Variaciones sobre un tema de Julio Cortázar

por Augusto Roa Bastos

 

Y así al final me quedare dormido. pero antes alcanzaré a preguntarme si algún día sabremos pasar del movimiento dónele suena todavía el halalí del cazador, a la conquistada plenitud del adagio y de ahí al allegro final que me canturreo con un hilo de voz, si seremos capaces de alcanzar la reconciliación con todo lo que haya quedado vivo frente a nosotros.
J.C. Reunión

Alto, desgarbado, un hombro ligeramente más caído que el otro —sólo tal vez en este instante por el movimiento de la cabeza al mirar arriba—, el hombre sube un poco a tientas, olvidado de la costumbre, los tres escalones que lo separan del portal del edificio bañado por la luz malva del atardecer. Se hace sombra sobre los ojos con la mano de dedos larguísimos como si no fuera a encontrar a trasluz de esos dedos, a través de esos muros, ninguna forma desconocida, ninguna revelación nueva, nada más que esos muros mojados, la tarde, las nubes.

Está ahí y espera un segundo, dos segundos, dejándose vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, pero sin tener tampoco demasiado apuro por entrar, preguntar por alguien, buscar algo que se la ha perdido o que ha olvidado y que no recuerda muy bien qué puede ser. Pero no; no querrá nada de eso. Sus necesidades deben ser diferentes, y nadie que lo juzgue a la ligera, con la angustia que consume a los que sufren el soroche del péname, podría conocer y satisfacer esas necesidades.

Lo que es evidente es que está absolutamente a salvo de toda prisa, y aún más: liberto de toda miseria, pese a la gastada cazadora, al grueso pulóver de lana azul, al aire de venir de lejos no a recuperar su sitio que se ha llevado su lugar a otro lugar sino tal vez a dejar la ropa vieja y partir otra vez cuando caiga la noche.

En esa posición de buscar y ubicar la ventana entreabierta o cerrada definitivamente en el último piso —eso no tiene ahora más importancia que el que el cielo pueda hallarse cubierto por la grisalla del invierno—, el hombre está o parece estar completamente inmóvil, todo él hecho esa tremenda inmovilidad del titubeo que simula copiar la inmovilidad de las paredes; tenso en el borroso vértigo de contemplar la fachada piramidal que escapa hacia arriba en una mole compacta e ingrávida a la vez o que está a punto de desplomarse sobre el hombre que la mira y la atrae sobre sí. Y entonces lo que parece es que el edificio se esfuerza en replegarse y apartarse del hombre en esa vertiginosa fuga hacia atrás, hacia arriba.

El hombre entreabre los ojos, se frota las manos. El frío complica siempre las cosas... piensa para sí, o quizás lo escribió en alguna parte y ahora con ese gesto borra la frase pues para ese hombre todo está dicho y no va a volver a empezar. Sus miradas han ido ascendiendo piso a piso los doce que escalonan la rampa tendida hacia lo alto; han ido repechando la rugosa superficie de huecos oscuros hacia esos bordes o límites que estando aun débilmente iluminados son ya los más oscuros en la anticipada noche boca arriba, del mismo modo que los acordes del adagio apenas latientes, sin sonar todavía entre las hojas de un espacio boscoso que huele a tierra negra y húmeda recalentada por el sol, lejos de allí. Una emboscada puede armarse en cualquier parte, sin embargo. Y sin que la anuncien trompas ni repentinos ladridos pueden caer en ella tanto la presa como el cazador, o los dos al mismo tiempo abrazados, confundidos en un espasmo último.

El hombre ha ubicado el sitio preciso, ese lugar donde sabe que al saltar a ciegas una ventana que lo espera entreabierta, va a subir de golpe el pavimento en un soplo fragoroso para recoger el cuerpo que cae, vendado, amordazado, amortajado con la baba azul del pulóver; el pavimento, o lo que hay más abajo —los incontables subsuelos del yo-pienso—, dispuesto a recibir en la fracción de un instante las más finas hilachas de médula. La médula de todo: del ser y del no ser; lo escrito y lo vivido, lo soñado y lo luchado. Los estados de la vida después de la muerte, más reales que la vida misma puesto que continúan en los otros. (¿Lo dijiste vos, Julio?; no, lo piensa ahora el hombre). Los otros son los que se llevan esas hilachas del individuo que muere una sola vez hacia la persona-muchedumbre que renace muchas veces. Pero ésta es otra historia; son maneras que tratan de decir un poco ampulosamente lo que no se sabe muy bien cómo sucede. Y el aire plomizo de un día de invierno, entre los días, no soporta palabras como las que inscriben sus rastros en una hoja de papel, en esta hoja de papel en blanco bajo el tableteo de los tipos: toda palabra un epitafio anticipado; toda escritura, una rayita póstuma en tierra de nadie, entre la memoria y el olvido.
El hombre alto y desgarbado, trémulamente inmóvil en ese instante que lo rodea como el frío por todas partes, busca boca arriba el lugar de donde partió; sube de un sentimiento a otro, recorre las distancias que lo separan de sí, esos pisos que él mismo ha sabido construirse del adentro hacia afuera; esos apeaderos que ha excavado en el horno vivo de sus deseos —soledad, amor, sueños por los que el hombre es realidad-para abandonarlos y dejarlos caer por el talud de los doce pisos; conflagración de mundos íntimos, inmediatos, minúsculos; dejar caer todo eso con el hombre usado, gastado, envuelto en la cogulla del pulóver que le ahoga con la gomosidad húmeda del aliento mezclado al azul de la lana. Sacarse de encima ese hombre amortajado en la piel babosa del pulóver y arrojarlo por el hueco a la plúmbea grisalla, mientras el hombre perpetuamente vivo y joven rompe el hábito de los plazos mortales y se endereza para seguir su camino, para llegar por fin sin cara y sin pulóver a alguna parte donde la verdadera vida sea un tumulto de muchedumbres en ascenso, hombres, mujeres, ancianos, niños, que lo envuelvan en un aire fragoroso y lo acompañen y lo reconozcan como suyó y que él sienta esa marcha de cara al sol naciente como suya: la belleza en lingote brillando en oro por todas partes para todos.

Esto es lo que imposiblemente no puede dejar de suceder o ha sucedido ya y debe seguir sucediendo, aunque él haya dejado de hablar sin haberlo dicho todo para que los demás desarrollen y completen visionariamente la melodía. Remoto sol repartido en tantas bocas. El hombre está ahí, silencioso e inmóvil, de pie en el último peldaño, la cara volcada hacia lo alto, la espesa barba, la melena leonina esculpidas en la humedad pétrea. Erguido, inmóvil, vaporoso: línea del horizonte enderezado, asíntota del otro que ya franqueó el lado de allá. Está ahí, no como un aparecido desnudo e impúdico que viene a mostrar, a los que ya no pueden verlo, su terrible saber de ahora. Desnudo, impúdico, desvelado (deben usarse las palabras de su amigo Artaud, que le enseñó a ser dueño-de-su lengua en el delirio de lo real: eso que en guaraní significa hombre, kuimba’é, el hombre que sólo se humaniza por el dominio de su lengua). Derecho, alto, fuerte, desollado en la finura extrema de la discreción, pero sobre todo libre, hasta la última fibra de su naturaleza de liberto. El mismo. Siempre. Tal como una aparición sin pudor pero también sin bochorno, no viene a reclamar que se le escuche y recuerde. Ha venido simplemente a estar presente. El porvenir que aguarda a los que se han quedado del lado de acá, es ya pasado para ese hombre quieto en los peldaños.

Es posible acercársele un poco más. Mirado desde abajo (los zapatos gastados tienen mechones de tierra sandina. polvo de muchas tierras, tierra orillera aún caliente de su ciudad del Plata, tierra color de sangre tostada por el sol en los enterratorios suburbanos que han empezado a vomitar los restos, tierra humana triturada, sacrificada por la barbarie militar. Su silueta se rehace del vahído; recortada en la claridad decreciente es sin embargo impalpable. No tiene bordes ni límites; es absoluta y profundamente incomprensible. Gira un poco hacia la tarde que acaba como si hubiese de escuchar algún murmullo. Se ve resbalar la última luz por los hilos de plata de su barba. Una remota sonrisa amanece en esas facciones en las que el sufrimiento y las felicidades pasadas, el humor y la gracia adolescentes, la risa franca, los sombríos pensamientos han destilado ya la mansedumbre suprema. Los ojos muy separados bajo la frente que piensa o sueña como si latiera buscan a alguien entre la bruma. Luego se vuelven otra vez hacia el edificio, lo recorren lenta pero vertiginosamente en sentido inverso a la caída. Esos ojos palpan la sustancia de la materia; tantean lo que aún falta en ella, lo que le sobra en escoria. Sus manos inmensas dibujan en filigrana el suspiro final del adagio: la realidad que todavía no es para otros oídos y ojos que no sean los suyos.

Va a entrar. Empuja la puerta. Entra. Adentro no hay más que óxido, silencio, el pausado vaivén de las cosas abandonadas. Sube sin detenerse. Escaleras y rellanos son también un túnel hacia lo alto. Se angosta en pasillos y galerías cada vez más estrechos, espejeantes en la penumbra, en la reverberación de las rendijas. La irrealidad crece a grandes pasos; se instala a zancadas en torno al hombre, a la sombra que asciende, el limbo de un claustro sin ecos, la oquedad de una bóveda matriz en el último piso. Hueco de la desmemoria. El que ha llegado a su más ínfima hilacha ve su enorme figura multiplicada en espejos y vitrales como si de pronto toda esa soledad también hubiera crecido irrealmente poblándose de un simulacro de sombras que repiten todas los mismos movimientos del hombre que forcejea para sacarse el pulóver. Ahora lo logra con relativa facilidad. Ponérselo fue para el otro la huida enmascarada, el aire fragoroso acariciándole y doce pisos. Arroja el pulóver a un rincón, en el ángulo muerto de los espejos. No es dudoso que en ese momento recuerde a su hermana Irene tejiendo incontables pulóveres en la vieja casona que acabó poniendo en estado de sitio al simple y silencioso matrimonio de hermanos, que los arrojó por fin a la calle. Mientras se ha sacado el pulóver —que por supuesto no es ni puede ser ninguno de los tejidos por Irene-, ha revivido de seguro aquellas imágenes de la caída, dejando atrás esos montones de lana de todos colores encrespadas en las canastillas, entre el rechinar de una puerta que se cerraba de golpe y otra que estaba por hacerlo en esa casa que iba siendo tomada pieza a pieza y que los iba expulsando a ellos fría e implacablemente. A las once de la noche estaban en la acera. El rodeó con el brazo la cintura de Irene y echaron a andar calle abajo. Pero antes, como con lástima, cerró bien la puerta de entrada y tiró la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada. El pensó que Irene iba llorando; por su parte, él no quiso pensar en nada más. Se puede vivir sin pensar, dijo para sí. Situación que le había impulsado a escribir pues “mientras más se escribe menos se piensa”.

La lana húmeda del pulóver ha desteñido y le ha manchado la cara de moretones. El hombre se desnuda por completo; casi sería más correcto decir que toda la ropa se encoge, se cuartea y cae en jirones a los pies de las infinitas figuras desnudas. Ahora se le marca el hombro más caído que el otro, el del lado del corazón, y aquí se podrían introducir comentarios de los más idiotas que tampoco alterarían en absoluto la suave irrupción del allegro. El hombre nota sin estupor alguno la previsible movilidad de las paredes que se van contrayendo imperceptiblemente, cosa que la mirada reflexiva de los espejos no registra o que lo hace al revés dando la ilusión de que van apartándose en lugar de avanzar.

El hombre se deja caer en el duro y angosto lecho emplazado en un rincón como un catre de campaña. Las figuras se han esfumado. Sólo queda el hombre de espaldas contra la pared, los brazos muy flacos y largos cruzados sobre el pecho. Un hombre espectral, la cara, el cuerpo lleno de tumefacciones moradas, extrañamente parecido a la imagen yacente del Che en la pileta de lavar la ropa en la escuelita de Ñanca-huazu, abandonado ahí por sus verdugos. No es un parecido casual; es el mimetismo de la angustia visceral, confraternal, que talla los rostros y los cuerpos en las semejanzas carnales de las crucifixiones. Vieja semejanza de dos mil años. “Toda la distancia que me separa de mí me vuelve próximo a él...”, murmura el hombre contemplando el espejo remoto y trizado de los valles y montañas de América.

Suena una trompa de caza con el halalí de un tema de Mozart en la transposición de una ceremonia salvaje a un claro goce pensativo que ya está más allá de la muerte. Y es esto lo que permanecerá escrito y sonando dulce y salvajemente aun cuando se hayan talado todos los árboles y se hayan arrancado todos los mitos como hierbas, y en las ciudades los gritos intelectuales se hayan esfumado en esa música que sopla su tiempo adonde quiere.

Y todo eso es también nuestra rebelión, es lo que estamos haciendo aunque Mozart y el árbol no puedan saberlo, también nosotros a nuestra manera hemos querido trasponer una torpe guerra a un orden que le dé sentido, la justifique y en último término la lleve a una victoria que sea como la restitución de una melodía después de tantos años de roncos cuernos de caza, que sea ese allegro final que sucede al adagio como un encuentro con la luz...

Y ahora sí el hombre se levanta en medio de las paredes que se cierran sobre él, los espejos rotos, pasillos, escaleras y zaguanes ciegos oliendo a moho del solitario. Al término de un largo recorrido, comienza ahora la verdadera travesía más allá del límite que alcanza el ojo en la penumbra: ese lugar sin límites donde el ojo es otro sol, donde la libertad última no es aniquilada, igual a la presencia visible de una melodía que dibuja su halalí de triunfo sobre el gran clamor multitudinario.

por Augusto Roa Bastos

"Jaque" Revista Semanario - Año I Nº 24

Montevideo, 25 de mayo al 1 de junio de 1984

Digitalizado y editado por el editor de Letras Uruguay el día 10 de mayo de 2017, hasta el día de la fecha inédito en la web mundial 

Ver, además:

                     Julio Cortázar en Letras Uruguay

                                                   Augusto Roa Bastos por Letras Uruguay

 

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