José Emilio Pacheco - El poeta que quiso ser sus iniciales

por Elena Poniatowska

El 26 de enero de 2014, hace tres años, falleció uno de los pilares de la cultura literaria moderna en México. Cuentista, novelista, poeta, ensayista, José Emilio Pacheco también fue un editor y traductor que supo encontrar las virtudes ajenas ahí donde imperaban el rechazo y la descalificación. Al gran autor de El viento distante lo recuerda Elena Poniatowska, la escritora y periodista galardonada con el Premio Cervantes en 2013.

“Sólo ponga sus iniciales” nos han dicho alguna vez al firmar un contrato, pero José Emilio Pacheco quiso ser sus iniciales. Si de él hubiera dependido hubiera sido JEP no sólo en sus “Inventarios” (la máxima lección de cultura que hemos recibido) sino en su poesía, en su prosa, en su vida diaria. H. G. Wells creó al hombre invisible, José Emilio Pacheco a JEP.

José Emilio llevó a JEP a su vida entera. No es que pretendiera desaparecer, es que “su” JEP abarcó además de los “Inventarios” una infinidad de tareas iniciadas desde el momento en que entró a “México en la Cultura” del que fue el puntal, quizás el más importante al lado de Vicente Rojo, discípulo más querido de Miguel Prieto y quien formó ese suplemento del periódico Novedades que aparecía los domingos. Las enseñanzas de Prieto y de Fernando Benítez son esenciales, pero quien hizo una prodigiosa y humilde talacha de constancia y devoción fue JEP. Recibía los textos y no sólo los corregía, los rehacía por completo como rehizo los últimos libros del propio Benítez. Sin alardes, con la generosidad que fue la más castigada de sus virtudes, José Emilio se calaba los anteojos e inclinado sobre el escritorio Steele de hierro gris, tachaba y con su letra de molde —casi siempre mayúsculas— escogía el adjetivo exacto, la frase esclarecedora. Se habla de virtudes teologales, pero también debería hablarse de las virtudes culturales de las que bien supo JEP y que le permitieron dejarnos sus hallazgos, su tenacidad y su amor al trabajo bien hecho.

JEP no toleraba el rechazo a los demás, ni la burla ni el escarnio (y puedo asegurarles que el mundo intelectual no se mide en cuanto a crueldad) y alguna vez lo vi correr tras de un colaborador rechazado y decirle: “Deme su artículo, sólo le faltan algunas precisiones, no se preocupe, vamos a publicarlo”. Deshacía entuertos, encontraba en los demás cualidades ocultas y virtudes insospechadas; nunca permitió que se demoliera a ser humano alguno.

Y no es que le faltara sentido crítico, lo tenía en demasía, pero era superior su fe en que otros, además de los elegidos, fueran también capaces de difundir valores culturales por más torpe que fuera su manera de exponerlos.

Nunca se sintió elegido, la frase “perdone usted” estuvo en sus labios todos los días de su vida, hasta cuando anduvo con bastón, hasta que necesitó la silla de ruedas. El domingo 26 de enero de 2014, su hija Laura Emilia informó a los reporteros: “Conociéndolo, estoy segura de que les diría que lo perdonaran por echarles a perder el domingo. No hay ninguna evolución... seguimos a la espera”.

Él mismo escribió:

“Trabajaba en el suplemento de Siempre! Salía a las 11 o 12 de la noche —el taxi sólo lo tomabas de noche, nosotros somos de transporte público— y si no había, me iba a pie a ver si lo encontraba en el camino y así llegaba a la casa. Cruzaba el Parque España y no me pasaba nada, ahora no me atrevo a internarme por ahí ni a las seis de la tarde”.

En 1992, José Emilio recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes y fue su protagonista principal, ya que habló por los demás premiados, Amalia Hernández y Gorky González, entre otros, y citó a Eliot, que nos dice que “sólo existe la lucha por recobrar lo perdido, que no hay ganancia ni pérdida, que para nosotros sólo existe el intento y que lo demás no es asunto nuestro”.

Personaje central de la literatura mexicana durante los últimos cincuenta años, es imposible pensar en nuestra cultura sin José Emilio, como es imposible pensarla sin sor Juana Inés de la Cruz, sin Alfonso Reyes, sin Juan Rulfo, sin Octavio Paz, sin los Tres Grandes.

Alguna vez mi madre me dijo y me emociona recordarlo: “Yo sólo puedo hablarte de cosas chiquitas”. Hoy me doy cuenta de que también José Emilio escribió de cosas chiquitas, de lo que sucede a todas horas, de los baches en la calle, del abandono, de los solitarios, de los aguaceros, de lo coloquial y lo cotidiano.

Humanizó a la poesía, nos la puso en las manos, la platicó para que pudiéramos traerla en los labios y decirla en la calle, en el aula, en la manifestación, en Chapultepec. Junto a ella acomodó como si fuera lo más fácil del mundo los grandes temas de la muerte y de la vida, del viaje y del conocimiento al traducir a Beckett y a Marcel Schwob, a Oscar Wilde y los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot, a Apollinaire y a los griegos.

Tuve el privilegio de ser su compañera de viaje. Juntos visitamos París, Berlín, varias universidades de California, de Massachusetts y de Chicago. Fuimos a Toronto, a cuarenta grados bajo cero. Después de admirar las esculturas que Henry Moore donó a Canadá, escuché a José Emilio hablar durante una hora del significado de los Contemporáneos dentro de la literatura mexicana. Al inicio, pidió perdón por no estar preparado y se lanzó a la conferencia más deslumbrante que he oído en mi vida.

José Emilio solía tocar a mi puerta: “Elena, ¿puedes hacerme un inmenso favor?”. El favor consistía en dejar caer todo mi peso sobre su maleta para lograr cerrarla. “Gracias, Elena, me salvaste la vida”. Era verdad. Los libros eran su vida.

Varias veces también, José Emilio salvó mi vida.

Escondido tras de jep, José Emilio fue un Rébsamen, un Piaget, un Freinet, un formidable educador. Así lo consideraron también en Maryland y en otras universidades donde pasó largas temporadas.

En su artículo del domingo 2 de febrero en La Jornada, Cristina Pacheco cuenta cómo al llevarlo al aeropuerto se dio cuenta de que había olvidado su bufanda y corrió para entregársela, pero todo falló y Cristina se quedó con su tremenda necesidad de abrigarle el cuello a su amado. Así estamos nosotros desde hace tres años: a la orilla, mudos, a la espera de verlo de nuevo y escucharlo decir que su muerte no es para tanto, que para allá vamos todos y que siempre habrá alguien que pregunte en la calle, quizá para entender la razón de nuestro llanto: “¿Y ese quién era?”.

 

Elena Poniatowska

 
Publicado, originalmente, en: Revista de la Universidad de México  155 / artículos / Enero de 2017

Revista de la Universidad de México es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México

Link del texto: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/638eaa5c-3e4c-4494-9214-259383923164/jose-emilio-pacheco-el-poeta-que-quiso-ser-sus-iniciales

 

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