La loca jornada hacia

José Emilio

por Elena Poniatowska

José Emilio Pacheco acompañado de Margo Glantz, Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis

La inesperada muerte de José Emilio Pacheco ha llenado de tristeza al mundo de las letras. Junto con sus familiares y amigos, sus lectores lloran su ausencia y hacen encomio de su labor invaluable por la palabra, que cultivó y veneró como pocos. Elena Poniatowska, Vicente Quirarte e Ignacio Solares resaltan la vida y la obra de quien siempre será un autor indispensable de la literatura hispanoamericana.

5:30. 18 de diciembre. El periférico atestado, la cita es a las seis, media hora antes de que llegue el Presidente a entregar los premios nacionales de arte, literatura, ciencia y tecnología, 1992. Mula Monsiváis, me dijo que iríamos juntos, seguro se hizo pato. Hoy fue un día gris, con 300 puntos de Imeca. A ver cómo se presenta la noche. Mientras tanto, todos vamos a vuelta de rueda. Tengo que salir en Constituyentes, creo, o en Los Pinos. ¿Regalarán pinos en Los Pinos? En 1957, José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis caminaban por la avenida Juárez, jovencitos, torpes criaturitas delgadísimas, tímidos, no sabían manejar, no tenían coche. En 1992 tampoco tienen. No manejan. Toman taxis. Entonces avanzaban pegándose a la pared, y si alguien los saludaba rascaban el suelo como becerros con sus pezuñitas. “A ver si, con un poco de suerte, vemos a José Gorostiza salir de Relaciones Exteriores”. El edificio porfiriano en Paseo de la Reforma y en el cruce de Bucareli, contaba con solo cruzar la avenida un Kikos y Octavio Paz invitaba a Augusto Lunel, hambriento poeta peruano a que se tomara un café con leche en vaso con un cuerno o una banderilla o una flauta o una oreja o una concha o lo que le apeteciera. Accesible, Paz abrazaba a los poetas, al Caballito (Carlos IV) sobre el que se montaban los papeleritos y a su ciudad que anunciaba que íbamos al siglo XXI y todavía nos hacía mucha falta la poesía. “Me dio la mano”, “me va a leer”, “dice que sí soy bueno”. “Mañana vamos a tomar café”. “El sábado nos citó Alfonso Reyes, no puedo creerlo”. “Ojalá y no caiga Pita Amor porque esa acapara toda la atención”. “Yo preferiría visitar a José Vasconcelos”. “No, no, la cita es con don Alfonso”. “¿Le llevaste tu comentario a Elías Nandino a Estaciones1”. En esa época, ambos comenzaron a formar su biblioteca, uno en la calle de Reynosa, otro en la de San Simón, ambas muy desordenadas, pero José Emilio nunca sospechó lo entrañable que me resultaba el desorden de su biblioteca y el gusto que me daba pasar entre torres de Babel de libros apilados en columnas que solo él reconocía.

5:45. También le van a dar el premio a Amalia Hernández, a Gorky González, a Francisco Zúñiga y a Juan Somolinos Palencia, entre otros. Híjole, qué mala pata, a Constituyentes ya lo hicieron sentido contrario, al D.F. nomás lo contrarían. Mejor me voy por Parque Lira, ah no, por allí ya no hay entrada. A ver si veo los Juanes-soldados. El tráfico no avanza. Esta es una catástrofe al estilo pachequiano. José Emilio es apocalíptico. Seguro ya llegó a Los Pinos y Cristina le endereza la corbata, le dice que se abroche el saco y Laura Emilia y Cecilia le meten la camisa y los cuatro aguardan inquietos. No puedo fallar, qué horror, qué ciudad. De viajar juntos José Emilio y yo, estaríamos atormentándonos los dos. Y ahora ¿qué hago? ¿Me voy por la derecha? Si el de pemex pretende rebasar, está loco, no lo voy a dejar, que se quede en su carril, por tracalero, por mentiroso. Oigo la voz de José Emilio. “No amo a mi Patria. Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) daría la vida / por diez lugares suyos, ciertas gentes, / puertos, bosques de pinos, fortalezas, / una ciudad desecha, gris, monstruosa, / varias figuras de su historia / montañas / (y tres o cuatro ríos)”. Seguro, José Emilio ya llegó. A partir del momento en que publicó La sangre de Medusa en los Cuadernos del Unicornio, llegó a la meta. Escribió claro, desde niño fue claro, quiso que lo entendieran. Su abuela le ordenó: “A meditar”. Lo enseñó a no pensar a tontas y a locas y a esperar. Desde entonces José Emilio reflexiona y si no es lo suficientemente transparente, reclama su manuscrito para rehacerlo, tachar, reescribir. Neus y Vicente se desesperan. José Emilio insiste. Dice que T.S. Eliot lo ha acompañado desde que tiene uso de razón y lo cita: “En mi principio está mi fin”. Para él, toda la vida es Eliot y su lucha por “recobrar lo perdido”. ¡Dios! ya está oscureciendo, son las seis. Me han caído encima los elementos de la noche. Prendo los faros. “Órale, pinche vieja”, grita un taxista que se cierra con ojos de odio frente al Datsun verde. “Si yo no le hice nada”, alego. Los elementos de la noche tituló José Emilio su libro publicado en los sesenta. Luego vino, en 1969, “No me preguntes cómo pasa el tiempo”. No, José Emilio, ni se te ocurra en este momento, estoy que me lleva la chifosca, ya pasó la quincena pero ve nomás qué tráfico. Miro por el retrovisor la caravana de defensas y carrocerías, veo mi rostro atribulado. José Emilio responde en el espejo de los enigmas: “Cuando el mono te clava la mirada / estremece pensar / si no seremos / su espejito irrisorio / y sus bufones”.

Esta ya no es avenida, es un mar de automóviles, claro, es viernes, nadie avanza. “La mar / no es el morir / sino la eterna circulación / de las transformaciones”. José Emilio, ese sí que está igualito, un poco más gordo. Nosotros que lo llamábamos “el profeta de la desesperanza”, porque lo veíamos venir entre cataclismos y devastaciones, tenemos que reconocer su don de visionario. “No te lo dije, no te lo dije”. Sí, lo reconozco, todo lo que dijiste, todo, absolutamente todo se ha cumplido. Es más, es peor de lo que tú advertiste. No fue cuento, ni queja, eres un poeta iluminado, nos dijiste que la ciudad se iba a inundar, nos dijiste que se talarían los árboles: “¿Qué se hicieron / los bosques, las praderas y los campos / que en un tiempo llenaron la meseta, / el gris cráter lunar donde se asienta / la ciudad movediza, la fluctuante / capital de la noche? / Los mataron, / para alzar sus palacios, los ladrones”. Nos dijiste que los hombres estaríamos para siempre condenados, nos dijiste que la literatura no cambia nada, nos dijiste que jamás sabríamos hacer dinero, que somos unas chanclas, que el circo literario es de risa loca, que los 300 puntos Imeca sería nuestro sino, que faltan siete años para el año 2000 y a ver, a ver, ¿hemos logrado siquiera hacer feliz a alguien? No, qué va, todos hemos contribuido al sufrimiento humano. Las nuestras son batallas en el desierto. ¡Qué entrañables las novelas de José Emilio! ¡Qué entrañables también sus Inventarios que a él lo convierten en la única enciclopedia de México!

Hace dos meses, en la Universidad de Pensilvania, José Miguel Oviedo, admirador de José Emilio, organizó un homenaje a Pacheco. Alastair Reid, gran poeta el mismo y traductor de José Emilio, el colaborador del New Yorker fue uno de los participantes. Dijo que nunca los cuartetos de T.S. Elliot habían sido mejor traducidos al español y nos lo demostró pasando entre las filas, las traducciones de José Emilio que él leía en inglés. El silencio en la sala se hizo impresionante. José Emilio inclinaba la cabeza hacia sus zapatos. El aplauso fue unánime, entusiasta, conmovido.

En cuanto a mí, siempre espero ansiosa la llegada de José Emilio. Me hace falta. En torno a él, el aire se vuelve cálido, familiar, verdadero. No excluye a los otros ni hace frases solemnes, los estudiantes lo rodean, las muchachas se enamoriscan de él, no se levanta su capillita ni trata de apantallar con su ironía.

En medio del relato de sus desventuras, que José Emilio acentúa para rescatar a los demás y hacerlos juez y parte (siempre “los demás”), surgen sus prodigiosos conocimientos, su información insuperable y José Emilio, agridulce, termina riéndose de sí mismo. Nos vuelve cómplices de su infortunio, cualquiera que sea. Ojalá y pronto nos invite ERA a comer juntos para escucharlo en torno a la mesa en la que nos hará reír con la desgracia que aqueja al D. F. y al país, las burradas que hacen los políticos, las que también hacemos nosotros, la de nuestra vida cotidiana y también la de nuestra muerte, que según él no tarda porque todo nos duele y según él ya somos todo aquello que no quisimos ser.

Después de conocerlo desde hace casi cuarenta años he comprobado que su modestia es verdadera. Desde el fondo del alma, José Emilio es un niño bueno. Si es tan querido, es porque además de la generosidad con la que reparte sus conocimientos, desde chavito se incorporó a las causas de los presos políticos, los estudiantes del 68, los damnificados del 84 (San Juanico), los del 85, (los dos terremotos de septiembre). En 1962, José Emilio, Monsiváis y Sergio Pitol hicieron huelga de hambre en la Academia de San Carlos junto a Juan de la Cabada, Benita Galeana, Jesús Guerrero Galván, José Revueltas, Eduardo Lizalde y su concuño Enrique González Rojo, y no estoy segura si Carmen y Magdalena Galindo, pero sí estoy segura que las dos iban a verlos envueltos en gorras, bufandas, guantes de lana, gabanes y cobijas porque les habían dicho que cuando no se come hay que conservarse como estufita. En realidad parecían dos videntes por no decir invidentes. Leían los periódicos a ver si aparecía alguna nota sobre la huelga anunciando que se encontraban a un paso de morir por la patria. Fue entonces cuando Pacheco empezó a concebir sus célebres “Inventarios” comprometidos, notables y radicales.

6.10. Por fin Los Pinos. Blando mi sobre blanco y rotulado. Dos soldados meten la cabeza por la ventanilla. Pregunta uno: “¿A qué viene usted?”. “A los premios nacionales”. “¡Újule, seño, esos fueron a la una!”. “¿Cómo que a la una?”. “Ya se acabó todo, dése la media vuelta y salga por favor”. “José Emilio, no me hagas eso, Monsiváis, mula, eres bien mula, por teléfono dijiste que a las siete”. Me derrumbo. La tristeza cae del techo del Datsun a la que llamo mi querida ranita. Subo el vidrio de la ventanilla. Qué importan ya los coches y el tráfico. Súbitamente José Emilio se aparece bajo un poste de luz. “Si se extiende la luz, toma la forma / de lo que está inventando la mirada”. Solitario, resplandeciente, salido de sí mismo, su cara fuerte, su mentón firme, su cabello macizo, dice irónico: “¿No es este un final pachequiano? Tú no me creíste cuando te dije que NO llegarías”. Y para comprobarlo lanza desde la acera a mi verde isla a la deriva.

“Helena

    No te llevaron en las hondas naves

    No estuviste jamás en Troya.

    Es mentira toda esa historia”.

 

Elena Poniatowska

 
Publicado, originalmente, en: Revista de la Universidad de México  120 / homenajes / Febrero de 2014

Revista de la Universidad de México es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México

Link del texto: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/cdb1ca89-954e-40a4-b1b4-bf563df1ce34/la-loca-jornada-hacia-jose-emilio

 

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