“El gatopardo”
Film de Luchino Visconti sobre la

novela de Giuseppe Tomasi de Lampedusa

Crónica cinematográfica de Hernán Valdés

Lo primero que se quiere decir, después de ver “El gatopardo” —previa lectura de la novela de Tomasi— es que entre ésta y la película existe escasa fidelidad, omisiones fundamentales, tergiversaciones de la intención del autor. Es el problema de casi todas las obras literarias vertidas al cine. De ellas, por lo general, el director muestra lo que le ha impresionado, lo que viene a complementar su propia sensibilidad y criterio, en otras palabras, lo que le sirve para hacer una obra propia.

Luchino Visconti es, a decir de muchos, un “realista”. Este término puede ser muy amplio cuando involucra el tratamiento y la comprensión de todos los fenómenos físicos y psíquicos como provenientes de una misma fuente, cuando no excluye unos u otros. Pero puede ser también muy restringido —hemos visto tantos ejemplos— cuando no va más allá del tratamiento exagerado, violento, de los hechos aparentes, de las acciones y sus efectos, y descuida u omite todos aquellos otros hechos que pasan simultáneamente a la acción y no son menos importantes que ella: las sensaciones, las percepciones, las asociaciones, los sueños, la imaginación, etc.

Rocco y sus hermanos sufría de este defecto. Y sufría de la exageración gratuita, minuciosa, de ciertas acciones violentas. Lo cual convertía el drama en melodrama, lo real en excepcional. En cambio, el realismo de Visconti era virtuoso cuando se aplicaba a la reproducción de los colores y de la arquitectura auténticos (¿quién podría olvidar la admirable Venecia de “Senso”?) Por ello, la aceptación de Visconti como realista —pensamos— debe ser parcial; podemos estar de acuerdo en que es un realista de la acción, más bien dicho, de ciertas acciones que conmueven su sensibilidad, y de la verosimilitud escenográfica.

En El gatopardo este realismo produce momentos admirables cuando se aplica a la arquitectura, al vestuario y al colorido, pero fracasa cuando esperamos que nos comunique el espíritu, la sensualidad, el estilo de la obra de Giuseppe Tomasi de Lampedusa.

El gatopardo es, fundamentalmente, la novela de las sensaciones, del discurrir de un hombre, el príncipe Fabricio, quien en Sicilia, en la segunda mitad del siglo XIX, frente a la revolución de Garibaldi comprende, por intermedio de su sobrino, que es mejor adoptar la actitud de aceptar los cambios “para que las cosas sigan iguales”, y para que él y sus descendientes puedan mantener la posición social y política que hasta entonces les ha correspondido. Si la novela tiene alguna trama, alguna acción, ésta es aquella que muestra el proceso de esa adaptación. Lo grandioso de la novela es la forma en que el protagonista y el autor sienten un mundo, un paisaje, una forma de vida, sus cambios, su pérdida.

El film ha sido una coproducción ítalo-franco-estadounidense. Ello supone desde el comienzo que el director debió aceptar compromisos, sobre todo en lo que se refiere al reparto de los actores, actores de cartel que convinieran a cada productor. Visconti debió contar con un Lancaster norteamericano y un Deion francés. Era, desde luego, un pie forzado.

Si el príncipe Fabricio es, en ocasiones, un hombre violento, un señor cuya autoridad se teme, ello se debe a que existe en su carácter todo un proceso emotivo que así lo justifica. Burt Lancaster no obtiene sino un remedo de ello, y su actuación no logra en ningún momento ser otra cosa que una gesticulación. En el mejor de los casos vienen en su ayuda el maquillaje y algún efecto mecánico: una lágrima que cae por sus mejillas en la larga secuencia del baile. Baste señalar esto como deficiencia de actores: la falta de gracia de Alain Deion y de matices en Claudia Cardinale son limitaciones del director. Recordemos de qué manera Tomasi nos describe algunos rasgos de la vulgaridad de Angélica: una cierta manera de comer, un ademán retenido de limpiarse los dientes, en la cena de Donnafugata, ínfimas actitudes, las cuales Visconti prefiere traducir por una larga, grosera, odiosa carcajada a raíz de un chiste. ¿A quién se dirige el director? ¿A montañeses?

No hablemos mejor de ese par de malos cómicos en que han sido convertidos dos personajes tan complejos y encantadores como el padre Pirrone y don Ciccio ( Romolo Valli y Serge Reggiani).

En la novela no se describe ninguna batalla, se entrevé que las hay, se habla de ellas. En cambio se describe, y con deleite, una fuente de Anfitrite, en la cual “de las aguas tibias, de las piedras revestidas de aterciopelados musgos emanaba la promesa de un placer que nunca podría convertirse en dolor”. Se habla de “duraznos fragantes, amarillos, con dos matices rosados en las mejillas”, del placer de palpar, de mirar, de gustar, todo lo cual puede comunicarnos detenida y voluptuosamente una cámara. Pero Visconti prefiere inventar batallas y desestimar lo que hay en el libro.

Para hacer una comparación, en lo que se refiere a fotografía, refirámonos a Antonioni. Si este realizador pide a su cameraman la captación de innumerables objetos y situaciones que a veces no se relacionan con la acción sino muy indirecta, gratuita y decorativamente (basta recordar la primera secuencia de El Eclipse), Visconti no exige del suyo sino el registro pasivo de la acción. Antonioni exagera, abunda, redunda, sobrepasa los límites del drama, y así vemos objetos que no tienen una relación necesaria con él, vemos a los personajes desde posiciones que no son la de uno de ellos ni la de un espectador; es una cámara, si se quiere, subjetiva.

A esa cámara de Antonioni que ve más de lo que se necesita ver, se contrapone ésta de Visconti y de su operador Martelli, que no asume otro papel que el de un espectador. En efecto, la cámara de Visconti-Martelli es sólo un aparato registrador de la acción. Aun cuando todas sus posibilidades mecánicas se lo permiten, después de captar el conjunto, no se acerca a los detalles, no los estudia, no los mira desde el lugar más grato, desde el sitio más apropiado para gustarlos. Esta cámara no tiene la menor curiosidad, no se acerca, no huele, no gusta, no se enamora. La mayoría de los planos de El gatopardo son largos o medios. No se trata tampoco de tener una marcada preferencia por los planos cortos y muy cortos. Se trata de que la novela de Tomasi ofrece todas las posibilidades imaginables de gustar de los objetos, de la contextura de cada materia: los frutos, los géneros, la piel, las viejas piedras, las maderas, etc. Creemos —y es un poco inútil señalar esto desde aquí— que la sensibilidad de un director como Visconti era la menos apropiada para aplicarse a la filmación de esta novela.

El fiim tiene dos méritos que lo hacen valioso: son éstos la cuidada fidelidad del paisaje, de la arquitectura y del vestuario, y el delicado y justo colorido de la fotografía.

Para lograr esto, Visconti ha hecho reconstruir un palacio barroco del siglo XVIII, ha hecho vestir una vez más trajes que se apolillaban en cofres de hace cien años, ha conseguido que algunos miembros de la aristocracia palermitana interpretaran sus propios personajes.

La larga secuencia que cierra el film —la del baile en el palacio de Ponteleone— es, sin duda, en cuanto a escenografía y vestuario, la más fascinante, la más hermosa de toda la película. Desde luego, ella ha sido rodada en un auténtico palacio de Palermo, el Gangi-San Lorenzo. Toda la gama de transiciones entre el barroco y el rococó en la artesanía, la cristalería, el mobiliario, las porcelanas, el decorado de cielos y paredes, está allí presente. El lujo feneciente de los tapices de satín, de las sombrías y pesadas cortinas, de las chucherías japonesas, de las lámparas de Murano, de las lacas, de todo ese bazar de mal gusto, adquiere en conjunto una belleza delicada. Esa es la lujuria del abigarramiento, de los lilas, los morados, los solferinos. Todo eso está a punto de morir, de ser separado, rematado y repartido entre la naciente y ávida burguesía que no sabrá hacerlo propio. Visconti tiene el mérito de haber reconstituido todo eso, de haber vuelto a juntar esos objetos y esos personajes y de volvérnoslo a presentar por un momento en el justo sitio, con la justa propiedad y correspondencias que tuvieron hace un siglo. Esa obra de reconstitución y su reproducción en sus exactos coloridos son las virtudes más notorias de esta película, aun cuando insistimos en que la pasividad del operador nos ha dejado sin ver y gustar todo lo que hubiéramos deseado.

El capítulo más bello, importante y conmovedor del libro, a nuestro juicio, el de la agonía y muerte del príncipe Fabricio, se ha omitido en el film. La poesía, el poder de evocación y de recreación sensorial de esas páginas, al parecer no convenían a la sensibilidad de Visconti.

Como film —lo repetimos— El gatopardo es una buena obra realista, si entendemos el realismo como la reconstitución fiel de los datos externos de la acción; pero es una obra que decepciona si entendemos el realismo como la consideración de todos los factores que conforman la realidad, de la cual la acción es sólo una parte. Ello se debe a que Visconti ha considerado solamente esa parte para realizar su trabajo.

Trailer El Gatopardo

Crónica cinematográfica de Hernán Valdés

 

Ver, además:

 

Luchino Visconti: comprometido con el pasado - Los maestros del cine y la música, ensayo de  Daniel Muñoz de Julián (España)

 

El universo melodramático de Tennessee Williams y de Luchino Visconti: Senso, un encuentro fílmico, ensayo de Valeriano Durán Manso (España)

 

Publicado, originalmente, en: Anales de la Universidad de Chile Núm. 130 (1964): año 122, abr.-jun., serie 4

Anales de la Universidad de Chile es una publicación editada por la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones - Universidad de Chile

Link del texto: https://anales.uchile.cl/index.php/ANUC/article/view/22727

 

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