Modos de Subjetivación en oriente y occidente. 
Ismael Apud 

Índice

1- De los mitos homéricos a la filosofía.

a)      El sujeto homérico: campo abierto de una conciencia social

b)      La conformación de la democracia.

c)      La progresiva construcción del hombre griego clásico

d)      De la época clásica a la helenística

e)      Problematizando el estatuto del  homo politicus

f)       El ejemplo de la tragedia griega: subjetivación por medio del teatro

g)      Sujeto griego, buen cristiano, sujeto moderno.  

2- De la religión védica a la cosmología upanishadica

a)      La religión védica

b)      Sacrificio y Soma

c)      Primacía e interiorización del sacrificio

d)      Los Upanishads: reencarnación y ascetismo.

e)      Transformaciones en los modos de subjetivación para la India.

f)        El ejemplo del Zazen: subjetivación por medio de la contemplación del vacío.

1- De los mitos homéricos a la filosofía.

a)     El sujeto homérico: campo abierto de una conciencia socialç

En el mundo griego antiguo no existe religión en el sentido que nosotros la conocemos. Es decir, no existe religión como conjunto de creencias y preceptos unificados bajo una iglesia; no existe la creencia en un Dios creador único, ni un conjunto de dogmas y preceptos dirigidos por una casta sacerdotal que monopolice el campo de lo sagrado. Lo que vemos en Grecia es una gran heterogeneidad de creencias y cultos, que dan lugar a un sentimiento panhelénico de pertenencia y reconocimiento. Lo sagrado impregna al mundo de belleza y orden, y no es propiedad de un cuerpo selecto.

Los dioses homéricos son el reflejo anacrónico de una religión antigua idealizada. Los mitos de antaño sufren en época de Homero una estructuración de acuerdo a las realidades sociales de la emergente polis. En Homero el público ya es nacional y citadino. De todas maneras la poesía homérica aún no forma parte de aquello que Weber denominó homo politicus. Las leyendas heroicas, si bien son idealizadas y admiradas, de todas maneras ya se encuentran alejadas de sus orígenes. Son por un lado el reflejo anacrónico de una sociedad jerárquica en decadencia, donde el poder era encarnado por la presencia de una autoridad feudal. Reflejo de un poder distribuido a través del sistema de parentesco, sobrecodificado por una nobleza (gene) que se adjudica una genealogía heroica y/o divina. Por otro lado son mitopraxis renegociada en el contexto de la emergente polis, símbolos patrios que exaltan un sentimiento de pertenencia a través de ritos, historias, lugares comunes y un conjunto imaginario de valores[1].

Pero en el trasfondo de las filiaciones nobles, el universo homérico tiene un fondo trágico e impersonal, más allá de las sobrecodificaciones despóticas.  Es principio y no producto de dios alguno. Éste ha pasado por varias edades, y el mandato de Zeus es reciente. El paisaje del mundo es, en su ser temporal, profundamente impersonal. La idea de principios abstractos o impersonales productores espontáneos de la “naturaleza”, tiene su origen en el pensamiento religioso más antiguo. Un ejemplo es el concepto de moira o destino, que ha conservado su naturaleza impersonal. La ausencia de un plan divino cohesivo para toda la extensión cosmológica o res extensa, tiene su repercusión en la res cogitans. En la poesía homérica no vemos una diferenciación precisa entre alma y cuerpo, y las afecciones anímicas por lo general remiten a deidades que las personifican (antropomorfización de los procesos anímicos). No existe entonces una unidad “yo” como anclaje clave en el proceso de decisiones, sino que el sujeto es un “campo de fuerzas abierto”, donde lo divino se asienta. Tanto el mundo como el sujeto no tienen un punto de subjetivación por excelencia; la arkhe se encuentra distribuida de acuerdo a las fuerzas desplegadas en el transcurso del tiempo, y lo sagrado tiene una historia que bien podría ser otra.  La misma locura es producto de los dioses (la até o locura divina). El alma para los griegos no es el alma individual como es entendida en el cristianismo, sino un daimon, una esencia divina impersonal; no es la marca de nuestra individualidad independiente sino todo lo contrario, el nexo que nos une al orden cosmológico y sagrado. El sujeto heroico es el producto de un despliegue de fuerzas que lo hacen totalmente ajeno a un cogito como punto de partida de la producción subjetivante, o de alguna duda que permita escindirlo del devenir cósmico y le confiera un estatuto independiente, una libertad individual.

b)     La conformación de la democracia.  

Con la progresiva consolidación de la polis griega es que se transforman el conjunto de valores antiguos, para culminar en un sujeto griego que dependerá de las nociones democráticas vinculadas con la participación en el gobierno de los ciudadanos. Sus principios serán los de la igualdad de derechos (isonomía) y de palabra (isegoría); participación de los ciudadanos en las distintas magistraturas, asambleas y tribunales. Un tercer principio será de Koinonía, comunidad con miras a algún bien. Koinon, lo común se oponía a idion lo propio; el idiota era aquel que sólo se ocupaba de lo propio, en tanto la areté no sólo implicaba al idion sino al hombre en su virtud ciudadana, en su politiké areté.

La noción de arkhe se desplaza del poder soberano encarnado en un individuo al de aquellas funciones delegadas por la polis. La secularización del saber, que podemos situar en los orígenes de la filosofía a través de la ciudad jónica de Miletos, responde a su vez a nociones relativas al advenimiento de la democracia. La desantropomorfización de la naturaleza tendría su origen en la abstracción de la dike y la arkhe; los filósofos de la physis “…han proyectado sobre el mundo de la naturaleza aquella concepción del orden y de la ley que, al triunfar en la ciudad, había hecho del mundo humano un kosmos” (venant, 1965:87). Así como la isonomía entre los ciudadanos era una igualdad geométricamente diferencial (en tanto igualdad competitiva que a su vez se articula en diferencias funcionales que distribuyen el poder en forma abstracta en el campo político ciudadano), el kosmos pasa a desprenderse también de las jerarquías de la gene divina, y el poder, concebido en forma naturalista, es distribuido de acuerdo al mismo modelo social. Kosmos y polis son entonces concebidos desde un mismo modelo.

Uno de los aspectos de la transición del régimen arcaico al clásico es desarrollado por Foucault al analizar el Ión de Eurípides. Se trata del desplazamiento del lugar de verdad de Delfos a Atenas; desplazamiento que traslada la enunciación de la verdad de los dioses al espacio político de los hombres: 

“…el oráculo de Delfos era considerado el lugar de Grecia en el que los dioses señalaban la verdad a los seres humanos a través de las palabras de la Pitia. Pero en la obra vemos un desplazamiento muy explícito de la verdad ocular de Delfos a Atenas: Atenas se convierte en el lugar donde aparece ahora la verdad. Y, como parte de ese desplazamiento, la verdad no es ya revelada por los dioses a los seres humanos (como en Delfos), sino que es revelada a los seres humanos por otros seres humanos, mediante la parresía ateniense” (2004:66) …“en el Edipo rey de Sófocles, los mortales no aceptan los pronunciamientos proféticos de Apolo porque su verdad parece increíble, y aun así son guiados hasta la verdad de las palabras del dios a pesar de sus esfuerzos por escapar del destino que éste ha vaticinado. En Ión de Eurípides, sin embargo, los mortales son guiados hasta la verdad frente a las mentiras o el silencio del dios, a pesar del hecho de que son engañados por Apolo” (Ibid., 83).

La política de Atenas es el producto de un conjunto de transformaciones históricas que van de la época arcaica al establecimiento definitivo de la democracia. En esta transición el papel de los dioses deja de sobrecodificar el campo social en relación a genealogías nobles, y comienza a configurar un espacio de identificación nacional. En el comienzo del proceso de consolidación democrática los reyes fueron progresivamente derrocados por las aristocracias tribales; fue sobre éstas que se fundaron las primeras ciudades. A su vez el descontento de las clases inferiores y las ascendentes clases medias influyeron en el control político de la ciudad, principalmente a través del apoyo a los tiranos en el caso de las clases rurales, sobre quien caía la demanda de reformas a expensas de la aristocracia,  y el caso de los hoplitas para el segundo caso, hombres de herramientas de clases media agricultoras que ejercían una influencia como contingente militar. 

La división de Atenas en cuatro tribus (nobles, labradores, artesanos y soldados) se atribuye a los tiempos de Ión. Cada una se subdividía en tres fratrías con treinta linajes cada una. Estos linajes nobles eran los únicos con derechos ciudadanos. Cada tribu tenía su rey. La unificación del Ática y la supresión de la monarquía se atribuye a Teseo, mientras que las primeras leyes escritas son formuladas por Dracón. El comienzo de la instauración de la democracia podemos situarlo con el nombramiento de Solón para el cargo de arconte en el 594 a. C., quien se encargó de resolver los conflictos entre eupátridas (aristócratas atenienses) y clases campesinas. Solón procedió a abolir la servidumbre por deudas, lo cuál hacía de la libertad del ciudadano un atributo inalienable. También promovió la publicación escrita de las leyes, lo cual produjo y reforzó una conciencia cívica más fuerte. Por último y no menos importante, la creación de una división social basada en la riqueza y no en el linaje. Los ciudadanos se dividieron en cuatro clases; de acuerdo a éstas eran capaces de acceder a distintos cargos políticos. La clase más alta podían postularse para ser alguno de los nueve arcontes anuales. El consejo del Areópago incluía a los ex arcontes. De esta manera no sólo los nobles podían integrar ahora el Areópago, sino que también aquellas clases medias pudientes. Las otras dos clases de ciudadanos accedían a puestos de menor importancia, entre ellos la Boulé, donde se formulaban los decretos para la Asamblea (Ecclesia). La clase más baja, los thetes, formaban tan sólo una asamblea sin poderes efectivos, aunque con Temístocles y la creación de una importante flota marítima, éstos tomaron mayor poder en las instituciones democráticas. La transición de un sistema de características feudales a uno democrático se hace notar en las legislaciones que Solón realiza en relación a:

1-     los funerales, restringiendo sus lujos, así como la utilización de simbologías que remitan a su carácter heroico. Lo que se prohíbe y se reprueba como hybris son las marcas que hacen del funeral un asunto noble y que distingue al individuo y lo exalta por sobre la isonomía ciudadana.

2-     El homicidio es condenado en su carácter de vendetta. La justicia pasará a las manos de la polis. Las sanciones responden a motivos religiosos relacionados con la impureza y el temor a que la mácula de la falta se contagie a lo largo del demos. De allí la importancia del destierro ritual, a través de la figura del pharmakos, así como el ‘juzgar’ no sólo a personas, sino también a animales y a seres inanimados.

3-     Los derechos de sucesión en un principio característicos de la aristocracia, se generalizan y democratizan, formando parte ahora del patrimonio del oikos, y no de la gene.

Con la tiranía de Pisístrato se promovieron un conjunto de construcciones que embellecieron la ciudad, afianzaron la conciencia cívica a través de lo religioso (erección de templos, promoción de cultos religiosos y concursos teatrales) y se apoyó económicamente a los sectores campesinos y la exportación. La importancia de lo religioso en la formación de la  democracia no es sólo apreciable en el desarrollo de la misma sino también en sus orígenes, a través de cultos mistéricos como los dionisíacos y los Eleusinos, que se desprendían de las genealogías nobles, fundando una igualdad horizontal entre los participantes. Según Gernet y Boulanger: “…la orientación democrática de las sociedades griegas no se explica de ningún modo por el juego superficial de las luchas políticas, sino por las tendencias profundas que se desenvuelven dentro de la misma religión” (1937:127). A través de un profundo sentimiento religioso la ciudad se establece a sí misma como espacio ritual donde los ciudadanos son integrados. Surgen las grandes procesiones y festines públicos como las Panateneas o las grandes Dionisíacas.

Con Clístenes se asentaron las bases definitivas de la democracia ateniense. Elevó a diez la división social y en demos el territorio del Ática, siendo agregado al nombre y al patronímico de cada ateniense el nombre de su demos. Clístenes sustituye las cuatro tribus jonias por diez nuevas, de carácter territorial y no de linaje. Cada tribu se divide en tres zonas, la marítima, la urbana y la central, que a su vez se subdividen en demos. De esta manera se agrupaban en una misma tribu tanto artesanos como comerciantes y campesinos. También establece el ostracismo, que permitía decidir a la Asamblea el destierro de cualquier ciudadano bajo sospecha de posible tiranía. Desplazando progresivamente al Aerópago en sus funciones, la Boulé se convirtió en el órgano de soberanía del demos, compuesto por cincuenta ciudadanos mayores de treinta años de cada tribu. Los arcontes pasaron a ser diez. Si bien ninguno de estos cambios produjo la igualdad económica que reivindicaban los campesinos (isomoiría), si se produjo la igualdad jurídica (isonomía), y de ésta forma, la conformación del ciudadano ateniense. A su vez el poder de la nobleza a través del Aerópago, fue progresivamente delegado a otros organismos, como el Consejo, la Asamblea y los Tribunales de justicia. Con Pericles la ciudadanía se restringió a ser hijo de padre y madre ateniense (anteriormente era sólo por línea paterna). A pesar de dicha restricción la política de Pericles fortaleció la democracia, en tanto defendía la igualdad de oportunidades en la elección de los cargos, enfatizando en los méritos y no en la procedencia social. De esta manera una gran parte de los ciudadanos terminaba teniendo participación directa en los diversos cargos de la polis[2].

c) La progresiva construcción del hombre griego clásico

A medida que la constitución se hace más democrática, el Aerópago fue absorbido en sus funciones por la Boulé y la Heleia. Todos los ciudadanos atenienses participan alguna vez en su vida del consejo, los tribunales, la Asamblea, o alguna magistratura[3]. En este contexto es que surge la figura del ciudadano, cuya areté era una facultad práctica que involucraba un conjunto de valores relativos a la polis: fama, prestigio, dominio de sí, buena oratoria, interés por los asuntos de la ciudad, valentía, inteligencia. En el homo politicus, la areté del hombre heroico es transformada en politiké arete. El homo politicus que Max Weber describe en Economía y sociedad, se vincula con la participación en el gobierno y no sólo con la tierra y sus réditos económicos. Dicha consolidación del hombre político comienza con  Solón y su clasificación económica de los ciudadanos, y prosigue con las sucesivas reformas que desvinculan progresivamente la función ciudadana de la tierra.

El proceso de democratización trae consigo la producción de una nueva figura que actúa como ideal identificatorio, la del ciudadano griego. El poder soberano se desprende, se desterritorializa de las anteriores estructuras sociales relativas a un parentesco sobrecodificado, para reterritorializarse en un nuevo espacio, el espacio político, donde el ciudadano ateniense practicaba su virtud política, íntimamente vinculada al gobierno de sí. Actividad falocéntrica de una cultura bélica sublimada sobre un espacio logocéntrico de isonomia e isegoría. El ciudadano ateniense participaba en forma plena en las funciones ciudadanas, en tanto cumplía la principal función de cualquier adulto varón libre: la función de guerrero -principalmente el hoplita, si bien con el establecimiento de una flota marítima poderosa, posteriormente los thetes también formaran parte de este título-. El matrimonio por ejemplo más que centralizar su formación en la relación hombre-mujer, tiene su motor social en el conjunto de negociaciones entre los hombres, vinculándose con las ganancias tanto económicas como narcisistas[4]. El falocentrismo griego se vinculaba a su vez al efebo como objeto erógeno por excelencia, que, agenciado a relaciones como la del erasta y el erómeno, conformaban un bloque donde la primacía estaba dada en relación al ciudadano-guerrero como imagen dirtectriz de diversas conductas, móviles y fantasías. La guerra era cosa de hombres; pero también el hablar en público. El espacio público era masculino, en tanto el privado no merecía atención especial alguna. Y en este espacio público competitivo era que el hombre mostraba su valor como ciudadano-guerrero. Este valor, si bien apuntaba al prestigio y a una desigualdad en tanto muestra de mayor o menor destreza, gloria y fama, partía de una base de igualdad que era esencial para la construcción del cuerpo guerrero hoplita como falange uniforme y armónicamente articulada.

En el punto histórico de intersección entre la noción antigua de soberanía y la de la polis, encontramos a la tragedia griega. Las tragedias no son mitos. Surgen  en el siglo VI, y se ven atravesadas por el antiguo mundo mítico y el emergente mundo político. La tragedia griega puede ser vista bajo tres aspectos: desde lo social como espectáculo nuevo, el de los concursos trágicos; desde lo artístico como creación de un género literario; desde lo psicológico como constitución de una perspectiva trágica, situada en un “entre” que conecta y problematiza dos tipos distintos de “conciencia”. El héroe trágico se mueve en los dos planos: el de su psicología ciudadana, y el plano divino de una psique abierta a una cosmogonía que lo constituye. La culpabilidad trágica oscilará entre la noción de falta como responsabilidad del sujeto ciudadano, y la concepción religiosa de la falta como mácula –enfermedad, delirio divino- que trasciende al sujeto y se instala como destino avasallante. Contagiosa, pues puede transmitirse de persona a persona, a todo el linaje, o bien a toda la ciudad, acarreando consigo tragedias y enfermedades. Lo que cuestiona entonces la tragedia es nuestra propia noción de voluntad, culpabilidad  y de sujeto. En el mundo griego antiguo las pasiones que se mueven en el corazón del hombre no están plegadas a un supuesto sujeto interno, sino que se despliegan en un afuera coextensivo, en tanto la supuesta psique es un campo poblado de seres provenientes de una hierogamia inmanente panteista. Con la progresiva constitución del gobierno democrático las fuerzas de un “afuera” se pliegan como kratos autónomo. La afinidad de temas y vocabularios de la tragedia con los tribunales jurídicos nos muestra una re-flexión moral en torno a los cambios que comienzan a gestarse. El problema de la justicia (dike) y el poder (kratos) se relaciona al cambio que va de una sociedad jerárquica vertical y mítica, a una sociedad política horizontal secularizada. Entre estas dos concepciones se debate la tragedia, problematizando la contradicción, a veces a favor de una, otras a favor de la otra, pero siempre en una especie de incertidumbre final, manteniendo la tensión de la ambigüedad del encuentro[5].

En Historia de la sexualidad Michel Foucault realiza la distinción entre ars erotica de las sociedades orientales, griegas y romanas, y la scientia sexuales de las sociedades occidentales cristianas. La confesión cristiana es un ritual donde el que confiesa se relaciona con lo verdadero en tanto reflexión plegada a una relación de poder con un Otro representante de la ley, y por lo tanto con la facultad de juzgar, castigar, perdonar y clasificar el orden de lo fenoménico en términos de verdad. En los griegos sexo y verdad se relacionaban a una iniciación del conocimiento. Un saber hacer en relación a los cuerpos, y no una confesión de pecado en base a un juego perverso de infracción-represión. El espíritu libre de los griegos vincula lo sexual en relación a una ética de los placeres en pos de un gobierno de sí, en tanto el cristianismo –y posteriormente en el siglo XIX aquellas disciplinas científicas que producen el campo de conocimiento de la “sexualidad”- confecciona un relacionamiento perverso produciendo perversión allí donde prohíbe. En tanto el cristianismo relacionará la sexualidad, la “carne” y el deseo” con la prohibición y el pecado, los griegos lo han analizado en torno a un “arte de vivir”, en el que los beneficios y los perjuicios se relacionan a un modo de estar en el mundo, y no en relación a un ojo divino que observa el cumplimiento de ciertos preceptos morales. Por ejemplo en el cristianismo el acto sexual es aceptado como mal menor en tanto se realicen los rituales vinculados al casamiento, y se acepte su único carácter de “medio” para un fin (la procreación). En Grecia antigua no existen tales preceptos, al punto que en el hombre las relaciones extraconyugales u homosexuales no eran mal vistas.

Foucault entonces va a diferenciar dos modos de relacionamiento con la verdad: los orientados a un “código de comportamiento” y los vinculados a una “ética” en tanto modo de subjetivación o relacionamiento consigo mismo. En los griegos la atracción suscitada por el placer, el deseo que mueve al hombre hacia el mismo, no constituye un problema del orden de lo religioso y moral, sino que se relaciona con una problematización ética de la aphrodisia, dónde el peligro es tal en tanto no nos permite ejercer cierto control soberano sobre la dinámica circular deseo-acto-placer. El deseo -vinculado a un movimiento del alma en relación a un objeto ausente- se muestra como terreno por excelencia para ejercer el dominio de sí: una economía del placer (en lo sexual, pero también en otros apetitos cotidianos, como la alimentación, el buen beber, el relacionamiento social) y una vigilancia ética de los actos. De allí la insistencia en la sabiduría y la templanza como valores, en oposición al vicio y la desmesura.

Esta ética, al no ser un código de valores determinado sino un movimiento de subjetivación del sujeto deseante y su relación con el entorno, lleva a los más variados comportamientos. Por ejemplo tenemos a Diógenes, que se masturbaba en la plaza pública dada su elección ética por hacer todos sus asuntos en plaza pública, y no sentir vergüenza ante un acto tan natural como el comer. La ética práctica es una actitud crítica de la razón que toma como partida no una confrontación de la vida con un código de valores pretendidamente universal y trascendente, sino que, partiendo de un modo de vida particular, se lanza a la especulación en torno a las posibilidades y consecuencias de su obrar en un tiempo y lugar determinado. La enkrateia es la actitud ética de dominio activo o enfrentamiento bélico sobre las pasiones. No se trata de un enfrentamiento que conlleve a la destrucción del deseo, sino a su dominio, a una techné que permita domeñarlo y hacer de él un arte, un “saber hacer”. Sophrosyne se vincula más con la razón, en tanto forma de equilibrar los excesos y lograr un justo medio. Es según Sócrates el dominio de la parte superior del hombre   (el alma, el logos), sobre la inferior (el apetito, el cuerpo). Esto no implica solo un conocimiento (mathesis), sino a su vez un entrenamiento (askesis)[6]. Dicho entrenamiento no está vinculado sólo con el dominio de sí en tanto uno mismo, sino en relación a la gestión del hogar (oikos) y de la ciudad (polis). De esta forma se vincula la ética de sí con la soberanía de los hombres libres, soberanía viril y fálica de la templanza y la sabiduría. Aquí vemos un principio falocéntrico, en tanto el hombre es puesto del lado de lo activo, del que domina, y la mujer del lado pasivo, del ser dominado, del padecer. El hombre afeminado no es el homosexual sino el que no posee los valores de la templanza y el dominio de sí; es el que no tiene poder sobre sus pasiones y por lo tanto no es un buen gobernante, sea de sí, sea de su hogar, sea en los asuntos que atañen a la ciudad. El ideal del hombre entonces se vincula al ideal del ciudadano, en tanto hombre que es versado en las artes de gobierno, así como en las de la guerra, ambas íntimamente vinculadas[7].

d)  De la época clásica a la helenística

La conquista macedónica y la decadencia progresiva de la polis clásica, conlleva a la ruptura del lazo entre los dioses y la polis, así como a un individualismo marcado. La religión pasa de ser una obligación pública a ser una cuestión privada, de opción personal. Aumentan la cantidad de epítetos divinos relacionados con la salvación y el bienestar personal, así como la utilización de fórmulas mágicas con fines individuales, el culto a los soberanos, la adopción y el sincretismo con dioses orientales (semíticos, babilónicos, egipcios). Las funciones de lo sagrado apuntan a la inmortalidad, la salvación, la protección, la purificación. Surge una mayor importancia del individualismo y la salvación personal, reflejados en los cultos  de salvación (pitagorismo, orfismo), o la crítica sofista. Dichas transformaciones sociales, políticas y religiosas son las que preparan el terreno para la posterior penetración del cristianismo. La crisis de la democracia ateniense lleva a un escepticismo sobre el culto estatal, que recae sobre la religión que lo sustentaba a través de los distintos dioses.

En cuanto a la filosofía, se produce una transformación en la “ética de sí”, a través de autores como Séneca, Plutarco o Marco Aurelio. Dicha transformación tiene su origen en la filosofía socrática, que traslada al acto parresiástico del campo de lo político al campo de lo biográfico.  En la cuestión de la parresía (modalidad discursiva que permite a un individuo decir la verdad independientemente de la asimetría del vínculo que exista con su interlocutor) se produce una transformación desde la parresía política a la parresia socrática. Se produce un desplazamiento desde el papel del ateniense noble y poderoso, al filósofo. La búsqueda de la verdad se traslada desde los problemas de la asamblea, a aquellos vinculados entre ciudadanos, en relación al cuidado de sí y de los otros, en espacios ajenos a los de las decisiones políticas. La parresía política se vincula con el dominio de sí. Tiene que ver con ser capaz de gobernarse a sí mismo en relación a la polis. Foucault estudia dicha función en la tragedia griega, principalmente a través de Eurípides. La parresía filosófica se vincula al cuidado de sí, en tanto modo de subjetivación que prescinde de la función ritual del espacio democrático político, para de esta forma volverse un fin en sí mismo. Estaría vinculado al ritual del diálogo –discurso cara a cara-, de modo que la enunciación de la verdad responda a una relación que vincule la razón –logos- con la vida –bios-. Su origen lo encontramos con Sócrates y continuará con escuelas como la cínica o la estoica.

Según Foucault, la Grecia helenística experimenta una especie de intensificación en la preocupación por los placeres, así como una sobrevaloración del matrimonio y las prescripciones conyugales, acompañado de una creciente desvalorización de las anteriores relaciones amorosas entre los adultos y los jóvenes. Las exigencias de austeridad sexual de la época helenística responderían no a un creciente individualismo sino al desarrollo de lo que Foucault denomina un “cultivo de si”, en el que se intensifican las relaciones con uno mismo[8]. El vínculo entre filosofía y medicina se hace más estrecho, y las metáforas médicas comienzan a proliferar, concibiéndose ciertos vicios del alma como una “enfermedad”. Se ve por ejemplo en la medicina cierta “patologización” del acto sexual, aunque de forma muy diferente a las posteriores concepciones cristiana: “El acto sexual no es un mal; manifiesta un foco permanente de posibles males” (2003a:135) La privación y la abstinencia tienen como motivo el verse librado de las comodidades superficiales, y lograr que el espíritu consiga un estado de mayor independencia. La ataraxia de los estoicos por ejemplo, es la imperturbabilidad alcanzada al desligarse de las pasiones, buscando siempre el control de las mismas mediante la razón (logos). Dicha razón es tanto interna como externa al mundo, pues participa de todas las cosas en una suerte de panteísmo – naturalismo cosmopolita que conlleva a la universalidad del hombre independientemente de su procedencia-. El hombre que reconoce la razón del cosmos acepta su destino con determinación y fortaleza, viviendo el presente bajo la felicidad plena que reside en uno mismo, y no en aquella que se deposita en los objetos exteriores, que lo arroja a la contingencia de los mismos. El placer sensual es entonces perjudicial en tanto nos aleja del ideal estoico de la ataraxia.  

e)  Problematizando el estatuto del  homo politicus

La Grecia clásica es considerada un punto de inflexión en la historia universal. Punto en el que situamos míticamente el origen de nuestra subjetividad, principalmente en los terrenos de la cultura y de la política. Según Hanna Arendt es de la polis griega y la res pública romana derivan nuestras nociones políticas, construyéndose así lo que Max Weber denominó Homo Politicus. Así mismo toda nuestra historia occidental señala siempre como origen a la ciudad de Atenas.

¿Hasta que punto se puede considerar a una época histórica como determinante de un tipo de conciencia social? Y si consideramos la historia como la manifestación de una multiplicidad de procesos de diversa índole, ¿Cómo captar la importancia de las continuidades y discontinuidades que se generan en la historia de los pueblos, de forma tal que no sea nuestra percepción de los hechos una justificación mítica que valorice excesivamente nuestra experiencia cultural? Estas preguntas resultan fundamentales, dado que en nuestras sociedades occidentales, el pensamiento secular científico, así como el homo politicus como sujeto ético por excelencia, resultan los pilares con los que nos diferenciamos del salvajismo y la barbarie, incluso cuando pretendemos poseer una visión abierta y tolerante ante la diversidad.

La idea del mundo griego clásico como punto determinante en la historia universal del hombre libre es un tema que se vincula con nuestro modo de diferenciarnos como cultura autónoma, democrática, autogobernable, más allá de los caprichos del poder y del saber[9]. Es una noción que ya Hegel reivindicaba a través de la progresiva autoconciencia y que por momentos nos parece retomada por Foucault nuevamente, pero desde otra perspectiva. A pesar de que Deleuze intenta buscar ciertas consonancias entre el “vivir como si fuera una obra de arte” nietzscheano y la reivindicación foucaultiana del “arte de vivir griego”[10], creemos que la incompatibilidad entre ambos autores se vuelve infranqueable. Creemos en primer lugar que si bien la cuestión del pliegue como modo de subjetivación está relacionado con la palabra y la crítica de lo naturalizado o actuado, permitiendo una re-flexión de la subjetividad, dicho plegamiento no es propiedad exclusiva de una forma de gobierno democrática, y que las modalidades de subjetivación encuentran distintas formas de acuerdo a la cultura. Pensamos por ejemplo en la poesía, o en las distintas artes donde el hombre es capaz de contemplar sus propias pasiones y elaborarlas mediante una semiótica[11] que escapa de lo meramente lingüístico.

Lo que observamos en Grecia se trata entonces de una operación un tanto original, en tanto confiere el poder de decisión a una nueva categoría de sujeto, escindida parcialmente de las anteriores genealogías nobles. El ciudadano guerrero, será el detentor del poder; la arkhé se distribuirá en instituciones al servicio del demos. Y en la necesidad de detentar dicho poder se forma la figura cultural idealizada del ciudadano griego, en base a ideales relacionados con una politiké areté, un saber gobernar, que implica conocimiento, mesura, retórica, valentía. Pero la abstracción definitiva de la gobernabilidad se realiza posteriormente, al ser interiorizada filosóficamente. En un principio la vemos asentada en el conjunto de instituciones del que depende. No hay gobierno sin ciudadanos, sin una Ecclesia o una Boulé. Con la llegada de la filosofía el espacio ritual se repliega sobre el cuerpo, se interioriza, se “abstrae”. El ritual de gobierno pasa a ser prescindible en relación a la verdad como proceso de producción de sentido cristalizado de acuerdo a la conjunción de fuerzas desplegadas en el campo social. Su principio es apreciable en el caso de Sócrates, y la utilización filosófica de un método parresiástico, de características logocéntricas, isoegóricas, e isonómicas. La subordinación de las partes apetitivas y anímicas a la razón, es una interiorización del espacio político en el cuerpo del sujeto. Al interiorizarse la función, ésta a su vez pasa a universalizarse en tanto el diálogo con lo verdadero no dependerá de ningún punto de anclaje específico, sino que estará en todos lados, principalmente en todo diálogo cotidiano que se preste a una dialéctica discursiva[12]. Con  la llegada del período helenístico la escisión se vuelve definitiva, y la ascesis se vuelve una ética del “cultivo de sí” que permite llevar una vía recta de conducta, en relación a una problematización del deseo y el placer en la vida cotidiana. Dicha “ética” por un lado confiere una libertad, en tanto la arkhe no se encuentra en un conjunto de códigos dictaminados por otro que detenta un poder. La reflexión y la creatividad es asumida por el cada sujeto, el modo de subjetivación se hace coextensivo a cada uno de los ciudadanos. Por otro lado ofrece una nueva ilusión, en tanto el plegamiento es tan sólo un metalenguaje que causa la ilusión de un sujeto independiente. El “hombre libre” no entiende lo trágico de su destino, en tanto no es capaz de conferir más que así mismo las palabras que usa, las afecciones que lo recorren, los hábitos que automatiza, y lo más importante, no es capaz de ver como su misma modalidad de reflexión y crítica responde a una forma específica de distribución de poder.

De todos modos en los griegos no hay interioridad como punto de partida absoluto, en el sentido que el conocimiento del mundo no se funda por un a priori cartesiano del “yo pienso”, sino que es el pensamiento es el que está inmerso en el mundo y el que debe ser sometido a prueba. Por otro lado no hay interioridad en el sentido cristiano. Vergüenza y honor, y no culpa y deber. Las últimas remiten a una interioridad, que se relaciona con una mirada absoluta de un Dios que nos avasalla en nuestra oscura intimidad y nos pone en falta continua. Vergüenza y honor, por el contrario, tienen que ver con las relaciones inmanentes desplegadas en el campo social. Las jerarquías, los linajes, si bien se trasladan a los dioses, son determinadas en funciones prácticas relativas al honor, la gloria; el estar ahí, inmerso en el conjunto de miradas y reconocimientos. La inmortalidad para el griego, tiene su razón de ser en la permanencia de sus méritos en la memoria colectiva, y no en un más allá o en una resurrección del cuerpo. De allí quizás la frase de Sócrates “debemos un gallo a Esculapio”.

f)  El ejemplo de la tragedia griega; subjetivación por medio del teatro

La tragedia tiene su origen en los ditirambos dionisíacos, que progresivamente fueron transformándose, apolíneamente, en un espectáculo también visual. Comienzan en tiempos de Pisístrato aunque su consolidación se realiza bajo la democracia del siglo V. No es contingente que la representación teatral surgiera en relación a los cultos dionisíacos; es detrás de este dios, que desdibuja el límite entre la realidad y la ilusión, que el teatro griego encuentra ese efecto que Aristóteles llamaba mimesis. Según Nietzsche la tragedia griega surgiría en la conjunción de dos formas expresivas del mundo griego: una dionsíaca, de la embriaguez y la música, así como la pérdida de límites y contornos; la otra apolínea, de la mesura y la contención. Lo apolineo actuaría en la tragedia de modo “estético”; como modo de expresión que contiene y hace asimilable una experiencia dionisíaca que de otra manera se volvería terrible. Vemos como del espíritu musical dionisiaco emerge progresivamente lo escultórico apolineo, por ejemplo en la progresiva teatralización de los cantos, a través de la introducción de actores y una puesta en escena. Al dar una forma expresiva a lo dionisiaco, la tragedia griega efectúa un movimiento psicológico en el sujeto, que permite un plegamiento de las pasiones a una semiótica teatral y a una simbolización de las afecciones que organiza y da coherencia a lo que en un momento se mostraba desorganizado. La tragedia tiene un modo particular de subjetivación que permite efectuar un movimiento reflexivo en el sujeto.

Tomando a Vernant, vimos en la tragedia la problematización del mundo griego  y sus transformaciones. El mundo trágico se sitúa en un “entre”, en el cruce de dos mundos. Por un lado el mundo heroico, el del héroe homérico (hippeus), mundo donde el poder y la voluntad son facultativos de las genealogías divinas. El sujeto es un campo abierto atravesado por lo divino y no una estructura mental plegada sobre sí. Lo estructurante es el parentesco y el modo de subjetivación se configura en relación a éste. Por otro lado está el mundo de la polis y el guerrero ciudadano (hoplita), donde el poder y la voluntad son plegados progresivamente al ideal de ciudadano. Se trata de un movimiento progresivo que comienza con Solón y que consiste, por un lado, en la desterritorialización de las genealogías divinas, por otro de una recodificación de la estructura social que lleva a la construcción de la figura del ciudadano y del espacio político. Entre ambos mundos, la tragedia griega problematiza las contradicciones inherentes a este cruzamiento. Por un lado la voluntad de los dioses y el ser humano como conciencia trágica que entiende sus males como destino forjado por los dioses; por otro el sujeto reflexivo, responsable, origen de sus propias faltas. Se trata de una problematiazación del destino en torno a una concepción determinista del ser humano y otra que lo sitúa como agente responsable de sus actos. En la tragedia confluyen problemas religiosos, filosóficos y jurídicos. “La tragedia no sólo aplica el espejo distanciador del mito a los problemas contemporáneos, también refleja alguna de las mas importantes instituciones de la ciudad. De éstas, las que más tienen que ver con la tragedia son los tribunales de justicia… Las tragedias, en efecto, hacen que sus públicos, en cierto sentido, sean jueces de complejas cuestiones morales en las que ambas partes invocan la justicia, y lo bueno y lo malo resultan difíciles de distinguir” (Segal, Ch. En: Vernant, 1995:241). La tragedia griega “psicologiza” los mitos dando una interioridad profunda a los personajes; pero también desgarra la psicología del personaje, exponiendo sus órganos internos a sus orígenes cósmicos. Lo trágico se encuentra en la contradicción entre dos mundos. El Edipo de Homero muere sentado en el trono tebano. Es con Esquilo y Sófocles que se transforma en un ciego voluntario y un exiliado. Es con la tragedia griega que el héroe de la nobleza se problematiza como figura ausente del tiempo mítico en el despliegue de un espacio citadino democrático. En el bardo o poeta, la función de sujeto del enunciado está puesta en lo social, en tanto el bardo es una función dentro de un texto oral tradicional, un engranaje más en la maquinaria. Desde Platón por el contrario, el filósofo por el contrario se concibe como autónomo al contexto, quizás debido a la influencia de la escritura, siguiendo a Havelock.

Es relevante que entre los griegos no se distinguiera la figura del arista en el proceso de producción general. El concepto ars, proveniente del latin, correspondía al de techné para los griegos, y cubría un campo muy extenso de actividades: escultura, carpintería, en suma, ser un technités, un “saber hacer” especializado. No existía por lo tanto una palabra específica para denominar aquello que nombramos como arte, y que se vincula íntimamente con un proceso histórico que surge en el renacimiento y continúa en la modernidad. Sin embargo podríamos trazar una línea de comunicación en las reflexiones griegas en torno a lo que denominaban téchnai mimetikai, que podríamos traducir como “artes miméticas”. La mimesis en los griegos no sólo consiste en una imitación. Sus orígenes son religiosos, por lo que el actor de la tragedia no sólo juega un papel aprendido, sino que a través de él se expresan las fuerzas divinas en una suerte de “posesión ritual dionisíaca”. Esto significa que el teatro griego tiene una raíz ritual, donde se despliega lo sagrado. Será con la progresiva secularización del mundo antiguo que este carácter sagrado perderá su fuerza. Uno de los primeros en desacralizar la mimesis es Platón, que concibe las artes miméticas como producción de imágenes (Eidolopoietiqué): ficción, ilusión y simulacro inútil. Las ideas  responden a la verdad eterna; el artesano por ejemplo busca una copia imperfecta de ellas. El arte imitativo degrada aún más mediante la introducción de lo que no es. Con Aristóteles el carácter ficcional de las artes cobra un sentido positivo, pues en tanto no existe un mundo de las esencias separado de la existencia terrenal, el carácter imitativo se vuelve poiesis, en tanto actividad creadora que no sólo copia sino que a su vez produce. La más elevada sería la tragedia, la más versadas entre todas para generar una experiencia purificadora –catarsis-. A través del terror –phobos- y la piedad –éleos-  el espectador se identifica con los personajes, así como es capaz de presenciar la impotencia del ser humano frente a las potencias divinas. Pero, a través de la contemplación de una trama de carácter ficticio, es que lo “apolíneo” de la tragedia vela el rostro de una mirada dionisíaca que, en su forma desnuda, resultaría insoportable, en un decir nietzscheano. Vemos como en Aristóteles la tragedia asume el papel de “obra de arte total”, en el sentido que permite, mediante un espectáculo que integra las diversas artes, una contemplación a través de todos los sentidos. Al igual que Nietzsche asume el carácter superior de las artes poéticas en relación a la historia, “…por cuanto la primera tiende a representar lo universal; mientras que la segunda se refiere más a lo particular” (Aristóteles, 2004:55). Sin embargo para Nietzsche el arte no se vinculará con equilibrio alguno, sino que justamente lo contrario; será provocador, trasgresor; no buscará la reconciliación sino que fracturará la armonía. El acto creativo se vinculará a la traición y su efecto será bélico y no sedante.

El arte de la tragedia podría entonces vincularse por un lado a una experiencia estética no sólo de lo bello sino también de lo sublime, en tanto el terror emerge como impulso dinámico que permite reconciliarnos con la impotencia humana frente a la mirada dionisíaca de la avasallante y magnánime naturaleza. Es un enfrentamiento del sujeto consigo mismo, pues lo bello y lo sublime son afecciones situadas en un entre que no pertenece ni al objeto contemplado ni al ojo contemplador. En suma, se trata de un modo de subjetivación particular, del orden de lo estético, pero de fuerte contenido ético, que atrapa al sujeto en una fascinación movilizante, que trae a la conciencia bloques de afecciones nuevos o reprimidos. Se trata de una terapéutica, en tanto permite realizar al sujeto un movimiento de reapropiación subjetiva de los afectos que lo recorren. A su vez implica una forma de subjetivación particular, por lo que no nos sería lícito pensar en su carácter no autoreflexivo, en el sentido dado por Foucault o en el sentido más tradicional[13].    

Bennet Simon analiza el efecto terapéutico de la tragedia. En el Ayax de Sófocles, la locura se presenta a través de la diosa Atenea. Al no aceptar Ayax que las armas del difunto Aquiles fueran dadas a Odiseo, Ayax se propone matar a este último, así como a Agamenón y a Menelao. Es entonces que Atenea le hace confundir a estos tres con ganado. Ayax mata y tortura al ganado, y, cuando despierta del delirio, se averguenza de sí mismo y se suicida con su espada. Ayax no puede marcar un corte con su orgullo, y es incapaz tanto de ceder las armas a Odiseo, como de aceptar la locura divina como algo más allá de él. Su omnipotencia, su hybris, lo lleva a la muerte. Distinto será el caso del Heracles de Eurípides, quien luego de matar a su familia por una locura divina provocada por Hera, es frenado por Teseo al intentar matarse:

“Este es mi consejo: sé paciente,

sufre lo que debes,

y que el dolor no te domine.

El destino no perdona a los hombres;

Todos los humanos son perjudicados,

Y también los dioses, a no ser que mientan los poetas”

Con la ayuda de Teseo, Heracles es capaz de tomar distancia de la locura, objetivarla, y ligar nuevamente su libido al mundo en tanto philia con lo humano, y aceptación de su propia debilidad e impotencia, incorporando el sufrimiento y la vulnerabilidad psíquica a su historia como sujeto. No se trata entonces tan sólo de catarsis; ya sabemos como en la historia del método psicoanalítico la catarsis sólo fue un momento en el avance de la técnica analítica. Lo que vemos en Heracles es la capacidad de religar, reelaborar lo actuado; en suma, subjetivar. Este movimiento implica la aceptación por medio de la razón (logos) de una necesidad objetiva (ananké), al mejor decir de Freud. Pero también se trata de la reelaboración de un vínculo interno en relación a un eros que sostiene al sujeto y que, en determinado momento se desmorona,  haciendo peligrar la estructura psíquica. Es la locura divina la que, mediante el terror, pone en las cuerdas de la muerte a Heracles, pero es a través de la compasión -en tanto reelaboración empática del vínculo y no simple catarsis- que éste es capaz de aceptar la desdicha y continuar viviendo:

“El ‘conocimiento trágico’ implica que al final de la obra los personajes y el público conocerán todo aquello que no conocían al principio de la misma, y se conocerán ellos mismos en un sentido que antes no habían experimentado” (Simon, 1984:171)… “Por lo tanto, la terapia y el buen teatro tienen en común una serie de procesos de interiorización. El teatro no es, ni lo fue para los griegos, una terapia para las personas perturbadas o trastornadas. Se esperaba de él que suministrase cierto tipo de placer; era parte integrante de la paideia, educación en el sentido más amplio, de cada ateniense” (ibid., 172)

Algo similar ocurre en el análisis que Devereux (1970) realiza sobre Las Bacantes de Eurípides. En dicha obra el rey de Tebas Penteo rechaza la llegada de Dionisos y su procesión de bacantes. Según Vernant “La tragedia de las Bacantes muestra los riesgos de un repliegue de la ciudad sobre sus propias fronteras. Si el universo de lo mismo no acepta integrar en sí mismo ese elemento de alteridad que todo grupo , todo ser humano lleva consigo sin saberlo, como Penteo rehúsa reconocer esa parte misteriosa, femenina, dionisíaca, que le atrae y le fascina hasta en el horror que ella parece inspirarle, entonces lo estable, lo regular, lo idéntico, oscilan y se desploman, y es lo Otro en su forma odiosa, la alteridad absoluta, el retorno al caos lo que aparece como la verdad siniestra, la faz auténtica y terrorífica de lo Mismo” (Vernant. En: Vernant; Vidal-Naquet, 2002a:243). Es en el rechazo al dios que Penteo cae en la desdicha; su madre Agave es atrapada por el frenesí menádico y Penteo, al espiar el culto, es descuartizado por ésta. Devereux define el posterior encuentro entre Agave y su padre Cadmus como un momento psicoterapéutico. Luego del frenesí menádico de Agave, Cadmus atrae su atención al luminoso y soleado cielo, que actúa como tranquilizante externo. Luego de esto Cadmus procede a recordarle quien era, resocializarla, mostrando sus lazos como madre y esposa, para luego hacerla recordar que ella misma mató a su hijo, y la cabeza que sostiene en su mano es justamente la de Penteo. El recurso es psicoterapéutico, dado que Cadmus no provee las respuestas, sino que procede a iniciar un proceso de cuestionamiento que guía a Agave hacia su propia verdad, de acuerdo a lo que ella progresivamente pueda aceptar. A su vez provee a Agave de una vía para recomponer su vínculo social mediante la identificación de su estado con el resto de la ciudad, que también ha padecido su mal, todo esto sin excluir radicalmente que, de todos modos, fue ella quien se ha vuelto loca. Este paso final le permite proteger su vínculo en tanto persona social, sin la necesidad de negar su locura y los actos cometidos[14].

André Green sitúa al teatro entre el sueño y el cuento, como encarnación de esa otra escena que es el inconsciente. El enigma del teatro se sitúa entre lo que sucede y su interpretación, al igual que el infante debe descubrir la verdad detrás de la trama familiar. Dicho enigma formará parte de la palabra, de lo enunciable, por lo que el teatro será el arte del malentendido. Edipo es para Green aquel que a través del saber intenta escapar de la verdad. Si hubiera sido cauteloso frente a las predicciones del oráculo, hubiera tenido mucho cuidado en matar a alguien de la edad de su padre, como de acostarse con alguien mayor. El desconocimiento y ocultamiento de dicha verdad es la misma que muestra el neurótico; y cuando se resquebraja su saber y Edipo llega a esta verdad, Edipo se ciega, y lamenta no poder hacer lo mismo con sus oídos. El drama teatral y el drama inconsciente se encuentran en la obra y el espectador, en tanto parricidio e incesto son fantasías propias del deseo humano, y negarlas también[15]. Devereux parte de la idea que la conexión entre castración y el arrancarse los ojos por parte de Edipo, no responde únicamente a un tema simbólico que bien señaló Freud, sino que puede firmemente ser sostenida a través de información socio-histórica. Tanto en Grecia como en Roma era un castigo común  para las conductas sexuales aberrantes, así como el simbolismo entre genitales masculinos y ojos[16].

En suma, a lo que queremos llegar aquí, mas allá de estar de acuerdo o no con la connotación psicoanalítica de estos distintos autores, es cómo en el teatro griego antiguo se genera una reflexividad particular, un modo de subjetivación propio que cuestiona y problematiza al sujeto griego en su devenir histórico, sus transformaciones culturales, y su conciencia psicosocial. Quizás resulte extraño para el filósofo concebir determinadas formas de expresión como reflexivas, en tanto su oficio depende de distinguirse a sí mismo como el pensador por excelencia, por lo que diversos mecanismos de legitimación pueden otorgarle una función que quizás no sólo a él competa. Creemos que -siguiendo a Nietzsche en muchos aspectos- se puede reivindicar el arte como forma de expresión de extrema importancia en la exploración de la naturaleza humana; expresión que involucra mecanismos muy sutiles, más allá de lo meramente lingüístico.

G) Sujeto griego, buen cristiano, sujeto moderno.

En Tanto el amor en los griegos era designado como eros (deseo de lo que no se tiene), filia (amistad, estimación mutua), y ágape (cohesión social), en el cristianismo, y principalmente a través de San pablo, el amor (caritas) se desligara completamente del amor carnal (eros). Pecado original y pecado de la carne quedan así unidos, algo que en el Antiguo Testamento no existía, siendo el pecado original vinculado a la desobediencia o soberbia ante Dios. San Agustín  establece la relación definitiva; siendo el primer deber del hombre amar a Dios por encima de todo, el desobedecerlo implicaría un acto soberbio en el que se goza de él y su creación, cuando el sometimiento y el goce debe ser acto exclusivo de Dios sobre los hombres.

Según Deleuze y Guattari (1997), el cristianismo, al igual que el judaísmo, es un mixto entre semiótica postsignificante (traición, culpa) y despótica (herejías, Iglesia, trampa)[17]. Los puntos de subjetivación son contextuales, produciendo a un sujeto de enunciación que deviene sujeto de enunciado. En la semiótica pasional se pliegan ambos sujetos; ya no un poder trascendente sino una línea inmanente, una dominación internalizada del legislador sujeto (el sujeto libre cristiano, el logos, el Cogito), que sustituye al déspota. Pero detrás de esto no existe un sujeto de enunciación estrictamente hablando, sino tan sólo agenciamientos colectivos de enunciación. El gobierno de sí mismo, del hogar y de la polis es el comienzo de una nueva relación con el poder:

 “Por un lado, existe una ‘relación consigo mismo’ que empieza a derivar de la relación con los otros; por otro también existe una ‘constitución de sí mismo’ que empieza a derivar del código moral como regla de saber. Esta derivación, esta ruptura, debe entenderse en el sentido de que la relación consigo mismo adquiere independencia. Es como si las relaciones del afuera se plegasen, se curvasen para hacer un doblez, y dejar que surja una relación consigo mismo, que se constituya un adentro que se abre y se desarrolla según una dimensión propia: la ‘enkrateia’, la relación consigo mismo como control ‘es un poder que se ejerce sobre sí mismo en el poder que se ejerce sobre los otros’… Es la versión griega del desgarro y el doblez: la ruptura que efectúa, que lleva a cabo un plegamiento, una reflexión” (Deleuze, 2005:131,132)

Los griegos han plegado el afuera con ejercicios prácticos; las relaciones de poder se pliegan en una interioridad constituida a través del hombre griego-ciudadano libre. Y este doblez, este proceso de subjetivación, es heredado y transformado a lo largo de nuestra historia de occidente. Pliegue material, de nuestra relación con el cuerpo; pliegue de las fuerzas; pliegue del saber, de nuestro ser con la verdad; pliegue del afuera. Pensar es plegar el afuera en un adentro coextensivo. Si el sujeto antes era una derivada del enunciado, ahora pasa a ser una derivada del afuera. El adentro como un pliegue del afuera, como un doblez o una invaginación tisular. Entre lo estratificado de las formaciones históricas y las estrategias del poder se establece una relación a través del pensar, que los conecta en su disyunción. Es el advenir de lo no estratificado al saber. Pero también puede ser arrastrar una línea de fuga, traer consigo un afuera sin forma. Pensar implica un repliegue del afuera, constituyendo una interioridad. La subjetivación es ética y estética, mientras que la moral tiene que ver con el poder y el saber. En el cristianismo están las dos vertientes, con sus respectivas luchas.

El pensamiento de Descartes se ofrece como modelo ejemplar de la constitución del sujeto moderno. Atravesado por las diversas concepciones que vienen gestándose desde el renacimiento, Descartes desarrolla el sujeto moderno en tanto sujeto de conocimiento, de duda, y punto inicial del conocer. En tanto puedo dudar de todo lo que me rodea, no puedo dudar de que dudo, y por lo tanto de que “yo pienso”. Vemos entonces como el sujeto es el sujeto libre, el que cuestiona más allá del mundo exterior, y el que se permite ser origen y fuente del conocimiento. Para que dicho conocimiento se conecte con el mundo, Descartes debe utilizar una pieza que permita la unión epistemológica entre sujeto y mundo. Esa pieza es Dios. Ahora bien, si el sujeto es principio de certeza en cuanto duda, lo que está en juego entonces es el sujeto en tanto movimiento entre dos significantes, lo cuál nos lleva a el nexo que mantiene el pensamiento cartesiano con el lacaniano. “Si conclumos, como ya lo hicimos, que por la duda metódica lo que se alcanza es a un sujeto que ha suspendido, y hasta borrado, todas sus representaciones, ¿Qué es lo que nos queda sino un sujeto sin significado, un puro significante?. Y este significante para salir de su solipsismo debe recurrir a Dios, a Otro, poseedor de la verdad. ¿Por qué, entonces, no llamar al primero S1, y al segundo S2?” (Gil, 2007:186)… Pero es hasta allí, y no más, que se pueden relacionar el sujeto cartesiano con el freudiano. Lejos está de Freud el sujeto de la autoconciencia diáfana del cogito” (ibid., 189) En Lacan se distingue el sujeto del enunciado y el sujeto de enunciación. Y el sujeto de enunciación no es una sustancia, ni se encuentra en parte alguna; es un movimiento, sólo puede observarse como resultante del deseo. Esta concepción del sujeto como individuo, como causa principal de las instituciones y como productor de subjetividad, así como modelo universal  donde se asientan los valores humanos, principalmente el del libre albedrío, es la que se conforma progresivamente –y con sus respectivas transformaciones, que no suponen un “progreso” sino diversas mutaciones- a lo largo de la historia de occidente, desde la Grecia Clásica hasta la época moderna. Dicha noción de sujeto, produce un modo particular de subjetivación, que se relaciona en sus orígenes con la invención de la política, y que con el transcurso de los siglos se verá reformulada.

La duda métódica cartesiana remite al sueto lacaniano, pero la certeza del pensar mismo remite a una autoconciencia propia del Yo como asiento de la verdad. Allí difieren Lacan de Descartes, en tanto para Lacan no sería un “pienso, luego existo”  sino un “Pienso donde no soy, soy donde no pienso”. El Yo (moi) lacaniano es un efecto[18], la conciencia es un efecto, en tanto el Je (sujeto) es motor de subjetivación. Por otro lado y en cuanto al Otro que sostiene la certeza yoica, el análisis clínico implicaría para Lacan la erradicación del Otro como sujeto de saber, el tachar o castrar a ese otro, sea particular, sea el Dios cartesiano[19]. La elaboración de la angustia, tiene que ver entonces con ese momento de castración, que supone una elaboración simbólica de la añoranza mítica del Yo ideal.

2 -    De la religión védica a la cosmología upanishadica

g)  La religión védica

La religión védica es el resultado de una tradición indoeuropea emparentada con el iranio en su cruce con la civilización del valle Indo[20]; una conjunción de diversos procesos culturales, tanto autóctonos, indoeuropeos, como propios del entrecruzamiento entre ambas tradiciones. Este conjunto de procesos mitopráxicos se intensificará a medida que los arios avancen por la llanura ganguénica. Los textos védicos (del sánscrito Vedas o“saberes”) son una recopilación de himnos de fechas muy variadas y por distintos autores (el Rig- Veda, parece haber sido terminado por el 800 a.C.). Se trataría de un proceso de siglos, vehiculizado por medio sacerdotes (brahmanes) a través de la “revelación” védica (sruti en sánscrito). Su heterogeneidad y variedad temática muestran la profunda necesidad de preservar ciertos conocimientos que abarcan desde mitos y cosmologías hasta filtros de amor. Su transmisión era oral -incluso después de llegada la escritura- para de esa forma mantenerla en secreto y apartarla de las castas inferiores.  Los textos más importantes y más antiguos de esta religión serían entonces las cuatro compilaciones o Sámhita que forman lo que se conoce como los cuatro vedas. La primera de ellas es el Rig-Veda o “Veda de las estrofas”, el más antiguo de los cuatro. Se trata de un texto exclusivamente para la realeza y los brahmanes, constituido por más de mil himnos o alabanzas a las divinidades. El segundo de los textos védicos sería el Yájur-Veda o “Veda de las fórmulas”, escritos en prosa litúrgica. El Sama- Veda o “Veda de las melodías” sería, casi en su totalidad, una compilación de himnos del Rig-Veda seleccionados para la recitación del canto sagrado durante el sacrificio. Por último tenemos el Atharva-Veda, bastante más posterior y de carácter mucho más popular y mágico, que consiste en una serie de conjuros y encantamientos. No tendría la misma dignidad divina que los tres primeros. Cabe aclarar que no se trata de libros distintos sino más bien de recopilaciones con diferentes finalidades y que se superponen unas a otras, presentando un gran numero de himnos en común.

En cuanto a las divinidades védicas, estas muestran mayor pertenencia al núcleo religioso ario. Tenemos por ejemplo la predominancia de las divinidades masculinas (en contraste con los cultos autóctonos a diosas de la tierra y la fertilidad) o el uso de términos indoeuropeos para designar a las mismas (devas, Dyaus, etc.). Según la conocida tesis de Georges Dumézil existiría un núcleo protoindoeuropeo observable en todas las religiones de éste tronco, y que consistiría en la división de tres funciones -administración de lo sagrado, del poder y del derecho- constituyéndose lo que Dumezil denomina ideologia trifuncional[21]. En la mitología védica estaría representada por los dioses Mitra, Varuna e Indra respectivamente.

h)  Sacrificio y Soma

La polaridad pureza e impureza puede ser considerada como de la más antiguas y universales. El miedo a la contaminación y la necesidad de una purificación periódica es una preocupación que data de las costumbres y pueblos más antiguos. La institución religiosa por excelencia en asuntos de pureza e impureza es el sacrificio, puente entre lo divino y lo humano. Podríamos hablar de dos modelos básicos para entender el sacrificio: como regalo expiatorio a los dioses (rito de expiación proyectiva por medio de un sacrificado) o como banquete sacramental participativo (rito de comunión entre sacrificantes, mediante un alimento que hace de intermediario). La misa cristiana, parece ser un mixto; el ritual del pharmakos entre los griegos responde a un modelo expiatorio (katharsis del miasma); los rituales de participación primitiva responden al modelo de comunión, así como el sacrificio védico del soma, o aquellas prácticas relacionadas con sustancias psicoactivas.

Existen dos tipos de rituales en la religión védica. Por un lado tenemos los domésticos  o grihya, oficiados por el dueño de casa; posiblemente ritos autóctonos que se abrieron paso en los himnos védicos. Consisten en ofrendas, ritos de hospitalidad, fiestas agrícolas, prácticas purificatorias, mantenimiento del fuego doméstico, sacramentos y consagraciones para el nacimiento, matrimonio o funerales, etc. Su importancia radicaría en el carácter cotidiano de lo popular, del día a día, y no tanto de la clase guerrera o del sacerdote. Por otro lado los ritos solemnes o srautas, que  sólo pueden ser ejecutados por especialistas y están avalados por la revelación divina. Tenemos por ejemplo el Agnihotra (“oblación al fuego”, consiste en la ofrenda de leche a Agni), el Agnistoma (“elogio a Agni”, relativo al soma), el Rajasuya (“consagración del rey”). Sin embargo el rito védico más importante sería el Asvamedha o “sacrificio del caballo”, el cual podía ser oficiado únicamente por el rey. Su eficacia alcanzaba todo el reino pues su objeto era la regeneración cósmica y la purificación de todo desorden, al ser repetido el acto sacrificial primordial. La importancia cada vez mayor del sacrificio en los himnos védicos responderá a un ascenso cada vez mayor de los brahmanes en la sociedad india, proceso que adquiere relevancia en los últimos himnos del Rig-Veda y que concluye en los Brahmanas, de los cuales hablaremos más adelante. Vemos el desplazamiento de una sociedad guerrera a una dónde la función del sacerdocio y su monopolización del ritual sacrificial se vuelve lo más importante.

En la historia del sacrificio indoeuropeo surge una gran incógnita,  el ritual del  Soma. Sus virtudes se vinculan a las propiedades atribuidas a la ingesta de dicha bebida, así como a la experiencia extática que provoca el tomarla (inmortalidad, clarividencia, potencia sexual, etc.) Probablemente estuviera reservada para una elite. El soma es utilizado por Indra para vencer al dragón[22]. Es mencionado en el Rig Veda como un dios del panteón védico. Se trataría de una planta, que mediante un proceso de elaboración se prepara como brebaje para un ritual, y que implicaría una conexión sagrada de muerte, renacimiento, confiriendo la inmortalidad de los dioses. La identificación del soma ha sido motivo de debate desde fines del siglo XIX. Entre las primeras hipótesis se encuentra la de su identificación con el cáñamo, con algún alucinógeno, con algún estimulante,  o con la cerveza de cebada según G. Dumézil. La tesis de la identificación del soma con la amanita muscaria planteada por R. Graves y E.G. Wasson[23].  Luego, Terence Mc Kenna propondrá la stropharia cubensis. Sin embargo, lo importante no sería tanto la planta en sí sino la búsqueda de cierta experiencia extática, que posteriormente será buscada por medio de otros métodos como ser las técnicas yóguicas, la meditación, la sexualidad, la ascesis o la devoción mística.

Los himnos védicos presentan, ya sea directamente o mediante alusiones, varias cosmogonías. Entre los más importantes se encuentran la creación mediante el desmembramiento de un gigante primordial o Purusa, un ser trascendental andrógino. Según el décimo mandala del Rig- Veda, los dioses despedazaron el cuerpo de Purusa de manera que el brahman fue su boca, sus brazos el ksatriya (casta guerrera), sus muslos los vaisya (gente común) y sus pies los sudras (esclavos). Vemos entonces como en los últimos himnos del Rig-Veda comienzan a legitimarse las diferentes castas y como la creciente importancia del brahman ya está afianzada en la magia del canto o la boca. La sociedad de castas en la India es vista para gran parte del occidente como un problema en relación a la libertad e igualdad de los derechos del individuo. Dumont critica la misma noción de individuo, que forma parte de una construcción occidental moderna, donde se realza la construcción imaginaria y simbólica del individuo, llegándose a una apercepción de la naturaleza social del hombre[24]. El sistema de castas supone una “ética social” en oposición a una “ética de sí”; no existe el hombre como modalidad concreta de una abstracción universal, sino en tanto príncipe, sacerdote, esclavo, campesino. El individuo no es abstraíble de las redes sociales de parentesco, o mejor dicho, no existe la construcción social del homo politicus, que supone un proceso histórico de desterritorialización de las estructuras de parentesco y su reterritorialización en categorías del orden del sujeto ciudadano y del gobierno de sí. Es a partir del derecho político grecorromano, en su confluencia con el cristianismo, que se desarrolla el sujeto occidental, cruce del homo politicus y del alma cristiana (universalización del hombre en su relación con Dios a través de la culpa y la responsabilidad individual).

Otro mito importante es el de la creación a partir de una unidad-totalidad a la vez ser y no ser. En el décimo mandala del Rig-Veda un poeta se pregunta como pudo brotar el ser del no ser. Se establece una secuencia de acontecimientos donde de “lo uno” (que es ni ser ni no ser, o sea, lo indiferenciado) por una especie de “calor” (tapas en sánscrito; posteriormente será vinculado al ascetismo y sus técnicas de meditación) surge “lo uno” como potencial (abhu en sans.) o embrión recubierto por vacío. De este surge el deseo (kama) y de este la conciencia (manas), permaneciendo en enigma la creación fenoménica. Este sería el punto más alto de la especulación védica y el germen para las posteriores especulaciones metafísicas.

i)  Primacía e interiorización del sacrificio

Los Brahmanas constituyen una nueva interpretación de los textos védicos, pero introduciendo modificaciones que serán el puntapié inicial del desarrollo conceptual hindú en su forma metafísica, impersonal y abstracta. Esta nueva interpretación eleva al culto sacrificial (y por lo tanto a la casta sacerdotal poseedora del monopolio del mismo) por sobre, no sólo la casta guerrera, sino también los dioses. Lo principal radicaría entonces en la primacía del sacrificio sobre todas las cosas[25]. Se trata entonces, de una recodificación del campo de lo religioso, cuyo nodo central pasa a ser la práctica sacrificial, más allá de las genealogías míticas, al igual que en los griegos la gene vinculada a los dioses es progresivamente sustituida por el modelo de ciudadano griego.

El punto de conexión con los textos védicos es establecido principalmente mediante el mito cosmológico del desmembramiento del gigante primordial o Purusa. Así tenemos que Purusa es identificado mediante un nuevo nombre o principio: Prajapati.  Pero mientras Purusa es desmembrado por los dioses, Prajapati se autosacrifica a sí mismo. En sus comienzos tenemos a Prajapati como unidad- totalidad espiritual y no manifiesta. Es entonces que el “deseo” o kama la  invita a multiplicarse por medio de su propia ascesis que consistiría en la producción de una especie de calor (tapas). Luego crea los textos védicos así como las aguas, las cuales luego insemina. De esta inseminación se genera un huevo, y de su cáscara la tierra. Luego se crean los dioses, así como los demás seres. Vemos entonces como los Brahmanas articularían las diferentes cosmologías de los textos védicos, reinterpretándolas mediante una nueva cosmología, donde prima el sacrificio. De igual importancia sería la nueva concepción del tiempo cósmico como tiempo cíclico de carácter se podría decir “entrópico”, y su relación con el sacrificio. Así tenemos que Prajapati no sólo es el universo, sino también el año (o sea, el tiempo cósmico por excelencia), además de ser el altar de fuego (agnichayana) o sacrificio (agnihotra) en su forma cultual. Tenemos que Prajapati se recalienta mediante emisiones cíclicas, aunque no por ello de carácter idéntico. Pues luego de crear a los seres vivos, las coyunturas de Prajapati se desarticularon, lo cual trae como consecuencia, en cada emisión de este ardor ascético, una progresiva pérdida de calor (Visrij). Es por esto que los dioses inventaron el sacrificio, para restaurar y rearticular el cuerpo cósmico de Prajapati: de ahora en más el sol no se levanta si el sacerdote no oficia como tal.

Otras ideas de fundamental importancia son las relativas al atman, el brahman[26] y el karman: ideas que marcan un profundo cambio en el desarrollo del pensamiento hindú. Estas tres ideas son desarrolladas en los Brahmanas de la siguiente forma: el sacrificio no sólo restaura al macrocosmos, o sea Prajapati, sino que además ejerce la misma influencia sobre el ejecutor del acto, o sea la persona en sus facultades psicofísicas, estableciéndose una equivalencia entre esta como microcosmos y Prajapati como macrocosmos. De esta forma tanto el sacerdote como Prajapati (el cósmos) renuevan su verdadera identidad, que es espiritual, completa, inmortal e indestructible, o atman (“hálito vital”, “respiro”[27]) para el primero y brahman para el segundo. Mediante las acciones rituales o karman bien ejecutadas se efectúa un juntar de forma integradora (samdha, samskri) efectuado tanto en  las diversas partes de Prajapati como las diversas funciones psicofisiológicas del sacerdote, e identificándose implícitamente Prajapati, el altar de sacrificios y el sacerdote. Este modelo será desarrollado y problematizado por la mayoría de las doctrinas posteriores.

Los Aranyakas o “forestales”, de composición inmediatamente posterior a los Brahmanas, representan un punto intermedio entre la concepción ritual-sacrificial de los Brahmanas y la primacía del conocimiento metafísico como vía regia establecida por los Upanishads. Posiblemente compuesto por sacerdotes ancianos que se retiraban al bosque (de ahí el nombre de Aranyakas, literalmente “forestales”), estos textos establecen un viraje hacia una práctica religiosa más mística y ascética, en la cuál las acciones cultuales son sustituidas por la meditación lejos de la ciudad, o sea, un retiro del tipo ascético. Más que la sustitución del sacrificio, se trataría de una interiorización del mismo por parte del asceta o sannayasi. Esta nueva práctica fue fundamentada mediante la conexión entre micro y macro cosmos anteriormente mencionada, que permite homologar el ritual con el cuerpo del sacerdote, así como la ascesis con las tapas de prajapati. Los dos aspectos fundamentales son la supremacía del sujeto sacrificante (al punto de prescindir del lugar de sacrificio) y la conciencia de sí mismo (prajnatman) que este logra en el proceso (la materialidad del altar o agnihotra es sustituída por la importancia del prajna, de característica puramente psicofisiológica).

Con las aranyakas se da el segundo paso decisivo en la conformación del modo de subjetivación ascético de la india, en tanto el asceta comienza a independizarse del lugar físico del culto, para plegar sobre sí el modo de contacto con lo sagrado. Dicho plegamiento responde a un nuevo modo de subjetivación, una nueva “técnica de sí”, donde si bien el aire que se respira puede llevar consigo un “vacío insoportable”, también es cierto que este vacío no por ello deja de estar mediado por una ontocosmología determinada. El modo de subjetivación establece una relación personal con la verdad, un movimiento re-flexivo donde el asceta se somete a un ritual de “búsqueda personal”, más allá de los códigos formales y las disposiciones rituales regladas (lo cual no quiere decir que dicha búsqueda carezca de sustancia social). Sucede entonces un movimiento similar al de el pasaje de la Grecia clásica a la helenística, donde el “gobierno de sí” se escinde del espacio ritual ciudadano sostenido por instituciones democráticas, para pasar a ser un asunto personal. Con los upanishads el ascetismo como vía personal de conocimiento de sí ya estará definitivamente asentado. 

j)   Los Upanishads: reencarnación y ascetismo.

Los Upanishads son una colección de textos transmitidos de forma oral dentro de diversas escuelas, lo cuál explica la repetición de los distintos textos. Tampoco poseen una sistematización o filosofía única, lo cuál arroja a sus comentaristas a diversas interpretaciones. De todas formas, no hay desacuerdo en las ideas fundamentales que encontramos en la mayoría de estos textos y que constituyen el gran nodo sobre el cuál se desarrollarán la mayoría de las doctrinas posteriores. Su etimología refiere a “Sentarse frente a alguien” (upa= cerca, ni= abajo, sad= sentarse) lo cuál  corresponde a la forma en que se establece una comunicación del tipo esotérico. La búsqueda de la verdad se establece entonces en relación al diálogo, y no en torno a un espacio ritual de comunicación con lo divino. Sucede algo análogo en la importancia del diálogo cara a cara en la filosofía socrática: las instituciones rituales dejan de tener importancia para la relación del sujeto con la verdad, y el espacio de gnosis se establece en el diálogo cotidiano mismo.

Dentro de las innovaciones que encontramos en los Upanishads se encuentra la teoría de la transmigración, que si bien puede no tener su origen en éstos, es recién aquí que adquiere gran importancia. La ley de la transmigración o samsara consiste en la reencarnación  inexorable del atman. Samsara es la rueda de la existencia a la cuál los seres vivos parecen no poder escapar. Surge una visión catalogada por muchos como “pesimista”, ya que este ciclo de reencarnaciones que es la existencia, es visto como algo a lo que hay que escapar, de lo que hay que liberarse. Como solución se establece la noción de moksa o liberación.  Pero este ciclo de reencarnaciones se establece frente a otro principio, el de karman como ley de la causalidad universal. Esta idea, derivaría de los Brahmanas; “En los Brahmanas, el término karman denota la actividad ritual y sus consecuencias benéficas (ya que, después de su muerte, el sacrificante pasa al mundo de los dioses). Pero reflexionando sobre el proceso ritual de ‘causa y efecto’, era inevitable descubrir que toda acción, por el mero hecho de que producía un resultado, se integraba en una serie indefinida de causas y efectos. Una vez reconocida la ley de la causalidad universal en el karman, la seguridad de los efectos saludables del sacrificio quedaba arruinada.” (Eliade, 1978: 254)  Se desprende de este fragmento de la obra de Eliade el surgimiento del “nihilismo” upanishadico como consecuencia de transformaciones y encuentros de orden discursivo, más específicamente del encuentro de la creencia en la transmigración con la teoría del karman que por, causas lógicas y especulativas, se transformaría en una ley universal. De esta forma el conocimiento gnóstico para la liberación sustituye al sacrificio, que ya no contemplaría las nuevas necesidades religiosas, pues ya no podría efectuar más el retorno unificante y primigenio brahman-atman. Otros enfoques enfatizarían en causas de origen climático, condiciones económicas, o enfermedades epidémicas.

La visión del pensamiento hindú como negador de la vida fue una postura ampliamente adoptada por el mundo occidental  a partir del siglo XIX, con la ocupación británica.  Tenemos por ejemplo a Albert Schweitzer quien realiza un planteo en torno a la negación, la afirmación y la ética. Según Schweitzer “La idea de negación del mundo y la vida, que había nacido del misticismo de la union con Brahma, comenzó a adquirir todo su poder en la alianza con la doctrina de la reencarnación.” (1952: 74) Durante toda la obra vemos como el autor supone una supraética en la negación de la vida (de ahí su conexión con el éxtasis) en oposición a una ética de la afirmación cuyo máximo exponente sería el cristianismo. Esta tendencia que podríamos calificar de “etnocéntrica” sin ningún problema, sería el sello de distinción  que caracteriza el encuentro del cristianismo y el mundo occidental con las religiones de la India. De todas maneras parece haber un movimiento de “sublimación” de la práctica sacrificial, que va desde la embriaguez cósmica a su progresiva sustitución litúrgica, que parece responder a una especie de absorción de los cultos locales de posesión por la religión brahmánica[28].

En este contexto surgen los rishis, ascetas que buscan la liberación (moksa) mediante el conocimiento o gnosis (en sánscrito jñana, vidya), la cuál sólo puede realizarse al romper la cadena de existencias o samsara. Pues la existencia es concebida como dolor, dolor universal (dukkha) fruto de la ignorancia (avidya). La vida sería entonces como un sueño, una ilusión o velo de maya (cuyo origen, aunque en una forma mucho más positiva lo encontramos, según Eliade y como hemos visto anteriormente, en el Varuna de los textos védicos). Se establece entonces una secuencia en la que, la ignorancia daría origen a la existencia o karman, que mantiene unido entonces al samsara y que sólo puede cortarse mediante el conocimiento, nueva forma que asume la identidad entre atman y brahman. Esta identidad brahman-atman consistiría en un modo de manifestación paradójica en la cuál el brahman es tanto inmanente como trascendente, relativo como absoluto, personal como impersonal. La liberación se produciría mediante el conocimiento de este misterio, de esta paradoja. Conocimiento que, cabe aclarar, no se alcanzaría mediante una secuencia de razonamientos o una introspección al estilo cartesiano, sino mediante ejercicios de corte “espiritual”, donde se experimentan estados anormales de conciencia (de ahí que Eliade establezca una continuidad secuencial soma-sacrificios-ascetismo). De todas formas los Upanishads no ofrecen una única interpretación, pudiendo ser explotados de maneras diversas, muchas veces contradictorias. Los cambios que sí podemos encontrar de forma bastante amplia son la separación del principio espiritual atman de la vida mundana y la búsqueda de la purificación del yo mediante la identificación de este con brahman, estableciéndose una coherencia lógica entre la “negación de la vida” y la búsqueda de la identidad brahman- atman (recordemos que anteriormente esta identidad se efectuaba en la búsqueda de una completitud psicofisiológica desde el punto de vista microcósmico y de prajapati como macrocósmos material). Encontramos también la elevación de las prácticas yóguicas como vía de liberación, muchas veces a la par de la gnosis.

k)   Transformaciones en los modos de subjetivación para la India.

Vimos como el sacrificio védico fue elevado a un pedestal por parte de los Brahmanas; como luego los Aranyakas lo interiorizan, prescindiendo del lugar ritual  (concepción perfectamente articulable a las homologías entre macro y micro cosmos encontradas, por lo menos implícitamente, ya en los textos védicos), y lo desmonopolizan de su función sacerdotal. En tanto en la antigua Grecia veíamos como la arkhe era progresivamente plegada, primero en el ciudadano y sus funciones en la polis, luego en el filósofo, al prescindir completamente del espacio político y depender únicamente de sí mismo, lo que vemos en la India antigua es el repliegue del espacio sacrificial en la figura del rishi. Surge un ascetismo cuyo germen ya se encontraba en las cosmogonías védicas (purusasukta, unidad-totalidad) y en los Brahmanas (cuerpo de Prajapati y su relación con el atman). Con los Upanishads el sacrificio se relega a un segundo plano y samsara domina la problemática religiosa. Pues ya no se trata de renovar y mantener el orden cosmológico, sino todo lo contrario, la búsqueda de la liberación. Sin embargo, metafísicamente hablando, la búsqueda termina siendo la misma: el encuentro con el absoluto, la unidad de lo múltiple con lo uno, la identificación de atman y brahman. Y aquí nos encontramos con otra línea que estaría relacionada en sus orígenes y según Eliade, con las prácticas shamánicas. Se trata de las experiencias extáticas que en un principio fueron experimentadas utilizando el soma como alucinógeno, y luego sustituidas por la ascesis, desarrollándose en formas yóguicas y en diversas técnicas de meditación y pensamiento. La búsqueda personal de la verdad a través de un vínculo íntimo con el absoluto si bien respiraría un “vacío insoportable” -al decir de Deleuze-, ofrece también una línea de fuga, que el asceta cabalga y que lo lleva a un modo de subjetivación muy particular, con variaciones diversas según la escuela, la persona, y la experiencia en cuestión. En la práctica ascética el practicante se abre a un devenir otro, privilegiando a veces lo ek- statico (fuera de si), otras lo en-statico (dentro de si), capturando bloques de preceptos y afecciones, configurando un ethos con variaciones singulares,  un proyecto propio en diálogo con la tradición cultural, pero siempre con la espalda abierta a la soledad de una naturaleza poblada.

Los cambios introducidos en los Upanishads marcan nuevos rumbos en el pensamiento de la India. La búsqueda de la identidad entre alma y universo se realiza a partir de allí en torno a una ética de las pasiones, a un cuidado de sí que involucra problemáticas similares a las de la época helenística. El problema del deseo y el apego se tornan centrales, así como la búsqueda de no residir en los objetos, y que la felicidad sea una propiedad independiente y esencial en el corazón del ser (algo similar al concepto de ataraxia). La negación de la realidad fenoménica lleva a una postura catalogada en occidente como nihilista, aunque la diversidad de posturas éticas frente al problema planteado por las Upanishads dista mucho de poder ser resumido en una sola categoría. Surgen nuevas escuelas, algunas ortodoxas (astika o “las afirmadas en los vedas”) como el Vedanta o el Samkhya, otras heterodoxas (nastika o “no afirmadas”) como el jainismo o el budismo. También surgen los cultos de devoción (bhakti) a las divinidades, o Hinduismo propiamente dicho, que es una transformación iconográfica del brahmanismo como reacción ante el distanciamiento cada vez mayor con los sectores populares.

l)   El ejemplo del Zazen: subjetivación por medio de la contemplación del vacío.

Eran las siete de la mañana. Me levanté y me puse ropa cómoda. Estaba yendo bastante seguido al Centro Zen de Montevideo[29] todas las mañanas. En aquel entonces nos habíamos distribuido las escuelas budistas uruguayas entre Mauro y yo. Una escuela tibetana ya la había investigado para mi tesis de grado en antropología; nos repartimos un centro soto Zen para cada uno, y luego la escuela tibetana restante para mi y la Soka Gakkai para Mauro. De esa manera teníamos pensado escribir sobre todas las escuelas budistas que encontramos en Uruguay. De todas maneras mi interés era más que académico; encontraba una gran empatía intelectual con el zazen, su idea del mushotoku[30] y del vacío o sunyata[31]. Deseaba de alguna manera practicar el desapego a través de la aceptación de la transitoriedad de todas las cosas, así como la idea de que no existe un ego unidad, un Yo como entidad permanente o como sujeto trascendental a priori. “El punto esencial es abandonar el ego. Para abandonar el ego debéis despertaros a la impermanencia” (Dogen, 1988:3). Hacer zazen era aceptar la vida como era, en su crueldad y en sus alegrías. También era paradójicamente aceptarla como ilusión, en tanto el desgarro que sentimos en nuestro deseo de que las cosas permanezcan es fruto de una ignorancia atada a la necesidad de habitar una morada. El Zen buscaba su morada en la no-morada, como en aquel poema que Mauro me había mostrado: 

“No hay tierra ni refugio para mí en el cielo ni en la tierra

Pero me place saber que todo está vacío: yo mismo y el mundo

Honor a la espada que empuñan los grandes guerreros enemigos

 Que golpee, pues sólo herirá el viento de primavera

 con el resplandor del relámpago”

Tomé el auto y fui hasta el centro. Allí estaban Ruben y el Peque realizando los preparativos para el zazen. La ceremonia comenzaba a las 7 mas tardar 715 de la mañana. Con un martillo el peque anunció el comienzo del zazen, golpeando una tabla de madera (han en japonés) en series de tres golpes, de forma cada vez más rápida y continua, hasta que la cercanía de los golpes hacía al martillo quedar en la madera. La operación se repite varias veces,  mientras los practicantes entran al dojo. Entrar al mismo tiene determinadas reglas rituales. Debemos sacarnos nuestro calzado. Saludar antes de entrar, entrar primero con el pie izquierdo, circular sin atravesarse enfrente del altar. Tomamos un zafu y comenzamos a colocarnos en posición de medio loto frente a la pared[32].  Luego de alcanzar la postura se entrecierran los ojos mirando a cuarenta y cinco grados hacia la pared, tratando de no mirar nada en particular. Las manos se colocan realizando el dhyani mudra[33].

Al comienzo todo va bien por lo general. Todavía uno no siente ninguna incomodidad; incluso se puede a llegar a sentir los beneficios de una postura tan equilibrada. Sin embargo con el correr de los minutos las piernas comienzan a dormirse, la espalda comienza a fatigarse, el silencio comienza a no colmarse con los pensamientos anteriormente enfrascados en lo cotidiano. Es entonces que el practicante entabla una batalla. En primer lugar contra su propio cuerpo y los dolores que empiezan a manifestarse. Uno trata de realizar la práctica lo mejor posible, por lo que por lo general mantiene la postura y trata de tolerar las distintas incomodidades que van surgiendo. Por otro lado están los pensamientos que acuden. La idea central es dejarlos correr, verlos pasar. Pese a la importancia que dan los practicantes a la práctica del zazen por sobre la filosofia  –principalmente en la rama Soto- siempre me pareció que sin la tradición filosófica del Zen la práctica sería otro asunto. Se trata de una “liturgia no litúrgica” de alguna manera; una filosofía del discurso contra el discurso, una especie de nihilismo activo, en el sentido nietzscheano. El practicante se sitúa en la paradoja, en el absurdo del discurso, agujereado e inconsistente ya en sus orígenes. El sinsentido atraviesa la práctica del zazen como si esta fuera un koan más. Un koan hecho carne. “No se trata de querer detener los pensamientos –lo cual sería todavía peor-, sino de dejarlos pasar como nubes en el cielo, como reflejos en un espejo, sin oponerse a ellos, sin apegarse a ellos. De esta manera, las sombras pasan y se desvanecen. Y poco a poco, una vez que las imágenes del subconsciente han surgido y desaparecido, se llega al subconsciente profundo, sin pensamiento, más allá de cualquier pensamiento, HISHIRYO, verdadera pureza” (Villalba, 1987: 52). 

El dispositivo del zazen funciona entonces a través de un conjunto de agenciamientos que componen un bloque semiótico específico. La disposición de un espacio organizado a través de un conjunto de símbolos produce una experiencia estética de lo bello y lo sublime, a la vez que recuerdan y actualizan un conjunto de enseñanzas o historias relativas a un pathos y un ethos caracteristico. En este espacio existe un conjunto de reglas que se deben seguir, y que  llenan de solemnidad el acto, recordando aspectos básicos en las relaciones con el conocimiento transmitido y las relaciones sociales que dicho saber implica.

Las referencias a la comunidad de monjes (sangha) siempre están presentes. El practicante se vincula a un linaje, con sus figuras correspondientes, sus mitos y su ethos particular. Cada escuela transmite un conjunto de postulados y creencias, sea en forma escrita u oral, cara a cara. Se transmite a través de ella una filosofía particular, con fuerte contenido psicológico, de modo que se vuelve directriz en la organización de una ética orientada a aquellos valores signados como primarios.

El budismo forma parte de aquellas tradiciones heterodoxas derivadas de la cosmología upanishádica. Comparte entonces los problemas comunes a todas las corrientes postupanishádicas (Vedanta, Yoga, Samkhya, etc.). Problemas que cómo vimos giran en torno a la noción de sufrimiento, ignorancia, iluminación, reencarnación y transmigración del atman. Luego de haber alcanzado la iluminación, Buda predicó el llamado “Sermón de Benarés” en el “parque de las gacelas”. Es allí donde por primera vez enuncia lo que será la base conceptual sobre la que se establecerá la doctrina, poniendo en movimiento la rueda de la ley o dharmachakra. En primer lugar establece una ética, el Noble Sendero Octuple, donde se dictan las formas de actuar, pensar y sentir correctas para el abandono del dolor y el logro de la iluminación:

“Existen, oh monjes, dos extremos que no deben ser frecuentados por un religioso errante: el que es apego a los placeres sensuales, vil, zafio, vulgar, innoble, asociado a la desdicha, y el que es el apego a la propia mortificación, penoso, innoble, asociado a la desdicha. He aquí, oh monjes, alejado por igual de estos dos extremos, el camino mediano descubierto por el tathagata. ¿Cuál es, oh monjes, ese camino medio descubierto por el tathagata: el que crea el ojo, que crea el conocimiento, que lleva al sosiego, al conocimiento sobrenatural, al despertar completo, a la extinción? Es el noble sendero óctuple, a saber: la opinión correcta, la intención correcta, la palabra correcta, la conducta correcta, los medios de existencia correctos, el esfuerzo correcto, la atención correcta y la concentración correcta” (Bareau, 1981: 133).

“El Camino Medio” o “Noble sendero Octuple” distancia el camino budista de las ascesis automortificantes. Se trata de ocho máximas: la opinión (dristi) correcta (samyag), el pensamiento (samkalpa) correcto, la palabra (vac) correcta, la actividad corporal (karmanta) correcta, los medios de existencia (ayiva) correctos, el esfuerzo (vyayama) correcto, la atención (smriti) correcta y la concentración (samadhi) correcta. Otra clasificación de estas ocho reglas se realiza según tres grupos y de acuerdo a los objetivos que ellas buscan: la conducta ética (sila), que comprende palabra, actividad y medios de existencia; disciplina mental (samadhi), que son la atención, el esfuerzo y la concentración; y la sabiduría (prajña), compuesta por la opinión correcta y el pensamiento correcto. Estas reglas sufrirán muchas transformaciones a lo largo de la historia budista, en especial en la corriente mahayánica.

Por otro lado, establece las Cuatro Nobles Verdades fundamentales:

“He aquí, en verdad, oh monjes, la noble verdad del dolor: el nacimiento es dolor, la vejez es dolor, la enfermedad es dolor, la muerte es dolor, la unión con lo que uno odia es dolor, la separación de lo que se ama es dolor, no obtener lo que se desea es dolor; en resumen, los cinco agregados del apego son dolor. He aquí también, en verdad, oh monjes, la noble verdad del origen del dolor: es la sed que lleva a renacer, acompañada del apego al placer, que se regocija aquí y allá, es decir, la sed del deseo, la sed de existencia, la sed de la inexistencia. He aquí también, en verdad, oh monjes, la noble verdad del cese del dolor: lo que es cese y desapego total de esta misma sed, el abandonarla, el rechazarla, el hecho de liberarse de ella, de no tenerle ya apego. He aquí también, en verdad, oh monjes, la noble verdad del camino que lleva al cese del dolor: es noble sendero óctuple...” (Bareau, 1981: 134).

Ningún ser escapa al sufrimiento, inclusive los dioses. Es debido a la impermanencia, al constante cambio, y al deseo de eternidad que tienen todos los seres, que el mundo se hace doloroso; lo efímero desea eternidad: esa es la gran ignorancia inherente a la vida, la gran enfermedad que Buda intenta extirpar. El deseo como motor de la vida, acompañado por el placer, produce el apego, un volver a querer lo que antes se quiso, un deseo de existencia así como de inexistencia. La extinción (nirvana), liberación (vimukti), solo es posible mediante la extirpación del deseo-apego, su destrucción total y definitiva.

La práctica del zazen es el motivo central del dispositivo ritual de la escuela Soto-Zen. A través de éste el practicante soporta un dolor iniciático, así como se relaciona en forma íntima con una verdad desplegada por otro totalmente impersonal y silencioso. En tanto en otras prácticas budistas (Nichiren, budismo tibetano, por ejemplo) vemos una personificación de los aspectos iluminados, el Zen despliega un ritual que se relaciona con un no-Otro, una experiencia “no estética”, dionisíaca en tanto su trasfondo informe es el principio siempre allí de toda la producción teatral y apolínea producida por los actores que emergen en el escenario de nuestra mente. Allí nuestro yo se encuentra despedazado y acorralado; la heteroglosia dialógica de la que hablaba Bajtin, se despliega como teatro social durante el zazen; diversos personajes entran en escena.

La primera mitad dura entre treinta y cuarenta y cinco minutos. Para el neófito los últimos minutos se vuelven difíciles, en tanto la falta de costumbre hacen del dolor –principalmente el de las piernas- una especie de ritual de iniciación. La finalización de la primera mitad es marcada por el sonido de una campana. Nos paramos y por aproximadamente diez minutos comenzamos una especie de suave andar que lleva el nombre de kinhin[34]. “Es importante comprender también que durante kinhin no se va a ningún sitio, no se viene de ningún sitio. Cada paso es en sí el principio y el final de nuestro camino. En la instantaneidad del aquí y ahora, los conceptos de cerca o lejos, deprisa y despacio, desaparecen. Aunque esto sea así, debemos armonizar nuestro movimiento y nuestra respiración con los demás practicantes. No debemos rezagarnos ni apresurarnos” (Villalba, 1987: 69). Luego de la campana, retomamos nuestro lugar y nos volvemos a sentar en zazen otros cuarenta y cinco minutos.

Plegar una línea mortal, hacerla un arte de vivir hasta quien sabe cuando. La línea no cesa de desplegarse, en tanto nosotros intentamos plegarla, hacerla propia, estableciendo un ‘modo de subjetivación’ que hace de la vida una obra de arte.  El hombre apasionado muere un poco como el capitán Achab, o más bien como el parsi, persiguiendo a la ballena. Franquea la línea… En el límite, una aceleración que hace imposible distinguir el suicido de la muerte” (Deleuze; Parnet, 2004:178). La práctica del Zen tiene algo de eso. Responde a un modo de subjetivación muy particular. Cuando uno se sienta en zazen, la idea es dejar pasar los pensamientos y las emociones, entrar en la insustancialidad del yo, comprender la ilusión del mundo fenoménico. La idea de vacío no es un nihilismo que aniquila la voluntad o concibe la vida en su carencia, en su imposibilidad de ser colmada. El vacío es una desustancialización del ser, una apología heracliteana del mundo. Sitúa en un “entre” a todas las cosas. Es en esta desustancialización que el sujeto se sienta; y mientras desfilan en su mente los recuerdos, pasiones, padeceres, expectativas y deseos, el trasfondo de la sunyata, del no-sujeto-y-no-objeto, realiza su trabajo desconstructivo. La subjetivación, el plegamiento de la línea se realiza bajo la centralidad de la idea de vacío, que se muestra como verdad súbita, que posibilita el advenimiento tanto de motivos inconscientes reprimidos, como también – ¿porque no?- acontecimientos súbitos de una diferencia pura, de un afuera con el que se establece una extraña relación. Podría entonces criticarse cuando Deleuze dice que en oriente no hay un modo de subjetivación propiamente dicho:

 “La aparición de un plegamiento del afuera puede parecer propio de las formaciones occidentales. Es muy posible que Oriente no presente un fenómeno de este tipo, que en Oriente la línea del afuera permanezca flotante a través de un vacío irrespirable: la ascesis sería una cultura del aniquilamiento, o un esfuerzo por respirar en el vacío, sin producción específica de subjetividad. La condición para un plegamiento de las fuerzas parece surgir con la relación agonística entre hombres libres: es decir, con los griegos” (Deleuze, 2005:139-140)

Si bien es cierto que la meta final sería ese respirar en el vacío, dicho vacío es una reconciliación en si-para si (depurando esta noción de sus vicios hegelianos). El movimiento zen es ejemplificado en uno de los tantos poemas:

Esto es lo que afirma Seigen Ishin (Ch’ing- yüan Wei-hsin), según el cual, ‘Antes que un hombre estudie Zen, para él las montañas son montañas, y las aguas son aguas; y después que intuye la verdad del Zen mediante la instrucción de un buen maestro, las montañas no son para él montañas, y las aguas no son aguas; más luego de esto, cuando alcanza realmente la morada del descanso, las montañas son otra vez montañas y las aguas son aguas’” (Suzuki, 1995: 24)

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Referencias:

[1] Cuando hacemos referencia a los mitos y a las representaciones, que en su conjugación configuran mitos, y cuando hacemos de esta perspectiva la posibilidad de comprender los mitos que construyen la religión civil de una nación, debemos insistir en que la citada naturalización mítica integra la irrupción histórica (y épica) bajo la formulación de un destino histórico escenificado como inevitable, y al mismo tiempo ahistórico, en el sentido que es presentado como resultado preclaro de esta supuesta ‘esencia’ de la Nación. De ahí el toque substancializador del mito que en su mirada fundacional, va obliterando, creando y recreando acontecimientos, al mismo tiempo que diseña esquemas culturales, que en términos de Sahlins permiten la significación histórica y su ordenamiento” (guigou: 2005:108)  

[2] Sin embargo el esplendor de la democracia ateniense tenía sus bases económicas en el imperialismo que ésta ejercía a través del liderazgo de la Liga de Delos, mediante tributos monetarios a sus aliados. También tenía sus cimientos en la gran cantidad de población esclava, que luego de la reforma de Solón hubo de importarse del exterior, superando ampliamente la población libre. A su vez la democracia directa si bien tenía un estatuto formal, no lo era en la práctica, pues sólo aquellos ciudadanos acomodados participaban de ella en forma plena.

[3] La magistratura más influyente fue el arcontado:“En un primer momento, los arcontes fueron tres: arconte, rey, y polemarco, y se elegían entre las primeras clases del censo. Más tarde, a éstos se sumaron los seis tesmótetas, y en lugar de ser una magistratura electiva pasó a ser también sorteable” (Benéitez, 2005:51-52).

[4] “El hecho de que el parentesco griego, aunque formalmente patrilineal, fuese bilateral de un modo latente indica que, para los griegos, las mujeres eran personas. La objetivación de las muejres entre ellos jamás llegó a ser completa, tal como, por ejemplo, sabemos que ocurria entre los zulúes. Entre éstos, se nos dice que las mujeres eran retenidas en casas de los reyes como meros objetos sexuales y con vistas a la producción y cuidado de lso niños. Los griegos, por le contrario, aunque pudieron librarse de tener mala conciencia por ello, se limitaron a excluirlas de la vida ciudadana” (Redfield, J. En: Vernant, 1995:192)

[5] “En la escena teatral el héroe legendario que la epopeya glorificó se convierte en objeto de un debate a través de la representación de diálogos, del careo entre los protagonistas y el coro, de las inversiones de la situación en el transcurso del drama. Cuando el héroe es puesto en tela de juicio ante el público, es el propio hombre griego quien, en el siglo V ateniense, en y por el espectáculo trágico, se descubre problemático” (Vernant, Vidal-Naquet, 2002:26)

[6] Con Sócrates podemos ver como la configuración narcisista-biográfica no subjetiviza en torno a filiaciones míticas y divinas. A su vez el “Sólo se que no se nada”, si bien remite por un lado a una especie de retórica o engaño, desde lo positivo podemos vincularlo con la apertura a una interrogación continua en relación a lo instituido, tanto desde las producciones narcisísticas individuales como desde los fenómenos sociales. Según Mónica Cabrera (En: Abraham, 2001:17-38) el Sócrates de Foucault difiere del de Nietzsche. El gallo a Esculapio es para Nietzsche un acto nihilista; siendo Esculapio el dios de la medicina, la ofrenda al mismo significaría un regalo por liberarlo de la enfermedad de la vida nos plantea el filósofo alemán. Para Foucault la enfermedad a la que alude Sócrates no sería la vida. Por un lado el plural de la deuda “debemos”, implica una deuda no personal –como plantea nietzsche- sino colectiva. La enfermedad estaría relacionada a la posibilidad de abandonar sus convicciones, huyendo de la sentencia promulgada por las leyes de Atenas. Sócrates, al mantener su voluntad firme como parresiastes y asumir su destino en torno a la verdad de su discurso, logra hacer de la vida una obra de arte, incluso en el propio encuentro con la muerte. La muerte entonces no es la cura de una enfermedad sino un resultado inevitable; el cómo Sócrates elige vivir y morir es la cura, tanto desde lo individual como lo colectivo, en tanto la parresía filosófica se ofrece como purificadora de ambos males.

[7] El filósofo uruguayo Sandino Nuñez distinguirá entre dos tipos de tecnologías, una despotico-militar (poder paranoico, controlador y vigilante; El Estado) y una educacional y reflexiva (discursividad y política; el Gobierno). En la primera “…todo está ordenado por una escritura superior, contenida y secreta. Todo es, finalmente, escritura. Para el poder territorial todo se lee, todo es lenguaje. Aunque cuerpos y objetos no lo sepan, son signos…” (2005:39); en la segunda “…los cuerpos hablan –quiero decir, intercambian, interactúan. No estoy diciendo que antes no hablaran, sino que no tenían un lenguaje (metalenguaje), una voz” (ibid., 39).  La distinción la realiza en una crítica a las nociones esquizoanalíticas y arqueológicas foucaultianas, que no distingurían entre gobierno y estado. Sin embargo no es aplicable para el último Foucault, quien aborda el tema en forma análoga a la de Sandino. De todos modos la preocupación de Sandino es más que nada aquellas concepciones derivadas del posestructuralismo francés que no son capaces de destacar los atributos positivos de la política democrática: “…tiendo a pensar (fiel a ciertas enseñanzas) que la subjetividad es posible cuando comienza a haber cierta separacion o cierta necesidad de separación entre lo profano y lo sacro, entre ágora y ecclesia, entre economía y política. Hasta que podemos postular cierta coincidencia entre la subjetividad y el corte. Y la subjetividad como corte entre economía y política es para mí, hoy y aquí, el padre de todos los cortes. Y la acción de crearla es la madre de todas las acciones de resistencia política” (ibid., 192) 

[8] “Se puede pensar entonces en un fenómeno evocado a menudo: el crecimiento , en el mundo helenístico y romano, de un ‘individualismo’ que daría cada vez más lugar a los aspectos ‘privados’ de la existencia, a los valores de la conducta personal y al interés que dedica uno a sí mismo. No sería pues el reforzamiento de una autoridad pública lo que podría dar cuenta del desarrollo de esa moral rigurosa, sino más bien el debilitamiento del marco político y social en el que se desarrollaba en el pasado la vida de los individuos: menos fuertemente insertados en las ciudades, más aislados unos de otros y más dependientes de sí mismos, habrían buscado en la filosofía reglas de conducta más personales. No todo es falso en semejante esquema. Pero puede uno interrogarse sobre la realidad de ese impulso individualista y del proceso social y político que habría apartado a los individuos de sus adhesiones tradicionales. La actividad cívica y política pudo, hasta cierto punto, cambiar de forma; siguió siendo una parte importante de la existencia, para las clases superiores” (2003a:40) Distinguir dentro de este “individualismo” tres tipos: la actitud de primar el valor el individuo y sus singularidades, la valorización de un espacio privado, la intensidad de un relacionamiento consigo mismo.

[9] “A partir de La voluntad de saber, Foucault tiene cada vez más la impresión de estar quedándose aprisionado en las relaciones de poder. Invoca, sí, ciertos puntos de resistencia frente a los focos de poder, pero, ¿de dónde vienen estas resistencias?... Franquear la línea de fuerza, rebasar el poder, ello significaría plegar la fuerza, conseguir que se afecte a sí misma en lugar de afectar a otras fuerzas: un ‘pliegue’, según Foucault, una relación de la fuerza consigo misma. Hay que ‘doblar’ la relación de fuerzas mediante una relación consigo mismo que nos permite resistir, escapar, reorientar la vida o la muerte contra el poder. Esto es, según Foucault, lo que inventaron los griegos. Ya no se trata, como en el caso del saber, de formas determinadas o, como en el caso del poder, de reglas coactivas: se trata de reglas facultativas que producen la existencia como obra de arte, reglas éticas y estéticas que constituyen modos de existencia o estilos de vida” (Deleuze; Parnet, 2004:160) No son exclusivamente estéticos sino también éticos, en contraposición a morales, pues implican una evaluación de lo que hacemos en términos de quienes somos y cual es nuestro “modo de existencia”. A partir de la Historia de la sexualidad Foucault introduce una tercera dimensión y estudiará los “modos de subjetivación”, introduciendo una alternativa que escapa a las relaciones de saber y poder de las que tanto se ocupó anteriormente.

[10] “Al plegar la fuerza sobre sí, en una relación consigo mismo, los griegos inventan la subjetivación. No es el dominio de las reglas codificadas del saber (relación entre formas), ni el de las reglas coactivas del poder (relación de una fuerza con otras fuerzas), se trata de reglas en cierto modo facultativas (relacion consigo mismo): el mejor será aquel que ejerza el poder sobre sí mismo. Los griegos inventan el modo de existencia estético. Esto es la subjetivación: curvar la línea, replegarla sobre sí misma, conseguir que la fuerza se auto-afecte… no hay sujeto, hay producción de subjetividad: precisamente porque no hay sujeto, la subjetividad debe ser producida en cada momento… la subjetivación es una operación artística que se distingue del saber y del poder, que no tiene lugar en ellos. A este respecto, Foucault es nietzscheano: descubre en la última línea un querer artístico. No pensemos que la subjetivación –es decir, aquella operación que consiste en plegar la línea del afuera- es simplemente una manera de protegerse, de resguardarse. Se trata, al contrario, del único modo posible de arrostrar la línea, de cabalgar sobre ella: quizás caminamos hacia la muerte, hacia el suicidio, pero, como dice Foucault en una extraña conversación con Schroeter, el suicidio se convierte entonces en un arte que ocupa la vida entera” (ibid., 182)

[11] La semiótica se ocupa de los signos. Signo es cualquier cosa que pueda considerarse como sustituto significante de cualquier otra cosa. Se trataría entonces, no de un código –un sistema de relaciones diferenciales- sino de un código asociado a otro código, siendo uno de ellos el sistema transmisor, en referencia al otro que es el sistema transmitido. El primero adquiere el estatuto de expresión, en tanto el segundo se convierte en contenido del primero. Es entonces que no podemos concebir al signo como un elemento, sino como una función, la función semiótica, que supone una correlación entre un sistema de expresión y otro de contenido. Si solo encontramos una señal o estímulo, no necesariamente hay signo. Se trata entonces de un proceso de traducción, que transforma ambos funitivos en dicha articulación. Citemos a Eco, siguiendo a Hjelmslev: “Un signo no es una entidad semiotica fija, sino el lugar del encuentro de elementos mutuamente independientes, procedentes de dos sistemas diferentes y asociados por una correlación codificadora. Hablando con propiedad, no existen signos, sino funciones semióticas. Una función semiótica se realiza cuando dos funtivos (expresión y contenido) entran en correlación mutua: pero el mismo funtivo puede entrar también en correlación con otros elementos, con lo que se convertirá en un funtivo diferente que da origen a otra función… En cualquier caso, lo que entra en crisis es el concepto ingenuo de signo, que se disuelve en un retículo de relaciones múltiples y mutables. La semiótica permite vislumbrar así una especie de paisaje molecular en el lo que la percepción cotidiana nos presenta como formas acabadas son en realidad resultado transitorio de agrupaciones químicas y las llamadas ‘cosas’ son la apariencia superficial de una red subyacente de unidades más microscópicas” (Eco, 1995:84, 85).

[12] “para el oráculo, ‘conócete a ti mismo’ significa conoce tus límites, sábete que eres un hombre mortal, no intentes igualarte con los dioses. Incluso para el Sócrates de Platón, que reinterpreta la fórmula tradicional y le da un alcance filosófico nuevo cuando le hace decir: conoce lo que verdaderamente eres, lo que hay en ti de ti mismo, es decir de tu alma, tu psykhé; no se trata en absoluto de incitar a sus interlocutores para que vuelvan su mirada hacia el interior de sí mismos para descubrirse en el interior de su ‘yo’. Si existe una evidencia indiscutible es desde luego que el ojo no puede mirar a sí mismo, necesita siempre dirigir sus rayos hacia un objeto situado en el exterior. Del mismo modo el signo visible de nuestra identidad, el rostro que ofrecemos a la mirada de todos para que nos reconozcan, nunca nos lo podemos contemplar sino cuando buscamos en los ojos de otro el espejo que nos envía desde fuera nuestra propia imagen” (Vernant. En: Vernant, 1995:26)

[13] Hegel por ejemplo distingue tres momentos en la historia del arte. El primer momento es el del arte simbólico, donde la idea busca su verdadera expresión pero no la encuentra. Tal sería le caso de el brahamanismo (el dios se manifiesta en los diversos seres) y del arte egipicio (las pirámides representan algo que las trasciende). En el arte clásico idea y forma se encuentran, al antropomorfizarse las cualidades divinas estas se hacían presentes como tales en las obras de arte. En el momento del arte romántico, que comienza en la Edad Media y el arte cristiano, idea y forma se desencuentran nuevamente, aunque esta vez a causa del sujeto, que se descubre como tal, como sujeto libre. Muerto Dios, éste es sustituído por el hombre, y los contenidos religiosos serán sustituídos por los de la cotidianidad profana. La consecuencia negativa será la desacralización del arte, que Hegel asocia a un movimiento de degradación de la idea y de  decadencia del arte, que deberá ser sustituído por la filosofia. Kierkegaard, bajo una perspectiva cristiana, diferenciará la concepción trágica de la Grecia antigua de la del mundo moderno. La tragedia griega sería el producto de una subjetividad diferente, sin autoreflexividad. A diferencia de la subjetividad moderna, para la que la caída del héroe es consecuencia de una conciencia reflexiva que debe hacerse cargo de sus propias acciones, el héroe trágico de la Grecia antigua fluctúa entre la culpa y la inocencia, existiendo un padecimiento inherente al acontecer divino, y siendo la subjetividad tan sólo un tema de familia, estado y estirpe. El terror y la conmiseración que según Aristóteles despierta la tragedia Griega en el espectador carecería de culpa en su sentido ético-cristiano. La culpa trágica antigua sería por lo tanto estética, en tanto la culpa moderna -al sufrir un proceso de cristianización- sería ética. La culpa estética se relaciona con el contexto, relativizándose las acciones y produciendo el sentimiento de pena, sentimiento característico del niño. La culpa ética se relaciona con el individuo y supone un arrepentimiento y una conciencia reflexiva que se apropia de las causas de lo sucedido. Se trata de un punto absoluto de autoreconocimiento de sí mismo, que produce  ya no pena, sino dolor, algo más propio del adulto. En suma, interiorización de la culpa, siendo Cristo y su sufrimiento el modelo por excelencia. “Sin ningún prurito se puede afirmar que en el sentido estético, lo trágico es para la vida humana algo así como lo que en su orden representan para ella la gracia y la misericordia divina. Incluso diría que es más sensitivo, y por esa razón estaría dispuesto a llamarlo: un amor de madre que acuna al que está atribulado. Lo ético es inclemente y duro… su camino no conduce a la estética sino a la religión… Lo religioso sería la expresión del amor paternal ya que contiene en sí la ética, aunque moderada” (Kierkegaard, 2005:28,29).  Dicha perspectiva (patriarcal, ¿psicoanalítica?), si bien coincide en ciertos puntos con la de Vernant, no lo hace en su conclusión final, pues Vernant cuestiona y genealogiza la racionalidad, el sujeto occidental y su libre albedrío, inclinando la balanza en favor de la perspectiva trágica.

[14] “For, as Hill be shown, Agave´s recovery is not a stage miracle, requiring ‘suspension of disbelief’. It is the necessary result of Cadmus´ flawless psychotherapeutic strategy. This implies that, unless one is prepared to credit Eurípides with the invention of the principles of genuine psychotherapy, the scene in question must be viewed as an important document in the history of human culture: as the first surviving account of an insight-and-recall oriented psychotherapy, which sheds light upon an aspect of Greek attempts to treat psychiatric illness, which is not otherwise directly attested” (Devereux, 1970)

[15] “¿Cómo comprender el goce que se experimenta ante el espectáculo trágico, si éste despierta la piedad y el terror?... La tragedia produce un placer indudable aunque tenga una coloración dudosa: mezcla de terror y de piedad. Pero no hay tragedia sin héroe trágico, es decir, sin proyección idealizada de un yo que encuentra allí la satisfacción de sus tendencias megalomaníacas. El héroe es el lugar de encuentro entre el poder del aeda, que da vida a la fantasía, y el deseo del espectador, que ve su fantasía encarnada y representada. El espectador es ese pobre héroe a quien no ocurre nada. El héroe es aquél que vive aventuras excepcionales y las marca con sus hazañas, pero que, finalmente, debe pagar muy caro ante los dioses el poder que adquiere por este medio. Semidiós, entra en rivalidad con los dioses y será aplastado por éstos, asegurando así el triunfo del padre. El placer del espectador se ligará pues con un movimiento de identificación con el héroe (piedad, compasión) y con un movimiento masoquista (terror). Todo héroe, y por lo tanto todo espectador, se encuentra pues en la situación del hijo de la estructura edípica…La tragedia es, pues, la representación del mito fantasmático del complejo de Edipo que Freud señaló como complejo constitutivo del sujeto” (Green, 1982:48, 49).

[16] “These data are admittedly suggestive rather than conclusive. They suggest that there may be some (unconscious) connection between sexual problems, self-blinding and the pins or brooches (torn from a woman´s breast) by means of which a self-blinding is attempted or executed. But it must also be conceded that the data I was able to cite do not fully elucidate the nature of that nexus. All one can say is that, in view of the clinical case paralleling the self-blinding of Oidipous, the Sophoklean description of Oidipous´gory deed must be held to be psychiatrically credible. If the story was inspired by his having heard of such a case of brutal self-blinding, then he need not have been consciously aware of the (probable) nexus between brooches (=nipples) and self-blinding, in the unconscious. If he invented this plausible incident ex nihilo, he must have sensed, at least unconsciously, that some such nexus existed in the realm of fantasies. Any attempt to make more definitive pronouncements on this topic would be both philologically and psychiatrically irresponsible”  (Devereux, 1973)

[17] El régimen despótico se compone por una irradiación circular de un centro como fuerza endógena significante; se trata de una circularidad despótica. En el régimen pasional cristiano se trata de una linealidad bíblica; línea recta ilimitada que se constituye en una relación exterior que actúa como punto de subjetivación. En la primera es el rostro despótico visto de frente, en la segunda un doble alejamiento, los rostros se apartan. El profeta se abre a una hermenéutica divina de la epifanía,  construyendo una historia pasional. La traición sustituye a la trampa, el profeta al chivo emisario. Delirio pasional y no delirio paranoico. Jesús es el ejemplo universal de la traición. Edipo es el mito “semita” de los griegos, en tanto glorificación de la pasión y la pasividad. Los regimenes de signos nunca se dan aislados o en estado puro, y siempre son múltiples. El psicoanálisis por ejemplo, es para los autores un mixto de los dos anteriores, de un régimen de significancia y otro de subjetivación. Por un lado significa despóticamente (dimensión edípica territorial; imperialismo del significante), por otro remite a procedimientos pasionales de subjetivación. El psicoanálisis no niega la producción deseante; las formulaciones económicas se abren a dicha problemática, si bien son a su vez subordinadas a la triangulación edípica. Que el psicoanálisis se haya asociado a la lingüística es significativo. Para Deleuze se realiza una complicidad entre ambos que tiene que ver con lo gregario y arborescente del lenguaje: el árbol falo en el que se distribuyen en grados jerárquicos y estructuras arborescentes las formaciones del inconsciente. Primacía de la memoria a largo plazo (secuencial, burocrática, ramificada), sobre una memoria a corto plazo (rizomática, maquínica, capaz de olvidar).

[18] Dos concepciones de desprenden de la noción freudiana del Yo. Por un lado la noción se podría decir mas kleiniana,  de un Yo como sustancia, como el producto de sucesivas relaciones entre el Ello y el mundo exterior. Por otro lado la noción más lacaniana, del Yo como ficción narcisista que se configura en identificaciones sucesivas brindando una consistencia ficcional a un aparato psíquico que, en última instancia, no poseería unidad alguna.

[19] Lo interesante es que Lacan deja de hablar de madre y padre, como lo planteara el Edipo freudiano, para hablar de funciones: función materna y función paterna quien, o, lo que ocupe esa función. La función paterna pued estar ejercida por cualquier elemento que haga de terceridad entre la madre y el hijo. Su trabajo, por ejemplo, sus inquietudes, etc. Finalmente, abandonará los términos madre y padre, incluso como funciones, para subrayar que de lo que se trata es de la heteronimia del sujeto. Es decir, su constitución en el campo del Otro y su posición subjetiva respecto del Otro. Posición que se transferirá a cualquier otro a lo largo de la vida. En sus trabajos, vida amorosa, incluso análisis” (Dupont, 1995:97)

[20] “Su fondo se remonta a datos que es lícito caracterizar como ‘indoiranios’: se los descubre, en efecto, cuando se observa lo que en el Irán es anterior a la reforma de Zoroastro y a la vez homólogo a los hechos conocidos en la India ‘védica’, a saber: por una parte, la creencia en ciertas nociones fundamentales, en una doble jerarquía divina- los daiva y los asura-; por otra, el culto del fuego, los sacrificios animales y los del soma” (Renou, 1960: 5).

[21] “En el primer nivel de la teología vedica, los dos principales dioses soberanos, el mago poderoso Varuna, y Mitra, el contrato personificado, han creado y organizado los mundos, con su plan y sus grandes mecanismos; en el segundo nivel, Indra, el dios fuerte, interviene en muchos duelos espléndidos, conquistas, victorias; en el tercer nivel, los gemelos Nasatya son héroes de todo un conjunto de imágenes cuyas escenas menudas y precisas realzan su calidad de donadores de salud, de juventud, de riqueza, de dicha. Paralelamente, en la materia épica del Mahabharata, que no quedó fijado hasta más tarde pero que –como demostró Stig Wikander- prolonga una tradición muy antigua y parcialmente prevédica, Pandu y sus cinco hijos putativos desenvuelven, por su carácter,  por sus acciones y sus aventuras, la misma ideología de las tres funciones: Pandu y el mayor de los Pandava, Yudhisthira, reyes los dos, y sólo ellos, encarnan los dos aspectos, varuniano y mitriano, de la soberanía; el segundo y el tercer Pandava, Bhima y Arjona, encarnan dos aspectos, brutal y caballeresco, de la fuerza guerrera que el Rgveda reúne en Indra sólo; los hijos cuarto y quinto, los gemelos Nakula y Sahadeva, encarnan varias de las cualidades de los gemelos divinos: bondad, humildad, servicialidad, habilidad también en la crianza de las vacas y los caballos.  La India presenta así, de la ideología trifuncional, una doble expresión mítica, en las aventuras de los dioses y en la de los héroes” (Dumezil, 1990:17)

[22] El mito más importante de este dios, se encuentra en el Rig-Veda y se trata de su combate victorioso contra un dragón gigante llamado Vritra, que retenía las aguas en las cavidades de las montañas. Luego de tomar el soma (bebida sagrada por excelencia de la religión védica), Indra se enfrenta a Vritra y le rompe el cráneo con su vajra o rayo, liberando las aguas e instaurando una nueva situación cósmica. Según Eliade se trataría de un mito muy común en la historia de las religiones, y consistiría en el combate entre un dios y un monstruo ofídico o marino: mediante la victoria del primero, se originaría una nueva situación cósmica. Cabe aclarar que la importancia no se encuentra solamente en el dios como vencedor sino también en el cuerpo del ofidio, que contiene la virtualidad del caos y de lo autóctono, y que actúa como materia prima para el nuevo orden. Veremos luego como esta clase de mitos se repite en la historia de la India, aunque bajo otros nombres y enfatizando en otro tipo de acciones sacras (por ejemplo en el desmembramiento de Purusa por los dioses o en el autosacrificio de Prajapati).  La primacía de Indra como guerrero quizás se deba a la primacía de la casta guerrera (ksatriya) en el sistema social imperante. Como veremos más adelante, es recién en los últimos himnos que encontramos una cosmogonía de carácter sacrificial, y por lo tanto, legitimadora de este acto brahmanico por excelencia.

[23]Según Wasson el mismo origen de las religiones indoeuropeas tendría su razón de ser en los hongos alucinógenos. En un momento determinado, los hongos fueron llevados a la India por pueblos arios del nordeste. “De todo esto parece resultar que los indoarios, entregados al consumo ritual de Amanita muscaria en su hábitat primitivo, se habrían esforzado, después de su ingreso a la India, en conservar fuentes de abastecimiento adquiriendo el hongo seco de los pueblos salvajes de las montañas; separados de tales fuentes, durante un largo período habrían seguido manteniendo el culto tradicional gracias a plantas de reemplazo más o menos eficaces, que describe y discute la literatura brahmánica. Después el antiguo culto habría desaparecido por entero. Vueltos micófobos, los hindúes confunden la multitud de los hongos tenidos por incomestibles, en la expresión despectiva ‘orina de perro’” (Levi-strauss, 1997:216)

[24] “To be real, this way of seeing things must, in the individualistic universe, take the form of an experience, almost a personal revelation, and this is why I speak of ‘sociological apperception’. Thus the young Marx wrote, with the exaggeration of a neophyte: ‘It is society which thinks in me’” (Dumont, 1980:5) Es la sociología francesa la que ha recalcado en la presencia de lo social en la vida mental del hombre.  “In modern society, on the contrary, the Human Being is regarded as the indivisible, ‘elementary’ man, both a biological being and a thinking subject. Each particular man in sense incarnates the whole of mankind. He is the measure of all things (in a full and novel sense)” (ibid.: 9)

[25] “En los Brahmana vemos que los asuntos relativos al ritual se convierten casi en un fín en sí mismos. El ceremonial se aleja cada vez más de su conexión con la deidad personal que es, en cada ocasión específica, el objeto de la invocación, y pasa a tener un carácter cósmico, necesario para la continuación de los procesos de este tipo, lo cual conduce al destronamiento de los dioses como principio fundamental y prepara el terreno para el ascenso de una religión más metafísica, ya sea un monismo impersonal, un pluralismo o, inclusive, una suerte de teísmo.” (Bouquet, 1980: 48)

[26] Cabe aclarar que esta noción aparece ya en los textos védicos como principio ontológico y como columna del mundo (skambha). 

[27] Suele considerarse a la respiración la característica fundamental de las prácticas fisiológicas de la India.

[28] En este punto Escohotado (1995) confronta a Eliade y su tesis de la utilización de sustancias psicoactivas como decadencia y vulgarización de las técnicas de introspección mística

[29] El Centro Zen de Montevideo, sigue las enseñanzas de Deshimaru Roshi, el primer propulsor del Zen en Europa a través de escuelas, libros y medios de comunicación.

[30] Significa actuar sin deseo de ganancia. Se trata no de una suspensión nihilista del deseo, sino de la trascendencia por sobre los resultados, el estar más allá de las expectativas, sin apagar el deseo como productor subjetivante de la realidad.

[31] El concepto proviene de Nagarjuna, fundador de la escuela Madyhamaka. Su análisis consiste en la negación de todo dualismo, inclusive los relacionados con la doctrina budista (samsara-nirvana, dharmas condicionados-dharmas incondicionados). Esto lo lleva a su concepción de vacío o sunyata, del cuál no puede afirmarse ni negarse nada. Se trata de un concepto más allá de todo dualismo y, por lo tanto, de cualquier razonamiento lógico, lo cuál trae como consecuencia una suspensión radical de todo juicio y forma la raíz logofóbica de escuelas como la Soto Zen. “No se diga que la vacuidad es inexistencia; no se diga que la vacuidad es y, siendo, es eterna. En la vacuidad no puede haber eternidad. Y no se diga que la vacuidad no es eterna, porque la vacuidad carece de esencia y lo que carece de esencia no puede ser ni eterno ni no eterno. La vacuidad es vacía: sunyata de la sunyata.” (Fatone, 1962: 155)

[32]Según reza la leyenda, cuando el Shakyamuni toma la decisión de sentarse bajo un árbol a resolver el problema del sufrimiento (y de no volver a levantarse antes de conseguirlo), amontona una cantidad de hojas a manera de cojín, con el propósito de bascular la pelvis y apoyar las rodillas en el suelo, esto es, para adoptar adecuadamente la postura de “loto”. En efecto, el practicante acomoda el relleno del zafu, lo aborda por el lado derecho de la colchoneta llamada zafuton y se sienta con delicadeza. La postura sedente recomendada es la de “loto”, en su defecto “medio loto”. Esta denominación se debe a una metáfora budista tradicional, respectiva a esa planta que, desde sus raíces hundidas en el barro, asciende para desplegar su inmaculada flor. Una consigna zen concerniente a la postura dice: “que las rodillas se hundan en el suelo y que la cabeza sostenga el cielo”. Técnicamente, se trata de las piernas cruzadas de tal manera que el pie izquierdo repose sobre el muslo derecho y el pie derecho sobre el muslo izquierdo. Como nos sentamos sobre el zafu basculando la pelvis hacia delante, el loto permite un excelente apoyo de las rodillas en el zafuton. Además facilita que la columna vertebral, sin perder sus curvas, quede y permanezca erguida. Como la posición de loto no es fácil de adoptar por quienes no tienen suficiente estiramiento en las piernas (o es imposible para determinados diseños anatómicos), se hace o bien la de “medio loto” (sólo con un pie encima de un muslo) o bien la “birmana”, con las dos piernas apoyadas en paralelo sobre el suelo y uno de los talones en el hueco del empeine del otro pie. Si no resulta ninguna, entonces se recurre a técnicas provisorias, como la de seiza (el estilo japonés de estar de rodillas con el trasero descansando en las piernas y los pies yuxtapuestos), el seiza combinado con un almohadón debajo de los pies o entre las piernas, o, si ninguna funciona, se utiliza el quedarse sentado en el borde de una silla, con la columna recta y los pies en el suelo” (Apud, Clara. 2005:37).

[33] En este mudra el dorso de la mano derecha se apoya sobre el de la mano izquierda, ambas palmas mirando hacia arriba. Las yemas de los pulgares se tocan levemente. Además de tener un significado simbólico en relación al samsara (palma inferior) y el nirvana (budeidad, parte superior), el mudra tiene un aspecto práctico, en tanto sirve como guía para el practicante. La tensión en los dedos por ejemplo indica una postura demasiado rígida o poco equilibrada. La correcta ejecución del mudra implica un “justo medio” propio de la doctrina y práctica budista: ni muy relajado ni muy tenso.

[34] Se realiza con la columna derecha, la nuca recta, el mentón recogido y la mirada a unos cuarenta y cinco grados adelante (en forma parecida al zazen). Un puño envuelve a la otra mano mirando hacia arriba. Se vanaza muy lentamente dando un paso corto mientras inspiramos, y expirando al apoyar el pie en el suelo.

Ismael Apud

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