina de forma cualitativa un nuevo tipo de estructura, que permite el abandono del tiempo mitico-ahistórico y la consolidación germinal de un nuevo tiempo, donde el acontecimiento es interpretado desde otra óptica, absorbiendo la diacronía del sistema mediante una nueva elaboración interpretativa: “… por primera vez se ve afirmarse y progresar la idea de que los acontecimientos históricos tienen un valor en sí mismos, en la medida en que son determinados por la voluntad de Dios. Ese dios del pueblo judío ya no es una divinidad oriental creadora de hazañas arquetípicas sino una personalidad que interviene sin cesar en la historia, que revela su voluntad a través de los acontecimientos (invasiones, asedios, batallas, etcétera). Los hechos históricos se convierten así en ‘situaciones’ del hombre frente a dios, y como tales adquieren un valor religioso que hasta entonces nada podía asegurarles. Por eso es posible afirmar que los hebreos fueron los primeros en descubrir la significación de la historia como epifanía de Dios, y esta concepción, como era de esperar, fue seguida y ampliada por el cristianismo” (Eliade, 2001:117-118). Aunque quizás sea un tanto apresurado determinar al judaísmo como causa original del pensamiento histórico -podría efectuarse una lectura que transite por ejemplo, en otros aspectos, como el desarrollo de técnicas como la escritura-, sin duda el peso del mismo fue fundamental en el desarrollo de occidente, pues permite encerrar el problema del sufrimiento, del cambio y de la alteridad, de ese Gran Otro, bajo la forma de una misma cara: Dios castigador, Dios padre,  Dios escatológico. “El pensamiento bíblico se caracteriza por una tensión entre lo mítico y lo histórico. En él confluyen unas experiencias históricas fundacionales y un universo simbólico, que conformaron una historia sagrada, celebrada en ritos de alianza y conceptualizada en un libro sagrado. Todo ello aparece estructurado conforme a un paradigma básico de exilio-redención y a una serie de tensiones que confieren al conjunto una proyección hacia un final escatológico abierto” (Trebolle, 1996:24). Se instaura una concepción lineal de la historia, a diferencia de la clásica concepción cíclica que hacíamos mención. La historia se transforma en ese conjunto de relaciones dialécticas entre el hombre y ese Gran Otro-Dios: volunta divina que se manifiesta en la historia a través de promesas, juicios y castigos. La interpretación de la historia se transforma en una hermenéutica del incierto deseo de ese Gran Otro, a través de la pregunta fundamental lacaniana “¿Che vuois?” (“¿que quieres de mi?”).

A partir de Jesucristo surge Dios-Hijo, y el paso de la ley al amor: “Porque Jesús es ‘padre’. ‘Quien ve a mi, ve al padre’. Es padre de toda la humanidad, o sea, no señor, marido de la madre; lo cual significa que en él se encuentra el  padre, es decir, el genio paterno, la esencia genitora. El da siempre nacimiento, renacimiento, resurrección, vida. Continuamente nos hace bascular del campo de la ley al campo del deseo. Siempre, ‘con él todo es nuevo de nuevo’” (Dolto, 1979:94). Dolto, en su afán por conciliar al psicoanálisis con el cristianismo, acierta en este sentido, o sea, en el cristianismo como herramienta hermenéutica que es capaz, a través de su dinámica simbólica, de interpretar el acontecimiento de forma histórica y universal. Sin embargo no debemos olvidar el conjunto de dogmas, creencias y rituales que a través de la Iglesia Católica se han ofrecido en antagonismo con aquello que Freud denominó ananké. Además el movimiento bascular con la otredad no es el mismo dentro del pensamiento científico, dominado por una concepción plural, diferente a ese Gran-Otro-Padre; una otredad polifónica -léase como demokrathos, consenso dialógico- que disuelve ese paternalismo sacro. Sin exégesis secretas que descifrar, la ciencia no nos ofrece la llave a un mensaje divino y verdadero, sino eternos enigmas sin respuestas finales.

A modo de cierre…

“¿Che vuois?” (“¿que quieres de mi?”) pronuncia Jesucristo en la cruz ante la penuria. Y porque no también la Coca Sarli, al encontrarse despojada de sus ropas e impotente ante la infamia de algún hombre. “¿¡Qué pretende usted de mi, degenerado!?”, grita la Coca mientras arrastra con su desnudez el deseo de un pobre obrero que viene de trabajar, cansado,  absorto en su vida alienada y anhedónica. Para el tipo ese, la Coca es un asado listo y pronto para comer, pero prohibido por una suerte de “ácido úrico” moral. Algo similar ocurre con el núcleo perverso del cristianismo que desarrolla Zizek. Cuando Cristo pregunta a Dios por qué lo ha abandonado, comete el pecado de renegar su fe. Pero este Dios parece haber dispuesto todo para que eso ocurra, como si en el deseo de Dios estuviera oculto un doble juego perverso. Lo mismo sucedería con el pecado original (la manzana que seduce a Adán y Eva), con la traición de Judas (sin la cuál no habría redención). Dios empuja al hombre hacia el pecado y luego le prohíbe, al igual que la Coca Sarli se desnuda y grita para no ser poseída, mientras toca sus kleinianos “pechos buenos”.

"Mira, te voy a dar un poco de información de primera mano sobre Dios. A Dios le gusta mirar. Es un travieso. RefIexiona. Le da al hombre instintos. Te da un don extraordinario y Luego, ¿qué hace? Te juro, por diversión propia para su propio rollo cósmico privado de chistes pone las reglas en oposición. Es la gran broma. ‘Mira, pero no toques’. ‘Toca, pero no pruebes’. ‘Prueba, pero no tragues’. Y mientras estamos saltando de un pie al otro, ¿qué hace él? ¡Está riéndose a carcajadas, el muy enfermo! ¡Es un mojigato! ¡Es un sádico! ¡Es un casero ausente!”[49].

En un análisis de corte hegeliano (dialéctica, síntesis, desdoblamiento de sí y autoconciencia), Zizek propone una alternativa: “…la única manera de evitar semejante lectura perversa es insistir en la IDENTIDAD absoluta de los dos gestos: Dios no nos empuja PRIMERO hacia el pecado y LUEGO se ofrece como el REDENTOR que nos saca del atolladero en el que él mismo nos sumergió; no se trata de que la redención venga después de la caída: la caída es IDENTICA a la redención, es ‘en sí misma’ ya la redención” (Zizek, 2005:162). El mal, la caída, estaría en la mirada del que la enuncia como tal, y en el reconocimiento del espíritu de sí mismo, Adán y Cristo terminan siendo una misma persona. En el cristianismo el espíritu universal comienza, según Hegel, su reconocimiento de sí mismo, como ser separado, dividido, “para sí”, tal y como Cristo es el abandono de sí mismo efectuado por Dios. “La infelicidad externa tiene que convertirse, como queda dicho, en el dolor del hombre en sí mismo. El hombre debe sentirse como la negación de sí mismo, lo separado, lo dividido… El conocimiento, como abolición de la unidad natural, es el pecado original, que no es un accidente, sino la eterna historia del espíritu” (Hegel, 1997:549) Vemos en Hegel lo que Freud de alguna manera nos advertía: la forma en que los filósofos introducen nuevamente a Dios, pero a través de conceptos abstractos.

Hemos visto tres formas de concebir lo religioso en la historia del pensamiento moderno occidental. A través de este breve recorrido podemos ver como las tres vertientes trabajadas se enmarcan dentro de una episteme racionalista común, sea para elaborarla en una dialéctica con la experiencia etnográfica (caso de la antropología), bajo una dialéctica con la clínica (caso freudiano), o bien para desprenderse de ella y reivindicar un nuevo tipo de experiencia (caso Nietzsche). Sea cual fuera el caso, y si evitamos los nombres propios, podemos observar que bajo la experiencia secular del occidente moderno se desarrolla una racionalización progresiva de un mundo profano, que se abre progresivamente en el campo de legitimación social y confronta en cierta medida las ideas religiosas anteriores. Se asume lo sagrado como proyección humana, como producto de la imaginación y no como una realidad trascendental alejada del ámbito profano. Se trata de la ya conocida inversión que va del hombre como creación de los dioses a los dioses como creación del hombre. Sin embargo, podemos tomar la noción de lo sagrado como el proceso por el que se establecen significaciones que sitúan, producen y legitiman un real sobre el cual la experiencia humana puede afianzarse y proseguir. O sea, un espacio de legitimación de regularidades que marcan, fijan límites, relaciones y conectividades, en una dialéctica con un fluir caótico y fragmentario siempre presente, constitutivo a una experiencia que necesita ser organizada. Es entonces que podemos de alguna manera reducir la brecha entre ciencia y religión, y pensar lo “sagrado” como elemento estructural de la conciencia. De todas maneras el desafío de una diferenciación epistemológica entre ciencia y religión se impone. El propósito sería pensar la forma en que la ciencia trata con sus propias “sacralizaciones” bajo una crítica que enfatice tanto en sus similitudes, como en sus diferencias con otras formas de estructurar la experiencia de lo sagrado, como producción de una construcción de lo real-objetivo siempre desplazable, siempre en movimiento. Aquí nos encontramos con el tema de cómo se manejan y despliegan las transformaciones en un discurso y sus prácticas, el grado de transversalidad y crítica que se establece con respecto a las mismas, como se encuentra en relación a los sistemas económico, político y sociales con los cuales dialectiza; un sin fin de problemas a considerar.

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*Filmografía: The Devil´s Advocate, 1997.

Referencias:  

[1] “… pese a sus apariencias biologistas, la etnología evolutiva partía de un racionalismo de base, cuyas raíces se remontan, al menos, a Kant y sus postulados sobre la identidad del espíritu humano, que Comte y su escuela positiva transformarán en la universalidad de la naturaleza humana.” (Carracedo,  1975: 27)

[2] No es de extrañar entonces que Freud, bajo esas mismas condiciones epistémicas e influenciado por el pensamiento de la época, homologara el desarrollo filogenético al ontogenético, así como las configuraciones neurótico-obsesivas con el ritual y las producciones míticas del primitivo. Es característico en el pensamiento psicoanalítico, concebir lo patógeno como irrupción del proceso primario (íntimamente ligado a las producciones fantasmáticas e imaginarias) sobre el secundario (lógica y principio de realidad). 

[3] Dichas nociones han tenido una gran relevancia en las elaboraciones freudianas, dónde los mecanismos psíquicos característicos del proceso primario están asociados a la proyección-identificación, mientras que los secundarios se vincularían con la abstracción propia de la función simbólica adquirida con la resolución edípica.

[4] Vemos en ambos principios una clara analogía con los principios freudianos de desplazamiento y condensación, característicos del proceso primario.

[5] En cuanto al origen de los ritos Frazer explica: “Extraviado por su ignorancia de las causas verdaderas de las cosas, creyó el hombre primitivo que, para producir los grandes fenómenos naturales de los que dependía su vida, sólo tenía que imitarlos y que inmediatamente, por una simpatía secreta o influencia mística, el pequeño drama que él representaba en un claro de la selva o en una cañada de montaña, en una planicie desierta o en una playa barrida por los vientos, sería aceptado y repetido por actores más potentes en un escenario mayor. Imaginaba que disfrazándose de hojas y flores ayudaría a la tierra desnuda a vestirse de verdor, y que escenificando la muerte y el entierro del invierno alejaría la sombría estación anual y fácilmente el camino de vuelta de la primavera.”  (1998:373-374)

[6] Con respecto a ésta última Durkheim establece una diferencia cualitativa entre las representaciones individuales (imágenes) y las colectivas (géneros, o función simbólica propiamente dicha). Las primeras actúan de forma análoga al proceso primario freudiano o a la función semiótica piagetiana; imágenes difusas, vagas y flotantes, que se superponen y fusionan parcialmente mediante principios similares al desplazamiento y la condensación.  La función simbólica implicaría la idea de género o sea, la capacidad de establecer formas definidas, contornos fijos, así como clasificaciones estables  y jerárquicas. (Durkheim, 1993:250- 253)

[7] Cabe destacar el carácter intempestivo de las observaciones de dicho autor en el campo de la lingüística y la antropología, que se adelantan a contribuciones como las de Milman Parry sobre la oralidad en la cuestión homérica, las de Austin sobre actos de habla y las de Luria sobre la cultura oral. Tal y como nos enseña Ruben Tani, “La pragmática no nace con las conferencias de J. L. Austin de 1955. La influencia de Malinowski fue muy significativa, había comenzado con sus clases en Londres en 1924.” (Tani, 1999). Su preocupación por el contexto en situación de las producciones lingüísticas, el lenguaje como modo de acción y la comunicación fática del mismo, se ofrecen como herramienta tanto para el análisis de las sociedades ágrafas como para las propias producciones académicas. Sin embargo marca una distinción tajante con respecto al primitivo que, al igual que el infante, es incapaz de utilizar el lenguaje más allá de lo contextual-concreto o sea, está excomulgado de la forma abstracta, reflexiva y, por ende, de la forma científica en stricu sensus: “…una palabra que representa una acción, recibe su significado a través de una activa participación en esta acción. Una palabra se usa cuando puede producir una acción y no para describirla, y mucho menos para transmitir pensamientos… El niño, el hombre primitivo o el individuo no refinado tienen que utilizar el lenguaje como un medio indispensable para influir sobre su ambiente social” (Malinowski. En: Richard y Odien, 1954:342,351). A nivel empírico sucede algo interesante en la teoría psicologico-cognitiva de Jean Piaget, donde el niño, a lo largo de su desarrollo ontogénico, transita por un nivel sensomotriz (desarrollo perceptivo-motor en el lactante), la adquisición de la función semiótica (de imágenes mentales constantes), de las operaciones concretas, donde se comienza a adquirir la posibilidad de efectuar operaciones lógicas, aunque en modo similar al primitivo malinowskiano, o sea, a modo contextual y concreto, y por último la adquisición de las operaciones formales y abstractas, en la preadolescencia, donde se manejan operaciones de corte abstracto y más cercanas al pensamiento científico. Vemos entonces en los últimos dos eslabones de la cadena piagetiana, una similitud con el modelo lingüístico propuesto por Malinowski –cuya base quizás sea un producto epistémico común a la época-, que distingue entre un pensamiento concreto primitivo y uno formal-abstracto más cercano a lo científico, donde el individuo adquiere autonomía, tanto en relación al contexto como a su visión como individuo. Esto último implicaría la posibilidad de “autoconciencia”, reflexibilidad sobre sí mismo. Luego de la -de todos modos formidable- obra piagetiana, psicólogos cognitivistas realizaron test de CI por todo el mundo, y descubrieron que los nativos puntuaban menos que los grupos occidentales. En una serie de estudios en los Wolof del Africa occidental, los resultados divergían según si los niños habían sido escolarizados o no. “Parecería como si los niños Wolof no escolarizados careciecen de auto-conciencia: no distinguieran entre su propio pensamiento o afirmación de algo y el objeto en sí mismo… Hay que señalar que los niños Wolof escolarizados no difieren esencialmente en este aspecto de los niños occidentales. Parece que la escuela tiende a darles algo semejante a la autoconciencia occidental” (Bruner, 1989:123). La cuestión de fondo entre un pensamiento concreto y uno abstracto, así como en esa extraña palabra llamada “autoconciencia” -que remite una reflexibilidad sobre el lenguaje; una especie de metalenguaje e instancia crítica- parece tener que ver con un disciplinamiento característico de occidente, vinculado a su vez a la escritura y a la enseñanza de un tipo particular de pensamiento, que al fin y al cabo, al universalizarse y ponerse como último peldaño en el desarrollo onto y filogenético, termina en una creencia igual de etnocéntrica y omnipotente como el pensamiento al que se esta le atribuye esa propiedad.

[8] “Es un hecho que incluso la más ligera idea de bibliografía etnológica convence a cualquiera de que, de hecho, las fases fisiológicas de la vida humana y, ante todo, sus crisis, cual la concepción, el embarazo, la pubertad, el matrimonio y la muerte, forman núcleos de numerosas creencias y ritos.” (Malinowski, 1985:33)

[9] Una vez más se nos muestra la ingenuidad o bien la hipocresía de la época, al pensar el campo científico de una forma ideologizada que no remite a nuestro propio habitus académico, claramente restringido a ciertas posiciones sociales y con sus propios mecanismos de  iniciación.

[10] “La cuestión, sin embargo, de si hemos de llamar a tal cosa ciencia o solamente conocimiento empírico y racional no es de importancia primaria en este contexto. Hemos tratado de clarificar la idea de si el salvaje tiene tan sólo un dominio de la realidad o dos y hallamos que, además de la región sacra del credo y el culto, cuenta con un mundo profano de actividades prácticas y de puntos de vista racionales.” (Malinowski, 1985:31)

[11] “El amante junto a su amada, el aventurero osado que domina el miedo haciendo frente a un peligro real, el cazador habiéndoselas con una fiera alimaña, el artesano logrando una obra maestra se sentirán, en tales condiciones y sean civilizados o salvajes, alterados, exaltados y dueños de mayores fuerzas. Y no hay duda de que de tales experiencias solitarias, en las que el hombre siente el presentimiento de morir, las punzadas de la angustia o la exaltación de la dicha, surge gran parte de la exaltación religiosa.” (Malinowski, 1985:60)

[12] Citando a Barthes, para evitar ciertos rodeos: “…el mito es un sistema particular por cuanto se edifica a partir de una cadena semiológica que existe previamente: es un sistema semiológico segundo. Lo que constituye el signo (es decir el total asociativo de un concepto y de una imagen) en el primer sistema, se vuelve simple significante en el segundo” (Barthes, 1997:205) O sea que el mito tomaría prestados los signos lingüísticos (significante + significado) y los utilizaría en calidad de significantes, para establecer sus propias configuraciones semiológicas.

[13] Tal es el caso del mito de Edipo y sus diferentes variaciones, desde Sófocles a Freud. Pues desde la perspectiva del mitólogo el psicoanálisis freudiano establece su propia variación del mito, y no una explicación del mismo. A su vez el psicoanálisis pretende también poseer la versión original del mito, concibiendo las demás formas como configuraciones encubridoras de un contenido latente universal.

[14] “En efecto, jamás se ha ocupado del pensamiento semítico, indoeuropeo o helénico, sino que se ha ceñido al área amerindia y oceánica en las que, por sus características culturales, las formas y combinaciones son más importantes que los contenidos, que son relativamente insignificantes.” (Carracedo, 1976:323).

[15] De manera similar actúa el psicoanalista cuando superpone a las abreacciones un esquema interpretativo con una gran cantidad de elementos mitológicos. “El papel más difícil de definir es el que ambas técnicas [psicoanálisis y shamanismo] reservan al grupo, porque la magia readapta el grupo, por medio del enfermo, a problemas predefinidos, mientras que el psicoanálisis readapta al enfermo al grupo, mediante soluciones introducidas. Pero se corre el riesgo de que este paralelismo se restablezca rápidamente, debido a la inquietante evolución que, desde hace varios años, tiende a transformar el sistema psicoanalítico, de cuerpo de hipótesis científicas verificables experimentalmente en ciertos casos precisos y limitados, en una especie de mitología difusa que compenetra la conciencia del grupo…” (ibid.,  209)

[16] “No es un hecho casual el que los delirios histéricos de las monjas, en las epidemias de la Edad Media, consistieran en grandes blasfemias y un desenfrenado erotismo… Las series de representaciones trabajosamente reprimidas son las que quedan en estos casos convertidas en actos, a consecuencia de una especie de voluntad contraria, cuando la persona sucumbe al agotamiento histérico”. (Freud. Citado en: Morano, 1991:28) Las alusiones a la religión en esta época son siempre puntuales, aunque no por ello importantes, ya que demuestran el interés de Freud al respecto así como una vinculación de hecho entre la religión y la vida psíquica.

17] Recordemos que en el pensamiento freudiano se encuentran íntimamente vinculados los procesos oníricos con las neurosis y el lenguaje del inconsciente, o sea todo lo que Freud denomina proceso primario.

[18] La relación que Freud asume con tanta certeza entre tótem y clan fue puesta en tela de juicio desde el principio en el círculo antropológico. “En el preciso momento en que Frazer publicaba, después de haberlos reunido, la totalidad de los hechos entonces conocidos, para fundar el totemismo como sistema y para explicar su origen, Goldenweiser ponía en tela de juicio que se tuviese el derecho de superponer tres fenómenos: la organización en clanes, la atribución a los clanes de nombres o emblemas animales y vegetales, y la creencia en que existe un parentesco entre el clan y su tótem, puesto que sus contornos no coinciden sino en una minoría de casos, y puesto que cada uno de ellos puede encontrarse presente sin los otros” (Levi-Strauss, 1965:14). El totemismo según Levi-Strauss sería aquella bolsa que el pensamiento occidental utiliza para clasificar aquellas culturas que utilizan como materia prima elementos concretos del orden natural para una conceptualización y la significación estructurada del mundo: “…el totemismo es la proyección, fuera de nuestro universo, y como por obra de exorcismo, de actitudes mentales que son incompatibles con la exigencia de que exista entre el hombre y la naturaleza una discontinuidad considerada esencial por el pensamiento cristiano” (ibid.: 12) Bajo esta concepción judeocristiana de base, nos dice el autor, es que el occidental pretende separarse intelectualmente de aquellas concepciones “en taparrabo”, salvajes, concebidas como ilógicas y de escaso intelecto. La ilusión totémica, proviene no del distante nativo, sino del pretendido explorador intelectual.

[19] De hecho Freud especula con una fase anterior al animismo: “Nuestra concepción psicoanalítica coincide en este punto con una teoría de R. R: Marett, que admite una fase preanimista del animismo, fase que aparece perfectamente caracterizada con el nombre de animatismo (una especie de hilozoísmo universal). Poco más es lo que puede decirse sobre el preanimismo, pues no se ha encontrado aún un pueblo alguno al que falte la creencia en los espíritus”. (ibid., 122-123)

20] Dicha hipótesis, nunca confirmada y de una base especulativa frágil, resulta actualmente inverosímil, no sólo desde un imaginario protohombre, sino también desde cualquier sociedad de primates.

[21] Freud toma casos clínicos infantiles de zoofobia (como el caso juanito), donde el miedo a la castración y la ambivalencia frente al padre es desplazada a ciertos animales, y donde existe una tendencia de los niños a identificarse con los mismos, relacionándolos con el sistema totémico, dónde es observable la ambivalencia e identificación con el tótem, así como una identidad entre animal totémico y padre. La prohibición de matar al tótem y la de mantener intercambios sexuales con las mujeres del mismo clan, estarían asociadas entonces a la aceptación de la autoridad paterna (culpa frente al parricidio de la horda primordial), y la prohibición del incesto. La culpa derivada del parricidio estaría vinculada a la prohibición alimenticia sobre el animal totémico, así como el sacrificio de dicho animal y su ingesta en forma ceremonial estaría relacionada con la agresividad del niño hacia éste. Esta concepción de la comida sacrificial parte de los planteos de Robertson Smith y su teoría del sacrificio (muerte sacramental e ingesta del animal totémico como pieza fundamental de la religión totémica). “Es innegable, dice, Robertson Smith, que todo sacrificio era primitivamente un sacrificio colectivo del clan y que la muerte de la víctima pertenecía originalmente a los actos prohibidos al individuo y sólo justificados cuando la tribu entera asumía la responsabilidad… el animal sacrificado era tratado como un miembro de la tribu, y la comunidad que ofrecía el sacrificio, su dios y el animal sacrificado eran de la misma sangre y miembros de un único y mismo clan.” (ibid.:178)

[22] Nos encontramos aquí con el  problema de  Freud y su resistencia inconsciente a desarrollar el problema de la madre como figura preedípica, posición defensiva que asume  Freud a través de la centralización de la figura del padre.  Según Laplantine “…Freud se niega a nombrar lo que Melanie Klein llamará la imagen de ‘madre mala’, consecuencia del proceso de clivaje constitutivo de la vida psíquica del lactante. Sin embargo, dicha imagen no está ausente del freudismo, o mejor dicho, emerge repentinamente, a partir de 1920, en la fórmula abstracta e impersonal de un ‘instinto de muerte’ y desde 1927 en adelante, bajo la forma simbólica de una Naturaleza hostil al hombre, pero que Freud se resiste en cada caso a llamar por su nombre verdadero: la madre. Resulta entonces que su gran problema no es en modo alguno el padre, ese padre que sin embargo campea en todo el territorio psicoanalítico, sino la madre, la mujer, el matriarcado, el ‘retorno de lo reprimido’, es decir, pulsiones arcaicas angustiantes y mortíferas ligadas a las relaciones primarias de todo niño” (Laplantine, 1979:23). La lectura de este autor es de todos modos bastante postfreudiana, y quizás peque en establecer ciertas homologías, entre madre y naturaleza por ejemplo, ajenas al espíritu kantiano con que Freud concebía la naturaleza y la realidad.

[23] Y las creencias religiosas reflejarán dicho drama inconsciente: “El destino es visto como sustituto de la instancia parental; si se es desdichado, ello significa que ya no se es amado por esos poderes supremos y, bajo la amenaza de esta pérdida de amor, uno se inclina de nuevo ante la subrogación de los progenitores en el superyó, que en la época dichosa se pretendió descuidar… El pueblo de Israel se había considerado hijo predilecto de Dios, y cuando el gran Padre permitió que se abatiera sobre su pueblo desdicha tras desdicha, él no se apartó de aquel vínculo ni dudó del poder y la justicia de Dios, sino que produjo los profetas, que le pusieron por delante su pecaminosidad, y a partir de su conciencia de culpa creó los severísimos preceptos de su religión sacerdotal ¡Qué distinto se comportan los primitivos! Cuando les sobreviene una desdicha, no se atribuyen la culpa: la imputan al fetiche, que manifiestamente no hizo lo debido, y lo aporrean en vez de castigarse a sí mismos” (ibid.: 122-123).

24] “Moisés se alza para Freud como una imponente imagen paterna. Su nombre, desde Los orígenes del psicoanálisis y La interpretación de los sueños, no deja de puntear sus escritos… Moises y la religión monoteísta supone, a los ojos de M. Robert, una desposesión brutal, que crea en él una especie de enloquecimiento interior y que proporciona a la obra, y a toda la correspondencia con ella relacionada, ese carácter dubitativo y vacilante” (Morano, 1991:305-306)

[25] Esta nueva concepción religiosa universal supone un pasaje de una identidad diferenciada elegida (la judía) a una identidad más allá de el grupo de origen, bajo el único precepto de la fe en Jesucristo, como hijo de Dios.

[26] Citado en Nietzsche, El nacimiento de la tragedia  (2000:237).

[27] “Aquí se ha de establecer una distinción lo más nítida posible entre el concepto de esencia y el concepto de apariencia: pues, por su propia esencia, es imposible que la música sea voluntad, ya que, si o fuera, habría que desterrarla completamente del terreno del arte –la voluntad es, en efecto, solo no-estético en sí-; pero aparece como voluntad. Para expresar en imágenes la apariencia de la música el lírico necesita todos los movimientos de la pasión, desde los susurros del cariño hasta los truenos de la demencia; empujado a hablar de la música con símbolos apolíneos, el lírico concibe la naturaleza entera, y a sí mismo dentro de ella, tan sólo como lo eternamente volente, deseante, anhelante” (Nietzsche, 2000:73).

[28] En relación al tema de la tragedia y su emergencia histórica,  tenemos a Vidal-Naquet y Vernant, quienes la analizan como producto cultural situado entre el mundo de los dioses griegos antiguos y la nueva polis democrática, con sus nuevas reglamentaciones jurídicas, que implican la construcción de una nueva subjetividad, relacionada a la elección, la responsabilidad, la razón y otros conceptos asociados a la progresiva construcción de un sujeto libre, “optimista”, tomando el concepto nietzscheano recién expuesto. Según dichos autores la tragedia griega no es mito, sino que se sitúa en ese punto de transición entre el mito y la filosofía socrática o bien –y al igual que en Nietzsche- al separamiento de la dimensión divina de la humana, efectuada por Eurípides. La tragedia, como punto de transición, nos muestra el enfrentamiento entre una dike y otra, problematizando su encuentro. La dike homérica, donde la falta y las acciones son parte del obrar divino, y una nueva forma de justicia, bajo el “optimismo” por la claridad de la razón y la responsabilidad. En el encuentro entre ambas, la tragedia griega parece preguntarse ¿En que medida el hombre es responsable de sus acciones? ¿Son acaso las intenciones consecuencia del agente-ser humano, o de potencias divinas que nos presiden? “La culpabilidad trágica constituye así una constante confrontación entre la antigua concepción religiosa de la falta, mácula unida a toda una raza, que se transmite inexorablemente de generación en generación bajo la forma de un áte, de una demencia enviada por los dioses, y la concepción nueva, puesta en práctica en el derecho, donde el culpable se define como un individuo particular que, sin ser forzado a ello, ha elegido deliberadamente cometer un delito. Para un espíritu moderno estas dos concepciones parecen excluirse radicalmente. Pero la tragedia, al oponerlas, las reúne en equilibrios diversos de los que nunca está enteramente ausente la tensión: ninguno de los términos de esta antinomia desaparece pro entero. Jugando en un doble plano, decisión y responsabilidad adquieren en la tragedia un carácter ambiguo, enigmático: se presentan como cuestiones que aparecen abiertas constantemente, dado que no comportan una respuesta fija y unívoca” (Vernant, J- P. En: Vernant; Vidal-Naquet,  2002a:74-75).

29] La figura del desierto-soledad, así como su condición de territorio nomádico de iniciación, experimentación de una sed que lleva al regocijo de potencias vivificantes que se esconderían en la paradójica aridez de sus cauces solitarios, es una metáfora a la que recurre no solamente Nietzsche, sino que podríamos observarla en otras expresiones artísticas. Tal es el caso del poeta y cantante Chris Cornell en Burden in my hand  (Soundgarden, Down on the Upside). Cornell nos incita a seguirlo al desierto, tan sedientos como estamos, y beber de la verdad que yace en la rivera de su río. En dicho proceso, Cornell asesina a su amor, y pierde su cabeza, que deja en la arena pues sólo es un peso en su mano (“Just a burden in my hand”).

[30] En cuanto a la noción nietzscheana de cuerpo como encuentro fortuito o campo de fuerzas en relaciones fisiológicas: “Llamamos ‘vida’ a una multiplicidad de fuerzas unidas por un mismo proceso de nutrición. A este proceso de nutrición, como medio de su posibilidad, corresponden los llamados sentimientos, imaginación, pensamiento, etc. 1) una resistencia a todas las fuerzas restantes; 2) un poner en orden estas fuerzas de acuerdo a la forma y al ritmo; 3) un evaluar referente a la incorporación o la separación” (Niezsche, 1998:352)

[31] “En efecto es un ‘errante’ que rechaza toda morada posible: patria, familia o profesión. Incluso la de sus amigos. Durante largo tiempo, la camaradería ocasional y los intentos de sus amigos por fomentar un nexo que lo fijara a una realidad estable, a una determinada comunidad intelectual o afectiva (universidad, matrimonio, partidos, instituciones), culminaron en fracaso. Había en él una implacable fidelidad a sí mismo que terminaba destruyendo los lazos nacientes (esto fue también el caso de su amistad con Lou Andreas-Salomé). Todo apego posible parecía implicar la amenaza de inautenticidad” (Massuh, 1969:32).

32] Tal y como lo desarrolla Foucault, en la genealogía “No hay nada que se asemeje a la evolución de una especie, al destino de un pueblo. Seguir la filial compleja de la procedencia, es, al contrario, mantener lo que pasó en la dispersión que le es propia: es percibir los accidentes, las desviaciones ínfimas –o al contrario los retornos completos-, los errores, los fallos de apreciación, los malos cálculos que han producido aquello que existe y es válido para nosotros; es descubrir que en la raíz de lo que conocemos y de lo que somos no están en absoluto la verdad ni el ser, sino la exterioridad del accidente”. (Foucault, 1992:13)

[33] Tomando a Eliade “…toda iniciación del orden que sea, lleva consigo un período de segregación y un cierto número de pruebas y torturas. La enfermedad que provoca en el futuro chamán el sentimiento angustioso de haber sido ‘elegido’ se valora por ello mismo como una ‘enfermedad iniciática’. La precariedad y la soledad que pone de manifiesto toda enfermedad se agravan precisamente en este caso en virtud del simbolismo de la muerte mística… La ‘locura’de los futuros chamanes, su ‘caos psíquico’, significa que el hombre profano está en trance de ‘disolverse’ y que está a punto de nacer una nueva personalidad” (1999:33).

[34] Citado en: Klossowski, 1986:63.

[35] La escuela Madhyamaka fundada por Nagarjuna (siglos II y III d.c.) se basa en la lectura Prajnaparamitasutra, del cual Nagarjuna toma y sistematiza su aparato conceptual. A partir de allí elabora una especie de nihilismo activo, donde se niega y reduce al absurdo el edificio conceptual budista. “Su obra consiste en una radicalización filosófica de la no-sustancialidad, concepción que Nagarjuna lleva hasta el límite de no sólo negar la realidad de los ‘dharmas condicionados’ (samskritas, o sea, samsara y karman), sino de negar los ‘dharmas incondicionados’ (asamskritas, como el nirvana y el espacio, fundamentales para los análisis filosóficos de las escuelas abidharmicas). Su análisis procede por la negación de todo dualismo, inclusive oposiciones como samsara y nirvana, dharmas condicionados y dharmas incondicionados, ser y no ser. Esto lo llevará a una nueva concepción de vacío o sunyata, del cual no puede afirmarse ni negarse nada. Se trata de un concepto más allá de todo dualismo y, por lo tanto, de cualquier razonamiento lógico, lo que trae como consecuencia una suspensión radical de todo juicio. De la sunyata  no puede decirse ni que existe, ni que no existe, ni que existe y no existe, ni que ni existe ni no existe” (Apud; Clara, 2005:20). Sunyata como palabra para mencionar una experiencia análoga al eterno retorno nietzscheano, donde todas las dualidades y razonamientos lógicos se suspenden y sólo queda cierto movimiento eterno y absurdo.

[36] “El eterno retorno es una idea que se sustenta sobre la base de fuentes rechazadas por el platonismo que se construye sobre la voluntad de rechazo al simulacro: la distinción del modelo y la copia funda la distinción entre iconos y simulacros al tiempo que establece la diferencia discriminando entre buenas y malas imágenes. Para Platón el modelo es lo mismo y la copia lo semejante; el mundo de la representación es entonces el mundo de la identidad, de lo mismo. Es un mundo en el que imágenes y semejanzas se someten a la identidad pura del modelo del original. Es el carácter legitimador de selección y exclusión que Platón asigna a la verdad lo que convierte, de acuerdo con Nietzsche, a la voluntad de verdad en voluntad de poder, y así comienza la «inversión del platonismo». Nietzsche concibe el simulacro al margen de la opción dualista del mundo verdadero y el mundo aparente, del modelo y su reproducción, de la identidad propia del original y la semejanza de la que participan las copias. Logra pensar el simulacro como diferencia en una relación inmediata de lo diferente con lo diferente, que no conlleve la repetición eterna de la unidad, la identidad o la semejanza, es decir de lo Mismo. Intenta lograr el simulacro por fuera de la representación” (Tani; Garcia. El Nietzsche de Deleuze. En: http://letras-uruguay.espaciolatino.com/tani/nietzsche.htm).

[37] Nietzsche, 1997:322-323.

38] En las religiones orientales se trata de una experiencia de unión entre el principio individual atman y el universal brahman, que tiene su origen en los Vedas y continúa bajo una progresiva abstracción conceptual a través de las Brahmanas, los Aranyakas y posteriormente los Upanishads, donde se realiza el encuentro entre dicha concepción mística y la idea de la reencarnación o ciclo del samsara. “Con los Upanishads se inaugura una nueva etapa dentro del pensamiento indio (aunque cabe señalar que tanto los Upanishads como los Brahmanas y los Aranyakas fueron considerados interpretaciones de los Vedas), y de los problemas planteados en su exégesis surgirán escuelas ortodoxas (astika o ‘las afirmadas en los vedas’) y otras consideradas heterodoxas (nastika o ‘no afirmadas’)” (Apud; Clara, 2005:11). Las escuelas ortodoxas (Vedanta clásico, Samkhya, Yoga son las más populares) serían aquellas que continúan concibiéndose fieles al mensaje original védico, en tanto las heterodoxas como el budismo o el jainismo se apartarán de nociones como el atman o la creencia en deidades.

[39] Un ejemplo de unión mística diametralmente opuesto al dionisismo nietzscheano sería la mística luterana. Según Max Weber  “…la unio mystica iba unida en el luteranismo con un sentimiento de profunda indignidad por el pecado original, que había que servir para que el creyente luterano practicase cuidadosamente la poenitentia cuotidiana, como medio de conservar la sencillez y humildad indispensable para la remisión de los pecados” (Weber, 1979:141).

40] La mirada de Dionisos es desarrollada por Vernant, en un análisis de Las Bacantes de Eurípides. “…la ‘visión’ que requiere la divinidad de la máscara se funda en la reciprocidad de la mirada, cuando, por la gracia de Dioniso, se ha instituído, como en un juego de espejos, una completa reversibilidad entre el fiel que ve y el dios visible, siendo cada uno a la vez y al mismo tiempo, con respecto al otro, el que ve y el que hace ver”. (Vernant, P. En: Vernant; Vidal-Naquet, 2002a:234)

41] Nietzsche, 1997:36.

[42] Esta oposición entre por un lado religión extática de la vida y por el otro religión dogmática cristiana, racionalidad y reactividad, podemos rastrearla en otros registros. Tal es el caso de la música de Tool, donde su cantante Maynard confronta abiertamente la racionalidad, el cálculo y el control (a través de temas como “The grudge”, o “Lateralus”), asi como a la religión cristiana (“Opiate”, “Euology”), reivindicando cierta experiencia mística (en “Parabola”, bajo un devenir sin órganos propio de alguna sustancia enteógena).

[43] “Todo ha cambiado: lo negativo pasa a las premisas, lo positivo es concebido como una conclusión, conclusión de premisas negativas. Lo negativo es lo que contiene lo esencial, y lo positivo sólo existe mediante la negación. Lo negativo se ha convertido en la idea original, el principio, el acto por excelencia… Por eso Nietzsche insiste tanto en distinguir el resentimiento de la agresividad: son diferentes por naturaleza. El hombre del resentimiento tiene necesidad de concebir un no-yo, después de oponerse a este no-yo, para afirmarse finalmente como él. Extraño silogismo el del esclavo: necesita dos negaciones para conseguir una afirmación. Presagiamos ya bajo qué forma el silogismo del esclavo ha tenido tanto éxito en filosofía: la dialéctica. La dialéctica como ideología del resentimiento” (Deleuze, 2000:170-171).

44] “La palabra cristianismo es ya una equivocación. En realidad, no hubo más que un cristiano: el que murió en Gólgota. El evangelio murió en la cruz. Lo que después se ha llamado Evangelio, fue lo contrario de lo que el Cristo habría vivido: una mala nueva, un disevangelio… Lo único cristiano es la práctica cristiana, una vida como la que vivió Jesús de Nazareth” (Nietzsche 1993:70). Nietzsche concibe la doctrina de Cristo bajo la premisa fundamental de “el reino de los cielos es un estado del corazón”, una experiencia mística de comunión con lo divino y no un suceso histórico-cronológico. Se trata de una transfomación de los sentidos (en el aquí y ahora), bajo las ideas de redención, el perdón, el reconocimiento de la igualdad entre todos los hombres, el amor universal. “La ‘bienaventuranza’ no es sólo una promesa: existe desde el momento en que se vive y se obra conforme a tales máximas” (Nietzsche, 1998:115). De todas maneras, la postura sigue siendo nihilismo, pathos de una vida extenuada ante el juego de la voluntad de poder, más cercana a la experiencia budista que al cristianismo histórico, nos dice.

[45] “En el superhombre toma cuerpo la santificación del más acá como respuesta a la muerte de dios. El superhombre está libre de religión; no la ha perdido, la ha recogido de nuevo en sí. Por el contrario, el nihilista ordinario, el ‘último hombre’, simplemente la ha perdido y ha conservado la vida profanada en su pobreza. Ahora bien, Nietzsche, con su superhombre, quiere salvar las fuerzas santificadoras por el más aquí, contra las tendencias nihilistas a su profanación” (Safranski, 2001:291)

[46] Nietzsche, 1997:74.

47] La caída nietzscheana sería entonces de la misma naturaleza que la que Artaud concibe en Van Gogh: “Pues la humanidad no quiere tomarse el trabajo de vivir, de tomar parte en ese codeo natural entre las fuerzas que componen la realidad, con el objeto de obtener un cuerpo que ninguna tempestad pueda ya perjudicar. Siempre ha preferido meramente existir. En lo que respecta a la vida, acostumbra  ir a buscarla en el genio mismo del artista. En cambio Van Gogh, que puso a asar una de sus manos, nunca lo atemorizó la lucha para vivir, es decir, para separar el hecho de vivir de la idea de existir, y por cierto cualquier cosa puede existir sin tomarse el trabajo de ser, y todo puede ser, sin tomarse el trabajo, como Van Gogh el desorbitado, de irradiar y rutilar. Todo esto se lo arrebató la sociedad para organizar la cultura turca que tiene la probidad por fachada y el crimen por origen y puntal. Y así fue que Van Gogh murió suicidado, porque el consenso de la sociedad ya no pudo soportarlo” (Artaud, 1998:110-111)

[48] El problema se torna un tanto complicado si lo pensamos desde la historia uruguaya, donde debemos, para esclarecer el problema, distinguir la laicidad como una figura específica y particular en la amplia gama de formas que asume la secularización a nivel mundial. Según  Pablo Da Silveira  en Laicidad, esa rareza (En: Gaymonat, 2004) sería una forma muy particular que toma el gobierno uruguayo del estado francés; fórmula por cierto bastante excepcional dentro de los procesos secularizantes del resto del mundo. La laicidad es un proceso de desplazamiento radical de la religión, una especie de guerra abierta en los terrenos de públicos y educativos, por parte de un estado racionalista y positivista. La secularización a nivel político ha permitido la coexistencia con lo religioso, declarando una especie de neutralidad y reconocimiento de lo religioso.

49] Ese término, superstitio, fue acuñado por ese pueblo de abogados, leguleyos y burócratas como el reverso en negro (condenado y rechazado) de la religio romana, única forma de religión que consideraban legítima… Superstitio quería decir, acaso, superviviencia, algo así como un residuo fósil del mundo ancestral anterior a la hegemonía de Roma” (Trías. En: Derrida; Vattimo, 1997:134).

50] Al Pacino, personificando al Diablo en El abogado del diablo -“The Devil´s Advocate”-, 1997.

Ismael Apud

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