Alejandra Pizarnik: melancolía y cadáver textual [1]
por María Negroni

Existe, en la obra de Alejandra Pizarnik, una zona apenas transitable, saturada de trampas, de escombros esplendorosamente oscuros. No es fácil acceder a esa zona. Los textos son hostiles, como si quisieran ser fieles a esa reticencia de su autora que prefirió mantenerlos inéditos u optó por su publicación afuera del país. Si a eso se agrega cierta pereza interpretativa y, sobre todo, la abrupta discrepancia tonal que exilia a estos textos del resto de la obra, no sorprende que, salvo audaces excepciones, se los ignore en forma sistemática[2]. Me refiero a La condesa sangrienta, Los poseídos entre lilas y La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa [3].

Es impresión mía que esta zona “de sombra” está aún muy inexplorada. Nadie, según creo, dijo nunca que Los poseídos entre lilas es una reescritura casi calcada de Final de partida de Samuel Beckett. El dato no es irrelevante: él sólo basta para invalidar por completo uno de los aspectos centrales de la teoría interpretativa que, sobre estos textos, elaboró Cristina Piña, una de las estudiosas que más se ha ocupado de Alejandra Pizarnik en Argentina[4]. En su ensayo titulado “La palabra obscena” (Cuadernos Hispanoamericanos, # 479-483, 1990), Piña sostiene, entre otras cosas, que existiría una suerte de asunción progresiva de “lo obsceno” en la escritura en prosa de Pizarnik, un crescendo que va desde La condesa sangrienta, texto que utiliza para ocultarse/legitimarse una imaginería ajena (la de la escritora francesa Valentine Penrose, autora de La Comtesse Sanglante, Mercure de France, París 1963), hasta Los poseídos entre lilas y La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa, donde la “palabra obscena” es asumida como propia. Como dije, el mero cotejo de Los poseídos entre lilas con Final de partida de Beckett derrumba la hipótesis[5].

Tampoco se ha leído La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafo como un texto de pulsión neobarroca, curioso de ser comparado con El fiord de Osvaldo Lamborghini[6]. Su interés en los signos (más que en las emociones), su insistencia en el quiste y la excrecencia, como una forma de priorizar lo grotesco sobre lo bello, y su incesante celebración del fracaso en el proyecto irrealizable de la significación, hacen de él un texto camavalizado y polifónico, un trabajo de negación intensa y un manifiesto de ars impoética, a la manera anticipatoria de Les Amours Jaúnes de Tristan Corbiére, Finnegans Wake de James Joyce o Los Cantos de Maldoror del Conde de Lautréamont. Por otro lado, bastaría recordar el concepto de trop plein de la palabra y la idea de lectura radial o traslación en tomo a un significante elidido que elaboró Severo Sarduy en sus estudios sobre el lenguaje deseante del barroco[7] para entender que la estridencia, el afán desintegrador, el festín de un texto que se designa todo el tiempo a sí mismo como si fuera un fetiche, la tendencia al plagio y la invectiva, al tatuaje y la parodia, a lo frívolo y las alusiones culteranas, la renuncia del discurso a ejercer una función reparadora o a servir de instrumento en la búsqueda de lo absoluto, el arte de destronamiento, en fin, que caracteriza al texto de La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa, lo emparentan sin demora a esa impronta estética. No deja de sorprender, por eso, que no se lo mencione entre los representantes latinoamericanos de ese movimiento (junto al propio Sarduy, Cabrera Infante o Lezama Lima, para nombrar sólo a algunos) ni lo reivindiquen como antecedente los propulsores de la poética “neobarrosa”, término este último acuñado por Néstor Perlongher para describir al “Caribe transplatino” de Argentina y el Cono Sur[8].

Ha sido apenas mejor la suerte de La condesa sangrienta. Durante mucho tiempo se leyó el guión moroso y fascinado de Pizamik como si Valentine Penrose no existiera. Se ignora casi todo de esta escritora francesa (1898-1972) que estuvo vinculada al grupo surrealista parisino de entreguerras, y fue autora de diversos libros de poemas, ilustrados por Max Emst, Miró, Man Ray, Eileen Agar y Antoni Tapies, entre ellos Herbe á la Lune (1935), con prólogo de Paul Eluard), Poémes (1937), Dons des Féminines (1951), Les Magies (1972) y varias obras en prosa, entre ellas Opéra de Marthe, Nouveau Candide y la ya mencionada La Comtesse Sanglante. Peor aún, se procede como si su obra misma no contara, cercenándose así la ocasión de registrar de qué modo Pizarnik se inscribe en una cadena de ventrílocuas femeninas o, como ha sugerido Sylvia Molloy, en un sistema de cajas chinas dispuestas para el ejercicio de una mirada voyeuríslica. La misma Cristina Pina, en su ya citado ensayo “La palabra obscena”, dice textualmente: “Desgraciadamente no he podido consultar el libro de Valentine Penrose, a fin de discernir lo concretamente dicho por la ensayista (sic) —quien tampoco, según las palabras de Pizamik, se ocupa de los puros datos documentales para construir un poema en prosa, jugando con los valores estéticos de la historia— (...) pero creo que, en el fondo, carece de importancia.” (énfasis mío) El hecho de que la editorial Siruela lanzara su traducción al español del libro de Penrose en 1987 vuelve incomprensible el comentario de Pina, publicado tres años después. Más alarmantes aún son las reflexiones de Susana Haydú en su reciente tesis doctoral titulada “Alejandra Pizarnik: evolución de su lenguaje poético” (Yale University, 1991): “La mitificación que hace Pizarnik de la condesa es extraordinaria. De una mujer vulgar hace una belleza. De vagas historias de crímenes, construye un apocalipsis espléndido de perversiones inimaginables. Inventa torturas, suple datos, describe baños de sangre que nunca se probaron, ni discutieron siquiera en el juicio que se le hizo ala condesa al final de su vida. (...) El personaje de Erzébet Bathory le permite a Pizarnik adentrarse en este territorio casi inexplorado. (...) En manos de Pizarnik la Condesa crece, y su figura se magnifica hasta alcanzar proporciones casi míticas. Pizarnik crea, recrea, inventa, mitifica a la Condesa Sangrienta. Agrega una dimensión erótica nueva al personaje descrito por Penrose[9].”

Esta posición de Haydú, aún más desconcertante que la de Piña (por el acceso bibliográfico con que cuentan quienes investigan en las universidades norteamericanas) ratifica un texto suyo previo, aparecido en 1989 en un artículo de la revista Iberia and the Mediterranean (Benjamín Taggie y Richard Clement (comps.), Central Missouri State University, 1989[10]), que se halla agregado como apéndice a su disertación: “Pizarnik describes here, for the first time, a feminine archetype of cruelty: in this century there is no other example of such refinement in torture and such detached pleasure in observing the many agonies of death. (énfasis mío)

Sólo quien no haya leído la novela de Penrose puede emitir estos juicios [11]. Las secuelas de estos comentarios son graves. Ya lo dije, al omitirse a Penrose, se priva a la obra de Pizarnik de un antecedente literario crucial. Lo que es peor, al evitar la correlación entre ambos textos, se impide ver de qué modo la prosa exigua y fotográfica de la poeta argentina desnarrativiza o descarta las “partes serviles” deljclato de Penrose [12].

Subsanado el error, siguen sin indagarse algunas cuestiones fundamentales que hacen al imaginario de la gótica, ala función que cumple dicho imaginario en la exploración de lo prohibido y a una posible definición de cierta sensibilidad finisecular. Tal vez valdría recordar que el género gótico —inaugurado en Inglaterra por Horace Walpole (1717-1797) y cultivado, entre otros, por Ann Radcliffe (1764-1823), William Beckford (1760—1844) y Matthew Gregory Lewis (1775-1818)— aparece precisamente en un siglo que inventó principios y sistemas (el mito solar de la Revolución, la Enciclopedia, la física y la economía, la ciudad geométrica y el arte neoclásico) como un afán repentino de la noche, constituyendo un alegato contra el realismo y un antídoto contra las indigestiones de lo ideológico.

La condesa sangrienta pertenece de pleno derecho a este género. Muchos de los motivos que, a partir de entonces, configurarán la parafemalia del gothic romance (el castillo solitario y funesto; la melancolía, crueldad y soledad última de su protagonista ante su propia violencia, el constante descenso a los espacios subterráneos y las escenas de persecución, terror y crimen que allí se producen; el ingenio en lo anacrónico y la desmesura del deseo frente a la exigüidad de lo real) están allí como una maquinaria óptica que permite empujar los muros del entendimiento para cuestionar las barreras entre pasión y razón, sujeto y objeto, naturaleza y artificio, consciencia y sueño. Con este agregado: en la particular semiótica de la acedia elaborada por Pizarnik en el fragmento “El espejo de la melancolía” hay una clave secreta. Al unirlos efectos de la bilis negra con las peripecias de Erzébet Bathory, la Alimaña de Ceszthje, no sólo consigue equiparar a la vieja Dame Mérencolye con la consciencia intensificada del propio yo (que no es otra cosa que un correlato de la consciencia de muerte) sino que, en un desvío imperceptible, hace del hastío de la condesa un romance rojo e imposible, extrañamente parecido al acto de escribir [13].

Lirismo y crimen, vistos como dos expresiones de un mismo deseo (el de suprimir la escisión) fueron conectados por Julia Kristeva en su libro Soleil noir: Depression etmélancolie (Gallimard, Paris 1987). Sus premisas, que sugieren una distinción fundamental entre narración y poesía, otorgando a la primera la posibilidad de concretar un duelo, inaccesible para la segunda, proponen que el carácter subversivo de la poesía proviene justamente de esa tristeza insimbolizada que la corroe y la lleva a oponerse a todo intento de condensar significado y significante, desmantelando así el orden de la representación y evidenciando lo construido (lo falso) de toda visión totalizadora de lo real.

Muecas desfiguradas de los poemas, los textos “de sombra” obligan a formular preguntas impacientes: ¿cómo conviven en Pizamik propuestas tan disímiles? ¿qué relación existe entre Las aventuras perdidas, digamos, y La bucanera de Pernambuco o Hilda la Polígrafo? ¿entre Arbol de Diana y La condesa sangrienta? ¿qué vuelve a los textos en prosa “inasimilables”? ¿por qué la autora misma los censuró?

Aldo Pellegrini, en su estudio sobre la obra de Lautréamont, utilizó la imagen del “testigo lúcido” para referirse a los fragmentos líricos de los Cantos de Maldoror. A ellos les atribuyó un valor esclarecedor, proponiéndolos como hilos de Ariadna para entender esa vasta obra profanatoria y opositora que son los Cantos. Mi movimiento es inverso. A mi juicio, en el caso de Pizamik, no son los poemas (los textos líricos donde prevalecen la sugerencia, la brevedad y la perfección de la forma) los que cumplen esa función sino precisamente los textos “malditos”, sus textos bastardos y magmáticos donde el discurso estalla en un aquelarre obsceno y una fiebre paródica sin precedentes.

Porque un descontrol ha tenido lugar allí, un caos opositor capaz de exponer con crudeza una fisura inaceptable: la constatación de que el deseo, librado a sus ensueños más arcaicos (la búsqueda de algo que se reputa perdido y acaso es sólo inexistente), acaba siempre en el crimen, en el sentido que da Bataille a la expresión, es decir en una orgía de significantes errantes, tan parecida a aquélla que desata la Condesa en su mundo habitado en forma exclusiva por mujeres o tal vez, por una sola mujer multiplicada en infinitos espejos, cuyo paroxismo se cumple, subversivo y siniestro, en los lavaderos de Ceszthje.

No hace falta decir que ese descubrimiento es peligroso y pide, a gritos, un silenciamiento. Curiosamente, en el terreno (sagrado) de esa supresión, los poemas se yerguen con su belleza estilizada, como esos castillos que se construían en Hungría, en la época de Bathory, “sobre el cadáver de una mujer muerta”. Nueva referencia a los relatos góticos: si es cierto que, como afirma Anne Williams (ArtofDarkness: A Poetics ofGothic,The University of Chicago Press, Chicago/Londres 1995), las mujeres que saturan la sombra de esas historias encarnan el papel fantasmal de la otredad que nuestra cultura atribuyó desde siempre al principio femenino —llámese éste finitud, naturaleza o mal—, acaso las jovencitas perdidas por los pasadizos oscuros, las heroínas que abren puertas cerradas con candados y se exponen al peligro son, ellas mismas, la amenaza. En la gran mansión gótica, quiero decir, donde prevalece el nombre/el no del padre, hay siempre oculta una mujer o, mejor dicho, las reliquias de una mujer. O bien un vampiro, a Thing, una condesa perversa intoxicada de pasión que insiste en transgredir las fronteras entre los sexos, entre vida y muerte, materia y espíritu, cuerpo y palabra. El fantasma o la figura monstruosa, en este sentido, no sería otra cosa que eso: una intrusión que trae el desequilibrio a la política sexual de lo simbólico[14].

En el plano estilístico, mientras tanto, dos ardides consuman un movimiento que se exacerba y cancela en la desmesura, desembocando en un operativo de limpieza. Por un lado, tiradas, párrafos líricos, arranques de la “endechadora” se traspolan completos desde los textos de sombra a los libros de poemas[15]. Por el otro, una “bucanera” que “tiene sueños de espía”[16] piratea palabras, imágenes, estructuras y, a veces, como en el caso de La condesa sangrienta o Los poseídos entre lilas, argumentos enteros. En un caso, el recurso narcisista de la intratextualidad: reciclar, absorber todo sin vacilar (Julia Kristeva vio también, en la actividad de poetizar, un “canibalismo melancólico”[17]). En el otro, la apropiación funciona como un peaje, una manera de legitimar —en esto, tiene razón Cristina Piña— la avalancha obscena, amparando al discurso prohibido en un texto canónico[18].

Ejemplo paradigmático de este tipo de glosa es el trabajo de zapa sobre Final de partida. Beckett parte de la literatura sapiencial y del Libro de Job para abordar el tema milenario de la gratuidad del sufrimiento humano: encierra a Hamm/Clov en un espacio claustrofóbico, saturado de orfandad, para celebrar la absurda ceremonia fúnebre de un rey patético, ciego y paralítico, abandonado poruña cadena de padres-autores crueles y despóticos. La escena de Pizarnik es otra. En el centro, está Segismunda, una “artista” melancólica con rachas sádicas, alter ego degradado de “la inspiradora” (y también, claro, del príncipe injustamente condenado en La vida es sueño, de Calderón de la Barca[19]) que se nutre de una relación perversa, actúa la simbiosis víctima/verdugo con Carol, su andrógino lacayo-realidad. Su parálisis habita otro espacio encerrado, ¿parecido al de la condesa húngara?, esta vez vinculado al castillo infantil, lleno de excentricidades que son, en realidad, gestos desesperados hacia una restitución imposible. En ese espacio, todo se desfigura, se fetichiza: los juguetes se agrandan, el escenario se tiñe literariamente, adquiere un cromatismo kitsch que remite a otros poetas-niños (John Keats, Shelley, Maiakovksy, Rimbaud) una maniquí-muñeca de párpados dorados duplica en su proximidad con el caballito de madera la pareja de Seg/Car, mientras al fondo los padres, Macho y Futerina (réplicas de los becketlianos Nell y Nagg), contaminan la escena de corrupción y envejecimiento. Estos deslizamientos tienen su impronta. Por un lado, el teatro del absurdo exhibe, a través de ellos, la raíz de su pathos, al concentrarse en la infancia manchada. Por el otro, Pizamik descubre y plasma aquí la paradoja más insoluble de su universo creativo: lo obsceno —matriz-tumba— es, a la vez, aquello que impide a la protagonista soñar con las correspondencias y “la herida” que le permite captar la “verdadera canción” (“sin zorros inhibidos” [20]). El zorro como símbolo de lo falso (la mojigatería que oculta lo sexual) ha de evitarse, y también la inhibición, que es otra forma de la mentira. La orden puede parecer contradictoria pero no lo es. La naturaleza del lenguaje es la tergiversación, el ocultamiento, la distorsión. La consigna, por eso, es doble: en la vida, tratar de mantenerse al margen del mundo que no es sino palabras envilecidas/envilecedoras; en la escritura, tratar de escribir sin falsos prejuicios, mentiras que vienen arrastradas por el lenguaje mismo. Como dice La bucanera, hay que practicar una “incisión” en la realidad, romper capas a fin de dar cuenta de lo real, tocar la herida. Dentro de lo obsceno, se concluye, no hay coincidentia oppositorum pero fuera de lo obsceno, la verdad es una inexistencia. Sencillamente: el lenguaje, librado a sí mismo, se vuelve pura compulsión sexual, es decir verdad pura, inscripción (intolerable) de la muerte en la cinta melancólica de la vida.

Una obra apoyada como ésta en la libre circulación textual y en el robo multidireccional, perpetrado sobre otros y sobre ella misma, delata en forma simultánea la libertad más revulsiva y la imposibilidad de sostener la carga agresiva del propio discurso. La cuestión de género se vuelve pertinente para quien ha decidido mirar desde la alcantarilla, acaso porque espera que este sitio (muchas veces parecido a una cloaca) le ceda algún enigma luminoso, alguna encrucijada más compleja. Pero sería imprudente, me parece, extender la toma de posición mucho más allá de las condiciones de producción/recepción de la obra. En materia de belleza —Pizarnik lo supo como nadie— los negocios son turbios. El impulso negador y la expresividad se entienden; la muerte fecunda al erotismo; “el criminal no hace la belleza, él mismo es la belleza” [21]; la sexualidad tiene que ver con lo triste y, por ende, con la poesía.

Leer la sombra en Alejandra Pizarnik es crucial, también, para armar el rompecabezas de sus genealogías, descubrir su biblioteca secreta. El romanticismo alemán, en especial Novalis y Carolinc de Gunderrode pero también el Bizancio anglo-francés del siglo XIX, están allí como están — finísimos— Sade y Lautréamont (en especial, en la temperatura tonal de la “mirada perversa” de La condesa sangrienta). Y están también los poetas malditos, Georg Trakl, Lewis Carroll, James Joyce, Tristan Corbiérc, y los registros canyengues del lunfardo porteño, y cierta literatura latinoamericana, (en especial, en relación a la glosolalia paródica de Los poseídos y La bucanera) en sintonía con Girondo y anticipación de Susana Thénon.

En ese cruce particular de coordenadas que Octavio Paz imaginó entre “el concierto de las correspondencias y la conciencia del tiempo y de la muerte” para definir la modernidad, Pizarnik opta por la vertiente de la fisura y la ironía, sin abandonar nunca, sin embargo, la sed de comunión que la vuelve heredera del jardín prohibido del romanticismo[22] ?. Por eso, la elipsis que su obra traza desde la búsqueda del illo tempore mítico hasta ese canto en ruinas que representa La bucanera de Pernambuco, concuerda con el círculo de un viaje que acaba donde empezó: al final, se vuelve al destierro que antecede al viaje con las manos vacías.

En el abismo que va de la pregunta: “si digo agua, ¿beberé?” hasta la frase “las palabras hacen la ausencia”/”buscamos lo absoluto y no encontramos sino cosas”, hay la configuración de una estética. Parafraseando a Benjamin que definió a la vida (vista desde la muerte) como “la construcción de un cadáver”, podría afirmarse que también en la obra de Pizarnik se construye un cadáver “textual”. Tras el esfuerzo —agotador—, el espejo de las analogías se rompe, se deshace en un galimatías. No hay unión. Ni amorosa, ni entre el ser humano y el mundo, ni entre el lenguaje y las cosas. No hay más que pérdida y aferramiento a la pérdida como modo (en última instancia impotente) de suprimir la escisión. Al final, no queda más que una fiesta desfigurada. Un derrumbe lingüístico que cancela toda posibilidad de condensación entre significado y significante.

Todo poema —dijo Kristeva— es un viudo identificado con la muerte. ¿Hay entonces un fracaso en la poesía? Sí, hay un fracaso. Pero un fracaso que debe celebrarse. Pues de ese fracaso, deriva la interrupción de la unidad simbólica, poniéndose de manifiesto lo construido (lo falso) de toda visión totalizadora de lo real.

En este sentido, la estética errante de Pizarnik, que va del lirismo al barroco (del sufrimiento al crimen), sin alejarse nunca del tempo musical de la melancolía ni del telón de fondo de la noche romántica, es crucial para pensar la poesía como género dentro del contexto de la sensibilidad finisecular. Entre el silencio y la procacidad, entre la ablación lingüística y las muecas de los significantes desatados, yendo y viniendo de un registro a otro por mecanismos de intratextualidad, robos y autocensura evidentes, esta obra obliga a reformular, una vez más, como cuestiones candentes, los vínculos entre poesía, silencio y represión, carencia y ostentación, tristeza y ritmo, lirismo, crimen y estética.

Notas

[1] Este trabajo está incluido en el libro The Poetic Voice, de próxima aparición en University of Notthingham Press, United Kingdom.

[2] Sin ir más lejos, la revista argentina Feminaria acaba de publicar un número-homenaje a Pizarnik (Feminaria, año VIII, n. 16, mayo de 1996) que, salvo por un texto dedicado a la Virgen de Hierro, uno de los métodos de tortura utilizados por Erzébet Bathory en La condesa sangrienta, ignora la producción “de sombra”.

[3] La condesa sangrienta (Diálogos, México; 1965), Los poseídos entre lilas (fechado 1969) y La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa (fechado 1971) en Textos de sombra y últimos poemas. Sudamericana, Buenos Aires 1985.

[4] Piña es autora de varios ensayos críticos sobre la obra de Alejandra Pizarnik. También ha publicado La palabra como destino: un acercamiento a la poesía de Alejandra Pizarnik (Botella al Mar, Buenos Aires 1981) y Alejandra Pizarnik (Planeta, Serie Biografías, Buenos Aires 1991).

[5] Otros aspectos de ese crescendo en el uso, apropiación y matices de lo obsceno en el estudio de Piña sobre los tres textos mencionados me parecen más acertados. Así, por ejemplo, la idea de un “obsceno representaciorial”, articulado sobre el plano de la mirada en La condesa sangrienta', la existencia de un “obsceno de lo dicho” que no cancela el tema de la carencia metafísica y la experiencia del fracaso en la instancia del decir o poetizar en Los poseídos entre lilas', y la tonalidad siniestra y feroz de un obsceno anudado en el plano del significante en La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa.

[6] Otros paralelismos podrían trazarse con El frasquito de Luis Gusmán o, en general, con la obra de Copi.

[7] Ver, en especial, “El Barroco y el neo-barroco”, en América Latina en su Literatura, compilado por César Fernández Moreno, siglo XXI, México 1972.

[8] El texto a que me refiero, titulado “Poesía neobarroca: Caribe transplantino” apareció en Primer Plano, el suplemento cultural del diario Página 12, el 13 de diciembre de 1992. Tampoco figura este texto de Pizarnik en la antología Medusario: Muestra de poesía latinoamericana (Fondo de Cultura Económica, México 1996), compilada por Roberto Echavarren, José Kozer y Jacobo Sefamí.

[9] La frase figura en la disertación mencionada, pp. 164, 165.

[10] El artículo se titula: “Erzébet Bathory en la obra de Alejandra Pizarnik”.

[11] La falta de lectura del libro de Penrose queda probada en este enunciado de Haydú: “(...)Valentinc Penrose, escritora y poeta francesa que, en 1957, publicó una biografía de la condesa, titulada...”. El libro de Penrose no es una biografía, es una novela. O, acaso, como dijo Pizamik, un “vasto poema en prosa”.

[12] La expresión es de la propia Alejandra Pizarnik y está en “El pecado mortal”, ensayo sobre Victoria Ocampo, “Dominios ilícitos”, Obras Completas, edición aumentada y corregida, Corregidor, Buenos Aires 1992.

[13] Platón fue de los primeros en equiparar al “genio” con la temperie melancólica.

[14] No hace falta ser muy sagaz para pescar que las tensiones que abruman al castillo gótico tienen mucho que ver con la estructura que, ya en nuestro siglo, propuso para entender el “castillo” del ego el Dr. Sigmund Freud. También el psicoanálisis es una teoría de lo invisible: equipara a la psiquis humana con una casa atormentada por el pasado, llena de recámaras oscuras, invariablemente clausuradas, que ocultan un secreto sexual, y hace de la figura detectivesca del analista un alter ego de la muchacha curiosa, capaz de abrir y explorar esas habitaciones para construir un nuevo tipo de subjetividad. En el reino homólogo de ambos discursos, por fin, puede surgir un nuevo lenguaje, menos atado a la Palabra que a otras posibilidades no lingüísticas de sentido, como los sueños, la “locura” o los gestos del cuerpo.

[15] El caso paradigmático son las tiradas líricas de Los poseídos entre lilas que fueron traspoladas como sección independiente a El infierno musical (Obras completas, Poesía y Prosa, Corregidor, Buenos Aires 1990.)

[16] La expresión es de Alejandra y está en Los poseídos entre lilas.

[17] En su libro ya citado, Soleil Noir: Dépression el mélancolie, Gallimard, Paris 1987.

[18] Doblemente prohibido por ser quien lo enuncia una mujer. Josefina Ludmer acuñó la expresión “las tretas del débil” en su estudio de la “Respuesta a Sor Filotea de la Cruz” de Sor Juana en La sartén por el mango, Ediciones Huracán, Puerto Rico, 1984). Con ella, se refiere a esa combinación astuta de tácticas que hacen convivir, en un solo gesto, la resistencia junto a la sumisión, el antagonismo junto a la aceptación del lugar asignado por el otro.

[19] Cabría recordar que el príncipe injustamente encerrado en La vida es sueño se reitera, como en un doble femenino, en Rosaura (quien aparece secundada, a su vez, por su escudero Clarín). Otros paralelismos notables entre Calderón y Beckett o Pizarnik: la concepción de la vida como sueno, teatro y sombra, y el permanente tránsito entre ars y natura, pasión y razón, lo sublime y las bufonadas.

[20] La pregunta por la veracidad, la sinceridad y la eficacia del lenguaje es constante en Los poseídos entre lilas, al igual que en el resto de la obra de Pizarnik. Cfr. este “diálogo interior” entre Seg y Car:

Seg: ¿Cómo está tu inconsciente?

Car: Mal.

Seg: ¿Cómo está tu superyó?

Car: Mal

Seg: Pero podés cantar.

Car: Sí.

Seg: Entonces canta una verdadera canción! Algo sin zorros inhibidos, ¿me escuchás?

Una formulación similar de esta postura estética puede leerse en La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa. “A fin de practicar una incisión en la realidad, no olvides nunca degradar los colores”, o bien, “Ay de aquéllos que se olvidan del ludo —dijo el lúdico—. Ignorarlo equivale a caer en la Laguna Garrafal.”

[21] Esta frase de Sartre figura como epígrafe al comienzo de La condesa sangrienta.

[22] En este sentido, a pesar del elemento de fisura o destierro que permanece en su poesía, Pizarnik está más cerca de Octavio Paz que de Borges. Para Borges, que viene del clasicismo y la literatura inglesa, la escritura no deja de ser una ficción más, agregada a la ficción del mundo, concebido como “un vasto almacén de cosas heterogéneas”.

 

por María Negroni
María Negroni es una escritora, poeta, ensayista, novelista, traductora argentina.

Obtuvo su doctorado por la Universidad de Columbia, con un PhD en literatura latinoamericana.

Desarrolla actividades académicas en la Sarah Lawrence College.​​

 

Publicado, originalmente, en: Inti: Revista de literatura hispánica No. 52, Article 12 No. 18 año 1983 (Otoño-Primavera 2000)

Providence College’s Digital Commons email: DigitalCommons@Providence

Link del texto: https://digitalcommons.providence.edu/inti/vol1/iss52/12

 

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