¿Independientes a la fuerza o por la propia voluntad?

por Eduardo Acevedo

Anales Históricos del Uruguay Tomo I año 1933

Pág. 315 a 316

Queda perfectamente iluminado el cuadro de los antecedentes de la convención preliminar de paz de 1828.

El Brasil estaba en plena crisis: sus recursos financieros habíanse agotado; el papel moneda creado para subvenir a las exigencias de la guerra, ahondaba el mal en vez de conjurarlo, a consecuencia de su rápida depreciación; el ejército desalentado por repetidas derrotas, era presa de la anarquía y de> la deserción; el espíritu revolucionario y francamente separatista, asumía en varias -Provincias caracteres alarmantes y llevaba su contagioso impulso hasta los umbrales de la misma población de Río de Janeiro; y para colmo de apuros, la Inglaterra expresaba su decisión firme y decidida de inclinar la fuerza de sus armas en favor de la rápida terminación de la guerra, sobre la base de la independencia de la Provincia Oriental o de su vuelta a las Provincias Unidas, pero en ningún caso de su incorporación al Imperio. ¿Qué otra cosa podía hacer el Emperador en tan angustiosas circunstancias, sino renunciar al territorio conquistado?

No era menos intensa la crisis que agobiaba a las Provincias Unidas. El papel moneda, creado allí también para subvenir a las exigencias ds la guerra, sufría violentas oscilaciones de repercusión dolorosa en los precios; el bloqueo de la escuadra brasileña, producía el incesante encarecimiento de las mercaderías de consumo y la pérdida irremediable de los productos de exportación; el ejército de Ituzaingó, falto de recursos, tenía que retroceder a territorio oriental y se desbandaba bajo la presión de la miseria; la política interna amontonaba elementos de terrible empuje, que a raíz de la celebración de la paz arrastraban al patíbulo al gran gobernador Dorrego, en desagravio de las derrotas políticas del partido unitario que había hecho crisis con Rivadavia; y finalmente, la diplomacia inglesa, que daba a entender a la Corte de Río de Janiero que todas las fórmulas de paz eran buenas con tal que no mantuvieran las tropas brasileñas en la Provincia Oriental, declaraba sin ambages al Gobierno de Buenos Aires que tampoco era de su agrado la incorporación de dicha Provincia a las demás del Río de la Plata, porque eso consagraría un monopolio de las costas, peligroso a los intereses del comercio marítimo.

En cuanto a los orientales, sus tradiciones eran eminentemente federalistas, y a la enorme influencia de ellas no habían escapado ni los jefes militares que con Lavalleja y Rivera a la cabeza proclamaban la incorporación incondicional, ni los hombres civiles que en la Asamblea de la Florida se encargaban de sancionar ese voto. Pero a la vez constituían un pueblo de acentuada fisonomía propia, que había sido el punto de arranque del movimiento democrático del Río de la Plata; que había derramado su sangre durante cuatro años para contener la invasión portuguesa y durante un período mucho mayor para evitar que los hombres de pensamiento erigieran un trono en Buenos Aires; y que con el mismo empeño había luchado para reemplazar la omnipotencia ‘de los gobernantes con instituciones que dieran unidad a la Nación y garantías autonómicas a las provincias. Acordarles la independencia, no era darles una cosa nueva, sino una cosa que ellos tenían conquistada en buena lid, aunque subordinándola plenamente al régimen federal, del que sólo se habían separado de hecho, mientras no obtuvieran la unión a base de instituciones, única que admitían.

Al tiempo de firmarse, pues, la convención de paz los dos grandes contendientes de Río de Janeiro y Buenos Aires tenían agotadas sus fuerzas y recursos, y estaban dominados por la influencia inglesa que los obligaba a reconocer la independencia de la Provincia Oriental. Y, a su vez, la Provincia Oriental era ya entonces un organismo autónomo, formado en las luchas de la libertad y con energías sobradas para renovar la guerra cuantas veces fuera necesario a la defensa de sus ideales y al sostenimiento de sus fueros.

En 1814 y 1815, cristalizado el movimiento federal por la incurable resistencia de la oligarquía argentina a reconocer que arriba de los hombres estaban las instituciones, los orientales habían hecho vida independiente, anticipándose, en consecunecia, a lo que la Inglaterra debía imponer más tarde a los gobiernos de Buenos Aires y de Río de Janeiro. La convención de paz limitábase, pues, a consagrar un hecho que ya existía por obra de las fuerzas vivas de la Provincia, sin que esto importe desconocer que la opinión general, movida todavía por el grande y genial impulso de Artigas, habría optado, dentro de un ambiente de plena libertad, por la reincorporación k las Provincias Unidas, en la forma y con las condiciones que en su caso hubiera prestigiado el Jefe de los Orientales y Protector de los Pueblos Libres, a la sazón proscrito en el Paraguay.

Tal es la solución, consoladora para el patriotismo oriental, del problema relativo a la tradición de los Treinta y Tres, a la actitud de la Asamblea de la Florida y a. la convención de paz de 1828.

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Los intereses uruguayos ante la Convención de Paz de 1828.

Hemos dicho antes de ahora que la campaña iniciada por los Treinta y Tres orientales el 19 de abril de 1825, terminó en agosto de 1828, mediante la Convención que desvinculó a la Provincia Oriental del Brasil y de la Argentina, constituyéndola en Estado independiente.

Pues bien: en ese acto importantísimo no tuvo participación el Gobierno oriental y, en consecuencia, los intereses uruguayos' quedaron olvidados o sacrificados en buena parte.

¿Cuáles debían ser, por ejemplo, los límites territoriales del nuevo Estado?

La Convención de Paz se limitó a decir que las tropas argentinas pasarían «a la margen derecha del Río de la Plata o del Uruguay» y que las brasileñas se embarcarían o, en su defecto, se retirarían «para las fronteras del Imperio».

Con relación a la Argentina, quedaba bien delineada la cuestión de límites: la Provincia Oriental era reconocida dueña de la mitad de los dos grandes ríos divisorios, puesto que se obligaba a las tropas a correrse hasta la margen opuesta.

Pero con relación al Brasil, la línea fronteriza seguía indeterminada, dándose así oportunidad al más fuerte y voraz de los dos contendientes para seguir avanzando en el territorio ajeno hasta reducirlo a su mínima expresión, como efectivamente lo redujo.    ’

Buena parte de los peligros habrían desaparecido si la Inglaterra hubiese garantizado la efectividad de la Convención preliminar de 1828.

La independencia de la Provincia Oriental emanaba, como también lo hemos dicho a su debido tiempo, de tres factores: la intensa crisis económica y financiera que agobiaba a la Argentina después de tres años de guerra; la intensa crisis económica y financiera que también afectaba al Imperio brasileño; y la presión incontrastable del Gobierno inglés a favor de la paz.

Días antes de la batalla de Ituzaingó, en febrero de 1827, ya la diplomacia inglesa había presentado a la cancillería de Rio de Janeiro un notable proyecto de paz, sobre la base de la erección de la Provincia Oriental en Estado independiente y, desde ese momento, 110 cesó de ejercer presión en el mismo sentido, hasta obtener el triunfo de su fórmula en el tratado de paz. De la reiteración de sus gestiones instruye una nota del Gobierno de Dorrego al Gobierno oriental, de marzo de 1828, anunciando que había recibido proposiciones de paz por conducto de la Legación británica, sobre la base de laf independencia de la Provincia Oriental.

Pero la Inglaterra intervenía con la reserva expresa de no comprometer su garantía de mediadora.

Desde septiembre de 1826, en los comienzos de la gestión, manifestaba el Ministro inglés, lord Ponsomby, al Presidente Rivadavia:

«Después de maduras reflexiones, debo negar toda concesión a cualquier medida que tenga por objeto, directa o indirectamente, proponer a la Gran Bretaña que dé su- garantía a cualquier ajuste territorial.»

«Tal garantía, agregaba en una segunda nota del mismo mes, es absolutamente contraria a la política adoptada por el Gobierno de Su Majestad.»

Dos años después, en agosto de 18 28, tuvo que contestar lord Ponsomby una nota en que los diplomáticos argentinos, generales Balcarce y Guido, le preguntaban,si estaba facultado «para garantir, en su capacidad oficial, cualquier convenio o tratado definitivo de paz entre la República y el Imperio del Brasil, sobre las bases que durante la negociación se habían discutido, co*n conocimiento de los ilustrados ministros británicos, cerca de uno y otro Gobierno»; y la contestó diciendo que «no se hallaba autorizado para contraer ningún compromiso».

Se firmaba, pues, Ja Convención preliminar de Paz, sin la concurrencia de un Comisario o Ministro que representase y defendiese los intereses orientales y sin la garantía del Gobierno que había actuado como mediador entre la Argentina y el Brasil.    '

Una sola esperanza quedaba: la interpretación de la cláusula de la Convención que obligaba al Brasil y a la Argentina a nombrar plenipotenciarios para el tratado definitivo de paz; una interpretación que permitiera intervenir a la República Oriental en el debate y ajuste de ese tratado que debía afectar su territorio y la estabilidad de sus instituciones.

Obtuvo el Gobierno de Rondeau de la Asamblea Constituyente, en marzo de 1829, una partida de diez mil pesos para el envío de dos agentes diplomáticos ante los gobiernos del Brasil y de la Argentina, encargados de promover «las gestiones y derechos orientales»; y marcharon con tal objeto a Buenos Aires don Santiago Vázquez y a Río de Janeiro don Nicolás de Herrera.

La prensa de la época dijo que era para obtener el nombramiento de comisarios encargados de revisar el proyecto de Constitución oriental.

Pero el Director de «El Nacional», que tuvo a la vista en 1845 las instrucciones dadas a don Santiago Vázquez, dijo que ellas tenían por objeto el establecimiento de faros en las costas del Este, principalmente en la isla de Lobos; la organización del servicio de prácticos lemanes; y la intervención de un Ministro oriental en el tratado definitivo de paz.

El general Lavalleja, sucesor de Rondeau, dando cuenta a la Asamblea del resultado de las gestiones, decía en su mensaje de octubre de 1830 que el Brasil había accedido a la intervención diplomática del Uruguay en el tratado definitivo, pero que el asunto estaba paralizado por efecto de la situación anormal de las provincias argentinas.

Y nada se consiguió después, por la resistencia de Rosas, como tendremos oportunidad de comprobarlo.

Tal era el vicio grave de la Convención de 1828: haber excluido al Uruguay de las negociaciones y no haber insistido en que la Inglaterra prestara su garantía a la efectividad de lo pactado.

El Uruguay, tratado así como menor de edad, quedaba abandonado a la buena o mala fe de dos vecinos formidables, interesados en dificultar su desarrollo tranquilo y progresista:

El Brasil, para seguir absorbiendo territorios, siempre que no le fuera posible tragarsé todo el país, como lo pedía siíi ambages, en abril de 1830, el pliego de instrucciones expedido al vizconde de Abrantes, encargado de negociar el asunto ante, las potencias europeas, a pretexto de que el Uruguay era «el único lado vulnerable del Brasil» y «el límite natural del Imperio»;

Y la Argentina, por la sed de conquistas de Rosas y por las inevitables acciones y reacciones de los partidos de aquende y allende el Plata.

Uno de los miembros más notables de la Asamblea Constituyente, el doctor José Ellauri, enviado en 1839 ante los gobiernos europeos para organizar la resistencia contra Rosas, decía a la Cancillería de Francia al recapitular los antecedentes de la contienda que se libraba a la sazón en el Río de la Plata;    i    ¡    .'

La independencia oriental contrariaba la pretensión brasileña de redondear el territorio del Imperio y contrariaba también a muchos hombres influyentes de la República Argentina, que miraban en el nuevo Estado «un rival funesto del incremento y prosperidad de Buenos Aires». Esos hombres hubieran preferido la anexión del territorio oriental al Brasil, en l£ esperanza de evitar el engrandecimiento a que lo inclinaban su posición geográfica, su suelo y su clima. «Disposiciones, ideas e intereses tan contrarios a la independencia de la República en vecinos más poderosos que ella, no necesitabañ más que ocasión para manifestarse y obrar en consecuencia».

Podrá haber exageración en algunas de las apreciaciones del estadista oriental; pero el hecho cierto y positivo es que apenas concluida la Convención de 1828, ya se abre para el Uruguay una serie de convulsiones intestinas, iniciadas y mantenidas por los dos signatarios de esa Convención, entre cuyas cláusulas figuraba, sin embargo, una que decía así:

«Siendo un deber de los dos gobiernos contratantes auxiliar y proteger a la Provincia de Montevideo, hasta que ella se constituya completamente, convienen los mismos gobiernos en que si, antes de jurada la Constitución de la misma Provincia y cinco años después, la tranquilidad y seguridad fueran perturbadas dentro de ella por la guerra civil, prestarán a su gobierno legal el auxilio necesario para sostenerlo y mantenerlo.»

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La Constitución de 1830.

De acuerdo con lo dispuesto en la Convención preliminar de Paz la tercera Legislatura sancionó, el 10 de septiembre de 1829, la Constitución del Estado.       .

Esa Constitución sólo fué jurada el 1-8 de julio de 1830, por haber demorado su examen loe plenipotenciarios de la Argentina y del Brasil encargados de averiguar si algunas de las cláusulas de la Carta eran opuestas a la seguridad de sus respectivos países.

Señalaba así el constituyente Ellauri las dificultades con que había tropezado la Comisión redactora del proyecto de Constitución:

«Los señores representantes son testigos oculares de las faltas que se han sufrido en las diferentes residencias accidentales que ha hecho necesariamente la Asamblea en los otros departamentos. Sin la comodidad precisa para el recogimiento y la meditación, sin libros, y sin una sociedad numerosa de ciudadanos ilustrados a quienes consultar y de quienes recoger conocimientos útiles, desconfiando de nuestra propia debilidad, ¿cómo era posible lisonjearse con la esperanza del acierto?»

Las dificultarles fueron, con todo, vencidas por él talento, el patriotismo y la laboriosidad de un grupo de diputados, entre los que sobresalían don Santiago Vázquez, don José Ellauri, don Julián Alvarez, don Lorenzo Justiniano Pérez, don Ranzón Masini, don Francisco Solano Antuña, don Miguel Barreiro, don Luis Lamas, don Solano García, don Francisco Joaquín Muñoz y don Atanasio Lapido. .

Todo lo que entonces era proclamado en los países más adelantados del mundo como necesario para asegurar el régimen de libertad, fué aprovechado y puesto a contribución por los constituyentes orientales.

He aquí algunas de las grandes líneas de esa Constitución, que ha estado en vigencia durante cerca de noventa años:

I. El Estado Oriental jamás será patrimonio de persona alguna, ni de familia

alguna. La Soberanía reside en la Nación.

T>a religión del Estado es la católica apostólica romana.

II. Los ciudadanos son naturales y legales. Son naturales los nacidos en el

país; son legales los extranjeros que tengan padres o hijos nacionales desde el acto de avecindarse en el país; los que hayan combatido en calidad de oficiales en los ejércitos nacionales; los casados con hijas del país, que tengan profesión o industria, y los que reúnan alguna de esas cualidades y cuenten cuatro años de residencia.

Todo ciudadano puede votar y ser llamado a los puestos públicos.

La ciudadanía se suspende, entre otras causas, por el hábito de la ebriedad; por no saber leer ni escribir; por la condición de sirviente a sueldo, peón jornalero o soldado de línea; por vagancia'. Y se pierde, entre otras causas, por sentencia que imponga pena infamante y por admitir empleos o títulos de Gobierno extranjero.

III. El Estado Oriental adopta la forma de gobierno representativo - republicana y delega el ejercicio de su soberanía en los tres altos poderes; Legislativo, Ejecutivo y Judicial.

El primero, decía en su discurso el constituyente Ellauri, tiene la voluntad, el segundo la acción, el tercero la aplicación.

IV. El Poder Legislativo es ejercido por la Asamblea General, compuesta de

dos Cámaras, la de Senadores y la de Diputados. Le corresponde dictar leyes, crear impuestos, elegir los ciudadanos que han de desempeñar el Poder Ejecutivo y la Alta Corte de Justicia.

V. El Poder Ejecutivo es ejercido por una sola persona bajo la* denominación

de Presidente de la República. El Presidente es el jefe superior del Ejército, nombra empleados y ejecuta las leyes. Está obligado a rodearse de ministros para el despacho de las secretarías de Estado.

VI. El Poder Judicial se ejerce por una Alta Corte de Justicia, Tribunales de Apelaciones y Juzgados de primera instancia.

VII. El gobierno interno de los departamentos queda a cargo de Jefes Políticos, nombrados por el Poder Ejecutivo, y de Juntas Económico - Administrativas elegidas por el pueblo.

VIII. Ningún ciudadano puede ser preso sino en flagrante delito o habiendo semiplena prueba de él, y por oxden de Juez competente. El Juez deberá tomar declaración al arrestado dentro de las veinticuatros horas y empezará el sumario examinando a los testigos dentro de* las cuarenta y ocho horas.    ,    I

IX. Nadie nacerá ya esclavo en el territorio del Estado.

X. Los hombres son iguales ante la ley, no reconociéndose entre ellos otras distinciones que las de los talentos y las virtudes.

XI. La casa del ciudadano es sagrada. Nadie podrá entrar a ella de noche sin su consentimiento y de día sólo con orden escrita de Juez competente.

XII. Nadie puede ser penado sin forma de proceso o sentencia legal.

XIII. Las cárceles servirán para asegurar a los acusados y no para martirizarlos.

XIV. La correspondencia es inviolable salvo los casos en que la ley autorice a abrirla.

XV. Es enteramente libre la comunicación del pensamiento mediante palabras, escritos privados o publicados por la prensa, en toda materia, sin necesidad de previa censura, quedando responsabte el autor y, en su caso, el impresor, por los abusos que cometieran, con arreglo a la ley.

XVI. La seguridad individual no podrá suspenderse sino con anuencia de la Asamblea General o de la Comisión Permanente estando aquélla en receso, y en el caso extraordinario de traición o conspiración contra la Patria, -y entonces sólo será para la aprehensión de los delincuentes.

XVII. El derecho de propiedad es sagrado e inviolable; a nadie podrá privarse de ella, sino conforme a la ley.

XVIII. Todo habitante del Estado puede dedicarse al trabajo, cultivo, industria o comercio que le acomode, como no se oponga al bien público o al de los ciudadanos.

XIX. Es libre la entrada de todo individuo al territorio de la República, su permanencia en él y su salida con sus propiedades, observando las leyes de policía y salvo perjuicio de terceros.

XX.  Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo atacan al orden público, ni perjudican a un tercero, están sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados.

XXI. Ningún habitante del Estado estará obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe.

Todos los derechos individuales quedaban garantizados, pues, y como medio de asegurar más su eficacia, se establecía la libertad de imprenta, «esa salvaguardia — exclamaba el constituyente Ellauri — centinela y protectora de todas las otras libertades; esa garantía, la más firme, contra los abusos del poder, que pueden ser denunciados inmediatamente ante el tribunal imparcial de la opinión pública y en cuyo elogio dice un célebre publicista de nuestros días que mientras un pueblo conserva intacta la libertad de la prensa, no es posible reducirlo a esclavitud*.

Manifiesto de la Asamblea Constituyente.

Antes de ser puesta en vigencia la Constitución la Asamblea dirigió un manifiesto al país, con el propósito de inculcar hábitos de orden, de paz, de respeto a las instituciones, de acatamiento a las autoridades.

«Veinte años de desastres, de vicisitudes y de incertidumbres — decía la Asamblea — nos han dado una lección práctica de que el amor a la independencia y libertad, el deseo de conseguirlas y los sacrificios para obtenerlas, no son suficientes para conservar ese bien, tras el cual corremos en vano desde el comienzo de nuestra gloriosa revolución...» Los votos hechos al tomar las armas en 1810 y al empuñarlas de nuevo en 1825, «no se llenarán jamás si como mostrasteis ardor en la guerra, no lo mostráis igualmente en respetar las autoridades, «mar las instituciones y observar invariablemente el pacto constitucional que han sancionado vuestros representantes».

Hablaba luego la Asamblea de la Constitución próxima a jurarse:

«No esperéis, sin embargo, que ella repare, instantáneamente, los males que nuestra sociedad ha experimentado, los que siente generalmente la América y que sufre todo país al reformar sus instituciones* No: no es ella solamente la que ha de traernos la tranquilidad interior y la libertad. Es preciso que nosotros sacrifiquemos las aspiraciones, que nos prestemos gustosos a cumplir la ley y nos opongamos con firmeza al que intente traspasarla.»

Señalaba más adelante el caso de los demás pueblos americanos que todavía no habían podido consolidar su existencia:

«Otro tanto debemos esperar si la fuerza es alguna vez entre nosotros título suficiente para hacer valer pretensiones personales; si no tenemos bastante voluntad para resignarnos y sujetarlas a los poderes constituidos, nuestra patria no existirá, porque su existencia depende del sacrificio que hacen todos los individuos de una parte de su libertad, piara conservar el resto; y así como ésta es un principio conservador, el uso de la fuerza lo destruye.»

«No será posible alcanzar jamás una perfecta consonancia de ideas y de pensamientos; pero los trastornos que resultan de la diversidad de opiniones, cuando ,se salvan las formas constitucionales, producen un efecto pasajero que no ataca inmediatamente a la sociedad, y las personas quedan garantidas de su resultado por el respeto que aún se conserva-a la ley: mas, cuando los poderes que sostienen la máquina política se inutilizan, porque los súbditos intentan oponerse por las vías de hecho, la guerra es el resultado necesario; las leyes quedan olvidadas; las garantías sociales se desprecian; se rompe todo freno: las desgracias se suceden; los ciudadanos se desmoralizan; los partidos, desconociendo límites a sus pretensiones, se hacen culpables a la vez; y el país, córriendo de revolución en revolución, se precipita a su ruina.»

Tales eran las patrióticas exhortaciones de la Asamblea Constituyente. Del heroísmo 3e los orientales nadie podía dudar. Todos estaban de acuerdo con el diputado Ellauri, cuando decía a nombre de la Comisión redactora de la Constitución: «si gloriosa ha sido la revolución general de América, heroica y sin ejemplar fué la de este territorio». Pero todos temían también que las ambiciones personales, que ya asomaban vigorosamente, alzaran el principio de la fuerza sobre el principio de las instituciones. De ahí la insistencia en pedir acatamiento a la Constitución, en anatematizar los procedimientos violentos, en recomendar la lucha tranquila de las ideas, sin saltar jamás las vallas de la ley.    . .

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Sobre denominaciones.

En el proyecto presentado por la Concisión redactora de la Constitución, el Uruguay figuraba con el nombre de «Estado de Montevideo».

El constituyente Gadea propuso el de «Estado Oriental», dando como argumento que el nombre propuesto por la Comisión podía provocar celos en los demás departamentos. Su tesis fué reforzada por el diputado Barreiro, quien recordó que los guerreros de la Independencia habían llevado invariablemente el nombre de orientales.

Ocupándose de la primera de estas objeciones, dijo el diputado Costa que la denominación de Montevideo había sido aplicada siempre a todo el territorio nacional.

De la segunda se ocupó el doctor Ellauri en esta forma concluyente:

«Que en el estado de provincia se le llamara oriental, nada tiene de extraño, porque era la más oriental de todas ellas; pero en su nueva categoría do puede llamarse así, porque su posición geográfica no lo permite.»

Cerrado el debate prevaleció el nombre de «Estado Oriental del Uruguay», quedando !a anomalía que señalaba el constituyente Ellauri y que ha ratificado

la opinión extranjera al suprimir la palabra «Oriental» en sus referencias.

Más sensato hubiera sido mantener el nombre que proponía la Comisión redactora, nombre conocido y aplicado uniformemente durante todo el coloniaje y aun largo tiempo después.    *

La idea federal.

Otra cláusula del proyecto de la Comisión redactora despertó interesantes debates en el seno de la Constituyente.

Entre las atribuciones del Poder Ejecutivo figuraba la de «iniciar y concluir tratados de paz, amistad, alianza, federación, comercio y cualesquiera otros, necesitando para ratificarlos la aprobación de la Asamblea General».

Las dos figuras más espectables de la Asamblea se encargaron de llevar la palabra.

E'l doctor Ellauri manifestó que al país podía resultarle conveniente, en determinadas circunstancias, confederarse a otros Estados. «Estando en la esfera de lo posible el que los pueblos crean encontrar la felicidad en la federación, ha querido la Comisión consignarlo en la Constitución».

Pero don Santiago Vázquez replicó que no era la oportunidad de prever esa solución; que declarada la independencia no podía consignarse en la Carta Fundamental la palabra federación; que si llegaba el caso a que se refería el doctor Ellauri, el Cuerpo Legislativo se ocuparía de él, siendo innecesario, por lo tanto, que figurase en la Carta Fundamental.

Y el vocablo que traducía la idea genial de Artigas, quedó suprimido.

Jura de la Constitución.

La Constitución fué jurada el 18 de julio de 1830, por los empleados públicos ante sus superiores y por los ciudadanos ante las autoridades civiles de los pueblos, en medio de grandes festejos oue empezaron el mismo día 18 en forma de salvas de artillería, tedéum, funciones de teatro, iluminación de la ciudad con vasos de colores, bailes en las casas particulares y en los tablados de la plaza por brillantes comparsas de máscaras.

La guarnición de Montevideo, constituida por el batallón de cazadores, el escuadrón de caballería de línea y un piquete de milicias de infantería, prestó su juramento en la plaza.

Los festejos debían limitarse a tres días, pero el pueblo triplicó el plazo, con un entusiasmo creciente, al que hubo de poner fin la Policía mediante una ordenanza que prohib.ía el uso de las caretas y las carreras de caballos en las calles de la ciudad, «sin embargo de la moderación que se había observado en los regocijos públicos».

El pabellón nacional y el escudo de armas.

La Sala de la Florida dictó una ley que establecía que el pabellón de la Provincia sería el mismo que ya había admitido, «compuesto de tres franjas horizontales, celeste, blanca y punzó, hasta tanto que incorporados los diputados a la soberana Asamblea Nacional, se enarbolara el reconocido por las Unidas del Río de la Plata».

Era la bandera tricolor, que había tremolado triunfante en las batallas de! Rincón y de Sarandí.

A principios de 1826 quedó sustituida por el pabellón argentino.

Declarada la Independencia por la Convención de 18 28, se dirigió el Gobernador sustituto don Joaquín Suárez, a la Constituyente, pidiéndole que designara el pabellón nacional, y entonces la Asamblea, en su ley de 16 de diciembre de 1 828, resolvió lo siguiente:

«El pabellón del Estado será blanco, con nueve listas de color azul - celeste, horizontales y alternadas, dejando en el ángulo superior del lado del asta un cuadrado blanco, en el cual se colocará un sol.»

Por otra ley, dictada casi en seguida, fué adoptádo para la escarapela nacional el «color azul - celeste».    -

Una tercera ley, dictada a principios de 1829, señaló el escudo de armas en esta forma:

«Será un óvalo coronado con un sol y cuarteado: con una balanza, por símbolo de la equidad y la justicia, colocada sobre esmalte azul en el cuadro superior de la derecha; en el de la izquierda, el Cerró de Montevideo, como símbolo de fuerza, en campo de plata; en el cuadro inferior de la derecha, un caballo suelto, como símbolo de libertad, en campo de plata; y en el de la izquierda, sobre esmalte azul, un buey, como símbolo de la abundancia. Adornado el escudo con trofeos militares, de marina y símbolos del comercio.»

Próximo ya el 'día de la jura de la Constitución, se hizo moción en el seno de la Constituyente para que el número de las listas de la bandera fuese disminuido y, encontrándose atendible la idea, se dictó la ley de julio de 183 0, que dice así:

«El pabellón nacional constará de cuatro listas azules horizontales, en campo blanco, distribuidas con igualdad en su extensión», quedando subsistente, en lo demás, la ley dictada dos años antes.

Como razones determinantes de la reforma se invocó que la multitud de listas producía confusión a la distancia y que habiendo sido el propósito de la Asamblea representar con ellas el número de los departamentos, resultaban 19 listas, entre blancas y celestes, en vez de las 9 que correspondían a Montevideo, Cerro Largo, Soriano, San José, Colonia, Maldonado, Paysandú, Canelones y Durazno, defecto que con el nuevo pabellón desaparecía.

La prensa de la época insinuó la idea de reformar también los emblemas del escudo de armas, alegando que el buey'era símbolo de paciencia y de labor agreste, más que de abundancia, y que el caballo podría ser símbolo de obediencia, de valor, de generosidad, pero no de libertad.

Pero el escudo quedó intacto, a despecho de una tentativa del Gobierno de Rivera, a principios de 1831, para modificarlo en esta forma:

«Un solo cuartel blanco, conteniendo en el centro un cerro circundado de agua; sobre el cerro el asta con el gorro de la Lib.ertad; el escudo coronado con un sol naciente y colocado sobre 9 flechas representativas de los departamentos de la República.»

La integridad del territorio nacional.

A fines de 1829 se ocupó la Asamblea Constituyente de la propiedad de la isla de Martín García con ocasión del proyecto de ley que mandaba instalar una aduana central para el comercio del Uruguay en la punta de Chaparro.

Uno de los diputados sostuvo que sería más conveniente establecerla en Martín García, dando con ello base a un importantísimo cambio de ideas.

El diputado Lamas, luego de haber expresado, que él ignoraba si la isla nos pertenecía, se rectificó en una sesión subsiguiente, persuadido, dijo, de que era nuestra y que sólo por efecto de circunstancias transitorias la ocupaba el Gobierno argentino.

El diputado Gadea dijo que la Convención preliminar de Paz fijaba como límites orientales las márgenes del Uruguay y que, en consecuencia, nadie podía sostener que Martín García perteneciera a la Argentina.

El diputado Barreiro agregó que la Convención de Paz, al declarar independiente la Provincia Cisplatina, resolvía de hecho el problema, puesto que Martín García había sido ocupada por los portugueses, sin reclamos del Gobierno argentino. Según sus informes la isla estaba desocupada, pero si no lo estuviera debería quedar evacuada de acuerdo con la Convención.

Para el diputado Costa era imposible poner en duda los derechos orientales. Y aunque otro diputado, el señor García, afirmó lo contrario, la Asamblea se pronunció sin vacilaciones a favor del cambio de asiento de la aduana indicado por el constituyente Gadea.

De acuerdo con la ley de octubre del mismo año 1829, que resultó de esos debates, el Gobierno «establecería, con la mayor brevedad posible, una aduana central para el comercio del Uruguay en la isla de Martín García», y mientras se allanaran «los inconvenientes» que pudieran presentarse, funcionaría la aduana en otro punto próximo a la desembocadura del Uruguay.

Pocos días después sostenía ante la Asamblea Constituyente el Ministro de Hacienda que era muy difícil extirpar el contrabando a través de la laguna Merim, Yaguarón y Cebollatí, por medio de guardas, y que mejor resultado se obtendría mediante la organización de cuatro ferias anuales en la línea fronteriza con el Brasil.

Casi en los mismos momentos se afirmaba, pues, en forma terminante, la jurisdicción uruguaya, con relación a la argentina, en las aguas del Plata y del Uruguay, y con relación al Brasil, en las aguas de la laguna Merim, del Cebollatí y del Yaguarón; dos grandes conclusiones que habrían de quedar olvidadas o sacrificadas por efecto de las guerras civiles incubadas a raíz mismo de la cruzada heroica de los Treinta y Tres orientales.

Antes de finalizar el año 1829 el Gobierno de Rondeau abordó otra obra importante del mismo punto de vista de la integridad del territorio nacional: «la preparación de las bases para formar la gran carta territorial del Estado». Fué encomendada a una Comisión presidida por el ingeniero don José María Reyes, que debería recorrer los departamentos con ese objeto y también con el de activar la recaudación del canon enfitéutico adeudado y elegir los puntos más adecuados para el establecimiento de puentes en los ríos Yi y Santa Lucía.

Si Ja carta geográfica que ordenaba ese decreto refrendado por Rivera como Ministro de Gobierno, se hubieia levantado, muchos de los territorios que la voracidad brasileña se fue tragando a la sombra del abandono creado por nuestras guerras civiles, hubieran quedado ahí, en un documento público bien delineado, como base de derechos y de reclamaciones imposibles de desatender, evitándose además que por los tratados de octubre de 1851 y luego por la delineación efectiva de la frontera perdiera el Uruguay otras zonas que nadie le disputaba cuando el Gobierno de Rondeau entregaba su decreto a la publicidad.

Ver:

  Cuadro de los antecedentes de la Convención preliminar de paz de 1828  - La Cruzada de los Treinta y Tres Orientales - El génesis de la cruzada

 

por Eduardo Acevedo
Anales Históricos del Uruguay Tomo I año 1933

Casa Barreiro y Ramos S. A. Montevideo, Uruguay

 

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