Vacío gris es mi nombre mi
pronombre: Alejandra Pizarnik
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Aguardábamos la palabra. Y no llegó. No se dijo a sí misma. Estaba allí y aquí aún muda, grávida. Ahora no sabemos si la palabra es nosotros o éramos nosotros la palabra. Mas ni ella ni nosotros fuimos proferidos. Nada ni nadie en esta hora adviene, pues la soledad es la sola estancia del estar. Y nosotros aguardamos la palabra. José Angel Valente Alejandra Pizarnik nació en Buenos Aires, en 1936. Se suicidó con un sobredosis de somníferos en 1972. Fue sobre todo poeta, aunque también hizo teatro, artículos periodísticos, traducción, ensayo. Su obra poética consiste en: La tierra más ajena (1955), La última inocencia (1956), Las aventuras perdidas (1958), Árbol de Diana (1962, prólogo de Octavio Paz), Los trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de locura (1968) y El infierno musical (1971). La condesa sangrienta (1971) es un ensayo inspirado en Erzébet Báthory, La comtesse sanglante, de Valentine Penrose. También publicó parte de sus diarios (1960-61), en la revista Mito (39-40, 1962). Vivió en París de 1960 a 1964; recibió las becas Guggenheim en 1969 y Fullbright en 1971. Después de su muerte, han aparecido varias antologías: El deseo de la palabra (1975), fue diseñada por la misma escritora, en colaboración con Antonio Beneyto; más tarde, Ana Becciú y Olga Orozco se ocuparon de editar textos inéditos en Textos de sombra y últimos poemas (1982). También en 1982 salió Poemas, una antología con prólogo de Alejandro Fontenla. En 1986 y 1987, se publicaron otros dos volúmenes antológicos más en Argentina: Poemas y Prosa poética (Endymión). En el mismo 1987, apareció una selección editada por Frank Graziano en Estados Unidos, con traducciones al inglés por María Rosa Font, Graziano y Suzanne Jill Levine. Finalmente, en 1990 se publicó un libro con el engañoso título de “Obras completas”, por Corregidor. Se trata, en realidad, de una selección mal hecha que recopila fragmentos de los libros de poesía, y tampoco incluye La condesa sangrienta, ni los ensayos, además de estar mal cuidada y no tener editor responsable. Así es que, a pesar de todo, a más de 20 años de la escritora, aún estamos a la espera de una compilación seria y crítica de su obra. La metáfora principal de la obra de Pizarnik radica en la muerte. El suicidio ha sido visto como el desenlace de su propia estética. La vida se va vaciando de sentido, y la escritura se vuelve poco a poco en un refugio: el único modo de registrar, de dar testimonio de la existencia. El movimiento de esta escritura, por lo demás, es doble: por un lado, la angustia corroe la palabra a tal grado que la pulveriza, la convierte en una fascinación por el silencio; por otro lado, hay un horror, un sentirse desplazada por el lenguaje mismo, al grado de que éste adquiere un tono amenazador triturante, que desocupa el cuerpo de la persona que enuncia el poema: “moriré ahogada, Arturito, me atragantará una palabra”, dice a su amigo Arturo Carrera. Pocos poetas hispanoamericanos presentan una obra tan concentrada como Pizarnik. Desde el principio hasta el fin, los temas y las imágenes se repiten insistentemente. La ambigüedad de esta literatura tiene su punto más intenso en las relaciones entre “palabra”, “silencio”, “vida”, “muerte”, y la reunión de todas ellas en “suicidio”. En Alejandra Pizarnik, la actitud crítica frente a la palabra coincide fatalmente en el suicidio del lenguaje y de la persona real, de carne y hueso. Francisco Lasarte ha demostrado, con perspicacia, el carácter crítico de esta poesía. Su análisis comienza a partir de un breve texto de La última inocencia (1956), titulado “Sólo un nombre”: alejandra alejandra debajo estoy yo alejandra Las dos primeras palabras son ecos de una persona real: la tercera “alejandra”; sin embargo, dice Lasarte, ésta también es un nombre que implica una cuarta, una quinta o un número indeterminado de alejandras, o de palabras que no tienen cuerpo. Es decir, “palabra y ser están separados por un abismo insalvable”, [870] puesto que la correspondencia entre lenguaje y universo es quebrantada por una ironía destructora. Aunque trataré después esa relación entre palabra y ser, por ahora me interesa la figura del texto. Se trata de una parodia de la clásica explicación saussuriana del signo lingüístico, donde la palabra árbol es situada por encima de su dibujo respectivo: es decir, la división a través de una barra del significante y el significado. En el caso del poema, tanto en el lugar donde aparece la llamada “emisión sonora", como en el del “concepto", hay una idéntica formulación: la palabra alejandra. De modo que esa repetición cuestiona la diferencia tajante en Saussure: ¿cuál de las alejandras es el significante y cuál el significado? La revisión de la gráfica de Saussure ha sido llevada a cabo por los teóricos del post-estructuralismo. Habría que pensar, en particular, en el texto de Lacan “La instancia de la letra en el inconsciente”, donde se establece la premisa básica de que el inconsciente se estructura como el lenguaje. Lacan parece seguir las investigaciones de Román Jakobson, en tomo a los problemas de la afasia: en su análisis, éste señala una distinción entre el desorden de la similitud y el de la contigüidad (explicados en términos de metáfora y metonimia, respectivamente). Al transferir esta explicación al lenguaje del inconsciente, Lacan vuelve a utilizar la fórmula de Saussure, pero ahora la altera y la presenta de diversos modos. La equivalencia exacta entre significante y significado pierde precisión si se retoman los mecanismos de transfiguración en el rébus del sueño: la incidencia del significante sobre el significado se da, según Lacan, a través de la condensación (sobreimposición de significantes, campo de la metáfora y de la neurosis) y del desplazamiento (deslizamiento de la cadena de la contigüidad, campo de la metonimia y del deseo). Es decir, el significado es elusivo, vedado, en tanto se transfigura en la representación de los significantes. Las fórmulas de Lacan se toman complejas, algebraicas, y desmantelan el modelo inicial. Algo parecido ha hecho Severo Sarduy en su ensayo sobre “Barroco y neobar-roco". Al referirse a la artificialización del neobarroco, Sarduy explica el mecanismo de la obliteración de un significante dado a través de una cadena de significantes que se desarrolla de un modo proliferante y metonímico. La nueva representación de la operación lingüística radica en la multiplicación de significantes en tomo a un significado, cuyo significante directo está ausente. Esta digresión permite reflexionar acerca de la parodia del poema de Pizarnik. Aunque estos cuestionamientos del signo fueron publicados después de La última inocencia (1956), ya el ambiente teórico del estructuralismo (Jakobson estaba en boga) pudo haber fo jado la idea del juego, al que Alejandra era muy propensa. En primer lugar, la palabra alejandra aparece en minúscula, como para indicar que no se trata de un nombre propio, sino de un sustantivo común (“Sólo un nombre" es el título del texto). La repetición de la misma palabra en el primer verso sugiere la idea de la multiplicación de los significantes; a la vez, la palabra alejandra en el tercer verso es engañosamente el significado de esos dos significantes. Es decir, y como lo indica Lasarte, el supuesto significado hace pensar en otro significante que podría remitir a un número múltiple sin llegar a un significado convincente. Tanto el modelo de la condensación, como el del desplazamiento, de Lacan, se podrían aplicar a este breve texto: el significante alejandra es sustituido, metafóricamente, por otro, que resulta ser el mismo; o el significante se desplaza para burlar la censura: alejandra es travestí, disfraz de sí misma. De todos modos, este análisis del poema se queda cojo; no es convincente, puesto que tanto a nivel de la sustitución como en el del desplazamiento, se requiere otro significante, una “emisión sonora” distinta. Este texto, al igual que muchos otros de Pizarnik, es un poema de la ausencia e incluso de la muerte. Pensemos en esa última “alejandra” como la que yace sepultada (eso es lo que muestra la figura del poema) por su propio nombre; la escisión del yo, en las dos palabras del primer verso, conduce al suicidio literal del último. Además de no poder concretar una alejandra de carne y hueso, el nombre se aniquila a sí mismo al encontrar que esa voz es tan sólo un eco. Por otro lado, este texto podría ser tomado como una alegoría del lenguaje. La poeta ha elegido su propio nombre como emblema para caracterizar las complejidades del signo. La palabra, en este sentido, es el autorretrato de un ser que se ausenta, desaparece. En un ensayo que analiza esta problemática, Gianni Vattimo estudia el concepto de Heidegger que define al lenguaje como “la casa del ser”: El pensamiento contemporáneo ha interpretado la “identificación” heideggeria-na de ser y lenguaje como la afirmación de una insuperable “ausencia” del ser, que podría darse siempre solamente como huella. Esta afirmación de la ausencia y de la huella puede ser hecha o con una profunda nostalgia residual por la presencia, como sucede en Derrida y Lacan, o bien desde el punto de vista de una liberación del simulacro de toda referencia al origen y de toda nostalgia por él (como en Deleuze). En ambos casos, no obstante, la tesis de la “identidad” de ser y lenguaje se lee como una liquidación de toda posibilidad de referencia a un “originario”, en favor de una concepción de la experiencia que se mueve sólo en las superficies, o añorando el original y considerándose decaída y alienada, o disfrutando la libertad que de tal modo le es reconocida en una suerte de delirio del simulacro. [71] La continua autorreflexión de la poesía de Pizarnik hace que el yo poético se examine a sí mismo en cada texto, buscando afanosamente una esencia y dejando solamente huellas en ese rastreo. Ante el fracaso de esa empresa, lo único que le queda es vivir a la espera del silencio. Volvemos a Vattimo, quien afirma: El silencio no es sólo el horizonte sonoro que la palabra necesita para resonar, para constituirse en su consistencia de ser: es también el abismo sin fondo en que la palabra, pronunciada, se pierde. El silencio funciona en relación con el lenguaje como la muerte en relación con la existencia. [77] El estudio de Lasarte termina con un texto sin título, que apareció póstumamente en la antología El deseo de la palabra: el centro de un poema es otro poema el centro del centro es la ausencia en el centro de la ausencia mi sombra es el centro del centro del poema Aquí, el juego con la ausencia y la sombra descalabran la retórico del centro como símbolo de equilibrio y fundación. En su Diccionario de símbolos, Cirlot dice: El centro se sitúa en la intersección de los dos brazos de la cruz superficial, o de los tres de la tridimensional. Expresa la dimensión de ‘profundización infinita’ que posee el espacio en ese lugar, considerado como germen del eterno fluir y refluir de las formas y de los seres, e incluso de las propias dimensiones espaciales. [125] Si en el texto “Sólo un nombre”, se parodiaba los vínculos de la significación, en este otro texto se cuestiona el principio de la armonía de las cosas. La sombra en el centro [la ausencia] del poema reitera, así, la actitud de evanescen-cia con que se va forjando esta poesía. Pizarnik se opone a los modelos que rigen la tradición y la sociedad, al grado de que cada uno de sus textos gira alrededor del vacío de la palabra y de la persona poética. Esto es, la contradicción esencial en la obra de Pizarnik es que a pesar de que hay escritura, mensaje, poema; lo que se lee, lo que se dice, va por caminos inaprehensibles, vacuos, silencios. En La máscara, la transparencia, Guillermo Sucre revisa el tema del silencio. Su análisis se inicia con un texto de Gonzalo Rojas y termina con la asociación muerte-silencio en Pizarnik. Rojas alude constantemente a la búsqueda de lo oscuro y del relámpago como modos de comprender las fulguraciones de la palabra. Además de su poema “Al silencio”, tiene otro a las sílabas y un poema casi místico, dirigido a su mujer, que se titula “Vocales para Hilda”. Es decir, Rojas ha practicado el despoj amiento de la palabra y la ha reducido a sílabas, a vocales o al silencio mismo, para hallar la “esencia” del lenguaje, su sonido elemental. Aunque por caminos distintos, ese revés de las cosas, esa búsqueda del silencio podría también encontrarse en Olga Orozco, con quien Pizarnik tuvo una relación que excedió lo personal y se puede rastrear en lo literario. Sin embargo, la diferencia estriba en que para estos dos escritores lo sagrado es un motivo incuestionable, en el que tienen absoluta certeza, a pesar de las posibles prácticas mundanas y procaces (de Rojas) o de la desconfianza de la palabra como medio de articulación de las experiencias excelsas (en Orozco). Pizarnik acude a los mismos despojamientos del lenguaje, pero como conciencia del vacío de la vida y del nombre. Sucre lee el suicidio de Pizarnik como la culminación de la estética del silencio: por un lado, como hallazgo del absoluto (las expresiones más conocidas en este sentido son las de San Juan de la Cruz: “la soledad sonora”, “la música callada”); por el otro, como conciencia angustiada en la insuficiencia de la palabra. Para la literatura moderna, según Sucre, si bien el silencio pone en crisis los poderes del lenguaje, a la vez es un modo de expresar la “transparencia” del mundo. La obra de Pizarnik sería el extremo de esta lectura: ¿No le asigna a la muerte un poder y una clarividencia que justamente buscamos, y nunca encontramos, en la vida misma? Verdad intolerable, ¿no suscita también la pasión o la vocación de la muerte: buscar en ella el signo de lo absoluto, la palabra inexorable, la revelación que ya no podrá ser postergada ni distorsionada? Y más adelante: [N]o sólo hay que partir de su obra, sino regresar a ella: recrear, a través de su pasión estética, la aventura en busca de “la palabra inocente”. La búsqueda, igualmente, de la transparencia: el lugar de la fusión y del encuentro entre el lenguaje y el universo. [318-319] De manera similar, en un artículo que lleva por título “Itinerario de la palabra en el silencio”, Anna Soncini propone una lectura donde el camino de esta poesía es el del despojamiento, en pos de una unión casi mística con el silencio. En su examen cita un texto breve, que apareció en la sección “Otros poemas” de Arbol de Diana (1962): silencio yo me uno al silencio yo me he unido al silencio y me dejo hacer me dejo beber me dejo decir El yo poético — dice Soncini — pierde la voz y desaparece, con la esperanza, no obstante, de ‘estar’ cuando el silencio se dé una forma y hable, es más, de ser una misma cosa y poseer su mismo lenguaje, en una fusión que elimine las diferencias. Lo que se desea es, a fin de cuentas, una unión ideal, sin residuos, que derrote la irreductibilidad existente entre voz y palabra, o que, por lo menos, revele su misterio. [10] Estas lecturas nos dejan un poco perplejos: ¿Alejandra Pizarnik, poeta mística? Las “correspondencias” entre lenguaje y universo (Sucre) y entre voz y palabra (Soncini) son casi impensables en esta obra. Y sin embargo hay varios textos que ilustran el interés por el tema del silencio como el espacio de lo sagrado: “En mí el lenguaje es siempre un pretexto para el silencio” [TS, 11], “El silencio es tentación y promesa” [IM, 35], “Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio” [IM, 43], “La muerte ha restituido al silencio su prestigio hechizante” [EPL, 22], Y se podría continuar con muchas más. Pero estas citas no señalan la vía de la revelación que conlleva la unidad armoniosa de las cosas. Para Pizarnik, en cambio, el silencio se origina en el enigma de la muerte y de la tentación del suicidio. El no-ser, el reverso de la palabra, el no-decir, son los emblemas del lenguaje silencioso. En otras citas, más o menos opuestas a las anteriores, leemos: Tú eliges el lugar de la herida / en donde hablamos nuestro silencio” [P, 41], “Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no guarecen, yo hablo” [EPL, 21]. Más que el enigma, el silencio de estas frases habla del fracaso del lenguaje: la angustia que lo desgasta hasta convertirlo en grieta intemperie: sin refugio: “Pero hace tanta soledad / que las palabras se suicidan”, dice en otro poema. En su célebre “Respuesta a Sor Filotea”, Sor Juana habla del silencio, del siguiente modo: “dirá nada el silencio, porque ése es su propio oficio: decir nada”. Y casi como secuela de esa frase podríamos leer: “No puedo hablar para nada decir. Por eso nos perdemos, yo y el poema, en la tentativa inútil de transcribir relaciones ardientes. / ¿A dónde la conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado”. Así, el silencio de Pizarnik es más el rechazo del lenguaje y, porende, de la vida: “nada que decir”, dice Sucre, también significa “nada que vivir”. Por otro lado, estaría el carácter fragmentario de esta poesía. Toda la obra de Pizarnik estaba obsesionada con lo breve (salvo los últimos dos libros, que tienen poemas, más extensos, en prosa). Enrique Molina llamó acertadamente “hai-kais del insomnio” a esos poemas relampagueantes. Hay en ellos un alto grado de alerta, de conciencia que controla esas fulminaciones de la voz. La fragmentariedad se acerca a una intención reticente, muda, que dice mucho más de lo que expresa. Andrés Sánchez Robayna señala: El poema transcribe así el sacudimiento del lenguaje como ruptura del silencio, pero mantiene esos silencios como lugar de enigma, como construcción del enigma. Lo que el poema dice cae de pronto ahí — y el poema es tan sólo el envés del silencio; en el poema, la caída al lenguaje no es a la significación, como casi hace creer por paradoja, sino a la evanescencia. [127-128] Y ya para terminar, habría que repensar el suicidio y sus implicaciones en la poesía. Frank Graziano y el mismo Sucre lo ven, apoyándose en ciertas ideas de El mito deSísifo, de Albert Camus, como una “obra de arte”: “un arti sta puede escoger la muerte por amor a la vida, escoger el definitivo silencio por amor a la palabra, y que justamente esa opción no es el resultado de un extravío (mental o moral), sino de una lucidez que se extravía por exceso de claridad ante la vida y la historia”, (318) dice Sucre. Dado nuestro análisis del lenguaje, es muy difícil suponer que Alejandra Pizarnik confiaba en la poesía o en la palabra. Muy por el contrario, la critica que hace del lenguaje implica un poner en cuestión los códigos con que se rige la sociedad. Si en el poema “Sólo un nombre”, el nombre “alejandra”, el pronombre “yo”, y, por ende, la palabra, son una misma cosa sin cuerpo, que se desgarra por no encontrar referente, el mundo igualmente se desbarata en su función esencial, vital. Ese nombre, escrito con minúsculas y estrictamente personal, se convierte en “todos los nombres”, el mundo entero del sujeto que habla, “alejandra” es la Palabra con mayúscula, el lenguaje que se entierra ante el eco que despide la desolación. Me parece que aquellos que buscan el silencio de lo sagrado lo hacen con una certeza de que allí estará la paz anhelada, el absoluto protector. La poesía de Pizarnik parece dudar continuamente: no se deja convencer, pero a la vez le atrae la idea de lo enigmático que conlleva la muerte. La vida y la palabra resuenan en una especie de eco que proyecta tan sólo sombras en el poema. El silencio dice mucho, pero sigue siendo incomprensible. OBRAS CITADAS Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de símbolos. Barcelona: Editorial Labor, 1985. Lasarte, Francisco. “Más allá del surrealismo: la poesía de Alejandra Pizarnik.” Revista Iberoamericana 125 (1983): 867-877. Pizarnik, Alejandra. Extracción de la piedra de locura. Buenos Aires: Sudamericana, 1968. [EPL], -. El infierno musical. Buenos Aires: Siglo XXI Argentina Editores, 1971. [IM], -. Poemas. Selección y prólogo de Alejandro Fontenla. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1982. [P], -. Textos de sombra y últimos poemas. Textos ordenados y supervisados por Ana Becciú y Olga Orozco. Buenos Aires: Sudamericana, 1982. [TS], Sánchez Robayna, Andrés. La luz negra. Madrid: Júcar, 1985. Soncini, Anna. “Itinerario de la palabra en el silencio.” Cuadernos Hispanoamericanos. Los Complementarios 5 (1990): 7-15. Sucre, Guillermo. “La metáfora del silencio,” en su La máscara, la transparencia (2a. ed., México: Fondo de Cultura Económica, 1985), 293-319. Vattimo, Gianni. Más allá del sujeto. Nietzsche, Heidegger y la hermenéutica. Buenos Aires: Paidós, 1989. |
Ensayo de Jacobo Sefamí
New York University
Publicado en Inti: Revista de literatura hispánica: No. 39, Article 11
Providence College’s Digital Commons
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