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José Emilio Pacheco:
“Para que brote agua en desierto” |
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“En el ámbito de la poesía mexicana contemporánea, José Emilio Pacheco aparece como un poeta independiente, difícil de filiar con propuestas grupales”, anota Susana Zanetti en el ensayo que acompaña la antología que Diario de Poesía preparó para presentar en sus páginas al autor de Tarde o temprano, Los trabajos del mar y, más recientemente, Miro a la tierra. “Palabra, / lluvia en el tiempo que agoniza”. Enrique González Rojo, Elegías romanas I Hay que darse valor para hacer esto:/ escribir cuando rondan las paredes/ uñas airadas, animales ciegos,/ ácidos perros del furor, guardianes/ de un orden que estalló/ y entre las ruinas/ quiere la lepra envenenar la tierra... (Poema 10, El reposo del fuego): una y otra vez encama en la poesía de José Emilio Pacheco un paisaje de desolada violencia que pareciera corroer y volver estéril la palabra. La voz del poeta solo tiene a su alcance palabras carcomidas, polvo momentáneo que clausura a posibilidad de aquel impulso grandioso y temerario que, si bien destruye, las glorias deletrea/ entre los caracteres del estrago”. ¿Está cerrado ya todo sueño, ese desafío sostenido que encamó en la poesía mexicana esa “llama trémula / en la noche de piedra del virreinato”? Convengamos que el tiempo es tema central en la poesía de Pacheco. El tiempo nos convoca y nos desmorona cada vez; nos define, y a mismo tiempo nos convierte en la tumba de los infinitos fantasmas desvaídos que sucesivamente vamos siendo. Pero la significación del tiempo y de su impronta sobre el hombre y el mundo, precisemos, cambia y se transforma a lo largo de los textos de Pacheco. Por una parte el tiempo se adentra cada vez más en la historia, en un presente concreto, fechable en buena medida, que privilegia un espacio, la ciudad de México, símbolo de la infinita desvastación, de la ruina del planeta. Los hombres ya no son sobre todo un momento de condensación de esa lucha feroz que compromete a los elementos de la naturaleza, son también actores encarnizados de la destrucción y la miseria. Por otra, a medida que se avanza en la lectura esa violencia destructiva se degrada: la promueven intereses mezquinos, criminales vulgares que se engolosinan con la discreta estupidez de los shopping center o con las historias cursis del Readers Digest; la ironía se desliza entonces hacia el bestiario: la inmensidad de la noche, el rojo estallido del sol, la hoguera dejaban intersticios por donde transitaban gusanos y hormigas, en los primeros libros; pero ya en No me preguntes cómo pasa el tiempo el bestiario crece en significación y en número hasta ocupar una parte del libro. A veces son como metáforas de las angustias o de la acción de los hombres; pero muchas otras los animales pequeños, sometidos a la crueldad y al esquicio del “rey de la creación”, son sus irónicos testigos, más dignos y conscientes del sentido simple de su destino (“Hormigas”: “saben que están aquí porque siempre hubo hormigas y deben continuar su camino contra el veneno y contra el pisoteo con el único objeto de que este mundo no se vuelva otro lugar desierto y sin hormigas”). Son estos animales los que abren también una cierta posibilidad de futuro que los vincula con los desposeídos, con los hombres ahora dominados y reprimidos que “sin pausa heredarán la tierra”. Una observación última e importante sobre esta lectura acerca del modo de avanzar de la producción poética de Pacheco. A partir de No me preguntes cómo pasa el tiempo, más ajustadamente, con “Manuscrito de Tlatelolco” se impone de lleno la relación intertextual, la cita, la reescritura, la traducción y las versiones; en suma, las voces de otros que se tejen con las del sujeto, de ese sujeto que las hace momentáneamente suyas para que renaciendo, esa poesía alcance una posibilidad de permanencia. También el autor, como Pessoa o como Pound, se abre en otros. No me preguntes cómo pasa el tiempo cierra en el “Cancionero apócrifo” de Julián Hernández y de Fernando Tejeda, que tematiza irónicamente la fragilidad de las estéticas y ensimismadamente la fragilidad misma de la poesía: “Mis versos durarán menos que tu belleza”, consiente Femando Tejeda recreando un soneto de Ronsard. En el último libro mencionado comienza esa solidaria tarea de la poesía: con las “Aproximaciones”, traducciones o versiones que logran un impecable ajuste entre las tensiones poéticas del texto inicial y su reescritura en el marco de la lengua y la poesía en español. En el ámbito de la poesía mexicana contemporánea, José Emilio Pacheco aparece como un poeta independiente, difícil de filiar con propuestas grupales. Un trabajo crítico muy conocido dedicado a la joven narrativa mexicana vinculaba a Pacheco con la "línea de la escritura" (Farabeuf), de Salvador Elizondo y Morirás lejos) como opuesta a “la Onda” (Gazapo de Gustavo Sainz o De perfil de José Agustín). En su momento estas consideraciones de la crítica tenían asidero, aunque ya entonces las transformaciones de la narrativa de algunos de esos jóvenes mezclaban las aguas. Pero dentro de la producción poética mexicana, si bien hallan eco en Pacheco textos de algunos poetas importantes, Octavio Paz, por ejemplo, pareciera no guardar otros vínculos que los de ciertas solidaridades oíos de la amistad con poetas coetáneos. Entre las solidaridades podría recordarse la presentación de Pacheco para Voz Viva de México, en 1988, de la poesía de Efraín Huerta, a quien dedica además un largo poema “Elegía de San Juan de Letrán para Efraín Huerta” o también la recopilación que hace con Gabriel Zaid de la poesía de José Carlos Becerra, muerto en 1970, con prólogo de Octavio Paz. En el epílogo de Irás y no volverás despide al amigo en un doble homenaje, a Becerra y a López Velarde. Agreguemos, para concluir esta más que somera colocación de Pacheco en la poesía mexicana contemporánea que, cuando edita su primer libro, la poética de los poeticistas de principios de los años cincuenta se estaba desintegrando debido a que sus miembros más notorios, Eduardo Elizalde (1929), Enrique González Rojo(h)(1928)y Marco Antonio Montes de Oca (1932), seguían ya otros caminos. Los diferentes modos que la reescritura asume en la poesía de Pacheco tanto como los homenajes y las dedicatorias, diseñan una biblioteca que se exhibe y una biblioteca muy amplia que incluye desde la poesía japonesa a la griega y latina, y desde la poesía náhuatl hasta Petrarca, Montale, Rulfo, Guillén y Vallejo, Auden, Williams, Seferis, Rilke, Borges, Cernuda, Eliot o Cavafis. Las “Aproximaciones” se proponen, es cierto, como lo aclara en la Nota introductoria de Tarde o temprano, “producir textos que puedan ser leídos y juzgados como poemas en castellano, reflejos y aún comentarios en torno de sus intactos, inmejorables originales”, pero se las puede considerar desde la perspectiva que Pacheco puntualiza específicamente para sus versiones de poesía griega, como “poemas escritos a partir de otros poemas”, en un alto número de ejemplos; sobre todo, ellas abren una explícita posibilidad de compenetración que, si bien más velada —y a veces más anónima si el lector no descubre la tensión con la cita— en los otros poemas, sostiene la estética de Pacheco. La voz personal del poeta se condensa al filo de esa apelación insoslayable a innumerables poemas que todo poema entraña. Esta presencia amplía mediante el epígrafe, el poema dedicado o la cita incluye a veces nombres no esperables, como el de Amado Nervo. Señala también con su ausencia, distancias o rupturas, como con los Contemporáneos, por ejemplo, si bien a veces creo percibir el peso de “Muerte sin fin” de Gorostiza o algún matiz de la ironía de Novo. Pacheco señala sus “simpatías y diferencias”, y entre las primeras, en el marco específico de la actual literatura mexicana, me parece que destaca el “Homenaje a Juan Rulfo con sus palabras”. “Hemos venido caminando/ desde el amanecer // Ladran los perros // Grietas, arroyos secos. / Ni una sombra de árbol, / ni una semilla de árbol, / ni una raíz de nada. / / Los cerros apagados y como muertos. / / Aquí así son las cosas. / Por eso a nadie/ le da por platicar... (De “¿Qué tierra es ésta?”, Los trabajos del mar). Con él indica también elecciones poéticas, el tono contenido y acallado de lo coloquial, la insistencia en un lenguaje ceñido, reflexivo, parco en la vehemencia y en la proliferación. Me interesa volver a la significación del tiempo en la poesía de José Emilio Pacheco —aunque ella puede extenderse a su obra toda—, especialmente a la tensión entre palabra y memoria, entre historia y palabra poética. En Los elementos de la noche y en alguna medida en El reposo del fuego, los elementos de la naturaleza —la noche y el sol, el mar y la piedra, el agua y el polvo—, así como la eternidad y el instante, se enfrentan, se compenetran y se devoran en una lucha feroz, en las que estallan sutiles o--posiciones que abren paso a la transformación y a la inestabilidad, en un dramático movimiento de la temporalidad que desemboca siempre en el encierro y la muerte (“Enciende el vuelo luces transparentes / y rompe el aire un sol ágil y oscuro. / La noche es oquedad, desierto muro/ o llama detenida en sus vertientes”). Sin embargo, en el incendio en que vibra la llama de la noche, oel instante, vibrará también esa otra llama que es la poesía. El sujeto poético, el hombre, tiende a la introspección, a la vivencia desolada del tiempo en la intimidad del recuerdo intangible, polvo también, aunque conforma su presente. Pero ese sujeto es activo, se revela (“rompo”, “hiendo”, “quemo”, “redoblo”, etc.) y se abre a la espera (“Ven a la costa en donde nace el mar, / a este jardín que pastorean las olas, / a este alba iluminada por la espuma”). En los libros siguientes ese tiempo ontológico ancla en la materia de la Historia, en un presente concreto desde el cual el poeta corrobora que la sucesión, la perduración posible es sólo suma de desmoronamientos, acumulación de ruinas, de injusticia y crimen. No ya sólo las cenizas del poema de Eliot: “Ash on an oíd man’s sleeve/ is all ash the burnt roses leave” (“Cenizas en la manga de un viejo / es todo lo que dejan las rosas al quemarse”). “Nuestras voces son desmoronamientos de l guijarros en las tumbas sólo puede también desmoronarse. La ciudad de México es el espacio privilegiado desde donde el poeta asiste a la ruina, esas ruinas palpables del último terremoto y la estafa, son ei centro de Miro la tierra; poemas 1983-1986. Metáfora del universo humano, la ciudad de México es ya desde hace siglos un “féretro de piedra” de aguas encarceladas que se pudren; la Historia, la ponderada civilización, se ha ensañado con la transparencia del aire y del agua, y sólo quedan piedras desencajadas, polvo, el desierto de arena. El pasado precolombino y la conquista española son un tema frecuente, así como el estrago del presente, donde no hay ya glorias que deletrear. No hay entonces espacio para la nostalgia, ni para la elegía por alguna felicidad pasada. “El pasado/ es un acuario/ una prisión de fantasmas”. “Se acabó esta ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia”, afirma el narrador de la nouvelle Las batallas en el desierto. Sólo se puede palpar un vacío, unas manos vacías por toda herencia: “Golpeábamos los muros de adobe de nuestra ansiedad y nos quedaba por herencia una red de agujeros”, dice el “Manuscrito anónimo de Tlatelolco”, del que Pacheco se vale; junto con otros textos del padre Garibay y de León-Portilla en el poema sobre la matanza de Tlatelolco del 2 de octubre de 1968. Creo que con este marco podemos volver a la función de la reescritura en la obra de Pacheco, y a la función del intelectual y del poeta. Varias veces el poeta las define y se define: "Fui el centinela que no estuvo en su sitio para correr la voz de alarma cuando se sucedían los desastres y las desvastaciones”, “Yo no tengo respuestas”, y también “Todo escritor debe honrar! el idioma que le fue dado en préstamo...”; pero sobre todo, a partir de una cita de Milosz, dice en Miro la tierra: en “momentos de cataclismo y agitación la poesía llega a ser popular: expresa la esperanza de las gentes, sus aspiraciones e identidad. En tales momentos la poesía es la voz más elocuente de la libertad.” La reescritura no es sólo un modo de operar con respecto a la poesía de los otros, para convertir al poema en “ese lugar de encuentro con la experiencia ajena”. Como Borges, Pacheco sabe que toda poesía es transitoria, que “el concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio”. El mismo lo explícita en sus poemas y en la reescritura de esos poemas, así como en la Nota ya aludida: “Escribir es el cuento de nunca acabar y la tarea de Sísifo. Paul Valéry acertó: No hay obras terminadas, sólo obras abandonadas... Reescribir es negarse a capitular ante la avasalladora imperfección.” Los elementos de la noche es, hasta ahora, el texto de Pacheco más transformado por esa reescritura. Los poemas citados en esta nota han sido siempre tomados de las versiones de la recopilación de Tarde o temprano. Para que el lector tenga una idea de sus modificaciones pongo a continuación un breve ejemplo. Este es un fragmento de “Arbol entre dos muros”, en la primera edición de 1963: “Atrás, combate el tiempo contra el cielo, / como algo que no acaba al apagarse, / un arpa sin sonido en la que el aire tañe su desgaste;/ la señal devorada por el musgo y el agua al pie de la llanura;/ el gran árbol que fluye/ sobre la veta móvil de su gran río de savia, / el muro de tinieblas/ donde abandona el mundo nuestro nombre enlazado;/ el final de la hoguera/ -largo fuego de bruces comiendo sus destellos—/ pero es invulnerable —saqueo, amplia derrota—/ porque todo termina encima de la noche...” Así se lo ve en la versión de Tarde o temprano: “Atrás el tiempo lucha contra el cielo,/ contra el sol que no muere al apagarse: / arpa en el que el aire tañe su desgaste, / la señal devorada por el musgo y el agua;/ el gran árbol fluyendo/ sobre la veta móvil de su savia;/ el muro de tinieblas* donde abandona el mundo nuestro nombre enlazado;/ el final de la hoguera en el que el fuego de bruces devora su rescoldo.” Reescribir era entonces posibilitar un lugar de encuentro, el poema, en el cual el pasado pervive, transformado, vuelto presente y permanencia. Reescribir es también no recapitular en una búsqueda, trazar una brecha al pasado y a la utopía, acendrar la experiencia de la poesía, nuevamente palpable y permanente. La “red de agujeros” es la desolación y el vacío, pero también el texto anónimo de Tlatelolco y la memoria. El trabajo del mar es el camino del poeta. En sus múltiples transformaciones, en un fluir que a cada instante se conforma, la palabra alcanza permanencia y sentido: “De pronto el corrosivo mar quedó escrito / en la íntima oreja del caracol y siguió resonando." |
por Susana Zanetti
Originalmente en Diario de Poesía Año 3. Nº 10. Marzo de 1988
Link: https://ahira.com.ar/ejemplares/diario-de-poesia-n-10/
Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas
Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,
que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte
Ver, además:
José Emilio Pacheco en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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