Amedeo Modigliani

y el expresionismo latino

por Julio Payró

Nació en Liorna, el 12 de julio de 1884, el artista que había de volcar su íntima melancolía de sentenciado a muerte en retratos y desnudos utilizados como pretextos para la traducción de sus inquietudes más sutiles. Si su contemporáneo Georges Rouault pudo calificarse a sí mismo de "hombre de la Edad Media, resucitado entre los muertos”, Amedeo Modigliani fue algo muy distinto: un artista cabalmente ubicado en su época pero provisto apenas de un permiso transitorio para vivirla. Bien sabía —y desde su infancia— que su residencia en la tierra tendría límite preciso y plazo brevísimo. Ya que no podía prolongarla, intentó compensar sus cortos días mediante la intensidad de las sensaciones y se deslizó a mil excesos furiosos que, sin embargo, no se reflejan en su obra. Nada más equivocado que una comparación entre entre Van Gogh y Modigliani. Igual urgencia, igual premura: pero dos actitudes completamente distintas ante ellas, pues el holandés alimentaba su arte con su ansia febril, mientras que el italiano se imponía, en sus cuadros y sus estatuas, la única paz verdadera de que gozó. Así, señaló su paso por el mundo con creaciones de admirable sobriedad y equilibrio, que serán eternamente valoradas.

En la época de los Médici, a quienes debió su grandeza. Liorna —puerto natural de Florencia— había acogido a toda clase de descontentos, fugitivos y expatriados: los católicos de Inglaterra, los moros y los sefardíes de España. Descendiente de uno de estos emigrados forzosos era el padre de Amedeo. Con éxito desarrollaba su industria en la ciudad portuaria, famosa ya, a fines del siglo pasado, por la importancia de sus astilleros navales.

Familia burguesa, acomodada y liberal, capaz de comprender una vocación artística y alentarla. El joven Amedeo reveló su brillante, precoz, inteligencia apenas inició sus estudios de humanidades en el liceo local. Lector omnívoro, adquirió pronto una cultura sorprendente en un niño, que luego fue acrecentando, en el curso de los años, mediante la lectura, en que encontró refugio y deleite en sus tiempos de mayor miseria.

Se esbozaba la figura de un intelectual muy completo, sensible a las letras y la música, prometido a alguna distinguida carrera profesional. Pero de pronto, cuando contaba catorce años, en 1898, el muchacho manifestó los primeros síntomas de la enfermedad pulmonar que, en campo propicio, mal atendida y mal cuidada, lo llevaría a la tumba en 1920.

El mal impuso la interrupción de sus estudios. Su madre lo llevó apresuradamente al clima saludable del sur de Italia. Así, Modigliani vio nacer el nuevo siglo encontrándose en Nápoles.

Había despertado su vocación de pintor, a la cual no se opusieron los suyos. Aparentemente repuesto de su enfermedad, se trasladó a Roma y luego a Venecia, en cuya Academia ingresó. Completó los estudios programados mediante trabajos de copia e interpretación que realizó en los museos, donde adquirió cierta preferencia por esos oros de la pintura veneciana que más tarde aparecen en sus telas, particularmente en sus rubios desnudos.

Pasó varios años en la ciudad de la Laguna, que describió en una carta, con poético lenguaje, como una "cabeza de Medusa, con sus infinitas serpientes azules: inmenso ojo glauco en que el alma se extravía".

Luego vivió algún tiempo en Florencia, en una época en que se gestaba silenciosamente la explosión del futurismo, sin que el apacible ambiente de la ciudad adormilada se viera aun turbado por agitación alguna. Los jóvenes florentinos de la edad de Modigliani presentían la necesidad de una acción renovadora, mas no habían encontrado todavía a su conductor, al infatigable y ardiente Marinetti. Así, sólo hallaba alimento para su ensueño de resurgimiento artístico en los museos. Allí encontró también Modigliani la mayor parte de los elementos que luego configurarían su estilo. Toscano, sentía con particular intensidad las formas artísticas de la Toscana. Esa tierra posee una inmensa fuerza. Si se apodera del viajero sencillo que pasa allí un par de meses; si domina al hombre que reside en ella algunos años, ¿cómo no ha de insinuarse hasta las más íntimas fibras del vástago de una familia —cualquiera sea su origen— que allí sentó sus reales cuatro siglos atrás? Muchas cosas, muy tontas e inconsistentes cosas, se han escrito acerca de la raza de Modigliani, a quien algunos autores incluyen con fruición en el capítulo del "patetismo judío”, prefiriendo reunirlo con sombríos expresionistas llegados del lejano y tenebroso septentrión antes que vincularlo, como la lógica lo quiere, con esa latinidad mediterránea a la cual pertenece por entero, consubstanciado como estaba con la tierra en que nació.

En el cuadrángulo Florencia-Pisa-Liorna-Siena que constituye la "patria chica” de Modigliani, nacieron y obraron los grandes pintores cuya lección asimiló magníficamente ese descendiente de un sefardí que probablemente descendía a su vez de un tatarabuelo radicado en otra tierra latina: en España. Giotto, Orcagna, Gaddi, Masolino da Panicale, Lippi, Ghirlandajo, Botticelli, por la parte de Florencia; Duccio, Maftini, Lorenzetti, Sassetta, Sano di Pietro, por la parte de Siena, educaron a Modigliani en el arte intelectualísimo de la línea dominante y del color, suntuoso accesorio. Le hablaron de un arte espiritual, de expresiones íntimas, poco preocupadas por la mimesis de lo externo y lo carnal.

Retrato de Maude Abrantes
Fecha: 1907; Paris, France
Estilo: Expresionismo
Género: retrato
Media: óleo, canvas
Localización: Hecht Museum

(University of Haifa), Haifa, Israel

El Trecento y el Quattrocento ofrecían suficiente enseñanza a un joven pintor que se iniciaba en este siglo XX, tan legítimamente reticente en sus fervores relativos al Renacimiento y el Barroco. No creo que Modigliani haya buscado en el arte posterior a Botticelli —a quien por cierto se parece— antecedentes para su pintura.

Empero, al cabo de largo aprendizaje, Modigliani, que a la sazón contaba veintidós años, resolvió trasladarse a París para iniciar en el férvido ambiente de la capital francesa sus creaciones personales. Italia estaba amodorrada, mientras que en París se advertía un intenso despertar: la llamarada incendiaria y purificadora del fauvismo había disipado las brumas finiseculares.

1906. El pintor de Liorna se traslada a Montmartre. Si no junto con él, por lo menos al mismo tiempo, otros dos forasteros llenos de talento van a París, desde Italia y España: son Gino Severini, futuro autor de El baile del pan-pan en el Momeo, pieza de resistencia del futurismo pictórico, y José González, más conocido por su seudónimo de Juan Gris, brillante discípulo de Picasso. Gris, Severini y Modigliani se encuentran y afrontan, reunidos, en primer contacto con la vida de bohemia en la célebre colina. Conocen el Barco-Lavadero —ese tugurio, residencia de talentos—, el simbólico Moulin Rouge, el Circo Medrano, la taberna del Lapin Agile, las caluchas del Maquis, empinadas en la ladera de la Butte, pobladas por mendigos, apaches y artistas. Los acoge la sombra del homúnculo Toulouse-Lautrec, eslabón de enlace entre los impresionistas y los fauves. Los reciben con vital cordialidad Pablo Picasso, a la sazón casi desconocido, los integrantes de su grupo, André Utter, el joven v rubio esposo de la madura Susana Valadon, el hijo de ésta, Maurice Utrillo, que ya entonces, entre copa y copa, se inspiraba en tarjetas portales de cinco céntimos para pintar pequeñas joyas blancas: evocaciones del Sacré Coeur, los bares o las callejas neblinosas de Montmartre.

 

La mujer judía
Fecha: 1908; Paris, France
Estilo: Expresionismo
Género: retrato
Media: óleo, canvas
Dimensiónes: 55 x 46 cm

Ya tienen su historia y —lo que es más— ya tienen su leyenda aquellos años montmartrois de los comienzos del siglo. Picasso cuenta veinticinco años; Braque, veinticuatro. Ellos y sus mayores —Matisse, Rouault. Vlaminck y otros— son pobrísimos. No pertenecen siquiera, en la escala económica, a la clase proletaria. Sus cuadros maravillosos no encuentran otros compradores que el Tío Soulié o. el Tío Clovis Sagot, ropavejeros que pagaban a los artistas precios semejantes a los que abonaban a los "cirujas"... Así, los pintores se inscribían entre los desheredados: eran hermanos en indigencia de los pordioseros, las magdalenas y los rateros del Maquis. Como ellos vivían, más o menos; como ellos vestían: traje azul de mecánico, zapatillas de lona, tricota de ciclista, pantalón de pana. Y, niños grandes, organizaban con cualquier pretexto míseras fiestas (el banquete Rousseau fue una de ellas) en que se consumían escasos fiambres, panes flauta, vino en botella de litro, pero en las cuales reinaba una furiosa alegría. Algunos comensales, aunque la bebida nunca alcanzaba para achisparse siquiera, solían simular el delirium tremens con la ayuda de espuma de jabón con que se llenaban la boca...

Modigliani no participaba de esas fiestas ni esos simulacros. ¿He dicho que despilfarró en poco tiempo las liras llevadas de Italia v cayó en una espantosa miseria? Ambulaba por las terrazas de los cafés, haciendo y vendiendo a los parroquianos rápidos y certeros retratos. Se alojaba en cualquier parte: sea en el taller de algún compañero que le daba hospitalidad por un par de noches, sea en alguna casa desalquilada. En cierto momento tuvo vivienda fija en un palacete desocupado de la Rué du Delta, que se alzaba en un baldío, a la espera de los equipos de demolición, detrás del teatro Gaité-Rochechouart.

Place evocarlo en ese elegante y vetusto edificio de estilo Luis XVI. Su propia elegancia espiritual cuadraba bien con aquel ambiente. Este vagabundo a pesar suyo era un gran señor. Si no podía pintar —y a menudo se veía impedido de hacerlo, por falta de taller y materiales— se enfrascaba en la lectura, su único lujo. Y llamaba la atención a sus amigos por la calidad de los libros que leía, escogidos en la categoría de lo que André Warnod —uno de sus muchos compañeros— calificaba de “literatura difícil". Era versado en letras, en general, y especialmente en poesía. Él mismo escribía versos, alguno de los cuales fueron publicados después de su muerte, en 1925. Y para todas las circunstancias de la vida encontraba oportuna referencia en “La Divina Comedia”, que conocía de memoria y a menudo recitaba, llenándose los oídos y el alma con la sonoridad conmovedora de la lengua toscana.

Además de culto, era hermoso. Impresionantemente. Un joven dios, de facciones nobles y regulares, despejada frente, cabellera desordenada y abundante. Atlético también, y dotado de la seguridad y valentía que su fuerza le infundía naturalmente. Fino, cortés, ingenioso, sabía moverse en sociedad y fue grato huésped —aunque muy esporádico— en las casas de familia que frecuentó, por ejemplo, la del doctor Paul Alexandre, un joven médico, su primer cliente y protector, del cual ha dejado un sensible y expresivo retrato.

Empero, la pobreza —que soportaba con altivez—, la enfermedad que le iba infiriendo sus secretas heridas, una incurable melancolía, alejaban a Modigliani de la vida de sociedad. Y cuando sentía la necesidad de atontarse a golpes de alcohol, de procurarse un instante de artificial alegría, invariablemente iba en busca de su único compañero: Maurice Utrillo, a quien siempre encontraba dispuesto a compartir las peregrinaciones de bar en bar por las empinadas callejas de Montmartre.

Pintó Modigliani, cuando pudo pintar en aquellos primeros años azarosos de París, bajo influencias diversas. Una de ellas fue la del Picasso de la época azul, el Picasso con puntos de contacto con los “fauves”. El factor de enlace entre ambos era, sin duda, Toulouse-Lautrec. Mas ya se insinuaba en el italiano una voluntad de expresión por la línea, que lo sometió al otro influjo del momento: el de Matisse y los pintores de su grupo. Uno de sus lienzos tempranos, La amazona, trae a la memoria antiguas pinturas de Zuloaga. Es curioso. Nadie ha mencionado el hecho. Sin duda, porque Zuloaga se desprestigió crecientemente en el curso de una carrera demasiado llena de halagos. Sin embargo, en Zuloaga hubo, en cierta hora, un pintor muy vigoroso y, más aún, un pintor original. Hacía uso de la materia de una manera inédita, buscaba la construcción con sólida voluntad, se situaba en un punto muy distante de la estrecha objetividad y su pincel dibujaba con rasgo enérgico e incisivo. Coincidieron pues, durante un momento, el vasco y el toscano para verse luego separados por un abismo, pues este último marchó más y más hacia las manifestaciones del puro espíritu, mientras el otro iba despeñándose en la material trivialidad.

En 1908, Modigliani hizo sus primeras armas de expositor, concurriendo al Salón de Independientes. Había firmado ese año dos promisorios retratos, el de la Señora Branteska y el de la Mujer judía con sombrero. No era aún el Modigliani que todos tenemos presente, el extraordinario estilista del período 1916-1920, en que su talento floreció.

Sin embargo, ya estaba allí la simiente de su obra, que para germinar y desarrollarse necesitaba unos cuantos años de maduración ... y la experiencia de la escultura.

En 1909, mejorada un tanto su situación, el artista pudo disponer de un taller en la Cité Falguiére. Entonces conoció al escultor Brancusi, al hombre que había de desconcertar al público de dos continentes y suscitar ardientes polémicas con las singulares formas ovoides, metálicas, pulidas con prolijidad formidable, mediante las cuales representaba, ora la cabeza de una negra, ora el tierno cuerpo de un recién nacido, cuando no intentaba sugerir el vuelo de un pájaro a través del espacio. Brancusi había llegado poco años antes, en 1904, a París desde su nativa Rumania. Alumno indócil de la congelada Ecole des Beaux Arts, discípulo luego de Rodin, el estatuario más grande de su tiempo, Brancusi tampoco era, aún, el Brancusi que pronto debía formar, con Laurens, Zadkine, Lipschitz y Archipenko el potente quinteto de los abstractos. A la sazón, como los cubistas que acababan de descubrir el arte negro, el rumano se inspiraba en las formas de los ídolos de Gabón y de Guinea. En su jardín-taller de Vaugirard llevaba, como dice el crítico Alfred Dreyfus “la vida de un sabio, mas no de un asceta”. Como Modigliani, sentía la nostalgia de la eternidad. Ambos se entendieron perfectamente y el italiano, cediendo a las instancias de su nuevo amigo, se dedicó a la escultura para la cual, por cierto, estaba admirablemente dotado, como lo demuestran unas cuantas piezas, en su mayoría inconclusas, que ha dejado.

Labrar la hermosa piedra caliza de Francia, de la cual extraía en sus primeros tiempos de tallista figurillas y máscaras simplificadas y expresivas como las de los africanos, dio a Modigliani la comprensión y el amor del plano. Advirtió que, cual ocurre en el precioso diamante, es el volumen tallado en facetas el que mejor recoge y a la vez define la luz. Esta faceta, con relación a la masa, lo que la línea a la forma. El livornés, educado en la admiración de los pintores del Quattrocento, muchas de cuyas obras tienen esa impresionante calidad metálica que adquiere la pintura cuando se hace discípula de la escultura, no podía dejar de percibir la importancia de su hallazgo. Y este hallazgo lo condujo fatalmente a Cézanne. Pues, en Cézanne, es precisamente el plano, la faceta colorida, lo que arma y edifica esas admirables estructuras de sus paisajes, retratos y naturalezas muertas de la mejor época.

El violonchelista
Fecha: 1909; Paris, France
Estilo: Expresionismo
Género: retrato
Media: óleo, canvas
Localización: colección privada
Dimensiónes: 130 x 80 cm

Así, Modigliani, convertido al cézannismo —y por ende colocado ya en el terreno que habían de explorar los cubistas-pintó aquel Violoncelista constructivo y desprovisto de abandonos que llamó la atención, tan poderosamente, en el Salón de los Independientes del año 1910.

Pocos meses antes, en el otoño de 1909, Modigliani había regresado a Italia. Añoranzas de su tierra, de su familia. Una crisis de debilitamiento, de angustia, durante la cual sintió la necesidad de un apoyo moral, de un refugio que podía procurarle el regazo materno. Durante su breve estada en Liorna, esbozó proyectos para permanecer en la península: pesó la posibilidad de abrir un taller de escultura en Carrara, en el corazón mismo del mármol.

Pero Italia no era París, ni siquiera en aquel momento en que el futurismo literario, ya proclamado, conmovía las esferas artísticas de Milán, de Florencia y de Roma, y preanunciaba el nacimiento de la pintura y la escultura futuristas, representadas por Boccioni, Russolo, Carrá y el antiguo compañero de Modigliani: Gino Severini.

Echó de menos Modigliani el ambiente febril y tonificante de la capital francesa y, en breve plazo, emprendió el camino del regreso. De París no volvería a salir. Allí, en el Pére-Lachaise, descansan aún sus cenizas.

Seguía sintiéndose escultor y era en la piedra donde plasmaba las armonías que cantaban en él. Extrañas y sugestivas cabezas femeninas en que se combinan con singular felicidad recursos y soluciones tomados de las máscaras africanas, la estatuaria arcaica griega y el arte etrusco. Ojos enormes, prominentes, narices alargadas y chatas, bocas menudas, de dibujo y expresión caprichosos, frentes, mejillas y mentones geometrizados y simplificados en extremo. Rostros enigmáticos de mujeres de nuestro tiempo —dotadas de todos los refinamientos y las complejidades de nuestro tiempo— pero representadas con medios que a menudo pertenecen a la más alta antigüedad. Y si tienen la gracia exquisita de las Tanagras, la tienen por la esencia misma del espíritu del artista que las creó: no por las destrezas de una técnica madurada hasta el borde mismo de la decadencia. Sin duda, Zadkine, Laurens, Brancusi, Lipschitz, Duchamp-Villon, Archipenko, (Picasso mismo, en sus escapadas de modelador) trabajaban en igual sentido. Pero las esculturas de Modigliani mantienen, dentro del conjunto de producciones análogas de su tiempo, una individualidad poderosamente marcada.

Lo importante —sin mengua del auténtico valor de las tallas de Modigliani— es que mientras las hacía iba elaborando inconscientemente su estilo pictórico.

Hay, en la carrera de Modigliani, una fase en que se superponen el pintor y el escultor. Es aquella en que realiza su serie de cariátides: proyectos de figuras tridimensionales, estudiados en dibujo y llevado luego, inesperadamente, a las dos dimensiones del óleo. Y en estas dos dimensiones, de pronto se siente a sus anchas el artista. Ha encontrado su mejor lenguaje y abandona definitivamente el cincel por la paleta. Desde entonces, en un plazo brevísimo, a la verdad, da al mundo todas las creaciones que han forjado su gloria.

Claro está que aprovechó, en la concepción y ejecución de sus retratos y sus desnudos, muchos de los enfoques y los medios de su arte de escultor. Ello explica, entre otras cosas, por qué prescindió tantas veces de poner pupilas e iris a sus personajes. Sabía que, en la mejor escultura, basta el globo del ojo para dar expresión a la mirada, e intentó lograr otro tanto con la pintura. Del mismo modo, esa preferencia suya por las aristas netas, que tanto vigor infunden a algunas de sus cabezas escultóricas, debió sugerirle el empleo de ese trazo cortante con que limitaba y definía narices, labios y maxilares en sus óleos.

No incluyó tales soluciones en el acervo de descubrimientos inéditos de Modigliani: mediante su propia experiencia confirmó —y rehabilitó— métodos que con eficacia se han aplicado en el arte de pintar en todos los tiempos, desde la prehistoria hasta aquel momento en que el virtuosismo imitativo se complugo en suplantar el cuadro-cuadro (imagen simbólica) por el cuadro-espejo (efigie engañosa, hechura del trampantojo). Si la sensibilidad y la inteligencia de Modigliani han puesto su sello singular en sus obras, éstas no son revolucionarias en todos sus detalles. O, mejor dicho, son revolucionarias en la medida en que, en determinada hora de decadencia y confusión de la pintura, parece ser un desplante de revoltosos la vuelta a algunas normas fundamentales e inviolables del arte. La sana tradición que Modigliani supo asimilar a través de Carpaccio, Simone Martini, Duccio y —no lo olvidemos— los prodigiosos mosaicos de Ravena, hace oír su voz eterna en La hermosa panadera o el niño de la chaqueta azul.

En 1913, arrastrado por la corriente migratoria que privó a Montmartre de sus mejores talentos, Modigliani cruzó el Sena y fue a radicarse en Montparnasse. Allí conoció a un gigantón patético y hambriento que acababa de llegar de Lituania: Chaim Soutine, pintor furiosamente instintivo, terriblemente nórdico, que había de centuplicar las audacias bárbaras de Van Gogh en lienzos apasionados, caóticos, estremecidos —ebrios diré—, en los cuales volcaba el frenesí de su desesperación, su amor a la vida, su castidad forzosa, su rabia. A este joven colega, más desventurado que él, protegiolo Modigliani, lo orientó en los misterios y meandros de París, lo aleccionó quizá, civilizando un tanto sus ímpetus de hiperbóreo salvaje. Y ambos formaron la más desconcertante pareja: ese hermoso David que era el italiano, con el basto, enorme y desgreñado fugitivo de los ghettos.

Nuevos amigos halló Modigliani en Montparnasse, en aquella feria de talentos que era la terraza de La Rotonde: muchos de ellos, nacidos en diversas comarcas de la Rusia de los zares: León Bakst, celebérrimo en el mundo parisino como autor de las escenografías y los trajes de los “ballets” de Diaghilev, el escritor Wladimiro Dilewsky, el pintor Baranowski, Lunia Czechowska, el fino poeta Zborowski. Este último, pobrísimo (se ganaba la vida escribiendo direcciones en sobres que le pagaban al precio de tres francos el millar), entusiasmado por el arte de Modigliani, hizo el sacrificio de ayudarlo, comprándole algunos cuadros. También recibió auxilio de Paul Guillaume, un marchand joven y emprendedor que supo prever su éxito futuro.

Retrato de Jean Alexandre
Fecha: 1909; Paris, France
Estilo: Expresionismo
Género: retrato
Media: óleo, canvas
Localización: colección privada
Dimensiónes: 81 x 65 cm

Así, entre aventura y aventura, apoyado aquí, rechazado allá, trabajando poco —pues la bohemia forzosa nunca puede resultar prolífica— vivió Modigliani hasta 1914. Solía cruzar los puentes para ir a Montmartre, a embriagarse en compañía de Utrillo, hasta que en una de esas escapadas terminó en la comisaría. Desde entonces, se confinó voluntariamente en Montparnasse. Poco antes de la guerra apareció en su existencia una singular mujer, la poetisa inglesa Beatriz Hastings, quien redujo a la monogamia al incorregible Don Juan, acaparándolo durante tres años. Beatriz Hastings le sirvió de modelo habitual de 1914 a 1916, y los retratos que Modigliani pintó de ella se clasifican sin duda entre lo más agudo y armonioso de su producción.

En esta época, el pintor ha conquistado ya una modalidad definida. El amigo de Soutine, expresionista del norte, es un expresionista cabalmente latino, meridional, mediterráneo. La claridad y el orden le son imprescindibles aunque en esa claridad y en ese orden ponga todo su sentimiento, que es mucho, que es enorme, que abarca a la humanidad entera en un abrazo generoso. Pues Modigliani es realmente lo que de su obra se deduce —no lo que podría suponerse por su anecdotario de vicioso ocasional—. Él escribió un día, al pie de un dibujo, la siguiente máxima: "La vida es donación: de los pocos a los muchos, de los que saben y tienen a los que no saben y no tienen". Máxima franciscana — ¡toscana otra vez!— a la cual se ajustan su existencia y su obra. Pobre, pobrísimo, misérrimo, Modigliani da: la luz de su cerebro, la sangre de su corazón. Su inteligencia puede captar tal o cual rasgo cómico, o que se preste al humorismo, en la figura que le sirve de modelo; su corazón lo corregirá —sin borrarlo—, integrándolo en la armonía total del lienzo, tornándolo elemento picante, gracioso, encantador: indispensable indicio psicológico del retratado. El bigote cosaco de León Bakst en su cara bonachona y atónita, el absurdo turbante de Beatriz Hastings y su ojillo celeste (de porcelana inglesa), el chambergo mendicante de Dilewski, el pescuezo de pollo de Zborowski, el cuello duro y la chaqueta entallada de Guillaume, los ojos estrábicos de Kisling, la nariz de Pinocchio y las hombreras de Cocteau, cobran estilo y dignidad en el rectángulo del cuadro firmado por Modigliani. ¿Cómo, por qué? Idealismo; clasicismo. Esto es, en primera instancia, embellecer; luego, medir, ordenar, generalizar, exaltando caracteres individuales con espíritu cordial, admirativo. Idealismo y clasicismo, mas no a la manera de las academias exhaustas. Porque éstas repiten fórmulas como se suelen hacer vaciados de vaciados de vaciados de las más nobles estatuas: hasta que la milésima copia en yeso es algo jabonoso y desprovisto de valor, algo que nada tiene que ver ya con el original. Aquí, en Modigliani, tenemos idealismo y clasicismo genuinos, de primera agua: mejor diría de primera sangre porque brotan de la carne viva. Y esa carne es estremecida, vibrante, tierna y sensible al menor rasguño.

Modigliani, un triste, un dramático. A pesar de todo; aunque sonría; aunque parezca mirar las cosas desde arriba. (Y quien sabe si no quepa más dolor en quien arquea las cejas que en quien frunce el ceño). Hay en su obra una desesperanza. Sus modelos habituales: el escolar, el adolescente, el poeta, el pintor, la elegante, la ramera, el vendedor de cuadros, los novios, la panadera hermosa, las incógnitas desnudas (que un funcionario policial secuestró un día por obscenas) parecen presentir su transitoriedad, su condición de almas pasajeras. Modigliani se proyecta en sus criaturas. Mas éstas también se proyectan en él. "La vida es donación”. Y en ese intercambio anímico, para Modigliani se suman las melancolías hasta tornarse desgarramiento: la propia melancolía del artista que sabe que vivirá poco y vive a medias; la melancolía de sentir que los otros, sus modelos, también vivirán poco, relativamente poco: que se marchitará la fresca ingenuidad del niño, que fenecerá la belleza de la hermosa, que se extinguirá el ardor pensativo del anciano. No por nada era Modigliani lo que era; no por nada había leído a Ronsard, el poeta de las rosas deshojadas:

Las! voyez comme en peu d’espace,

Mignonne, elle a dessus la place

Las! Las! ses beautés laissé choir!

O vraiment marátre nature!

Puisqu'une telle fleur ne dure

Que du matin jusques au soir!

Pero la "madrastra naturaleza” no le arrancaba alaridos ni lo sumía en convulsiones. Tal, la diferencia entre el expresionismo latino y el expresionismo nórdico. Este último conduce casi inevitablemente al Grand-Guignol pictórico, escultórico: a una especie de sadismo del dolor, a un masoquismo que entrevemos en el Maestro Francke, en Grünewald, Durero y... saltando siglos y jerarquías del genio, en Cornelius, Rethel, Pilothy, Von Stuck, Munch. La Danza macabra preside siempre —en su alocado barroquismo- los expresionismos de allende el Rin. En cambio, en las comarcas marcadas por la latinidad — aquellas en que luego arraigó realmente el cristianismo (y no es España una de ellas, porque, allí, el africano, el moro, el godo, el vándalo aportan fermentos que luego hervirán en Dalmau, Herrera, Ribera, Valdés Leal, Goya —también Picasso—) ... en las comarcas marcadas por la latinidad, el sentimiento trágico de la vida se expresa, en el arte, con nobleza y moderación: con hermosura.

El mendigo de Livorne
Fecha: 1909; Paris, France
Estilo: Expresionismo
Género: retrato
Media: óleo, canvas
Localización: colección privada
Dimensiónes: 65,8 x 52,4 cm

Así, el dolor de Modigliani — heredero, si se quiere, del Giotto que concibió El beso de Judas y el Sepelio, de los giottescos autores de Crucifixiones, del pintor del Triunfo de la Muerte en el camposanto de Pisa —se expresa en términos análogos a los de Botticelli. ¡Cuánto se parecen ambos: el quattrocentista pensativo y triste, henchido de espiritualismo medieval y colocado por el destino de su nacimiento en el umbral de una época de euforia vital, de satisfacción física ... y en el pintor del siglo XX, casi un fantasma, casi un alma en pena ante la vida que pasa a su lado, arrogante, sin vacilación, por no saberse fugaz, efímera!

Así, Modigliani, más espíritu que carne —aunque su carne reclame a veces, desesperadamente, el amor, el alcohol, los estupefacientes— tiende a pintar más bien espíritus que cuerpos y se orienta con naturalidad hacia los modos expresivos de los místicos. Deforma en el mismo sentido que los góticos y el Greco: en sentido vertical. Alarga sus figuras, las relaciona con las proporciones del cielo, no con las de la tierra. Y las desmaterializa por todos los medios —síntesis, estilización bidimensionalidad, ordenación geométrica, simbolismo cromático— utilizados en todos los tiempos por los pintores que supieron desentenderse de las apariencias. De ahí que su arte —decididamente figurativo— tenga tantas, tan importantes, calidades abstractas: de ahí que sea tan de nuestro tiempo.

La experiencia cubista lo marcó sin duda, como ha marcado invariablemente a cada uno de los pintores contemporáneos dotados de auténtica significación, y tanto a Matisse como a Bonnard, aunque esto parezca, a primera vista, inimaginable. En el caso de Modigliani, el cézannismo de sus producciones de 1909 abría las puertas a una exploración más rígida en plástica pura. Vemos con toda claridad sus resultados en el collage de 1916: último retrato de Beatriz Hastings, estructurado con el rigor de un Juan Gris, cartesianamente armado en el equilibrio de unos pocos planos dentro de los cuales juega con gracia ática la línea, trazando los detalles identificadores de una figura deliciosa, que se sitúa así en el preciso punto tangencial de dos campos en conflicto: el abstracto y el concreto.

¿Y el color? ¿No es la deliciosa y sorprendente abstracción cromática lo que sitúa a los personajes de Modigliani en ese terreno de idealidad, tan próximo a lo real y, a la vez, tan distante de lo obvio? El sutilísimo colorista aleccionado por los maestros venecianos sabe elegir admirablemente el tono, el matiz que subrayará la expresión íntima del personaje. Es como si lo humano fuera percibido por él en vibraciones coloridas: como si tradujera automáticamente los estados de ánimo en variaciones de colores. Tal, por cierto, la auténtica cualidad de un pintor genuino. Ha de saber emplear las tintas como los músicos utilizan los timbres, como los poetas el son y no ya solamente el sentido de las palabras. .. En esto, Modigliani es maestro. No nos preguntemos si la Gitana que pintó con su niño, en 1916, vestía realmente blusa blanca de cuello rojo y falda gris verdosa. No nos preguntemos si estaba sentada, cuando la vio, delante de una pared de un gris rosado; ni si era negra la manta en que envolvía a su criatura, ni si era rosado, con listas negras, el bonete del gitanillo. No nos preguntemos si era así. Nos vemos obligados a proclamar que tenía que ser así el cuadro, para que el esplendor se mezclara con la sordidez, para que la nobleza se confundiera con la vulgaridad plebeya, para que la gracia anduviera del brazo con la tosquedad. La Gitana: hierática descendiente de la raza de los faraones, convertida en vagabunda y promiscua aventurera. Negro, rojo, rosado, blanco y plata. ¿Recordamos algo? Ah, Velázquez, las Meninas. .. Hete aquí que, bajo el pincel de Modigliani, surge una imagen dulce y amarga de Infanta de los bajos fondos y los senderos de la miseria y el pecado.

Esta clase de obras era lo que producía el pintor de Liorna en los años de la guerra, encerrado a menudo en el sótano de la galería del Marchartd Chéron, en la Rué de la Boétie, donde le proporcionaban modelo gratuito y le pagaban por cada cuadro 40 francos y una botella de coñac. Ya se había separado de Beatriz Hastings y llevaba una existencia siniestramente desordenada; colaboraba, desde lejos, en la revista “Café Voltaire” que publicaban en Zurich los dadaístas; y había empezado la serie de sus desnudos, tan tradicionales y tan nuevos a la vez.

Entonces fue cuando un ángel se acercó para protegerlo, para intentar salvarlo. Se llamaba Jeanne Hébuteme. Era una joven artista, hija de una familia de la pequeña burguesía. Francesíta típica. Rubia, ojos azules, rostro ovalado, boca cálida, expresión sufrida, sumisa y tierna. Se enamoraron, se unieron para no separarse más. Hubo un viaje al mediodía: Niza y Cannes (donde seguía pintando, va moribundo, Augusto Renoir). Allá, en la Costa Azul, Modigliani ejecutó algunos de sus contados paisajes, el retrato del Zuavo con uniforme azul horizonte (quizá un homenaje al zuavo de Van Gogh), y el lienzo titulado La fumadora. Entretanto, el leal Zborowski organizaba una exposición de las obras de su amigo en la Galería Berthe Weill, exposición que nunca llegó a inaugurarse porque el comisario del barrio —ya aludí al episodio— consideró inmorales los desnudos del livornés, por haberse apartado éste, al pintarlos, de ciertos preceptos de la estatuaria antigua en materia capilar...

Retrato de Juan Gris
Fecha: 1915; Paris, France
Estilo: Expresionismo
Género: retrato
Media: óleo, canvas
Localización: Museo Metropolitano de Arte

Luego, Amedeo y Jeanne volvieron a París. Insinuábase una transformación en el arte de Modigliani. Hasta entonces había cultivado una sólida y lisa factura de “primitivo”: medias pastas regulares, densas, opacas, muy sabrosas por cierto. Después del viaje al sur, empezó a buscar las transparencias, con un oficio más suelto, más espontáneo, aunque siempre concienzudo. Todo se tornaba más leve en su pintura: aun parecía no necesitar ya el duro rigor de los contornos lineales. Fue aquella la época del retrato de Lunia Czechowska de perfil, del desnudo llamado Elvira, de su Autorretrato frente al caballete. Una inesperada dulzura invadía sus cuadros. Pero el resorte vital estaba roto.

El destino había concedido seis años a Modigliani para que fuera Modigliani, pintor. (Más años, por cierto, que al desventurado Van Gogh). No pintó muchas obras. Su espíritu no propendía a la abundancia sino a la concentración, la esencia. Y, en suma, una sola de sus pinturas, cualquiera de ellas —el retrato de Cocteau, el de Guillaume, el de Lipschitz con su esposa— bastaría para que su nombre fuera recordado con admiración.

Extrañamente, este melancólico, en sus últimos días, antes de internarle en el Hospital de la Caridad con los pulmones destrozados, empezó a pintar una figura desgarrada y desgarradora —rostro de mujer desmelenada, de ojos vacuos, boca entreabierta en una mueca dolorosa— a la cual dio el único título alegórico que encontramos en toda su obra: la llamó Melancolía. Esta máscara de mirada de sombra es como la culminación del expresionismo latino. Último peldaño del dolor expresado a lo Modigliani, conduce a los extremos de la tortura que, más tarde, evocará Picasso en cuadros tales como la Mujer llorando. Y el pintor de Liorna ha concluido su carrera.

El 25 de enero de 1920 muere en el lecho angosto y duro de los pobres. Al día siguiente, Jeanne Hébuteme se desprende trágicamente de una vida que, sin Amadeo, para ella carece de sentido.

El hermano del pintor —diputado por Liorna— telegrafía, al conocer la noticia: "¡Háganle funerales principescos!” Bello gesto retórico a la italiana, gesto gratuito, pues sólo costó el precio del telegrama. Y son los amigos, Salmón, Kisling, Soutine, muchos otros artistas de Montparnasse, las modelos profesionales, toda la bohemia, quienes se cotizan para sufragar las honras postreras al más desventurado e indigente de su grupo.

Porque Amedeo Modigliani era querido, universalmente, por todos los que lo conocieron. Su nobleza, su generosidad, su caridad discreta, su viva y armoniosa inteligencia, su sensibilidad viril conquistaban a todo el mundo. Y, va muerto, Modigliani ha seguido conquistando. Es más querido aún, más admirado. Sus esculturas, sus cuadros han llegado, en originales o reproducciones, a todos los confines de la tierra y le han proporcionado centenares de miles de amigos que sienten cómo se perpetúa la vida de ese gran espíritu, en el lienzo o en la piedra, dictando su eterna lección de melancólica serenidad, de latina sublimación del drama.

Emitido en directo el 28 ago 2020 Esta conferencia tiene por objeto dar a conocer a Amedeo Modigliani como creador  y comprender algunos aspectos de su biografía. Modigliani desarrolla su quehacer artístico principalmente en París  en un periodo de gran efervescencia cultural y de importantes innovaciones en el lenguaje visual. Los invitamos a conocer cómo Amedeo llega a elaborar el estilo propio que lo caracteriza, a través de un recorrido por su época y por su labor pictórica y escultórica.

Modigliani y su tiempo.

13 jul 2012 Modigliani y su tiempo. Programa de televisión. Fecha de emisión: 28-03-2008 Duración: 21´08'' A comienzos del siglo XX, la capital de Francia lo era también del arte. Entre dos montes, Montmatre y Montparnasse, el monte de Marte y el del Parnaso, casi se hacinaban los creadores de la pintura y la literatura que marcarían en dos décadas todo un siglo. A este París llegó en 1906 Amedeo Modigliani, procedente de Italia, para dar su salto definitivo en lo artístico y en lo personal. Ahora el Museo Thyssen-Bornemisza y la Fundación Caja Madrid exponen la obra del artista italiano, relacionándolo con su tiempo, el de las vanguardias, la bohemia y la efervescencia artística. Intervienen: Juan Ángel López (comisario de la exposición); Victoria Soto, profesora de la UNED. Producción y realización: CEMAV

Para saber más:

 http://www.uned.es

http://canal.uned.es

por Julio Payró


Publicado, originalmente, en: Revista - Libro Ficción Nº  Mayo • Junio 1956 Buenos Aires

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/ficcion-no-1/

Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas

Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte

 

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