La condesa sangrienta de
Alejandra Pizarnik: una poética en el límite. Rodrigo D. Montenegro
Universidad Nacional de Mar del Plata
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Resumen: La condesa sangrienta se presenta
como un texto complejo, hibrido, entre la poesía, la prosa y la reseña
literaria. Y en medio de esa red de sentidos se desarticulan los presupuestos en
torno a la subjetividad, la belleza y la moral. El texto se propone como un
discurso donde se albergan diversas formas de la trasgresión y la perversión
(sexual, moral, estética, literaria); y el horror se impone como una coordenada
para el análisis de los espacios, las practicas y de la subjetividad.
“She shines
“La meta de toda vida es la muerte” Breve introducción La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik; un texto extraño que en su hibridez, se remite a otro texto extraño y lo reescribe. Pero aún más: ambos escritos dan cuenta de un personaje más o menos real (la vacilación es fundamental), cubierto por la leyenda de sus despiadadas torturas y su voluntad de conseguir una belleza eterna, inmortal. Sin dudas, cualquier lectura que se realice del texto de Pizarnik debe ser capaz de dar cuenta de estos fenómenos y superarlos para encontrar una configuración particular del texto literario. Aunque tal vez, el primer problema que se presenta es justamente la clasificación de esta obra, comentario, reescritura... Resulta fundamental y constitutivo este espacio de vacilación, es decir, un texto que comenta a otro, pero al mismo se impone como un sistema autónomo dentro del cual se encierran una serie de sentidos. Realizar un rastreo de estos de sentidos es la intención de este trabajo. Si el procedimiento puede parecer por momentos desordenado, se debe a que la premisa rectora de esta lectura es considerar al escrito de Pizarnik como un entramado textual complejo, dentro del cual se experimentan con diversos problemas de índole estética y filosófica, como el mal, la perversión, la transgresión en la experiencia del limite y, finalmente con la literatura misma. Este panorama no podía arrojar otra cosa, un artefacto hecho de lenguaje que posee la capacidad de espantar y provocar repulsión, al mismo tiempo que seduce y cautiva por los excesos articulados en la palabra poética. Resulta imposible no dar cuenta de un personaje cautivador como lo es Erzébet Báthory, fundamentalmente porque gran parte del interés que suscitan los textos que sobre ella refieren, se halla en las particularidades de su personalidad. Independientemente del valor real de la referencia del texto, los oscuros detalles con los que se describe la actividad de la condesa en su castillo de Csejthe serán las marcas de una subjetividad entregada a la experiencia del límite. Lo que debe interesarnos, no es la veracidad de los hechos narrados, sino la configuración del sentido de ellos en la construcción del texto, y por lo tanto, de la subjetividad que en él se hace presente. Se distinguen, entonces al menos dos niveles a los cuales se intentará un acercamiento detallado: por un lado, la forma (el género) en que La condesa sangrienta de Pizarnik se articula, la cual se plantea al menos como problemática, donde los textos que componen el relato / comentario adquieren un peso propio como construcciones semióticas cercanas a la prosa poética; y por otro, la materia tratada, es decir, los detalles que giran en torno a la siniestra figura de Erzébet Báthory. Ambos constituyen los objetos del mismo análisis, por lo que resulta necesaria una lectura que dé cuenta de estas dimensiones, distinguiendo instancias particulares en su funcionamiento dentro del cuerpo textual. Sin olvidar que la existencia de este no da cuenta en modo aislado de estos componentes. Sin embargo, sí es posible considerar que la poesía elaborada por Pizarnik en la serie titulada La condesa sangrienta se conforma como una voluntad de convertir lo horrible en belleza poética. El discurso ajeno. La forma fragmentaria. El primer párrafo del texto se presenta, sin indecisiones, en el tono del comentario. Un registro llano y explicativo da cuenta de un escrito y sus peculiaridades. Un nombre autoral, Valentine Penrose, y su trabajo “acerca de un personaje real e insólito” (Pizarnik, 1993:373). En este primer momento el discurso se mantiene dentro de los rasgos esperables para una reseña literaria, mencionado datos que hacen a la obra, la excelencia de la labor poética de su autora, el prefacio de Paul Eluard, y la presentación de la condesa haciendo hincapié en su demencia criminal y su perversión sexual. Sin embargo, paulatinamente éste terreno será abandonado para introducir en el discurso una innegable intencionalidad poética, esencialmente literaria, donde el comentario se transforma en algo más, y la prosa se carga de alusiones y estrategias que lo distancian (paradójicamente) de la supuesta objetividad de la reseña o comentario crítico. Si una de las intenciones de esta lectura es dar cuenta de las formas de transgresión presentes en el texto, la primera de ellas debe buscarse en la forma que este adopta. Lo que se inicia como un comentario se transforma en un texto autónomo, es decir, en una reescritura del texto de Penrose. Literatura que habla sobre literatura, y en su discurso prefigura un espacio nuevo donde irrumpe el quehacer poético, esto es, la dimensión estética de la escritura; espacio que se circunscribe a sí mismo en un movimiento infinito. Ya que sin dudas, el texto de Pizarnik posee la autonomía necesaria para constituirse en una manifestación de discurso literario. El texto adopta una forma extraña, comenzando por su ubicación en el sistema general de la literatura, dentro del cual se constituye como reescritura. Pero inmediatamente esta disposición se transforma, y uno de los elementos que permiten visualizar este cambio es la adopción de títulos. El primer fragmento, luego del título general, no posee a su vez un nombre propio, demostrando en cierto sentido, el apego al comentario. Es justamente una marca escrituraria (o la ausencia de ella, no por esto menos significativa), que da inicio al texto, y que finalmente actúa como una suerte de prefacio para los once fragmentos que le siguen. Estos no solo poseen una unidad individual sino que es a través de los fragmentos que el texto se conforma. Se destruye la reseña para dar paso a la obra poética. Lo que resulta interesante es destacar cómo en el mismo discurso se produce esta reflexión sobre la escritura; y al mismo tiempo, este rasgo se halla íntimamente relacionado con la actividad misma del escritor. De modo que se incorporan al discurso expresiones que no hacen más que remitir a la actividad misma de la escritura, y por lo tanto, a quien escribe: “Podemos conjeturar...” o “Continúo con el tema del espejo.” (Pizarnik, 1993: 384) son algunas de las expresiones que ofician como índices dentro del texto, señales que remiten por un lado, a la actividad literaria, pero también a la materialidad discursiva que se hace presente: “Y pienso en Erzébet Báthory y en sus noches cuyos ritmos median los gritos de las adolescentes. El libro que comento en estas notas lleva un retrato de la condesa...” (Pizarnik, 1993: 385) Este fragmento permite evidenciar al menos dos cuestiones fundamentales, por un lado, la centralidad de la condesa Báthory como arquetipo de una subjetividad transgresora, capaz de conducir el pensamiento y cautivarlo. Y al mismo tiempo, y como consecuencia de ese pensamiento, el ejercicio de la escritura; dando forma al lenguaje que se apropia de un retrato (esbozado por Penrose), pero también de un relato, esto es, el relato de la condesa y su experiencia del límite. Sin dudas, Pizarnik construye en su texto un aparato de remisiones literarias, y entre los pliegues del mismo surge, imponiéndose sobre todo, la figura de “... la condesa Báthory, asesina de 650 muchachas.” (Pizarnik, 1993: 373) Se establece una visión y un ejercicio particular de la literatura, donde la escritura se construye a partir de la lectura; sin dudas las “notas” con las que Pizarnik se refiere a su propio texto son una clara manifestación de un lenguaje que teje redes de sentido más allá de las nociones y parámetros tradicionales del discurso poético (entendiendo a éste como un género particular de literatura). De esto se desprende la imposibilidad de realizar, a partir de un criterio taxonómico inocente, una lectura que busque encasillar al texto: ni prosa ni poesía; un texto híbrido donde se impone una reescritura cargada de sentidos, exhibiendo los límites de la experiencia humana en el crimen, describiendo el mal y lo horrible. Entonces se pierden las nociones de copia y original, ya que ¿dónde hallarlos? si lo que los textos construyen es un espacio autónomo, auto reflexivo donde la literatura habla sobre literatura: Tal escritura que no remite más que así misma nos traslada a la vez, indefinida y sistemáticamente, a otra escritura. A la vez: es de lo que hay que darse cuenta. Una escritura que no remite más que a sí misma, y una escritura que remite indefinidamente a otra escritura, eso puede parecer no - contradictorio: la pantalla reflectora no capta nunca más que la escritura, sin tregua, indefinidamente, y la remisión nos confina en el elemento de la remisión. (Derrida, 1975: 305) Las palabras de Derrida dan cuenta de este fenómeno donde el lenguaje literario se convierte en una esfera no sólo autosuficiente, sino consciente de sus producciones y problemas, convirtiendo al texto en un artefacto complejo. Su configuración implica diversos mecanismos, todos ellos portadores de sentido, los cuales representan la intensidad con la que el texto se construye. Ya se ha mencionado que la estructuración del texto tiene como principal característica el ser fragmentario: doce trozos de prosa, el primero de ellos oficiando como una suerte de prefacio, y en cada uno de ellos un epígrafe. Las relaciones entre el título, el epígrafe y el contenido de cada fragmento deben ser leídas como una totalidad; no abandonando a los primeros como meros marcos, sino estableciendo relaciones de sentido con la totalidad del texto. Se presenta entonces una situación problemática donde adviene una manifestación extraña de lenguaje. ¿Por qué? Al no poder afirmar con total contundencia la originalidad, los limites y la unidad de este escrito surge la imposibilidad de concebir una obra cerrada en sí misma. Siguiendo a Derrida es posible encontrar en La condesa sangrienta de Pizarnik la ruptura de una serie de axiomas que constituyen en modo a priori “la personalidad jurídica del texto, su identidad, su unicidad, sus derechos, etc.” (Derrida, 1983: 98) Ya se ha mencionado que los títulos y epígrafes adquieren una relevancia fundamental en el diagrama de la producción de Pizarnik, y esto se debe a que los sentidos que en ellos se cifran viene a problematizar la “ primera creencia axiomática”, donde el texto rompe sus propios límites y marcos, o mejor dicho, los desborda. El título, que debiera nombrar y garantizar “la identidad, la unidad, y los límites de la obra” interviene en modo complejo, relacionando el texto con otro: reescribiéndolo. Por lo tanto, la apropiación del discurso ajeno (que por momentos toma la forma del comentario) es uno de los procedimientos que desestabilizan cualquier lectura inocente del texto, justamente por violar este axioma aparentemente inherente a la obra literaria, señalado por Derrida. Entones La condesa sangrienta se constituye en un sintagma inestable que se transforma, ya sea en referencia a la identidad del texto que Pizarnik escribe, ya en referencia a la obra de Penrose, y que en última instancia, identifica al oscuro personaje que se construye en ambos. Esta vacilación constituye la violación del “segundo elemento axiomático” señalado por Derrida, el cual asocia a todo texto un autor, definido por la existencia de un signatario no ficticio. El carácter fragmentario con el cual el texto es construido representa una crisis de la unidad. La obra marcada por el título y la firma no pueden ser un a priori en la lectura de La condesa sangrienta de Pizarnik, debido a que la reescritura desestabiliza el axioma de la originalidad. Pero la configuración interna, también constituye un quiebre, en este caso de la unidad. Cada uno de estos fragmentos se articula como un instante de la composición: la introducción, la descripción de las torturas empleadas por la condesa, sus relaciones familiares, los afanes de eterna juventud, la descripción del castillo, y finalmente su castigo con la reclusión. Estas secuencias se suceden de modo tal que si bien la unidad halla su sentido en la lectura total, la forma del texto resulta independiente de esta norma. Cada fragmento de prosa se articula con autonomía frente a los demás, pero es a través de la relación de cada parte con el todo donde surge el retrato de la condesa. Este modo de articular la historia del personaje (es decir, la fábula), constituye una perdida del sentido como unidad. El relato pierde la necesidad de construir nexos lógicos que lo unan, y esto se debe a la dispersión del texto mismo, aunque el centro innegable del relato se halla en la figura de la condesa, como núcleo productivo generador de la palabra poética y sus pliegues: Si no hay, pues, unidad temática o de sentido total que reapropiarse más allá de las instancias textuales, en un imaginario, una intencionalidad o un vivido, el texto no es ya la expresión o la representación (acertada o no) de alguna verdad que vendría a difractarse o reunirse en una literatura polisémica. Es ese concepto hermenéutico de polisemia el que habría que sustituir por el de diseminación. (...) lo que se añade sería, pues, siempre un blanco o un pliegue. (Derrida, 1975: 393) La figura de la condesa actúa en cierta medida como una unidad temática, pero la construcción del texto no obedece a este sistema de valores. Si bien Erzébet Báthory es el eje del relato, constituye en sí misma un centro vacío de sentido, y esto se debe a la transgresión de toda norma, ya sea moral, legal o inclusive discursiva. De este modo, encontramos que los fragmentos asocian elementos heterogéneos (descripción de torturas, de familias o de espacios) pero hallan su centro en la condesa, símbolo de la carencia de sentido, o mejor dicho, de la apertura hacia el reverso de la tradición, haciendo del crimen un arte, un límite de la belleza. Al tiempo que se introduce una crisis del nombre (originalidad - identidad) y de la estructura (unidad), se incorporan una serie de citas altamente significativas en los epígrafes que inician cada uno de los fragmentos del texto: Sartre, W. Gombrowicz, Rimbaud, Baudelaire, Octavio Paz, Artaud y Sade, entre otros, ordenan una lectura que escapa necesariamente al cuerpo textual, para proponer una relación amplia con todo el universo literario. Cada uno de los epígrafes introduce el tema que el fragmento, en algún modo, abordará. Resulta interesante destacar de ellos el primero y el último, Sartre y Sade, ya que la elección de dichas citas da pie a la reflexión sobre ciertos puntos fundamentales y constitutivos del texto. El fragmento de Sade[1] es el principio del fin del texto, y opera justamente como una síntesis fundamental, descubriendo una contradicción absoluta, un espacio donde el pensamiento se vacía, un lugar donde la ley no puede llegar. Lo esencial es la imposibilidad de asociar la ley frente a las crueles pasiones que conducen al asesinato. Sade pone de manifiesto esta incompatibilidad, la cual es tomada por Pizarnik para dar cuenta del destino de la condesa Báthory. Más allá de la ley, pero sobretodo, transgrediendo (destruyendo) el paradigma de la moral judeocristiana, conduciéndose por experiencias impensadas para la razón. El pensamiento de Sade abre el camino problematizando los alcances de la ley, poniendo en evidencia la dimensión oscura y perversa de la subjetividad; mientras que la cita inicial de Sartre lleva el problema a otro nivel. Si el crimen es un hecho estético, sin dudas Erzébet Báthory se constituye en un símbolo cumbre de este arte. Pizarnik materializa la sentencia del filósofo francés, construyendo en el texto un espacio donde aloja y elabora la figura de la condesa sangrienta, convirtiendo lo horrible del asesinato en principio de la poesía: la literatura aprehende aquello que es inaccesible a la ley y a la moral. Los sentidos de la transgresión. El advenimiento del mal en el discurso Todo texto es una superficie compleja donde intervienen diversos saberes y discursos, dando forma a una amplia red de sentidos. La condesa sangrienta no es una excepción, ya que en su construcción intervienen múltiples formas discursivas; entendiendo este termino en un sentido amplio que permita reconocer la confluencia del relato histórico, la leyenda, el comentario literario, la prosa poética y todo el universo literario incorporado por los epígrafes. Resulta evidente que sólo a través de esta multiplicidad de discursos el texto logra su funcionamiento. Ya se ha abordado la forma en que el texto se configura, ahora se profundizará la materia misma de su discurso. Lejos de pretender cristalizar una interpretación absoluta, se focalizarán dos aspectos, sin embargo, fundamentales y constitutivos: la transgresión y el mal. Evidentemente estos no son elementos aislados sino que forman parte de la intrincada red textual en la que ambos se suponen y remiten mutuamente. De modo que, se realizará una lectura que ahonde en la comprensión del mal, estableciendo una relación inmediata con la transgresión de una ley (moral, religiosa, consuetudinaria, de derecho, etc.) donde esta maldad se articula negativamente. La condesa sangrienta manipula un lenguaje que concretiza el mal, de forma tal que se presente como una experiencia límite de la transgresión. En otras palabras, el mal se hace presente en el texto en tanto discurso, es decir, como un mecanismo semiótico particular, que debido a la historia misma de la literatura, de la filosofía y de la religión se construye en relación negativa. Lo opuesto al bien, a la luz, a la razón... esto es lo que describe el discurso del mal; y si se presenta como una forma de transgresión se debe a los resabios que necesariamente lo insertan dentro de las manifestaciones culturales. “No es fácil mostrar esta suerte de belleza” (Pizarnik, 1993:373), este es el reconocimiento que Pizarnik desliza sobre la obra de Penrose; sin embargo, detrás del elogio a la escritora se halla el inicio de su lectura. Pizarnik afirma, en parte amparada por el discurso sartreano citado más arriba, la existencia de una belleza entre los desmanes del crimen y la locura. Y es a través de este hecho estético que el mal se introduce en el discurso, articulando una serie de rituales que se alejan de toda convención normalizada por la buena razón y sentido moral. Erzébet Báthory es el eje central de estas prácticas, configurando el universo donde se aloja “... la siniestra hermosura de las criaturas nocturnas (...) de palidez legendaria, de ojos dementes, de cabellos del color suntuoso de los cuervos.” (Pizarnik, 1993:373). Al tratamiento que reciben estas prácticas en el texto no puede objetarse la carencia de un principio organizador, que de algún modo confiere un sentido, ya sea en el interior del texto, ya sea en su construcción externa, este es un valor estético fundamental. A partir del lenguaje poético se describen los horrores de la tortura; del mismo modo que la condesa Báthory halla la justificación última de sus crímenes en la búsqueda de la eterna belleza, de una juventud perpetua. Sin embargo, la aberración se sucede y se articula en un doble alcance, donde se encuentra la pretensión antinatural de la belleza imperecedera, pero más aún (y como consecuencia de este gesto desviado) la adopción del crimen, el ritual de la sangre que busca contagiar su lozanía a la condesa. Todo este universo sombrío y despiadado que tiene en Erzébet Báthory a su pilar estructural, se rige por este afán estético que llega a desbordar lo normalizado, lo legislado, lo establecido y legitimado por la tradición. El espacio del horror Una de las primeras manifestaciones de la articulación de un orden diferente se encuentra en la delimitación de un espacio específico. Lo que equivale decir que el universo de La condesa sangrienta se cierra sobre sí mismo, designando un territorio, un campo de acción donde le expresión del mal se hace tangible. El castillo de Csejthe da cuenta de esta territorialidad del espacio dispuesto para la transgresión; el cual deja de ser una mera alusión arquitectónica para convertirse en un agente del sometimiento. Resulta interesante señalar que esta concepción del espacio cerrado es muy similar a la representada en los textos del Marqués de Sade, donde necesaria y deliberadamente el crimen se desarrolla con las certezas de la impunidad. En más de una oportunidad resulta necesario releer el texto a la luz del discurso sadiano, buscando en él los indicios y el inicio de una escritura cuya finalidad es, justamente, la experiencia del límite. En este caso particular, la clausura del espacio se ordena, en última instancia, como una garantía para el desenfreno del crimen; en su disposición se juega gran parte del sentido transgresor de los actos. Los argumentos que produce Blanchot en su teorización sobre el Marques, bien pueden ser productivos en contraste al texto de Pizarnik: “Sade ha formulado de diez maneras la idea de que los más grandes excesos del hombre exigían el secreto, la oscuridad del abismo, la soledad inviolable de una celda.” (Blanchot, 1967:18) En este sentido (y tono) se presenta el territorio de Csejthe; la descripción que se realiza del castillo no se diferencia de la imagen tradicional de este tipo de construcciones: “Castillo de piedras grises, escasas ventanas, torres cuadradas, laberintos subterráneos, castillo emplazado en la colina de rocas, de hierbas ralas y secas.” (Pizarnik, 1993:389). Sin embargo, se produce una resignificación de este escenario, la cual ordena y justifica la naturaleza del mismo: “...castillo que Erzébet Báthory amaba por su funesta soledad de muros que ahogaban todo grito.” (Pizarnik, 1993:389). De este modo, surge una dimensión particular del espacio privado donde se desplaza toda visión de inocencia y cotidianeidad, construyendo una nueva realidad del hogar que surge como el escenario donde se realizan los deseos de perversión y crimen. Pero necesariamente estas prácticas del horror deben esconderse detrás de las paredes de piedra, ya que su misma naturaleza, contraria a todo orden racional le impiden establecer una relación con el mundo exterior. Para existir, el perverso debe recluirse; alejarse del espacio público, para desatar sus ímpetus más voraces debe resguardarse de aquella ley que se dispone a destruir: el horror existe sólo allí donde se deja toda esperanza, detrás de los muros de piedra de un castillo, en la oscuridad de un laberinto, en la profundidad de un bosque. De este modo, la noción espacial se carga de sentido; no como un mero escenario donde se sitúan los personajes del texto, sino como un plano particular que da forma y localiza los límites de este universo sombrío, cerrado hacia el exterior. Refiriéndose a la obra de Sade, Barthes señala que “... es el encierro lo que permite el sistema, es decir la imaginación.”(Barthes, 1976: 48); y justamente la máxima expresión de este espacio aislado, son los recintos ocultos, los calabozos y todo el mundo subterráneo que permite y acoge al crimen, pero que sobre todo, garantizan la impunidad. El secreto es de vital importancia, sólo a través de él una dama de la nobleza puede conservar los honores y dignidades que le serían despojas ante la transgresión de toda norma. Por ello, es necesario conservar esas líneas que constituyen el dominio de la condesa, donde puede imponer su voluntad sin los obstáculos que la sociedad impone. De haberlo querido, hubiera podido realizar su “gran obra” a la luz del día y diezmar muchachas al sol, pero le fascinaban las tinieblas del laberinto que tan bien se acordaban a su terrible erotismo de piedra, de nieve y de murallas. Amaba el laberinto, que significa el lugar típico donde tenemos miedo; el viscoso, el inseguro espacio de la desprotección y del extraviarse. (Pizarnik, 1993:389) El texto remarca la elección de este espacio a través del cual se despliega toda una construcción de referencias espaciales cargadas de sentido; un sistema que habilita la imaginación como lo llama Barthes. El fragmento citado permite exhibir a simple vista en la superficie textual, una serie de asociaciones que configuran el espacio del horror como un recinto particular, con sus coordenadas propias, y fundamentalmente con una ley negativa frente al espacio público regido por una moral y una ley a la cual se opone. Evidentemente, este espacio privado del horror es la cara oculta de una vida social regida por los parámetros morales de la tradición occidental, oponiéndose a él diametralmente. Pero aquello resaltado por la cita es la elección deliberada; el amor por el laberinto, que la condesa Báthory exhibe, no es más que un signo de esa voluntad desviada, es decir, dirigida a la transgresión y a la experiencia del margen. Se entiende que este margen no sólo representa una posición social (problemática por cierto, ya que el poder que detenta la condesa es condición fundamental para las prácticas que se describen; al tiempo que dichas actividades la desplazan del centro para ubicarla en las orillas de la nobleza), sino una marginación integral que incluye aspectos morales, legales y religiosos. Se produce entonces una acción que dista de ser una mera contingencia, el castillo y sus laberintos subterráneos son presentados como “el lugar típico donde tenemos miedo”, y en esta sentencia se articula gran parte del gesto transgresor que el texto construye. Bien podría pensarse que La condesa sangrienta trabaja sobre la tipicidad del horror, realizando un acercamiento minucioso hacia él, sin abandonar la continua preocupación estética. Lo típico del miedo es justamente la falta de toda certidumbre y cotidianeidad, aquella experiencia que enfrenta al sujeto con lo desconocido construyendo el “inseguro espacio de la desprotección y del extraviarse”. El texto de Pizarnik adquiere mayor profundidad al habilitar este espacio del horror en el lenguaje, proponiéndose como una producción literaria que se escapa constantemente por su carácter fragmentario, constituyendo una superficie que dispone el extravío de la palabra, y en última instancia, de la lectura. Entre la relación del espacio y el poder se generan una serie de tensiones que el texto representa y problematiza. Si el castillo de Csejthe se constituye en un recinto capaz de alojar todo un sistema que se configura a partir del dominio soberano y absoluto de la condesa, creando así lo que se ha denominado el espacio del horror (con reminiscencias del locus horrendus concebido por los románticos), la naturaleza del ejercicio de la perversión yace en la detentación de un poder garantizado por su estatuto nobiliario, pero respaldado por el límite que ese mismo poder se impone. Un límite territorial que concentra en el espacio cerrado un mecanismo autónomo, cuyo funcionamiento se ordena en torno a la condesa. Los crímenes, las torturas y los rituales sangrientos se presentan como las prácticas típicas del horror cotidiano de Csejthe, pero sólo encuentran su sentido al resguardo de un afuera inexorable gobernado por la ley y la moral. Erzébet Báthory es un signo (de valor negativo en relación con la cultura occidental) que se inserta en el texto como eje de él, pero tal condición es el resultado de todo esa maquina de horror que constituye su funcionamiento dentro de los terrenos de Csejthe (dentro del espacio creado por el leguaje para dar cuenta de ella). La experiencia de la perversión es un complejo entramado situado espacialmente, y organizado por un poder asociado a la disposición territorial. Inmediatamente surge en este espacio el deseo perverso de la condesa como nuevo rector de la ley, proponiendo un nuevo sentido a las conexiones dentro de este territorio, como ya se ha señalado, un espacio del horror. Allí se encuentra el asesinato y el desprecio por la vida, organizados sistemáticamente; el signo cultural se destruye completamente en este espacio cerrado sin otra ley que la voluntad y el deseo de Erzébet. El hermetismo que confiere a Csejthe un velo siniestro es, al mismo tiempo, el garante de esta máquina del horror. Cuando el texto señala que: “la condesa adhería a un estilo de torturar monótonamente clásico...” (Pizarnik, 1993:378) se introduce la idea de una práctica cotidiana, rutinaria, que se efectúa sin preocuparse por represalias ya que, en el perfecto universo del castillo Báthory, la tortura y la muerte no son más que los rituales de una existencia autónoma sumida en el crimen. El texto resalta el inquietante hecho de que, el funcionamiento de este espacio, (y también de la escritura que da cuenta de él) sólo se comprende a partir de la transgresión continua y sostenida de toda ley, vida o práctica legitimada en el seno de la vida social. Se traza entonces un límite para la experiencia de la transgresión, circunscribiendo en una porción particular de espacio las manifestaciones del deseo perverso. El castillo se presenta en el texto como el signo que efectúa y hace posible la destrucción de toda norma, regla o ley; es la forma más acabada de un espacio transformado desde lo inerte de la piedra para cargarlo de sentido. Las prácticas del horror serán las manifestaciones particulares de este espacio; la tortura y la muerte constituyen los actos en los que se efectúa la voluntad de transgresión, el deseo perverso, de un crimen que no cesa al resguardo del castillo. Los límites del espacio del horror son líneas (o muros) perfectamente señaladas por el texto; y es dentro de ese espacio donde se gesta el advenimiento del mal como una fuerza que excede a la razón. Tal vez por ello la sentencia del palatino sea tan significativa: “La condesa, sin negar las acusaciones de Thurzó, declaró que todo aquello era su derecho de mujer noble y de alto rango. A lo que respondió el palatino: ...te condeno a prisión perpetua dentro de tu castillo.” (Pizarnik, 1993:390) El mal no puede ser suprimido, por lo tanto, se lo encierra, se lo recluye, buscando borrar su existencia, aún cuando ésta sea una empresa destinada al fracaso. Las prácticas del horror Uno de los problemas desde los cuales se construye el texto es la articulación de un lenguaje que da cuenta del crimen, ahondando en su complejidad, realizando descripciones minuciosas y, en definitiva, produciendo una escritura que sin dejar de ser un hecho estético centra su atención en las prácticas del horror. Los rituales de muerte y las torturas se configuran como episodios fundamentales en el texto, no solamente por permitir una reconstrucción del retrato de la condesa (punto que se abordará más adelante con profundidad), sino por el detenimiento mismo de la escritura. El detalle del suplicio se presenta como un signo ambivalente, que parte como una referencia necesariamente aberrante por su misma naturaleza, pero que se transforma en el texto como núcleo del discurso literario, esto es, como un dispositivo cargado de valor estético. Entre los fragmentos de prosa que componen el texto se encuentran algunos dedicados específicamente a la descripción de estas prácticas, torturas y muertes extravagantes que surgen como episodios privilegiados dentro de la escritura. Este punto es fundamental, ya que a partir del lenguaje poético se produce un acercamiento a la perversión más absoluta; perpetrando una y otra vez el crimen que deshumaniza tanto a la víctima como el victimario. … en la sala de torturas, Dorkó se aplicaba a cortar venas y arterias; la sangre era recogida en vasijas y, cuando las dadoras ya estaban exangües, Dorkó vertía el rojo y tibio líquido sobre el cuerpo de la condesa que esperaba tan tranquila, tan blanca, tan erguida, tan silenciosa.” (Pizarnik, 1993:388) El fragmento citado permite reconocer el valor otorgado al asesinato como ritual estrictamente pautado, donde la presencia del método no hace sino acrecentar el horror de los baños de sangre de la condesa. El lenguaje poético se sumerge por completo en las más atroces prácticas sádicas, sin tabúes, dando acabada muestra de una dimensión oscura de la poesía: la belleza que se inscribe en el texto, no difiere demasiado de aquella que persigue Erzébet Báthory en sus matanzas, en un sentido absoluto del término. Todo este procedimiento discursivo donde la palabra poética se apropia del horror, que se involucra directamente con el cuerpo lacerado y mutilado, dejando de lado cualquier dejo maravilloso, fantasía o ensueño, se halla en todo el texto. Pero se evidencian con mayor precisión en los fragmentos que se detienen en el suplicio, y hacen de él su materia poética. La virgen de hierro, Muerte por agua, La jaula mortal y Torturas clásicas, dan cuenta de un orden perverso, introduciendo el mal en el texto. Esta representación de lo que se ha denominado en términos generales mal, asociado a la concepción judeocristiana de aquél, y que plantea una imposibilidad para la filosofía de acercarse conceptualmente a esta formación problemática, es abordada por ciertos discursos literarios como un mecanismo fundamental. La condesa sangrienta se introduce en esta tendencia, que bien puede encontrar a uno de sus principales exponentes en el Marques de Sade. El sadismo se presenta como un impulso sin otro sentido que el exceso, alentado hacia la apropiación de materiales oscuros que involucran aspectos criminales, sexuales e inclusive teológicos. Sade propone narrar lo inenarrable, y en este sentido, su escritura es el inicio de una literatura en la experiencia del límite. Frente a esta barrera cuya demarcación se halla impuesta por los preceptos morales de la tradición, el discurso de Sade consuma una afirmación de lo negado; el mal se convierte en una materialidad conceptualmente densa que se presenta como una realidad natural: (...) que no se asuste, pues, que no se detenga aquel cuya alma es llevada al mal; que lo cometa sin temor, en el momento en que sienta la impulsión de hacerlo, sólo resistiéndolo ofenderá a la Naturaleza. (Sade, 2003:64) Este fragmento ejemplifica claramente la disposición del sadismo hacia el mal. En las palabras que Corazón de Hierro dirige a Justine se implica la condición impulsiva y la aceptación de la moral perversa. En ciertos episodios del texto de Pizarnik se encuentra justamente esta inclinación hacia una práctica moralmente desviada, y por lo tanto designada como una expresión del horror producido ante el estallido de los impulsos del universo negado y marginado, esto es, la recreación del mal que se inserta en el discurso como materia de él mismo. La descripción de los diferentes tipos de suplicios presenta un problema interesante cuando se indaga acerca del funcionamiento de cada uno de estos episodios en particular, y de la constitución de un esquema general en su unión. Ya se ha mencionado que los fragmentos de La condesa sangrienta se ordenan de modo autónomo para constituir el texto con una forma in - orgánica. Las torturas y asesinatos extravagantes que organizan este universo inicuo donde el crimen y el exceso definen la existencia del espacio y de los sujetos que en él se insertan, son las representaciones que introducen lo aberrante en el discurso. Estas prácticas dan forma, en un sentido general, a la maquina del horror, efectuando en cada uno de estos fragmentos los rituales que el texto articula para acercarse a la experiencia aterradora del tormento. En La virgen de hierro puede encontrarse uno de los problemas subyacentes en todo el texto, ya que el objeto mismo utilizado para el asesinato se presenta de modo ambivalente. Había en Nuremberg un famoso autómata llamado ``la Virgen de Hierro´´. La condesa Báthory adquirió una réplica para la sala de torturas de su castillo de Csejthe. Esta dama metálica era del tamaño y del color de la criatura humana. (Pizarnik, 1993:375) El valor de este signo es múltiple: mujer- autómata- instrumento del crimen. Se constituye como una presencia extraña cuya utilidad no es otra que la efectuación de la muerte, sin embargo esta virgen se describe superficialmente como arquetipo estético femenino: “ Desnuda, maquillada, enjoyada, con rubios cabellos que llegaban al suelo…” (Pizarnik, 1993:375) La descripción de este mecanismo de tortura, permite concentrar en un signo particular la significación tal vez más importante del texto, y que sin dudas, lo atraviesa: la dualidad existente entre la belleza y lo siniestro. En Muerte por agua, la brevedad del fragmento permite evidenciar una cuidadosa elección discursiva. La prosa poética da forma a un episodio en modo muy sucinto, pero dejando en claro la potencia descriptiva del lenguaje estético. La condesa impone su voluntad, ubicándose como la cabeza de toda esa máquina dedicada a la tortura. Los sirvientes obedecen impasibles y la víctima (parte del séquito) no posee esperanzas, sino que se somete ante el sadismo de sus verdugos. Todo configura una escena, una imagen cuyo punto culmine es la estatua de hielo formada por el cadáver de la joven. Una metáfora tal vez, del instante de la muerte congelado en el tiempo, una marca de la perpetua perversión de la condesa: “Le arrojan más agua y ya se queda, para siempre de pie, erguida, muerta.” (Pizarnikk 376) Se presenta la experiencia del suplicio como parte de una secuencia perfectamente organizada, una salida para el hastío que aqueja a la señora de Ceshje. El texto de Pizarnik articula este pasaje dentro de una secuencia mayor, donde las muertes serán las formas de una manifestación rutinaria. En cambio, la particularidad de la muerte por agua se presenta como una forma de extrañar el mismo ritual siniestro. Es decir crear, una diferencia dentro de la muerte, un artefacto que produzca teatralidad, un espectáculo con una sola espectadora: “La condesa contempla desde el interior de la carroza” (Pizarnik: 376). Paulatinamente, en las descripciones de las diversas torturas llevadas a cabo, se configura un elemento fundamental que actúa como un signo central del diagrama poético. La sangre, que no es simplemente una evocación de los excesos y los asesinatos, sino una representación acabada de la condesa y de sus afanes de eterna juventud. Es en última instancia, el sema lingüístico - palabra poética, más representativo de la experiencia del crimen, a partir de la cual el sujeto abandona las seguridades de lo racional y moralmente valido, para construir un espacio de transgresión autónomo (y negativo). En este punto tal vez sea pertinente una pequeña digresión que tiene como finalidad aportar una referencia básica que debe ser tenida en cuenta, sobre todo cuando se presenta a un sujeto extraño en la construcción del entramado textual, como lo es la condesa, el cual parece situarse en los márgenes (o en las antípodas) de los contratos morales, ya sean modernos o antiguos. Lo interesante, es señalar cómo la configuración subjetiva que el texto realiza de Erzébet Báthory destruye toda aproximación a la normalidad, transformándola en un ser despiadado, más cerca del lobo que de la humanidad. Por eso la sangre, adquiere un importante significado, no sólo poético sino cultural, como emblema de la transgresión. “Corría este rumor: desde la llegada Darvulia, la condesa para preservar su lozanía, tomaba baños de sangre humana. En efecto, Darvulia, como buena hechicera, creía en los poderes reconstitutivos del “fluido humano”. (Pizarnik, 1993: 388) Por ello, la centralidad de este signo es fundamental, y tal vez el sentido otorgado a él puede rastrearse como muy antiguo: Si un hombre de Israel o de los forasteros que viven en medio de ustedes come cualquier clase de sangre, lo aborreceré y lo exterminaré. Porque la vida del ser mortal está en su sangre, y yo les di la sangre como un medio para rescatar su propia vida, cuando la ofrecen en el altar; pues la sangre ofrecida vale por la vida del que ofrece. (...) la sangre de todo ser viviente contiene su vida. Por eso mandé a los hijos de Israel: No comerán la sangre de ningún animal. El que la coma será eliminado. (Levítico 17. Pág. 188) Este pasaje permite realizar una lectura culturalmente más amplia en torno a los sacrificios y demás crímenes cometidos por Erzébet, la condesa sangrienta. A partir de estos indicios, es posible reconstruir una de las prohibiciones bíblicas que dan forma a la cultura. En estas coordenadas, la sangre se coloca como un símbolo acabado de un estado pre - cultural. Para el dios del antiguo testamento, alejarse de su mandato es romper una ley sagrada, cultural y que en última instancia distingue entre aquellos elegidos, los hijos de Israel y el resto de las naciones abandonadas a la idolatría. Evidentemente esta prohibición de beber sangre puede relacionarse con otros mandatos básicos de todo contrato formador de la cultura, como la prohibición del incesto. Ambas se establecen como momentos decisivos en los estadios de formación de la sociedad cultural, que en este caso se hallan sacralizadas a partir de la palabra divina. Por lo tanto, en dicho contexto, romper una de estas leyes esencialmente culturales, implica entrar en falta con el mismo dios. Naturalmente el texto de Pizarnik no entra en este tipo de precisiones, pero resulta interesante destacar cómo el texto poético captura en el artefacto estético la violación a una ley ancestral, y la transforma en un personaje casi atemporal. La literatura se ha encargado de diversos modos de dar forma a estos núcleos problemáticos del sujeto, que convive con una esencial escisión entre el impulso pre - cultural y la ley que sobre él se aplica. Como es el caso del texto abordado, el cual construye perfectamente el retrato de un sujeto en los límites de la cultura. Resulta interesante señalar las connotaciones que se desprenden desde el relato bíblico (cultural) y que se trasladan a las figuraciones literarias. La sangre es considerada como un elemento místico portador de la esencia de la vida, por lo cual beber la sangre de un animal equivale a apoderarse de esa vida, cuando en realidad el sacrificio debería tener como destinatario a la divinidad. Por esto, beber sangre para vivir, o para no envejecer, se constituye como una práctica culturalmente oscura (signada desde el inicio de la cultura judeocristiana), que el discurso literario ha registrado acabadamente: Pizarnik y Penrose en su construcción de La condesa sangrienta; William Polidori en El vampiro, Bram Stoker en Drácula, por nombrar algunos autores de una corriente literaria asociada al vampirismo. Si bien cada uno de estos textos surge y genera sus sentidos en modo diverso, resulta interesante señalar cómo la narrativa romántica y gótica se ha apropiado de este tabú cultural, y ha dado forma a un tópico literario que se ha difundido ampliamente. Sin dudas, el texto de Pizarnik no puede encasillarse dentro de este tipo de literatura, ya que se constituye como un híbrido complejo, pero al mismo tiempo, existen ciertas características que asocian los textos y los personajes que en ellos se configuran. De trazar un paralelismo, las figuras de Drácula y Erzébet Báthory encuentran algunos puntos en común que destacar. Más allá de la irrupción en el mundo de lo prohibido, la búsqueda de la inmortalidad a cualquier precio, el crimen y la pertenencia al estado feudal de Europa del este; estos personajes adquieren su mayor profundidad por encarnar las potencias reprimidas de la cultura. En ellos es posible representar la unión entre el Eros y el Tánatos freudiano, el cual se hace explícito a través del artífico literario. Vemos en sus actos la constate reminiscencia de la pulsión de muerte; lo siniestro de estas subjetividades, se halla justamente en dar forma a aquellos impulsos que la cultura, la religión, y la conciencia han desplazado y reprimido. Pero al mismo tiempo, ambos personajes se encuentran en una situación extraña, entre la ficción y la realidad, lo cual refuerza el extrañamiento y el horror que la literatura figura entorno a los suplicios perpetrados en el castillo de Csejthe, o en la oscura vida de Vlad, el empalador. En este punto resulta interesante señalar los aportes realizados por Julia Kristeva en su trabajo Poderes de la perversión, al abordar el problema de lo abyecto, refiriéndose particularmente a las imposiciones, reglamentaciones y mandatos que se despliegan desde el texto bíblico, dando forma, en última instancia, a una serie de normas culturales. Por ello, al distinguir entre lo puro y lo impuro, el texto sagrado traza una serie de antagonismos que perduran en la vida social de la cultura judeocristiana, constituyendo un hipotexto fundamental en ciertos escritos literarios. Un ejemplo de ello, es sin dudas, la figuración que los románticos del XIX realizan de Satán como orgulloso ángel caído exaltado en su rebeldía; no es posible considerar la dimensión trasgresora de este gesto sin poseer una acabada conciencia de la tradición bíblica. Lo mismo sucede con otras figuraciones literarias, como el vampiro; en este caso, La condesa sangrienta actúa sobre los mismos textos culturales, transgrediéndolos y dando forma a una aberración estéticamente concebida. En este sentido, Kristeva señala: Si nos atenemos al valor semántico de estas oposiciones, las agruparemos en tres grandes categorías de abominación: 1) los tabúes alimentarios; 2) la alteración corporal y su apogeo, la muerte; 3) el cuerpo femenino y el incesto. Topo - lógicamente, estas variantes corresponden a la admisibilidad o no en un lugar, el lugar santo del Templo. Lógicamente, se trata de la conformidad a una Ley, Ley de pureza o Ley de santidad, tal como en particular la resume el Levítico 11 - 16 y 17 -26. (Kristeva, 1988: 125) La sistematización realizada por Kristeva permite dar cuenta de la complejidad que adquiere la trasgresión en el texto de Pizarnik, ya que el rastreo de la tradición permite encauzar los actos de la condesa dentro de una lógica abyecta o abominable, en los términos de Kristeva. Sin dudas, la impureza bíblica señalada por la crítica francesa se despliega en diversos órdenes; lo interesante es observar, cómo a partir del retrato que se realiza en la escritura, Erzébet Báthory se presenta en radical oposición a cada uno de las categorías de abominación descriptas en el fragmento citado. El primeo de estos puntos, el llamado tabú alimentario, se relaciona estrictamente con la configuración de las prácticas sádicas de la condesa y especialmente con el papel de la sangre como símbolo de esta trasgresión. Ya se ha señalado que la prohibición de beber sangre se realiza en modo explicito en el antiguo testamento; por ello, los baños de sangre de la señora de Ceshje se ordenan dentro de este tipo de prácticas necesariamente impuras, opuestas al mandato divino y cercanas a lo que la literatura difundió con el nombre de vampirismo. La segunda categoría de abominación señalada por Kristeva, se halla en estricta relación con la primera, es decir, en la figuración de la condesa una es causa de la otra: la sangre tiene como fin la alteración del cuerpo de Erzébet, el mantenimiento de su belleza y lozanía. En última instancia, la muerte de la jóvenes víctimas se propone como un sacrificio que aleja los signos de la vejez y por lo tanto, de la cercanía de la muerte en la figura de la condesa Báthory. La muerte de unas da origen a la belleza de otras, y así se establece la rutina del crimen detrás de los muros del castillo. Finalmente, la tercera categoría referida al cuerpo femenino, es tal vez la que más se ajusta al texto, ya que sin dudas, el escrito de Pizarnik habla de una mujer que ejerce su dominio (perverso) sobre otras. De este modo, el cuerpo se convierte en un eje central de significaciones, y es necesariamente en la mujer donde cae el peso de la trasgresión, arrastrada desde el relato bíblico, señalado por Kristeva. La construcción de un referente tan lejano, como lo son los libros del antiguo testamento, permite trazar las coordenadas de la trasgresión. Implicando una dimensión lejana pero sin dudas presente en la producción y en la lectura de La condesa sangrienta. Al dar cuenta de lo abyecto en relación con el discurso bíblico Kristeva habilita la posibilidad de una lectura cultural. En contraste, y siguiendo por oposición una línea que el mismo texto sagrado delimita, las prácticas llevadas a cabo por el personaje de la condesa, trascienden en cierto sentido el mero sadismo, convirtiéndose en una figura problemática, en claro antagonismo con la Ley moral y religiosa, una subjetividad que halla su sentido en las sobras de la cultura. De este modo, las abominaciones sintetizadas por Kristeva en un sentido topo - lógico (la impureza que inhabilita al sujeto para entrar al Templo) y en sentido lógico (en relación con la Ley que se desprende del mandato divino), conviven en la figuración textual de Pizarnik. Como se ha señalado anteriormente, y siguiendo con el análisis topo - lógico, el castillo de Ceshje se presenta como el espacio que habilita la imposición de estas abominaciones, en sentido opuesto al espacio público. Por esto mismo, el espacio genera su propia Ley; el texto deja asentado que en el imperio de Erzébet Báthory la Ley se halla sujeta a los parámetros de la transgresión y el sadismo, cuyo signo más acabado es la sangre. La cual, como elemento que define desde el inicio a la condesa puede revelar el sentido que culturalmente subyace en las prácticas aberrantes descriptas en el texto. Más allá de la lógica tradicional se habilita un terreno oscuro, opuesto a la Ley, que ejerce y configura una práctica concreta. El gesto aberrante subyace a la constitución legítima del crimen en torno a la figura de la condesa, en su voluntad trasgresora y perversa, radicalmente opuesta a las escrituras divinas (culturalmente canonizadas). El poder se demuestra relativo al espacio, y en el universo gobernado por la condesa sangrienta, los tabúes y mandamientos se destruyen: el sujeto se impone y junto a él, su perversión, ya que no hay posibilidad para que emerja una ley reprimiendo sus impulsos y deseos. La abominación bíblica, de la cual habla Kristeva, puede dar cuenta de las prácticas exhibidas en el texto de Pizarnik en la disolución del orden establecido, para dar forma a lo que la sociedad denomina crimen. Por esto, la idea de impureza que se desprende desde el texto bíblico se re significa en relación a Erzébet Báthory. La sangre es la marca indeleble de un orden diametralmente opuesto a la moralidad, a la ley y a la religión, estableciendo una lógica casi irrepresentable para el pensamiento y el arte occidentales: En la situación pos - diluviana, esta distinción (animal/vegetal) se reproduce bajo la forma de la oposición carne / sangre. Por un lado, la carne exangüe (destinada al hombre), y por el otro, la sangre (destinada a Dios). La sangre que marca lo impuro retoma el sema ´´animal´´ de la oposición precedente y recoge la tendencia al asesinato de la que el hombre debe purgarse. Pero este elemento vital que es la sangre, se refiere también a las mujeres, a la fertilidad, a la promesa de fecundación. Entonces se convierte en una encrucijada semántica fascinante, lugar propicio para la abyección, donde convergen muerte y femineidad, asesinato y procreación, extinción de la vida y vitalidad” (Kristeva, 1988: 129-130) Precisamente en esa encrucijada semántica es posible encontrar la productividad del texto de Pizarnik, construyendo poesía desde el límite, entendiendo a éste como una experiencia compleja que involucra un replanteamiento de los presupuestos morales, religiosos y fundamentalmente, estéticos. La práctica escrituraria de la poeta es el resultado de un acercamiento a lo abyecto, personificado, pero sin embargo, presente en todo el texto a través de diversos índices. Uno de ellos es la sangre, como manifestación y síntesis de los excesos vinculados al crimen y a la perversión sádica. Otro, no menos importante es la presentación de una figura femenina volcada hacia impulsos y deseos primordiales cómo el asesinato y el desenfreno sexual. La mujer se convierte en la representación de un mundo oculto, resguardado en la oscuridad del castillo, y absolutamente opuesto a la Ley de los hombres. Será el palatino Thurzó, como representante del poder público medieval (necesariamente masculino), quien castigará los excesos de la condesa. La mujer crea su universo, opuesto al espacio de legal del hombre, y desde él provoca un nuevo orden, o tal vez la extinción de todos los órdenes. El sujeto del horror Los rituales llevados a cabo por la condesa Báthory no sólo representan el lado siniestro de la cultura, sino del sujeto mismo que se gesta en ella. Las torturas en general y la descripción detallada de cada una de ellas constituyen el ámbito de esa maquina del crimen instalada en las mazmorras de Csejthe. Cada uno de estos ritos actualiza esa dimensión oscura de la subjetividad, que se oculta detrás de los muros de piedra para dar rienda suelta a su aberración. Este es precisamente el elemento central; la paradoja que el texto de Pizarnik encuentra y hace explícito: la belleza y su contemplación se hallan solamente a un paso del crimen más desenfrenado, y posiblemente, el acto más aberrante encierra en sí mismo una lógica estética que cautiva al observador. No es posible racionalizar esta fascinación por lo horrendo, sino a partir de un pensamiento que de cuenta de esa lógica siniestra. La pulsión de muerte descripta por Freud en el plano psíquico (desde el paradigma psicoanalítico) permite dar cuenta de los instintos oscuros y ambiguos del sujeto, y por lo tanto, de toda la cultura que sobre él se genera. Las leyes divinas trazadas en el Antiguo Testamento muestran la cara luminosa del sujeto, el cual se articula en tanto expresión de un orden y de una Ley. La prohibición de beber sangre es una de esos mandatos formadores de un contrato, en este caso, entre el hombre y dios. Sin embrago, el sujeto no puede entenderse simplemente como una entidad homogénea, y por ello los hechos descriptos en La condesa sangrienta cautivan: representan el otro lado de la cultura, la cara oscura del sujeto. El sadismo puede presentarse como una de las formas que adoptan estas figuraciones oscuras de la subjetividad, como un paradigma aglutinador de sentidos; un eje que atraviesa el texto a partir de su propia lógica. Entender la subjetividad de la condesa a partir de estas características, permite ubicarla como sujeto participe de un arquetipo, que bien podría identificarse con el del perverso. Pero esta necesaria nominación debe adquirir la densidad de sentido que posee en Sade, y no una mera desviación sexual o conductual. El ser perverso de estos sujetos, arrojados hacia las vivencias del límite, implica la conciencia de una ruptura absoluta para con la Ley. El vacío existencial que experimenta la condesa es, en gran medida, producto de su descentramiento, ya que la ruptura constante y sistemática de toda ley, construye un terreno sinuoso desde el cual se representa a un sujeto en crisis, ajeno a sí mismo, abandonado a la destrucción y al crimen. Por ello, Blanchot se refiere a la experiencia del perverso sadiano como un encuentro con la nada. Ya que la individualidad del mismo, (ex - centricidad provocada por la experiencia límite) lo colocan en una posición particular frente al mundo entorno: “... el mundo por donde avanza el Único es un desierto; los seres que encuentra son menos que cosas, menos que sombras, y, atormentándolos, destruyéndolos, no se apodera de sus vidas, sino antes bien verifica su nada; de lo que se hace dueño y de lo que extrae su mayor goce es de su inexistencia.” (Blanchot, 1967: 37) A lo largo del texto, se hace referencia en repetidas ocasiones a la actitud contemplativa de Erzébet Báthory: “La condesa, sentada en su trono, contempla.” Y esa contemplación tiene como objeto la delectación ante el crimen. Al mismo tiempo, se presentan dichos actos como puestas en escena con una única espectadora, dando forma al universo de la perversión demarcado por Sade y puesto en marcha en La condesa sangrienta, de modo que la figura descripta por Blanchot como el Único parece adecuarse a la figuración subjetiva creada por Pizarnik: Sentada en su trono, la condesa mira torturar y oye gritar. Sus viejas y horribles sirvientas son figuras silenciosas que traen fuego, cuchillos, agujas, atizadores; que torturan muchachas, que luego, las entierran. Como el atizador o los cuchillos, esas viejas son instrumentos de una posesión. Esta sombría ceremonia tiene una sola espectadora silenciosa. (Pizarnik, 1993: 373-374) La perversión se halla orientada hacia profundas cuestiones que exceden la índole sexual. El crimen, la tortura, el mal como forma de existencia, se presentan con una densidad específica, y aún más, con una estética propia. El trono desde el cual observa es la marca que distingue al Único, y evita confundirlo con el resto de los perversos. Por ello, el poder y sus mecanismos se unen al entramado del crimen. Por eso, es fundamental reconocer al discurso literario como una forma capaz de consolidar sentidos sobre este ámbito particular de la cultura, muchas veces oculto y reprimido por las mismas estructuras de poder que operan sobre los discursos. Los cuales, producen sus significaciones a partir de impulsos incomprensibles, y muchas veces aberrantes. Ya se ha ahondado someramente en el importante papel que juega la producción del Marqués de Sade en esta construcción discursiva. Así lo señala Mario Praz, reconociendo en el Marqués la primera articulación de este impulso desconocido para el pensamiento occidental. ...no hizo más que dar un nombre a un impulso que existe en cada hombre, un impulso misterioso como las mismas fuerzas de vida y de muerte con las que está inextricablemente unido. (Mario Praz, 1999:17) Sin embargo, en su obra, la dimensión estrictamente estética, sea halla relegada a las problematizaciones de orden filosófico e inclusive, los excesos de los que habla Sade se traducen en una escritura que provoca en el lector un desasosiego constante y hasta repulsión. Por ello, resulta difícil hablar de un proceso de creación estético en la obra sadiana. Esta tendencia u orientación hacia el mal alcanzó en el siglo XIX su configuración estética. A lo largo de todo el periodo Romántico, el problema de la perversión será central en sus producciones; el mal como cara oscura del sujeto aflora y se exhibe con ampulosidad. Lo interesante es señalar como estos instintos reprimidos por los discursos culturales se imponen como marcas de una figuración subjetiva particular, como lo es el personaje romántico. La configuración de este arquetipo pervive y trasciende el paradigma del Romanticismo y es posible considerar que ciertos problemas y tópicos adquieren significancia desde su perspectiva. La perversión será considerada desde una mirada particular, novedosa, que articula la conciencia del mal o de la locura, es decir, del elemento marcado negativamente por el campo cultural; pero que al mismo tiempo se presenta como inevitablemente atractivo, deseable más allá de las normas pautadas por la tradición. Un ejemplo de esta atracción se encuentra en la obra de Edgar Allan Poe, quien en su cuento El demonio de la perversidad realiza un detallado análisis desde la perspectiva literaria de los oscuros impulsos del sujeto. No estoy más seguro de que respiro que de la convicción de que el mal o error de cualquier acción es frecuentemente una inconquistable tendencia que nos impulsa y sólo a realizarlo. Esta irresistible tendencia a hacer el mal por el mal no admite análisis o resolución alguna en ulteriores elementos. Es un impulso elementalmente radical y primitivo. (Poe, 1977: 745) En la naturaleza no hay pasión tan diabólicamente terrible como la del hombre que, temblando al borde del abismo, piensa arrojarse en él. El permitir por un momento que el pensamiento se adueñe de nosotros es estar inevitablemente perdidos, porque la razón nos lo prohíbe, aunque precisamente por eso no podamos evitarlo. (Poe, 1977: 747-748) La escritura de Poe revela alguna de las claves que tiempo después sistematizará el discurso psicoanalítico, al descubrir un impulso calificado como radical, primitivo, demoniaco, como un precipitarse hacia una profundidad desconocida, pero no por ello ausente en la interioridad del sujeto. La escritura de Pizarnik en La condesa sangrienta¸ habla sobre esa misma experiencia subjetiva, naturalmente alejada de la estética romántica en el tiempo, pero mediatizada por una misma preocupación, es decir, el hallazgo de la belleza del mal, así como los surrealistas lo hicieron con la tradición del XIX. La escritura se presenta como un vehículo capaz de actualizar la experiencia abyecta de esa subjetividad entregada al exceso, no comprenderla, sino retratarla en su complejidad, la cual se genera a partir del artificio literario. Por ello, la figuración creada a partir del discurso da cuenta de una experiencia única, aterradora, de un sujeto en crisis; donde la categoría misma parece tambalear al referirse a Erzébet Báthory. Uno de los rasgos con los que se describe a la condesa en tanto subjetividad perturbada es la melancolía. Este sentimiento, de profunda raíz poética se presenta como un síntoma de la condesa; una enfermedad que provoca la alteración del orden. Si bien no se trata de explicar a esta siniestra figura, es preciso detenerse en el hecho de que padecía el mal del siglo XVI: la melancolía. Un color invariable rige al melancólico: su interior es un espacio de color de luto; nada pasa allí, nadie pasa. (…) Pero por un instante - sea por una música salvaje, o por alguna droga, o el acto sexual en su máxima violencia -, el ritmo lentísimo del melancólico no sólo llega a acordarse con el del mundo externo, sino que lo sobre pasa con una desmesura indeciblemente dichosa; y el yo vibra animado por energías delirantes. (Pizarnik, 1993: 384-385) En este fragmento, es posible reconocer como el mal de la melancolía adquiere una doble significancia, es decir, un dualismo fundamental que hace oscilar al sujeto entre el decaimiento, la tristeza del tiempo que trascurre lentamente, y una feroz exaltación de los sentidos que hace vibrar al yo, al menos por unos instantes y en circunstancias particulares. El melancólico se halla presa de un dualismo que no puede resolver: es un sujeto en crisis que experimenta el límite en sí mismo. En el caso particular de Erzébet, el desenfreno que quiebra la monótona existencia de los días se halla orientado hacia las más perversas acciones. El crimen se convierte en una forma de vida, se incorpora como una parte fundamental en la constitución de este sujeto Único, en el sentido que Blanchot le otorga al perverso. Y en la conformación de esta subjetividad, la melancolía se presenta como uno más de los estados que atraviesa el perverso; la inacción que conduce al hastío existencial y provoca luego las energías delirantes. Como el texto advierte, el sujeto debe atravesar una encrucijada que lo conduce desde el vacío existencial hacia el horror más absoluto. Pero justamente, el quiebre y la particularidad del perverso radica en las consecuencias de esa angustia; generada como una experiencia de la interioridad, estallada en una afirmación del crimen. Esto provoca una paradoja esencial, ya que, si bien es posible considerar al melancólico dentro de los parámetros de la normalidad, el resultado de esa angustia se propone ajena a toda representación, ya sea filosófica, moral, estética, etc. Es un hecho que se escapa a la razón, al menos entendida desde una perspectiva tradicional; ya que el horror del crimen se genera como una respuesta al hastío del mundo. Dar cuenta de este fenómeno extraño cae en manos del discurso literario, entendiendo a éste como una forma abierta que recibe los materiales indeseables de los grandes discursos culturales (entendiendo que la Gran Literatura canonizada puede formar parte de este paradigma de la llamada normalidad). Los aspectos poetizados en La condesa sangrienta conmueven a la práctica literaria misma, justamente por presentar el retrato de un sujeto que, a partir de la angustia, deviene en monstruo, todo ello articulado por el artificio literario. En este sentido, es interesante el aporte de Bernard Sichère, quien ve en la literatura el medio de expresión para esa experiencia límite que tiene como protagonista al sujeto. La travesía por esa angustia y la inmersión en un paradigma irrepresentable para el pensamiento son algunas de las claves que el crítico desarrolla, las cuales permiten ahondar en la escritura de Pizarnik. Lo que escapa a la filosofía, pero que la literatura en cambio conoce muy bien, es el “momento de angustia”, ese momento que surge en el interior del sujeto ante la fuerza de maldición que mora en él, momento que también se impone a la frágil y temblorosa línea que separa el mundo humano y la “Cosa”, que separa al sujeto y lo indecible. (Sichère, 1996: 189) En La condesa sangrienta Pizarnik da cuenta de ese ámbito indecible a través de la palabra poética. El horror que se presenta con la más absoluta crudeza se impone en el lenguaje, aún cuando el mismo discurso se sabe limitado a la hora de dar cuenta de una experiencia que se halla por afuera de toda simbolización. El encuentro con la “Cosa” es la expresión de lo abyecto que se presenta en el discurso. Se trascienden los límites de lo moral y lo estético; de lo correcto y admisible, por ello, la filosofía, no puede capturar la naturaleza de este fenómeno, y leer las formas de un impulso, primitivo o diabólico, según los románticos, al cual el discurso psicoanalítico asociará a la pulsión de muerte y lo abyecto. Lo aberrante de este tipo de estéticas actualiza la posibilidad de considerar al arte como el medio, (tal vez el único) por el cual se concibe la existencia. El encuentro con lo real puede catalogarse en ocasiones, como un descubrimiento del horror. La poesía, y el arte en general, hacen posible que, mediante el artificio estético sea posible lanzar una mirada hacia las regiones más oscuras de la subjetividad[2] . Y de este modo comprender que, según las palabras de Sichère, “El mal está pues (...) en el negro corazón del sujeto.” (Sichère, 1996: 170) El arte revela en parte la naturaleza de ese mal, lo rodea, y crea a partir de él la obra. Lo interesante es destacar, siguiendo a Recalcati, como la presencia del caos se inscribe en la lógica del arte, en una dialéctica generadora de sentidos. Así, la distinción trazada por Roland Barthes entre los textos de placer y los textos de goce se actualizan nuevamente, ya que es en el goce de la perversión, la trasgresión y la experiencia de un sujeto en el límite donde se conforma la escritura de La condesa sangrienta. El texto llama la atención sobre esta presencia irrepresentable, que se hace metáfora para permitir el acercamiento. Porque si la palabra se articula sobre una base simbólica fundamental, sin embargo, los crímenes de Erzébet Báthory presentan al horror del caos desenfrenado, lo real en presencia. Tal vez por ello, la voz humana de la condesa, agente y sujeto de este mundo abyecto nunca se escucha, permanece en el silencio o lanza gritos incompresibles. La condesa permanece ajena a toda lógica simbólica. Durante sus crisis eróticas, escapaban de sus labios palabras procaces destinadas a las supliciadas. Imprecaciones soeces y gritos de loba eran sus formas expresivas mientras recorría, enardecida, el tenebroso recinto. Pero nada era más espantoso que su risa. (Resumo: el castillo medieval; la sala de torturas; las tiernas muchachas; las viejas y horrendas sirvientas; la hermosa alucinada riendo desde su maldito éxtasis provocado por el sufrimiento ajeno…) (Pizarnik, 1993: 379) Risas, gritos animalizados, insultos, o inclusive el silencio de la contemplación constituyen el lenguaje del horror, es decir, los signos de un discurso asociado con lo irrepresentable en el lenguaje. Lo interesante es destacar como la presencia de estos índices reemplaza la palabra, en tanto no se hallan ligados a un contenido lógico - referencial, sino que se presentan como las expresiones de un sujeto ajeno a dicho orden. Las personificaciones y comparaciones que se articulan a través del discurso poético circunscriben la particular subjetivad de la condesa. Por ello, la expresión gritos de lobo da cuenta desde el plano literario (semántico) la naturaleza despiadada, primitiva e instintiva de Erzébet. El fragmento citado se cierra con una reflexión en torno de la risa de la condesa. Una vez más, el signo de la perversión se introduce en la configuración del sujeto; ya que aquello que debería ser portador de un significado (risa como sinónimo de alegría, regocijo, etc.) deviene en la marca más representativa de la locura del crimen. Si bien, las teorizaciones de Bajtin hablan del doble signo de la risa carnavalesca, fenómeno en el cual convive el júbilo del carnaval junto con el mordaz recuerdo de la muerte; en este caso, la risa no puede interpretarse en dicho sentido. La imagen con la que se cierra el fragmento anula totalmente los aspectos positivos de la risa, convirtiéndose en un signo más del mal que se desata en el cuerpo de la condesa, en tanto sujeto entregado a la vivencia del límite. Aún más, a diferencia de la risa carnavalesca, la cual posee una dimensión social fundamental, la risa macabra del perverso es de naturaleza individual. Así como muchos de los perversos de Sade, la condesa sangrienta ríe; se presenta como sujeto sumergido en el exceso y disfruta de él. Ríe, desde el desafío que esta risa implica, no solamente hacia las victimas, sino hacia el orden que destruye en sus actos, al cual se enfrenta como subjetividad radicalmente opuesta al paradigma de lo moralmente aceptado. Su risa, la carcajada del éxtasis perverso, es otra de las marcas del sujeto descripto por Blanchot: “Ser Único, único en su genero, he ahí el signo de la soberanía…” (Blanchot, 1967: 34) La extraordinaria posición de la condesa como sujeto perverso, conduce a una figuración poética de la belleza entendida en términos paradójicos. La belleza femenina y su deseo de perennidad conducen a una nueva comparación que permita identificar la suerte de problemas que se inscriben en el texto. Si el acto sexual implica una suerte de muerte, Erzébet Báthory necesitaba de la muerte visible, elemental, grosera, para poder, a su vez, morir de esa muerte figurada que viene a ser el orgasmo. Pero, ¿quién es la Muerte? Es la Dama que asola y agosta cómo y dónde quiere. Sí, y además es una definición posible de la condesa Báthory. Nunca nadie no quiso de tal modo envejecer, esto es: morir. Por eso, tal vez, representaba y encarnaba la Muerte. Porque, ¿cómo ha de morir la Muerte? (Pizarnik, 1993: 380) En este sentido, la Muerte se convierte en una representación poética de la compleja encrucijada planteada por Pizarnik. Así como el sexo llevado al extremo se asemeja al desfallecimiento de la muerte, lo mismo sucede con la belleza perseguida por Erzébet. De este modo, en el límite de dichas experiencias los opuestos se unen y sale a la luz la cara oscura de una dialéctica casi irrepresentable. La muerte se transforma en un hecho estético; y he aquí la paradoja que descubre el texto. Es a partir de esta encrucijada que se produce el sentido de la escritura de Pizarnik. El retrato de Erzébet Báthory se vincula necesariamente con el descubrimiento de un sujeto otro, movido por pulsiones irracionales que lo conducen al crimen. La belleza se esgrime como un valor capaz de justificar los actos más aberrantes; por ello, la subjetividad, entendida desde el paradigma racional no puede dar cuenta de la dualidad que esta poesía hace manifiesta: el horror, el crimen y el caos de los excesos sexuales pueden convertirse en objetos estéticos capaces de cautivar al lector. El sujeto que los realiza debe concebirse entonces, a partir de una lógica ajena al orden de la razón abstracta; sumergido de lleno en la oscuridad de sus actos. La energía pulsional descripta por el psicoanálisis puede orientar la comprensión de este tipo de desenfrenos, los cuales se hallan articulados en la referencia hacia la condesa en la escritura de Pizarnik. En La condesa sangrienta se delinean los frágiles límites de la subjetividad, demostrando la impiedad de la libertad humana Ella no sintió miedo, no tembló nunca. Entonces, ninguna compasión ni emoción ni admiración por ella. Sólo un quedar en suspenso en el exceso del horror, una fascinación por un vestido blanco que se vuelve rojo, por la idea de un absoluto desgarramiento, por la evocación de un silencio constelado de gritos en donde todo es la imagen de una belleza inaceptable. Como Sade en sus escritos, como Gilles Rais en sus crímenes, la condesa Báthory alcanzó, más allá de todo límite, el último fondo del desenfreno. Ella es una prueba más de que la libertad absoluta de la criatura humana es horrible. (Pizarnik, 1993: 391) El texto se cierra desde un registro que aúna la literatura y la reflexión filosófica. Desde la filosofía, la libertad absoluta ejercida por la condesa y su consiguiente desenfreno, lanza una mirada hacia la naturaleza misma de la humanidad. El mal, como categoría, se trasforma en una dimensión misma del sujeto. Regir, gobernar, legislar ese mal, son tareas de la cultura en sus diversas esferas. Pero en la oscuridad del fuero interno, la criatura humana es horrible. Desde la perspectiva estrictamente literaria este dilema permanece irresuelto, ya que se propone una mirada que intenta captar la estética de lo terrible. Por lo tanto, el observador (lector), cae en la fascinación: de la autora hacia la condesa; de los lectores hacia la escritura. Fascinación que es una forma del silencio provocado por el acercamiento de la mirada hacia lo prohibido, lo siniestro, lo abyecto. Se hace presente una belleza inaceptable que se impone con la sangre de las victimas y con el artificio poético. El discurso literario se apropia de esa estética y la recrea. Exhibiéndola, muestra la dimensión estética del crimen más atroz… cometido en búsqueda de la eterna belleza. Palabra final El texto de Pizarnik se construye con la misma intensidad con al cual Erzébet Báthory se arrojaba hacia el crimen. Y las consecuencias de esta relación producen un artefacto radicalmente extraño; a lo largo del trabajo se han descripto estas particularidades. Sin embargo, los hechos fundamentales que invocan al ojo del lector y la productividad crítica, se hayan en el hallazgo de una paradoja, una circunstancia que desestructura los presupuestos, y que concierne tanto a la literatura como al pensamiento filosófico: el sujeto y la belleza, llevados al límite. ¿Cual es el límite de la belleza; puede el crimen convertirse en un hecho estético? ¿Puede el sujeto (la criatura humana) ser agente de la destrucción más desenfrenada? Entre esas preguntas surge La condesa sangrienta, como una incursión de la palabra poética en las profundidades del horror y del crimen, a partir de los cuales opera el artificio del lenguaje. Pero es justamente esa reflexión la que se impone a lo largo de todo el texto: el arte transita en ocasiones una delgada línea que separa lo bello de lo horrible, el placer del horror, y da cuenta de esa incertidumbre irresoluble. Descubre que en la cercanía del abismo la palabra poética adquiere un brillo extraño, un color particular, consecuencia de la experiencia del límite. Notas [1] "El criminal no hace la belleza; él mismo es la auténtica belleza. Sartre.” Pizarnik, Alejandra. Obras completas. Poesía completa y prosa selecta. Ediciones Corregidor: Buenos Aires, 1993. Pág. 373 [2] En Las tres estéticas de Lacan (Psicoanálisis y arte) Massimo Recalcati considera desde la perspectiva psicoanalítica el problema de la belleza y su relación con el horror de lo real (entendido en términos lacanianos). Así como una posible correspondencia entre el pensamiento de Lacan y Nietzsche en torno al problema estético, en la configuración de una dialéctica entre lo bello y lo terrorífico, apolíneo y dionisiaco: “El arte señala Lacan, como la experiencia del psicoanálisis no evita, ni obtura, pero sí bordea el vacío central de la Cosa. La tesis de arte como ``organización del vacío´´ coloca a la obra de arte en una relación decisiva con lo real de la cosa. La estética del vacío es una estética de lo real - una estética en relación a lo real-, que no se degrada jamás en un culto realístico de la cosa como sucede en gran parte del arte contemporáneo. (…) En realidad el rostro más escabroso de la Cosa (…) es más bien un vacío que deviene vórtice, `` una zona de incandescencia ´´, abismo que aspira, exceso de goce, horror, caos terrorífico. La dialéctica entre lo bello y lo real desarrollada por Lacan en el Seminario VII recalca, aquella nietzscheana entre lo apolíneo y lo dionisiaco en ``el nacimiento de la tragedia ´´, pero retoma del mismo modo la idea freudiana de fondo según la cual no se trata de la liberación inmediata del inconsciente lo que hace posible la creación artística, sino más bien de su veladura simbólica. Sin embargo lo bello, para preservar su fuerza estética, debe estar en relación con lo real; la belleza es un velo apolíneo que debe hacer presentir al caos dionisiaco que pulsa en ella.” Massimo Recalcati. Las tres estéticas de Lacan (Psicoanálisis y arte). Buenos Aires: Del Cifrado, 2006. Bibliografía Blanchot, Maurice, “La razón de Sade”, en Sade y Lautréamont, Ediciones de Mediodía: Buenos Aires, 1967. Bajtin, Mijail. La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento: el contexto de Francois Rabelais. Alianza Editorial: Buenos Aires, 1994. Barthes, Roland, “El árbol del crimen”, en El pensamiento de Sade, Editorial Paidós: Buenos Aires, 1976. Derrida, Jacques. La diseminación. Editorial Fundamentos: Madrid, 1975. Derrida, Jacques. La filosofía como institución. Editorial Juan Granica: Barcelona, 1983. Freud, Sigmund. “Más allá del principio de placer” (1920) en Obras Completas. Volumen 18(1920-1922). Amorrotu editores, 1979 Kristeva, Julia. Poderes de la perversión. Catálogos Editora: Buenos Aires, 1988 La Biblia. Ediciones Paulinas, Editorial Verbo Divino: Madrid, 1972. Marques de Sade. Justine. Editora AC: Buenos Aires, 2003 Praz, Mario. La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica. Editorial El acantilado: Barcelona, 1999. Pizarnik, Alejandra. “La condesa sangrienta”, en Obras completas, Corregidor: Buenos Aires, 1993. Poe, Edgar Allan. “El demonio de la perversidad”, en Obras inmortales, EDAF: Madrid, 1977. Recalcati, Massimo. Las tres estéticas de Lacan (Psicoanálisis y arte). Del Cifrado: Buenos Aires, 2006. Sichère, Bernard. Historias del mal. Gedisa: Barcelona, 1996. |
Ensayo de Rodrigo D. Montenegro
Universidad Nacional de Mar del Plata
rdmontenegro@gmail.com
Publicado, originalmente, en:
Revista Espéculo, Año XIV Nº 42 julio-octubre 2009
Revista Espéculo (del lat. speculum): espejo. Nombre aplicado en la Edad Media a ciertas obras de carácter didáctico, moral, ascético o científico.
Revista Espéculo Electrónica Cuatrimestral de Estudios Literarios editada por la Facultad de Ciencias de la Información - Universidad Complutense de Madrid (España)
Link del texto: https://webs.ucm.es/info/especulo/numero42/condsang.html
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