Los maestros del cine y la música / Luchino Visconti: Comprometido con el pasado  

Ensayo de Daniel Muñoz de Julián

Luchino Visconti en 1972

Una tortuosa víbora devora a un niño en el escudo de los Visconti. Puede verse a poca distancia del Duomo de Milán, sobre la fachada de un palacio amarillo de 44 ventanas. Sus dueños, nobles gibelinos que ya gobernaban la ciudad durante la Edad Media, alcanzaron el Renacimiento como señores de casi todo el norte de la península de Italia, y en el curso de la Historia y de su historia tuvieron contacto con los verdaderos Simon Boccanegra y Beatrice Di Tenda. En el siglo del irresistible ascenso de la burguesía fueron también superintendentes del Teatro de La Scala. Los Visconti, en 1906, eran Milán.

Es en ese mundo macilento de brocados y cortinones, en una casa con teatro propio que visitaban Mascagni, la Malibrán, Ricordi y Arrigo Boito, donde va a nacer Luchino. Verdi y Puccini serán sus amas de cría, junto a una madre que pese a haber sido anfitriona de un baile horas antes, madrugará para enseñarle lecciones de armonía y contrapunto en su pequeño cello, en salones donde aún recogen copas los sirvientes. No tendrá aún veinte años y ya habrá asistido al estreno de Turandot, habrá visto actuar a Eleonora Duse, y habrá encontrado a Rilke en su salón tomando café. Amó la ópera porque no tuvo ocasión de ver siquiera una mala representación. Era de hecho Toscanini, contratado por el abuelo de Luchino, quien dirigía las temporadas a las que él asistía, y fue suya esa idea de apagar las luces durante la interpretación que no gustó nada a un Milán que acudía al teatro sobre todo para ser visto. Luchino contemplaba de cerca por entonces a mujeres cubiertas de perlas, que se abanicaban indignadas con pequeños espasmos. En realidad la vida social nunca le entusiasmó, ni en aquella belle epoque ni al final; sólo asumía su rol en ella porque era parte de la esencia cotidiana de su familia: “Nacido en 1906, yo pertenecía al mundo de Mann, Proust y Mahler (…) el mundo que me rodeó es ese mundo. No es casual que me sienta ligado a él”.

No podemos profundizar en los hallazgos cinematográficos de un personaje tan poliédrico. No aquí. También se saldría de los márgenes un análisis sobre sus intereses políticos, o sobre su abultada y exitosa trayectoria como director de escena operística y teatral (asombrosamente relevante para la historia de la escenografía y que ya justificaría para él un papel en el parnaso artístico). Pero no podemos dejar de señalar que estos últimos elementos, junto a una capacidad intelectual incomparable, van a tener una influencia clave en su puntilloso tratamiento de los espacios ambientales, y por tanto en su aportación a la historia del cine. Tras la inevitable exploración juvenil fuera de Milán, Luchino recalará por fin en París, donde frecuentaría a Cocteau, Giacometti o Kurt Weill, y donde la mismísima Coco Chanel, deslumbrada por la presencia del joven aristócrata, le ayudará a encontrar un trabajo junto a Jean Renoir en Partie de campagne. Corría el año 1936, y la tarea de Visconti era la de ocuparse del vestuario. Ya en esos albores podemos ver al que luego será, fatigándose por todo París para encontrar el chaleco preciso para un campesino de 1880, revolviendo el último rincón de los almacenes de La Samaritaine, colocando una aguja para producir el pliegue estrictamente necesario. Renoir sería quien asentase su vocación y le abriese los ojos, no sólo al cine sino también a una realidad social con la que por genética no habría entrado nunca en contacto. El recuerdo que este joven observador y cauto dejó en el francés debió de ser potente, y cuando en 1941 fue llamado por la Italia mussoliniana a dirigir Tosca, pensaría en él de nuevo como asistente. Es ese el momento en el que Visconti tomaría las riendas: de lleno ya en el neorrealismo, y con trazas de cine negro, Obsesión será el primer trabajo que firme personalmente, en el año 1943. La temática (está basada en la novela El cartero siempre llama dos veces) impide que en ella podamos apreciar una señal clara de su cultura visual y sonora posterior, pero ya podemos intuirla en la aparición de un aria de La traviata.

Después, y fruto ya de un compromiso ideológico tan nítido como contradictorio con sus blasones llegaría La tierra tiembla, de 1948. Las duras condiciones de vida de los pescadores sicilianos no parecían tampoco prestarse especialmente a devaneos musicales, pero de algún modo Visconti se las arregló para que se pudiese escuchar Ah! Non credea mirarti de La sonnambula. Casi lo mismo ocurriría en Bellísima, de 1951, que retrata con tanto cariño como saña la industria del cine en una Roma depravada y mezquina, que vive embobada con la cercanía de Cinecittá y la promesa de una fama fulgurante para cada muchacha. Ahora la música iría ganando ya terreno, y L’elisir d’amore de Donizetti aparecería cumplidamente a lo largo del metraje. No obstante, lo que en Bellisima era accesorio se haría protagonista en Senso, de 1954, un puro melodrama verdiano. De hecho, en su primera secuencia, una representación de Il trovatore se salda con un estallido patriótico contra los austriacos. Y Visconti empezaría a construir su leyenda: durante el rodaje en La Fenice, se da cuenta de que los hombres llevan sombreros de copa negros y grita a sus asistentes: “¡ignorantes, imbéciles!” (en esa época los sombreros en la ópera eran grises y no negros) “¡Si hubiérais leído a Stendhal o Balzac con más atención lo hubierais sabido!”. La parte musical de Senso no sólo corresponde a Verdi, sino también a Schubert (Winterreise) y a Bruckner, cuya Séptima sinfonía aparece fragmentada casi una docena de veces, convirtiéndose casi en una parte indisociable de las escenas.

Precisamente, ha sido Senso la obra gracias a la cual la musicóloga Noemi Premuda ha adelantado una interesante tesis que parece confirmarse. Según ella, el embrión en la cabeza de Visconti fue siempre musical, sin necesidad de un correlato visual inmediato. Él mismo parece darle la razón con unas palabras acerca de la obra en la que se basa La tierra tiembla, Los Malavoglia, de Giovanni Verga. Sostenía Luchino que “la potencia y sugestión de la novela de Verga aparecen apoyadas  en su ritmo íntimo y musical. La llave de una realización cinematográfica de Los Malavoglia está quizás toda aquí…Es decir, en el intento de reescuchar o de recoger la magia de ese ritmo”. Por eso, en esta exégesis del Risorgimento, los pasos de la prostituta se acompasan perfectamente con las medidas del andante de la Séptima de Bruckner, revelando una calculada minuciosidad métrica del movimiento.

Tras esta aparatosa superproducción, y tratando de desprenderse de la imagen de director derrochador, Luchino volvería al blanco y negro en Noches blancas de 1957, que relacionaría en esta ocasión con El Barbero de Sevilla y con Tristán e Isolda. La desmesura de su idea de la belleza se vería saciada sin embargo en estos años con unas producciones operísticas inigualables con Maria Callas, que quedan ya para la memoria. Pero sus relaciones con la griega, estérilmente enamorada de él y con un apasionamiento posesivo, terminarían por hacerse insufribles, lo que le hizo reconcentrar sus esfuerzos en el cine para alumbrar Rocco y sus hermanos (1960). Para la música de la película recurrirá esta vez a Nino Rota. Tras la experimental Boccaccio 70 (clara hija de su época y ejemplo preclaro de que un plantel de estrellas no forma necesariamente una constelación), El Gatopardo (1963), repetiría el esquema de película operística pese a que su banda sonora fuera encargada también a Rota. Escuchamos no obstante en ella a un organista interpretando Amami Alfredo! en la iglesia, nuevas menciones a Bellini, y un vals inédito de Verdi en la larga, esplendorosa, y preñada de significado escena del baile final. La música ayuda en este desfile de fracs y polisones a entender que, tanto Visconti como Lampedusa o el propio Príncipe de Salina son sujetos similares: están dentro de un mundo en descomposición y son capaces de verlo con la suficiente lucidez, pero mientras que el Príncipe da paso a los jóvenes, Visconti se revuelve en su palco y, como la serpiente de su emblema, se repliega sobre su universo.

Ello no le impediría el coqueteo con nuevas formas de hacer cine poco después, como demostraría en Vaghe stelle dell’orsa (llamada Sandra en España), Las Brujas y El extranjero. En la primera de ellas se hace omnipresente la obra de César Franck Preludio, Coral y Fuga. La música de Las Brujas, en cambio, no reviste demasiado interés, pero en el caso de El extranjero es inmediato el suspiro por la banda sonora ausente, ya que Luigi Nono estaba profundamente interesado en escribirla. Opinaba Nono que La tierra tiembla era la mejor obra de su filmografía por la presencia continua del sonido del mar, y por eso pediría Visconti que le dejase componer para él “los sonidos” de la película. Tras algunos tímidos contactos, y tras enviar a Visconti la música ya elaborada para ciertas escenas, nunca volvería a saber nada de él. Desde nuestra visión panorámica de toda su vida, no es disparatado pensar que a Luchino le preocupase la idea de trabajar con alguien de esa talla, capaz con la sola aura de su prestigio de deslucir su nombre en los títulos de crédito.

El cine italiano, de Fellini a Scola, ha vuelto una y otra vez al asunto de la familia, pero La caída de los dioses (1969), tenebroso retrato de una tenebrosa familia, supondría la expresión de una idea netamente viscontiana: la de que la vida es una colmena. “Cada cual vive y trabaja en su propia celda. Luego nos reunimos todos en torno a un núcleo central en torno de la Reina de las Abejas. Es entonces cuando estallan los dramas”. De este modo, en el curso de una inquietante y tensa velada familiar, uno de los nietos de esta degenerada estirpe (en el que es fácil ver al propio Luchino), interpreta al violonchelo la Sarabanda de la Quinta suite para chelo de Bach. Desgraciadamente, la productora se iba a mostrar inflexible en cuanto a la música y Visconti tendría que ver su obra embalsamada por una partitura de Maurice Jarre. Con todo, allá donde pudo, en esta primera parte de la que se ha llamado “Trilogía alemana”, dejaría migas de Offenbach y Wagner (de este, nada menos que el título) para reconocer posteriormente el camino.

El paso del tiempo como forma de vencer

Su inequívoca germanofilia, en el más sublime y estético de los sentidos del término, le depararía pronto la consagración universal. Se ha convertido en un tópico considerar Muerte en Venecia como la quintaesencia de su autor y el título en el que mejor se conjuga su sentido de la plástica y su concepción de obra de arte total. En ella se hace evidente la idea de que Visconti imaginaba primero sus películas musicalmente más que pictóricamente, pues la música no se limita a su función narrativa, sino que tiene una compleja relación con la obra cinematográfica, y se convierte en el “alma armónica” de toda ella. Tal como indicó el propio Dirk Bogarde en una entrevista: “Visconti sólo me dio una indicación. Cuando estaba en la barca que pasa bajo el Rialto me dijo: «Cuando sientas el sol bajo el puente, ¡levántate! Y cuando sientas el sol en la cara ¡levántate!». Yo no sabía por qué, pero lo hice. Y más tarde comprobé que esos momentos coincidían con los grandes crescendos en Mahler. Él sabía, aunque nunca me lo dijo, que estaba coreografiando toda la película sobre la música de Mahler. Me lo reveló al final. Si lo hubiera sabido durante la filmación, habría hecho algún tipo de movimiento, y él no quería eso”.

El Adagietto de la Quinta de Mahler “devolvió” al gran público a este compositor, ensombreciendo la presencia en pantalla de obras de Mussorgski, Lehár, e incluso de Bee-thoven. Y si la música se entretejía aquí en la narración, en Ludwig (1972), la presencia de la obra wagneriana iba a ser no sólo permanente, sino parte intrínseca de la trama, ya que en ella Wagner (excelentemente interpretado por Trevor Howard) es un personaje inevitable. La semblanza romántica y con tendencias hacia lo heroico del joven rey decidirían a Visconti a insistir especialmente en pasajes de Tristán e Isolda, Lohengrin y Tannhäuser, aunque también puede escucharse (y verse) el estreno del Idilio de Sigfrido, como obra no escénica del compositor, y las Escenas infantiles op. 15 para piano de Schumann.

Puede decirse que Confidencias, de 1974, es una metáfora sobre la relación entre la música y el ruido. El viejo y culto profesor encarnado por Burt Lancaster disfruta en la paz de su casa de obras mozartianas como Vorrei spiegarvi o Dio K. 418 y el segundo movimiento de la Sinfonía concertante para violín y viola K. 364, cuando toda la vulgaridad estruendosa de sus vecinos irrumpe violentamente en su mundo. De nuevo, la familia será el desencadenante de todas las tormentas, y la música, la metáfora del tiempo encapsulado. Casi al borde de la muerte, aún rodaría El inocente (1975), también con las trazas de una gran ópera que se le desvaneciese entre los dedos, en la que se serviría como consuelo de jirones deshilachados de Listz, de Chopin y de Gluck.

En Roma, con el fondo de la canción de una caja de música, en un piso más pequeño y atestado de recuerdos, la existencia de Luchino iba terminando, bajo el lamento de demasiadas películas por filmar. En una historia de lo que pudo haber sido y no fue hubiera destacado por encima  de todas su versión de En busca del tiempo perdido (¡qué música hubiera adornado estas escenas!), una adaptación a la que parecía destinado. Tampoco vería ya nadie su Crónica de pobres amantes… o Billy Budd… o El estudiante Törless… o Las uvas de la ira… o Anna Karenina… o La montaña mágica… Todas estuvieron alguna vez en su mente, y sin embargo todas ellas eran ya fantasmas de una historia paralela. Decía encontrarse “malandato” tras terminar el montaje de El inocente, y de esta forma, tras haber escuchado durante todo el día la Segunda sinfonía de Brahms, Visconti se sumergió en la laguna, muriendo con él un cine que sólo él sabía hacer.

Ensayo de  Daniel Muñoz de Julián
 

Publicado, originalmente, en: Scherzo revista de información y de investigación musical nº 326, febrero de 2017 pag 92 a 94

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