Evocación

Recuerdos de Alejandra Pizarnik

por Antonio Requeni

Arturo Cuadrado me la presentó una tarde de 1955 en el bar Florida de la calle Viamonte y en esa ocasión Alejandra Pizarnik me regaló su primer libro, Lo tierra más ajena que Botella al Mar, la editorial de Cuadrado y Luis Seoane acababa de publicar. Yo reconocí en seguida en aquella muchacha (entonces tenía 19 años) a la adolescente menuda y algo desgarbada, rubia, de cara redonda y ojos entre grises y verdes, con la que me había cruzado más de una vez por las calles de Avellaneda, donde los dos vivíamos. Supe entonces quién era y lo que hacía mi joven vecina y, desde ese día nos encontramos con frecuencia.

La visitaba en su casa de la calle Lambaré 114. Allí conocí a sus padres. No recuerdo haber visto a su hermana Myriam, mayor que ella, pues por estar casada ya no vivía con los padres. La de Alejandra era una típica familia de clase media. Pocos años después, en 1957 ó 1958, murió el padre, un judío polaco alto, buen mozo, cuya desaparición —creo que no tenía 50 años— representó para Alejandra un duro golpe. Los biógrafos o comentaristas de su obra no han puesto demasiada atención en esta circunstancia. Alejandra adoraba a su padre y tenía una relación muy conflictiva con la madre, que no toleraba las trasnochadas de su hija y otras costumbres y actitudes para ella demasiado independientes y hasta extravagantes. A Alejandra siempre le gustó jugar a la poeta maldita. Poco tiempo atrás había vivido una relación sentimental con el poeta Juan Jacobo Bajarlía, su profesor de literatura moderna en la Escuela de Periodismo de la calle Libertad y hombre bastante mayor que ella. Bajarlía fue quien la inició en la lectura de los poetas surrealistas. Si doy su nombre y cuento esta anécdota es porque el propio Bajarlía la hizo pública en el libro Alejandra Pizarnik, anatomía de un recuerdo, aparecido en 1998 (Editorial Almagesto).

Alejandra, cuando la conocí, había dejado la Escuela de Periodismo y estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras. A veces nos reuníamos en aquel bar Florida, pegado a la Galería Pacífico, y en la librería «letras», de María Rosa Vaccaro, en la misma cuadra de la Facultad. Hablábamos de literatura y nos prestábamos libros. Recuerdo cuánto la impresionó El alma romántica y el sueño, de Albert Beguin, que yo le hice conocer y que pasó a ser uno de sus libros de cabecera. Alejandra era, a pesar de lo que algunos han dicho, un ser muy sociable. Le gustaba conocer escritores y concurría a exposiciones de pintura. Por aquella época se psicoanalizaba con el doctor León Ostrov. Sé que también lo hizo con Pichon Riviére. Tal vez ellos le aconsejaron practicar esa sociabilidad para vencer la timidez provocada por su tartamudez, que no era tal sino una manera de arrastrar las últimas sílabas de cada palabra y que, al menos para mí, le daba un aire atractivamente exótico. Con el tiempo fue perdiendo, aunque no del todo, esa curiosa pronunciación que podía confundirse con la de una extranjera y que acaso tuvo origen en el asma, un asma nervioso que padecía desde la niñez.

He leído por ahí que Alejandra era fea. No es cierto. Su rostro, en aquella época, se parecía al de los retratos que he visto de la joven Marguerite Duras. Era, sí, baja, un tanto desaliñada, y su rostro exhibía la aspereza del acné, pero sus facciones eran armoniosas y sus grandes ojos verdes adquirían, al sonreír, un brillo pícaro y encantador. Cierto es que ese rostro juvenil fue transformándose con los años, haciéndose anguloso, menos inocente, más endurecido.

Como en 1955 yo había publicado ya tres libritos de versos y conocía a algunos escritores, empecé a oficiar para ella de agente de relaciones públicas. Le presenté a Antonio Porchia, que la fascinó, y al poeta González Carbalho, mi maestro. González Carbalho le sugirió que firmara omitiendo su primer nombre de pila. La tierra más ajena lo había firmado con su nombre completo: Flora Alejandra Pizarnik. Otros, como Bajarlía, sostienen que fueron ellos quienes la convencieron. Lo más probable es que se haya convencido sola pues, evidentemente, Alejandra Pizarnik era más eufónico. Y aquí quiero consignar una referencia que, por pereza, no he tratado de corroborar, ya que sería necesario ir a hacer la consulta al Registro Civil. Su compañera y compinche de la Escuela Normal Mixta de Avellaneda, Aurora Alonso de Rocha, asegura que el nombre verdadero era Flora Pizarnik y que Alejandra fue un invento.

En aquellos años también le presenté a algunos poetas jóvenes de quien yo era amigo como Oscar Hermes Villordo y Héctor Miguel Angelí. Sin embargo, la formación y sensibilidad de Alejandra la llevaron a vincularse más estrechamente con los poetas del grupo «Poesía Buenos Aires», con quienes yo, de gustos más tradicionales, no me sentía identificado, a pesar de lo cual llegué a ser más tarde amigo de algunos de ellos como Raúl Gustavo Aguirre, gran poeta, teórico y caudillo de ese grupo literario de vanguardia.

Alejandra («Buma», como la llamaban en su casa) también sentía atracción por la pintura. La deslumbraban los paisajes perturbadores que la invitó a transitar Juan Battle Planas, de quien se hizo muy amiga y de quien aprendió a dibujar las viñetas oníricas y figuritas ingenuas que a veces adornaban sus cartas. Otra de sus aficiones era armar collages con papeles de colores.

Poco después de la muerte del padre la familia dejó Avellaneda (ella llamaba a su ciudad Villa Neda) y se mudó aun departamento del edificio de la Avenida Montes de Oca 675, en Barracas, cerca de la casa en que había vivido Juan Rodolfo Wilcock. Alejandra trasladó a una pequeña habitación la escenografía surrealista de cuadros, collages, libros y un gran afiche con el rostro de Gerard Philipe, de quien estaba idealmente enamorada. A veces me hacía confidencias pues la nuestra fue siempre una amistad de buenos hermanos. Me habló de un poeta que le gustaba, menos por sus versos que por su prestancia física, y de otro poeta que la pretendía y del que ella se burlaba con mucha gracia. Uno de ellos murió no hace mucho y el otro vive. Por supuesto, no diré sus nombres. Alejandra hacía gala de un humor inteligente, irónico, que en los últimos años de su vida se fue volviendo sarcástico y sombrío.

No recuerdo haber hablado con ella de política; había temas, como ése, que no le interesaban en absoluto. Aunque a menudo nos contábamos chistes y frivolidades del ambiente literario, lo que ella prefería era hablar de libros y autores o del descubrimiento de un buen poema. Tuve el privilegio, más de una vez, de que me leyera versos que acababa de escribir.

Poesía y vida constituyeron para ella dos términos indisolubles. Alejandra creó su poesía pero, en igual o mayor medida, su poesía creó a Alejandra Pizarnik. Como fiel lectora de los manifiestos surrealistas, estaba convencida de la identificación entre vida y poesía. La poesía no era un producto de su vida sino al revés; ella le dictaba su manera de vivir. Construyó su existencia a la medida de sus poemas. Fueron sus poemas los que inventaron al personaje. Y creo que cuando su poesía entró en un callejón sin salida. Alejandra consideró que su vida estaba también clausurada. La noche, el miedo, los naufragios, la muchacha que llora hasta romperse o que mira una flor hasta que sus ojos se pulverizan, aluden tácita o voladamente a la autodestrucción. Su trayectoria vital estuvo subordinada al itinerario poético. Sus temas permanentes: la desazón existencial, la nostalgia de la inocencia perdida, la búsqueda de una belleza y una verdad que le hicieran trasponer los límites del conocimiento, se reiteran cada vez con mayor desnudez e intensidad a través de libros como La última inocencia, Las aventuras perdidas y Los trabajos y las noches, que junto con sus últimos textos, revelan las claves secretas de su vida y su muerte.

A pesar de la aproximación a grupos vanguardistas, Alejandra fue una isla solitaria en nuestra literatura, una personalidad aparentemente desprendida de su contorno circunstancial, sólo atenta en lo profundo a los propios ecos de su conciencia -o subconciencia- y marcada por el sello o el estigma de una tremenda lucidez. Además, desde un punto de vista estrictamente literario, era dueña de un insoslayable rigor estético, sin el cual su poesía no sería lo que es y no estaríamos hablando de ella en este momento.

Pero volvamos a los recuerdos. En 1959, estando yo en París, donde viví cuatro meses, le escribí algunas cartas en las que la instaba a visitar la ciudad inteligente. «París es una ciudad cortada a tu medida», recuerdo haberle escrito. Al regreso, el relato de mis andanzas parisinas avivaron su antiguo deseo de vivir una larga temporada en la capital de los poetas, la ciudad donde habían vivido y escrito sus admirados Baudelaire, Rimbaud, Lautreamont y Apollinaire. Y viajó a París un años después vistiendo la polera color verde botella que me había pedido cuando yo la invité a que me dijera qué quería que le trajese. Era ese tipo de polera con la que se fotografiaba Sastre y usaban muchos existencialistas. Antes de viajar se despidió de su familia, de sus amigos entrañables: Battle Planas, Olga Orozco, Elizabeth Azcona Cranwell, Silvina Ocampo, Enrique Pezzoni, Enrique Molina, y desembarcó en el viejo continente con un cúmulo de imágenes y metáforas que, por no figurar en el pasaporte, no tuvo necesidad de declarar. Guardo varias hermosas cartas que me envió desde París y que aparecen en Correspondencia Pizarnik, recopiladas hace algunos años por su amiga Ivonne Bordelois en un tomo publicado por la editorial Planeta.

Su lúcido mundo expresivo, enriquecido por fecundos contactos y experiencias en la capital francesa, lo declaró tres años más tarde entre las tapas de su libro Árbol de Diana, editado por Sur y prologado por Octavio Paz. Antes conoció la feliz aventura de la vida bohemia; caminó, vio y aprendió a ver. Fue amiga de Julio Cortázar, conoció a su admirada Simone de Beauvoir, y Octavio Paz le presentó a Germán Arciniegas, director de la revista Cuadernos para la libertad de la cultura, donde Alejandra trabajó como correctora de pruebas. Merced a esa ocupación y a colaboraciones para editoriales francesas. la joven poeta argentina ganaba el modesto salario que le permitía subsistir y seguir fatigando esas callecitas «que dicen, que cantan», como me escribió en una carta, quizás en busca de la imponderable presencia que vanamente deseó encontrar en este mundo. Je ne desire qu'un ange, me escribió en otra ocasión. «Yo no deseo sino un ángel».

Después de publicar poemas en Lettres Nouvelles, Im Nouvelle Revue Francaise y revistas europeas de gente joven desde las que se dio a conocer internacionalmente, Alejandra regresó a Buenos Aires. Su espíritu había madurado y hasta su aspecto físico era distinto. Los armoniosos rasgos de su rostro, siempre reacio al maquillaje, habían cambiado. El suyo era ahora un rostro todo inteligencia, que trasuntaba una desasosegada vida interior. Como retribución por aquella polera color verde botella que yo le había traído desde Francia, me regaló un libro de la colección Escritores de siempre, de Editions du Seuil, con textos de Boris Pasternak. Leí el libro y lo guardé en mi biblioteca. No hace mucho tiempo lo tomé y al abrirlo experimenté la emoción de reencontrar a Alejandra en sus anotaciones y viñetas dibujadas en sus páginas, que yo había olvidado.

En Buenos Aires, Alejandra siguió colaborando en publicaciones nacionales y extranjeras, se hizo acreedora a importantes becas y premios y dio a conocer nuevos libros. La Nación le publicó varios poemas hasta que al conocerse un extenso artículo que Alejandra escribió para una revista venezolana, donde se atrevía a criticar a Ricardo Molinari, el diario dejó de publicarle. Sólo después de su muerte apareció en el suplemento literario una serie de poemas póstumos.

Nos vimos con menor frecuencia, lo que no significó un distanciamiento. Siempre me sentí cerca de su cariño y, juntamente con Villordo y Alfredo Veiravé festejamos con ella, una noche, en el comedor de La Prensa, haber sido elegidos con otros cinco poetas en la encuesta pública que dio como resultado la Antología consultada de la joven poesía argentina, publicada por la editorial Fabril Financiera en 1971. Un año después, el 25 de setiembre de 1972, Alejandra nos abandonó definitivamente por propia decisión. Tenía 36 años. Pero antes de irse nos dejó sus pequeñas palabras, las desoladas y luminosas señales con las que aún sigue nombrando el misterio de existir y la inquietante tentación de la muerte.

Confieso que en más de una ocasión, al charlar con ella, al leer sus versos y cartas, temí que Alejandra terminara como terminó. Era un ser que experimentaba, como muy pocos, lo que César Aira, en su biografía de la poeta, ha denominado «la dificultad de vivir»; esa abrumadora soledad en la que confina el mundo hostil a las poetas Por otra parte, era una criatura frágil cuya lucidez y sensibilidad agudísimas la condenaban inexorablemente a estar sola.

Antes dije que la poesía de Alejandra había entrado en un callejón sin salida y que esa circunstancia, si tenemos en cuenta la identificación total que existió para ella entre vida y poesía, precipitó su inmolación. Si leemos su prosa de La condesa sangrienta y, más especialmente, Textos de sombra y últimos poemas, recopilación efectuada por Olga Orozco y Ana Becciú de los últimos poemas de Alejandra, así como su breve pieza de teatro Los poseídos entre Lilas, comprenderemos que todo ese humor negro, esa crispación siniestra, esa rebeldía y hasta obscenidad que se manifiestan a través de su lenguaje exasperado, no expresan otra cosa que desolación e impotencia para encontrarse, por fin, así misma y decir, al mismo tiempo, lo indecible.

Alejandra resolvió dejar este mundo aquella noche de 1972, cuando se suicidó en su último domicilio de la calle Montevideo (según me han dicho, abrazada a una muñeca). Recuerdo que la SADE, recién trasladada al edificio de Uruguay 1371, abrió por primera vez las puertas al público para el velatorio de Alejandra; el velatorio más lóbrego al que asistí. Entonces, frente al cajón cerrado -según la costumbre judía- sentí que Alejandra no estaba allí, que se había quedado en su poesía, ese espacio sagrado al que vuelvo de tanto en tanto para reencontrarla. Quiero recordar una anécdota que tal vez contribuya a aclarar una creencia que se repite frecuentemente: la del mito instalado entre muchos poetas jóvenes después de su muerte. Alejandra ya había empezado a ser mitificada en vida. Estaba a altas horas de la noche, con varios amigos, velando su cadáver, cuando nos sorprendió ver entrar a una jovencita que era la imagen de Alejandra. Vestía el mismo montgomery color arena que fue prácticamente el uniforme de Alejandra en los últimos tiempos, se peinaba como Alejandra, caminaba como Alejandra... Nuestra amiga había muerte a los 36 años pero ya muchas jóvenes o adolescentes la admiraban e imitaban.

Si vivir muchos años es vivir muchas muertes. Alejandra vivió en pocos años muchas vidas. Yo, que la traté desde temprano, puedo decir que conocí, sino a muchas, a varias Alejandras. La adolescente menuda, de pelo rubio y unos ojos verdes ensanchados por el asombro, como los de Alicia en el País de las Maravillas, asistida entonces por una inteligencia desenfadada y traviesa; la Alejandra precozmente madura que regresó de París con su Árbol de Diana, un árbol fructificado en poemas antológicos, definitivos; la Alejandra de las primeras depresiones que disimulaba su soledad y sus miedos tras la máscara de la ironía; la criatura extrañamente fascinada por la muerte; la mujer sarcástica, rebelde, que después de haber intimado dolorosa y hermosamente con las palabras, jugaba a destruirlas y a destruirse; la Alejandra que un día dijo basta. «Basta de formar fila para morir», y penetró en el misterio de la Noche abrazando contra el pecho a la muñeca de su infancia.

 

por Antonio Requeni

 

Publicado, originalmente, en Revista Gramma Vol. 18 Núm. 42/43 de Abril / Octubre de 2006. 

Revista Gramma es editada por la Escuela de Letras. Instituto de Investigaciones de la Facultad de Filosofía, Letras y Estudios Orientales,

Universidad del Salvador - Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina

Link del texto: https://p3.usal.edu.ar/index.php/gramma/article/view/195

 

Ver, además:

 

                      Alejandra Pizarnik en Letras Uruguay

 

 

                                                                                      Antonio Requeni en Letras Uruguay 

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce

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