Las lenguas vivas.
Zonas de exilio y traducción en Manuel Puig, de Delfina Cabrera,
Buenos Aires, Prometeo Libros, 2016, 240 páginas
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Como sabemos, la bibliografía sobre Manuel Puig es extensa. La influencia del cine clásico de Hollywood, su relación con la cultura de masas, el borramiento de la figura del narrador o el recuerdo de la voz de una tía como mito de su entrada a la literatura han sido algunos de los aspectos más trabajados por la crítica en un intento por descifrar el encanto que produce su obra. En este contexto, la publicación de Las lenguas vivas. Zonas de exilio y traducción en Manuel Puig, de Delfina Cabrera, resulta por demás interesante ya que pone el acento en dos zonas que habían sido escasamente estudiadas en su conjunto. En clave deleuziana, la autora entiende por zona el funcionamiento de una determinada organización de elementos en un espacio textual que emerge de la desarticulación misma de los conceptos de traducción y exilio. El libro —que se divide en cinco apartados y viene acompañado de un pequeño anexo con manuscritos— recorre un amplio espectro de la producción puigiana, siguiendo las huellas de una operación desestabilizadora: aquella que el escritor realizó sobre el cuerpo mismo de la institución literaria. El primer capítulo, Los primeros guiones, esas cosas muy extrañas, analiza en detalle dos guiones que Puig escribió a fines de la década del cincuenta: Ball Cancelled (1958) y Summer Indoors/Verano entre paredes (1959). Viviendo todavía en Europa y desencantado de su experiencia en el Centro Sperimentale di Cinematografia, Puig comienza a trabajar en estos guiones con la esperanza de venderlos y convertirse en guionista profesional. Inéditos hasta 1996 —año en que desde el Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata) se publican los Materiales iniciales para La traición de Rita Hayworth, primera edición geneticista de su obra— estos textos fueron escritos y re-escritos alternativamente en inglés y en español y tuvieron como referencia algunos films que el escritor recordaba de su infancia en General Villegas. Para el caso de Ball Cancelled, viejos melodramas de Alfred Hitchcock (Rebecca) o William Wyler (Wuthering Heights); para Summer Indoors/Verano entre paredes, el cine de gangsters y un clásico de Joseph Mankiewicks (All about Eve). “Lo que me daba placer al escribir para cine era copiar, no crear”, afirmaba Puig en 1977, entrevistado por Joaquín Soler Serrano. Menos interesada en el análisis intertextual que en señalar la productividad que el copiado tiene en tanto estrategia de construcción de una poética, Cabrera advierte, en algunas escenas de estos guiones, las primeras muestras de un procedimiento estético: la “reproducción encadenada” como forma de cuestionar la idea de autoría y originalidad de la obra de arte. “A Puig ‘le sale’ la voz traduciendo” (p. 52), sostiene la autora. Contradiciendo algunas de las concepciones más clásicas de la traducción —se parte de una lengua para llegar a otra; la traducción es secundaria respecto al original—, Manuel Puig compone textos en las fronteras del multilingüismo y hace de la traducción una praxis creativa. |
El segundo capítulo, Ficciones nacionales, analiza el proceso por el cual, desde el siglo XVIII en adelante, la traducción se convirtió en una aliada fundamental de los procesos de homogenización lingüística llevado a cabo por los Estados nacionales, al funcionar como agente de regulación política entre las diferentes lenguas. “Traducción y lengua nacional se articulan en la selección de los textos a traducir y en la puesta en práctica de estrategias discursivas para hacerlo” (p. 67), afirma Cabrera enfatizando la perspectiva histórica de un proceso que tendrá también su correlato rioplatense. Del español “puro” y “genuino” defendido por Juan Cruz Varela en 1828 en las páginas del diario porteño El Tiempo a la disputa iniciada, un siglo después, en la revista española La Gaceta Literaria respecto a la ubicación del “meridiano cultural” hispanoamericano, Cabrera recorre algunas de las instancias más virulentas de un debate que remite al “problema de la lengua” y a la constitución de un “decir argentino”. Central para esta historia resultaron, desde luego, las figuras de Jorge Luis Borges y de la revista Sur en tanto agentes que emprendieron la tarea de traducir la cultura europea a una cultura que no consideraban tocada por el “espíritu de la letra”. Sólo pueden traducir quienes tienen una relación “natural” con la propia lengua, podría ser el dictum de este grupo. Legitimados por la tarea “iluminadora” que ellos mismos se asignan, su visión de la traducción se sostiene en un vínculo de propiedad respecto al español. Una concepción que, como bien señala Cabrera, estableció límites claros entre “buenas” y “malas” traducciones, entre traductores autorizados y no autorizados. En este contexto, no sorprende que un guión como La tajada (1960) haya pasado completamente desapercibido. Escrito en español, ambientado en Buenos Aires y con una trama basada en un episodio del peronismo, Manuel Puig realiza aquí un tajo sobre el legado de Sur, presentando voces que no mantienen una relación “natural” con el castellano. Alejadas del paradigma de representación realista, las voces de La tajada son ciertamente artificiosas, singulares en su enajenación. Para la autora, el escritor “pone en jaque la universalidad de la lengua nacional al fragmentarla con los idiomas y las jergas de los que esta lengua se nutre, pero excluye” (p. 97), quebrando así la unidad étnico-lingüística que le sirve de sustento. El tercer capítulo, El exilio desplazado, se centra en las novelas del “ciclo del exilio” aparecidas durante la segunda mitad de los años setenta: El beso de la mujer araña (1976) y Pubis angelical (1979). Porque volvieron políticos los términos con los que cualquier identidad se construye, estas novelas pusieron en tensión las representaciones más tipificadas del “escritor latinoamericano exiliado”, interviniendo de modo singular en un debate que les fue contemporáneo: el de los límites de la autonomía de la literatura con respecto a la política. Mediante una amalgama entre escucha de voces y traducción, Manuel Puig establece un nuevo locus enunciativo en donde el cuerpo, el género y la sexualidad conforman subjetividades subalternas. Si en plena década del setenta, “el exilio, para ser considerado legítimo, debía ser aceptado como político” (p. 122), lo que hace el escritor es concentrarse en esa zona en donde la figura del exilio funciona, sobre todo, como efecto de discurso de una comunidad intelectual que valida el ejercicio de la literatura en términos geopolíticos. Resignificando el par moderno público-privado, Puig construye personajes —Valentín y Molina en El beso de la mujer araña; Ana y W218 en Pubis angelical— que están en conflicto con las imposiciones estatales. “¿Gozan de los mismos derechos que el resto de los ciudadanos?, ¿transitan por los mismos espacios?, ¿es el cuerpo de la Nación exterior a ellos?” (p. 135) se pregunta Cabrera, estableciendo un diálogo entre la obra de Puig y los análisis de Michel Foucault y Gilles Deleuze respecto a las sociedades disciplinares y “de control”. Desde una “política de lo heterogéneo”, el escritor establece una cercanía con aquellas voces que cuentan, en primera persona, “las banalidades de una intimidad indefectiblemente política” (p. 136). El cuarto capítulo, La intimidad del registro, se ocupa exclusivamente de El beso de la mujer araña (1976), novela que comienza a escribir en Buenos Aires y entre cuyos materiales previos a su redacción se encuentran una serie de entrevistas que Puig le hizo a ex presos políticos liberados durante el gobierno de Héctor Cámpora, entre mayo y junio de 1973. A ello habría que sumarle tanto las investigaciones sobre homosexualidad y propaganda nazi llevadas a cabo en la Biblioteca Pública de Nueva York como los melodramas mexicanos y las películas de “cabareteras” de los años cuarenta que lo fascinaron una vez instalado en México. Pero de todos estos insumos para la escritura, Delfina Cabrera elige centrarse sólo en las huellas que aquellas entrevistas habrían de dejar en el espacio textual de la novela. En una época donde lo que imperaba era el registro testimonial, la novedad del escritor consistió en dejar al descubierto la elaboración de este mecanismo, desarmando así la “objetividad” que le sirve de sostén. “Puig presenta las voces en su registro, siempre mediadas, ya sea por una escucha, por unas notas, por una correspondencia interceptada o por un grabador-espía” (p. 164), afirma Cabrera. En este sentido, los diferentes niveles narrativos que se distinguen en El beso de la mujer araña no hacen sino evidenciar el proceso por el cual el narrador, en tanto figura epistémica, retrocede ante el rumor silencioso de los pensamientos de los personajes. El desafío del escritor consiste, entonces, en presentificar las voces, no relatarlas. La narración deviene así “escucha literaria”, para utilizar una expresión del crítico Alberto Giordano, oportunamente citado a lo largo del capítulo. Como Molina cuando recrea el canto de Leni en Destino —uno de los films que refiere a Valentín durante el encierro carcelario—, Manuel Puig traduce al modo barthesiano: atendiendo al grano de la voz, a lo que se impone como átopos, como lo singular que acontece en cada nueva escucha. Maldición eterna es el título del quinto y último capítulo del libro, especialmente dedicado a Maldición eterna a quien lea estas páginas (1980), novela donde el artificio de la traducción, iniciado veinte años atrás con la escritura de sus guiones, es llevado al extremo. Escrita en inglés y en español durante su exilio en Nueva York a fines de la década del setenta, la génesis de esta novela se relaciona a una serie de notas que Manuel Puig tomó mientras entrevistaba, durante varios meses, a un vecino suyo del Greenwich Village. De esos encuentros resultaron cientos de páginas de anotaciones que fueron transformándose en la conversación que mantienen, en la ficción de la novela, un joven universitario de treinta y seis años (Larry) y un ex sindicalista argentino exiliado de setenta y cuatro, postrado en una silla de ruedas (Ramírez). Para Cabrera, la inquietud que produce la lectura de esta novela surge de la dificultad de diferenciar no sólo quién habla —como pasaba en El beso de la mujer araña— sino en qué lengua lo hace. Ni del todo “inglés” ni del todo “español”, la lengua de los personajes de esta novela es, en términos de Jacques Derrida, intraducible. En definitiva, lo que Maldición eterna a quien lea estas páginas cuestiona es el principio básico de la concepción tradicional de la traducción: el que afirma la posibilidad de sustituir un término por otro de valor equivalente. El lenguaje no es una posesión garantizada, parece querer decirnos el escritor. Como le ocurre el viejo y afásico Ramírez, sólo nos es dado acceder a una virtualidad, una latencia. Es decir, a una “experiencia del lenguaje como posibilidad, como algo que puede ser, a lo que se accede o de lo que se es privado” (p. 201). Finalmente, si para Puig la acción de traducir dejó de ser un mero pasaje de una lengua a otra para volverse una operación inescindible del acto de lectura, lo mismo podríamos decir respecto al ejercicio crítico de Delfina Cabrera. Atenta a los agujeros del texto puigiano, a sus sentidos obtusos, no busca explicar su diferencia sino presentarla como un efecto, sin pretender “develar” un misterio o agotar su significado. Como lo fue para Roland Barthes, la lectura es aquí una práctica antes que una exégesis. Al igual que Manuel Puig, Cabrera agudiza la escucha: abre el espacio textual hacia nuevas configuraciones, permitiendo así que las lenguas vivas de la literatura (nos) sigan hablando. |
Revisión del libro por Iván Suasnábar
Publicado,
originalmente, en Orbis
Tertius, vol. XXIII, nº 28, e103, diciembre 2018. ISSN 1851-7811
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria
Link del texto: https://www.orbistertius.unlp.edu.ar/article/view/OTe103/10013
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