Borges y la distancia literaria

por Sylvia Molloy

Hablar de caricatura o de parodia ante la obra de Jorge Luis Borges es incurrir en una forma leve del sacrilegio. Se lee a Borges con respeto (o con resentimiento, que es otra forma de respeto) pero no con el respeto que merece: el de la irreverencia. En general se lo lee —según su propia definición del término— como a un clásico: “Clásico es aquel libro que una nación o grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera liberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin términos”[1]. Entre las interpretaciones de su obra sorprende, sin embargo, la ausencia de una interpretación humorística, siquiera irónica. Es comprensible que el lector no se ría ae Borges; pero tampoco se ríe con Borges, cuando le sobran razones para hacerlo. A lo sumo se lo permite ante textos desembozadamente cómicos —los que escribió Borges en colaboración con Bioy Casares— pero relegándolos con frecuencia a una “zona secundaria de su obra”, como textos destinados “a los que ya saben”[2],

Es indudable que sólo el lector “que sabe” podrá captar la distancia que imponen las caricaturas de Borges y Bioy Casares. Todos los personajes de los Seis Problemas para Don Isidro Parodi —por citar sin duda el mejor ejemplo del género— viven (se componen) en un medio donde lo implícito y el chiste privado resultan indispensables para la comprensión del texto. Nada queda librado al azar en esa suerte de carnaval donde cada palabra denuncia implacablemente a quien la emite. “Cada personaje tiene el estilo de su alma”, escribe Néstor Ibarra[3]; pero también y sobre todo tiene el estilo de su condición, como el farmacéutico de Flaubert que al ofrecer azúcar al doctor Lariviére gorjeaba: “¿Saccharum, doctor?".

No en vano se llama Parodi el genial estudioso de intrigas policíacas que sirven de pretextos —en el sentido más literal del término— al libro: las intervenciones de Mariana Ruiz Viilalba son, mutatis mutandis, las de Madame Verdurin, la indumentaria de la Pumita, por lo significativa, es comparable a la de la tía del pianista, siempre vestida de negro “porque creía que de negro siempre se estaba bien”. La descripción por el discurso —ya sea en Flaubert, en Proust o en Borges y Bioy— no obedece en absoluto al deseo, por parte del autor, de un acercamiento entre lector y personaje: la complicidad que se pide, más aún, que se exige al lector, sirve para criticar al personaje, no para defenderlo.

Pero no siempre es fácil ser cómplice de un texto cuyos chistes obligan a la vigilancia excesiva. En los Seis Problemas abundan las referencias locales —más aún, familiares— que señalan un folklore específicamente argentino, hermético para el lector extranjero. Sin embargo, nada es más extraño al propósito de los Seis Problemas que la simple sátira local. Para que ésta lograra sus fines tendría que respetar los límites que se habría impuesto a sí misma, es decir, controlar esa complicidad establecida con el lector para quedar siempre sometida a la intención crítica o a la condena del autor. En los textos de Borges y Bioy Casares, por el contrario, no hay control y no hay condena: no hay, sobre todo, límites[4]. La caricatura es gloriosamente gratuita: sirve más que nada como defensa para proteger la libertad de los autores, a la vez del lector y del texto. Porque el lector más alerta —y si se quiere más cómplice— debe confesar su fracaso: a medida que cree penetrar esa vertiginosa red de referencias locales siente que el texto se le escapa. El camino de la complicidad se sigue hasta cierto punto: más allá, ésta se vuelve no sólo contra el personaje —ése era el punto de partida— sino contra el mismo lector. Al reconocer, o creer reconocer, se conoce cada vez menos, y una vez descifrado, el texto se vuelve impenetrable. Más que de parodia, habría que hablar de la parodia de una parodia, lo que bastaría para sacarlo, creo, de esa “segunda zona” tan discreta donde a menudo caen los textos incómodos.

Sin embargo, sería un error considerar la caricatura practicada con Bioy en los Seis Problemas como una suerte de felix culpa en el itinerario de Borges. El libro se mantiene fiel a una actitud que es fácil rastrear a lo largo de toda su obra, y si es posible definir a los Seis Problemas como la parodia de una parodia, es porque se encargan de revelar a giorno ciertos procedimientos que se encuentran a cada minuto en la lectura de Borges.

Por vocación y por destino, Borges se impone como un marginal, como alguien que ante todo reclama distancia. Lo primero parece obvio en la elección casi obsesiva que hace de la periferia en desmedro del centro, en esa necesidad a la vez literaria y vital de la lateralidad que se observa en toda su obra. El lugar topográfico borgeano por excelencia es esa línea vaga que marca el límite entre la ciudad y el campo y que permite, por un lado, la nostalgia de la ciudad y, por el otro, esa perspectiva segura —esa libertad— que brinda el alejamiento. (Las noches de Borges son a menudo laterales, los arrabales últimos, y la preferencia por las orillas ya es visible en su primera poesía.)

Para fundamentar lo segundo, no es inútil recordar que Borges reclama la marginalidad, justificándola plenamente, para toda la literatura hispanoamericana. Como los judíos, como los irlandeses, los hispanoamericanos “sobresalen en la cultura occidental, porque actún dentro de esa cultura y al mismo tiempo no se sienten atados a ella por una devoción especiar’:

“creo que los argentinos, los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas”[5].

La irreverencia parece consecuencia inevitable de esa marginalidad aceptada y asumida: declararse marginal —es decir excéntrico— equivale a constituir un centro en la misma circunferencia, a reconocer la existencia del centro tradicional y definirse con respecto a él, pero también a alejarse deliberadamente de ese centro, para verlo mejor y —si fuera necesario— para burlarse de él.

Dado el respeto que despierta en el lector (preferentemente europeo) la obra de Borges, quizá parezca irreverente —no hay otra palabra— hablar de irreverencia al discutir aquellos textos suyos que cierta crítica considera intocables. Por halagadora que sea, la admiración beata corre el riesgo de empobrecer una obra demasiado móvil. Sobre todo, corre el riesgo de negar a esa obra el derecho a la distancia y a la marginalidad que reclama por parte del lector.

Los dudosos beneficios de ese respeto más desubicado que desmesurado parecen concentrarse en la erudición de Borges. “Hay que conocer toda la literatura y toda la filosofía para descifrar la obra de Borges”, escribe Jean Wahl[6], que se equivoca al proponer el desciframiento cultural de una obra cuyo propósito manifiesto es tomar distancia con respecto a esa cultura. La ‘‘autenticidad” de la erudición de Borges —referencias exactas, de segunda mano, más o menos heréticas o simplemente inventadas— constituye un problema secundario. Ya señalaba Etiemble, hace varios años, que Borges se refería al Hong Leou Mong, “pero de tal modo que habría que ser muy astuto para saber si lo ha leído (en una época en que pocos lectores de extremo occidente habrían podido citar los títulos exactos de dos novelas chinas)”[7]. En realidad poco importa que Borges hable de obras que ha leído o que aproveche los textos de quienes han leído las obras de las que quiere hablar. Basta comprobar con qué ligereza se desentiende del tradicional prestigio de la erudición. Al hablar del “predestinado Ulises de Joyce” remite al lector al “examen del libro expositivo de Gilbert o, en su defecto, [al] de la vertiginosa novela”..[8]  En Tlon, Uqbar, Orbis Tertius acepta tranquilamente la posibilidad de que las referencias a un artículo de la Anglo-American Cyclopaedia hechas por Bioy Casares en el curso de una discusión sean “una ficción improvisada por la modestia de Bioy para justificar una frase”; lo que obliga al lector a aceptar, con tranquilidad considerablemente menor, que todas las referencias en Tlon, Uqbar, Ch'bis Tertius no sean sino una ficción improvisada por la modestia —o la malignidad, o la lucidez— de Borges para justificar un texto. En Pierre Menard, autor del Quijote no vacila en saludar a Menard como aquel que “(acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas”. El simpático desprecio con que en general premia los respetuosos despliegues de erudición a veces llega, en Borges, a la condena evidente:

“Pensar, analizar, inventar [... ] no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será”[9].

Sería pues un error acoger las referencias y las citas eruditas que Borges utiliza tan generosamente con ese “estupor incrédulo” que el mismo autor condena. Pero es igualmente falso —e igualmente inútil— someterlas a la duda sistemática. La falta de respeto y la ironía que apuntalan esa erudición no son necesariamente pruebas de su ilegitimidad. Por otra parte, Borges no pretende reivindicar en ningún momento la autenticidad: va más al'á y hasta parece cortejar el descubrimiento del fraude, justamente porque ese descubrimiento no significa, para él, fracaso alguno. Lo verdadero y lo falso, desde un punto de vista cultural, carecen en su obra de todo valor: inútil es intentar una clasificación ética para agotar una erudición que pretende ser —y en el sentido más rico del término— literaria[10].

Al discutir la erudición de Borges, Marcial Tamayo y Adolfo Ruiz Díaz[11] toman la precaución de clasificar las citas y referencias a las que está acostumbrado el lector, en citas ornamentales y citas arguméntales. Son ornamentales aquellas citas que, intercaladas prestigiosamente, tienen por finalidad la pausa significativa en el texto, el inevitable alarde. A menudo gratuitas desde el punto de vista de la información pura, son como una manía de estilo. Son arguméntales, por el contrario, las citas que se proponen informar al lector y que con frecuencia desbordan en el pesado sistema crítico y bibliográfico de notas y apéndices: en este caso la mera decoración desaparece ante un fin claramente utilitario.

Si Borges acumula citas y referencias lo hace más bien con un propósito diferente: porque ¿qué reconocimiento puede esperarse de la lectura de un texto que cita —por dar un ejemplo— los nombres de Chesterton, Estanislao del Campo, von Sternberg y James Joyce?.[12] O más aún —ya que el ejemplo anterior quizá parezca inofensivo a un lector hispanoamericano— de la lectura de un texto donde se mezclan los nombres de Nils Runeberg, Lars Peter Langstróm, Axel Borelius, tres de los cuatro evangelistas, San Pablo, Erik Erfjord— de quien se nos dice, con piedad o perfidia, que era hebraísta danés13], Euclydes da Cunha y Antonio Conselheiro[14]. El lector argentino, orgulloso de penetrar una complicidad aparente, quizá se regocije al ver el nombre del autor del Fausto junto a los de Chesterton y Joyce; el lector escandinavo reconocerá las referencias a los eruditos citados en el segundo texto —si es que existen— pero ignorará los nombres argentinos o brasileños; todo lector reconocerá los nombres de Chesterton, Joyce, San Pablo y los cuatro evangelistas. A lectores distintos corresponderán sectores diversos de estas enumeraciones aparentemente prestigiosas. Ninguno logrará reconocerlas plenamente, pero los dos o tres nombres que sí reconozca servirán a manera de señuelo para embarcarlo en una empresa inútil: la de querer reconocer —o identificar— todo.

En los textos de Borges las citas introducen no sólo la distancia que habitualmente da el prestigio, sino la distancia provocada por la desconfianza y el malestar: irreconocibles, las citas no aceptan, sin embargo, la reducción a lo meramente decorativo, y el lector oscila entre la tentación de gozar bárbaramente de las exóticas sonoridades y la de descifrar, como lo pretendía Jean Wahl, el fundamento de esa erudición. Por el hecho mismo de que esas citas y referencias surgen de las fuentes más inesperadas, el lector siente, o siente que se le quiere hacer sentir, que se establece entre ellas una misteriosa dialéctica que supera sus fuerzas, y una parte del placer que provoca esa lectura justamente proviene del alejamiento vertiginoso que lo inmoviliza, como lector, en una impotente admiración.

La distancia —la dosis de inseguridad, de equívoco— aumenta aún más por el hecho de que entre las referencias y las citas eruditas se insinúan como jirones de “realidad”: por ejemplo, en la serie de nombres y referencias oue ocurren a lo largo de Tlon, Uqbar, Orbis Tert.ius se observan, de vez en cuando, irrupciones de la vida cotidiana argentina en los nombres de Bioy Casares, Mastronardi, Enrique Amorim o la Princesa de Faucigny Lucinge. El lector inocente leerá esos nombres como lee los de Gunnar Erfjord o Silas Haslam, pero quien tiene de los personajes nombrados un conocimiento que no se limita a la obra de Borges se sobresalta al verlos citados en el texto y “padeciendo de irrealidad” por el hecho mismo de integrar una enumeración vertiginosamente literaria.[15].

En la obra de Borges, la referencia erudita, legítima o inventada, suele disimularse púdicamente en el paréntesis, recurso estilístico que desempeña funciones no del todo tradicionales. En lugar de intercalarse como mera explicación o precisión, el paréntesis borgeano discute, matiza, corrige y hasta contradice el texto, llegando a burlarse de él cuando es necesario[16].

Es el caso del paréntesis puramente erudito, con el que Borges añade una dimensión irónica al texto anterior con referencias aparentemente gratuitas:

Volverá toda noche de insomnio: minuciosa.

La mano que esto escribe renacerá del mismo

Vientre. Férreos ejércitos construirán el abismo.

(El filólogo Nietzsche dijo la misma cosa.)[17]

La ironía del paréntesis es obvia, en este caso, por el uso de la palabra filólogo en lugar del filósofo que cabía esperar (y que ciertos traductores franceses no vacilaron en introducir)[18]. Pero se hace aún más patente en la nueva versión del poema[19], donde la estrofa permanece igual con la excepción del último verso:

(David Hume de Edimburgo dijo la misma cosa.)

La ligereza con la que Borges baraja los nombres y los vuelve intercambiables parecería indicar aquí el valor que adjudica a las citas y referencias per se. Tanto o más frecuentes en la poesía de Borges que en su prosa, los paréntesis parecerían subrayar de manera más visible la ironía que anima este fantasioso despliegue de erudición.

Si la risa franca de los Seis Problemas implica (y fortifica) la distancia —distancia entre el autor y el texto, distancia entre el texto y el lector— la ironía de las otras obras de Borges, aparentemente desprovistas de intención paródica, se proponen un fin muy semejante. Pero mientras que los Seis Problemas se empeñan en señalar la máscara que llevan, asegurando al lector, mediante una verdadera red de signos, que se encuentra en pleno carnaval, los otros textos de Borges, para marcar la misma distancia, recurren a métodos mucho más sutiles.

Hay en Borges la imperiosa necesidad de alejarse de aquello que la tradición, demasiado generosamente, coloca bajo el signo literario. Ya en sus primeras ficciones disfrazadas de historias “reales” o viceversa —las de la Historia Universal de lia Infamia— era posible observar una distancia “patética”, la que le impedía al lector reconocerse en un texto que no quería transformarse en la proyección psicológica de quien lo leyera. Aquellos “ejercicios de prosa narrativa”, como los definía Borges en 1935, “abusan de algunos procedimientos: las enumeraciones dispares, la brusca solución de continuidad, la reducción de la vida entera de un hombre a dos o tres escenas. (Ese propósito visual rige también el cuento «Hombre de la Esquina Rosada».) No son, no tratan de ser, psicológicos”.

Este prólogo es de 1935: resulta válido, sin embargo, para definir a los personajes de las ficciones, cuya psicología —si cabe emplear el término— no sirve en absoluto para establecer lazos “personales” entre texto y lector. Es inútil querer simpatizar o identificarse con el Fergus Kilpatrick del Tema del traidor y del héroe, o con el Vincent Moon de La forma de la espada. La condena, en esos casos, es igualmente superflua: los dos personajes sirven para ilustrar no una conducta humana típica (ni atípica) sino una simetría, como lo hace Red Scharlach en La muerte y la brújula. En los Seis Problemas, la exageración misma del lenguaje acaba por impedir cualquier reconocimiento psicológico: nadie habla (ni hablaba) como las marionetas que presentan Borges y Bioy. Ese deseo de huir de la “realidad” psicológica se manifiesta hasta en la poesía de Borges. El hecho de que ese alejamiento sea consciente y deliberado no impide, sin embargo, que ciertos críticos le achaquen, inexplicablemente, esa falta de realidad (o de una mal llamada historicidad) como una falta imperdonable.

La expresión “propósito visual”, que utiliza Borges en el texto citado para criticar y reemplazar el propósito psicológico que rechaza, podría hacer creer, erróneamente, en la finalidad “estética” de su obra. Borges no escapa, por cierto, a la tentación de lo deliberadamente bello; así se piensa, al menos, ante la estudiada belleza de ciertos gestos —'Cruz al sacarse el quepis para seguir luchando junto a Martín Fierro, Red Scharlach que inventa un enigma cabalístico para apresar a un adversario que odia por razones puramente personales— y sobre todo ante el rigor de una lengua poco acostumbrada, en general, al ejercicio al que la somete Borges.

Sin embargo, Borges es el primero en denunciar esa tentación de lo bello, sobre todo del lenguaje “bello” que se mantiene gracias a la beata complicidad de quien lo lea la “vanidad del estilo se ahueca en otra más patética vanidad, la de la perfección”.

“La página de perfección, la página de la que ninguna palabra puede ser alterada sin daño, es la más precaria de todas. Los cambios de lenguaje borran los sentidos laterales y los matices; la página ‘perfecta’ es la que consta de esos delicados valores y la que con facilidad mayor se desgasta”.[20]

Es constante en Borges esta desconfianza ante las trampas de la literatura. Formulada explícitamente en muchos de sus textos, configura una actitud permanente de toda su obra, a tal puntó que puede decirse que forma parte de su escritura. Y de esa desconfianza —de esa distancia, de esa ironía— que los textos predican y reclaman y que se les brinda con tal dificultad, las referencias y las citas de Borges son signo tan evidente como fiel; tan evidente, en resumen, y una vez que se ha vencido ese “estupor incrédulo” que provoca su erudición, como los chistes privados de los Seis Problemas.

¿Qué sentido dar, de otra manera, a ese vasto sistema erudito al que recurre Borges para hablar de cualquier cosa —hecho que desprestigiaría inmediatamente a la cita si se la tomara en serio— sino el de señalar una distancia con respecto a un texto que el lector arde en deseos de domesticar? Por eso parece particularmente apropiado hablar de caricatura para definir un procedimiento que pretende desenmascarar —con cierta desvergüenza, por cierto, pero es lo propio de toda caricatura— la buena conciencia literaria. Citar a Chesterton y a Joyce, uno tras otro, es confirmar la cultura del lector occidental; añadir a estos nombres los de Estanislao del Campo y Almafuerte, o los de Erik Erfjord, y su problemático pariente Gunnar, no es, como podría creer el lector devoto (de la cultura occidental, no de Borges) un llamado a un humanismo fecundo, ni siquiera a una escala universal: es simplemente reírse del (con el) lector. Las referencias a Chesterton y Joyce no se refuerzan ni se enriquecen porque Borges añade el nombre de un autor argentino, o de un hebraísta danés, o del autor de un diccionario filosófico alemán, o, eventualmente, de alguna femme de monde que misericordiosamente encuentra, gracias a él, el don de la palabra. Su prestigio —el de Chesterton y Joyce, es decir el de la cultura de Occidente— queda si no destruido por lo menos gravemente afectado por los nombres añadidos[21]. Dar referencias reconocibles es permanecer dentro de los límites tradicionales del decoro literario; es dar más intensidad a una idea que se considera propia pero cuya pertenencia a la tradición literaria se comprueba con cierto regocijo[22]. La cita reconocible es como una convocación que reúne, por un momento y bajo el reconfortante signo de la Cultura, al autor de la cita, al que lo cita y al que lee. Pero citar irrespetuosamente como lo hace Borges, que sacude entusiastamente el problemático andamiaje de la erudición reuniendo con sabio desorden citas y referencias conocidas, desconocidas e inventadas, es más que discutir los límites de esa cultura: es suprimirlos. No con una condena directa sino justamente con la exageración de los procedimientos habituales de esa cultura libresca, con la caricatura de esos procedimientos. Así como Brecht, al hablar de los actores chinos, decía que “a priori su arte se reduce a citar al personaje”, puede decirse del arte de Borges que, a priori, se reduce a citar la literatura.

Por sorprendente que parezca, el propio Borges ha aplicado la palabra caricatura a su obra. A una parte de su obra, por cierto: es difícil pedir a un autor semejante —fragmentario, en el mejor sentido del término— una definición global de lo que ha hecho[23] . En el prólogo que añade en 1954 a la Historia Universal de la Infamia intenta precisar lo que entiende por el “carácter barroco” de sus textos: “Yo diría que barroco es aquel estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades y que linda con su propia caricatura”. Y agrega una líneas más abajo:

“Barroco (Baroco) es el nombre de uno de los modos del silogismo; el siglo XVIII lo aplicó a determinados abusos de la arquitectura y de la pintura del XVII; yo diría que es barroca la etapa final de todo arte, cuando éste exhibe y dilapida sus medios. El barroquismo es intelectual y Bernard Shaw ha declarado que toda labor intelectual es humorística”.

“El excesivo título de estas páginas[24] proclama su naturaleza barroca”, concluye Borges. De la misma manera puede decirse que la escritura excesiva de toda la obra de Borges, bajo una fachada engañosamente simple, proclama su naturaleza barroca, es decir —y según la definición que da Borges del término— hace alarde del abuso, el derroche, el intelectualismo y el humor a que recurre para agotar sus posibilidades y lindar “con su propia caricatura”.

Queda por saber con qué fin recurre Borges a esa caricatura que sus textos repiten de manera diversa pero incansablemente. Que esa caricatura, sostenida por el rechazo del psicologismo y del esteticismo literarios, anuncie “la etapa final de todo arte”, el mismo Borges se encarga de afirmarlo. Ya en 1931 demuestra que no se deja engañar por el espejismo de la eternidad literaria:

“Ignoro si la música sabe desesperar de la música y si el mármol del mármol, pero la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin”.[25]

Sería inútil, sin embargo, pedirle una formulación más explícita de esa “etapa final”, o indicaciones —si acaso es posible darlas— de lo que podría caracterizar una etapa nueva[26]. Los textos de Borges se limitan a señalar, como Marcellus, que algo se pudre en el reino. Pero van aún más lejos: cortejan esa disolucción y hasta se enamoran de ella.

Si sólo se tratara de un aviso contra las trampas y los peligros de la literatura, la obra de Borges no tendría sino un interés secundario: el periodismo y el panfleto pueden disfrutar del mismo y dudoso privilegio. Lo que importa es que, entre la denuncia de la cultura y la atracción que ésta provoca, entre la caricatura y la obediencia, esa obra logra crear un espacio intermedio donde existe como literatura, sostenida precisamente por la oscilación entre los dos polos. Así como puede definirse a Borges como un marginal —el periférico sudamericano que siente nostalgia del centro europeo pero que, gracias a esa marginalidad, toma distancias con respecto a ese centro— puede decirse que su literatura toda se encuentra al margen, en una periferia que, por definirse con respecto al centro, no pierde por eso la posibilidad de criticarlo.

Los textos de Borges, a la vez que forman parte de lo que llamamos literatura, se empeñan minuciosamente en denunciar los procedimientos más evidentes que se acostumbra atribuir a ese ejercicio. Al hacerlo, quizá echen los cimientos de una literatura que ha tardado en encontrar ana formulación adecuada: una literatura que toma en la misma literatura y no en una “realidad” —por real o imaginaria que fuera— la materia misma que la constituye.

Notas:

[1] En "Sobre los clásicos”. Sur N? 298-299, enero-abril 1966.

 

[2] Paul Bénichou, ‘‘Le monde de José (sic) Luis Borges”, Critique No 63-64, aoút-septembre 1952.

 

[3] ‘‘Borges et Borges”, en L’Herne, París, 1964, pág. 430.

 

[4] “En realidad no son parodias de nada. Simplemente hemos llevado algo a sus últimas consecuencias”. En la entrevista con Ronald Ohrist, The París Review N? 40, winter-spring 1967.

 

[5] “El escritor argentino y la tradición”, en Discusión, Emecé, 1964, pág. 160.

 

[6] Jean Wahl, “Les personnes et l’impersonnel". L’Herne, París, 1954, p&g. 258.

 

[7] Etiemble, “Un homme á tuer: Jorge Luis Borges, cosmopolite”, en Littérature dégagée (1942-1953), París, Gallimard, 1955, pág. 133.

 

[8] El arte narrativo y la magia", en Discusión, Emecé, 19G4, pág. 91.

 

[9] Borges atribuye el juicio citado a Pierre Menard. El hecho de que éste, después de haber proclamado: ‘‘Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será”, escriba un Quijote que coincide palabra por palabra con el de Cervantes a pesar de ser (o porque es) un libro distinto, parece denunciar irónicamente el final de la cita. Si por un lado es posible tomar distancias con respecto a la cultura es imposible, por otra parte, prescindir de ella.

 

[10] Borges habla de su propia erudición en la entrevista con Ronald Christ de la Paris Review N? 40:

J. L. B.: No. La mayoría de esas alusiones y referencias sólo están allí como un chiste privado.
R. C.: ¿Un chiste privado?
J. L. B.: Un chiste que no se compartirá con los demás. Quiero decir que si lo comparten, tanto mejor, pero si no es así me importa un bledo
R. C.: Entonces es un enfoque de la alusión opuesto, digamos, al de Eliot, en La Tierra Baldía.
J. L. B.: Creo que Eliot y Joyce querían mistificar un poco a sus lectores para que se preocuparan buscando el sentido de lo que ellos habían hecho.
 

[11] Borges, enigma y clave, Buenos Aires, Ed. Nuestro Tiempo, 1955, pág. 17.

 

[12] “El arte narrativo y la magia", en Discusión, Emecé, 1964, págs, 90 y 91.
 

[13] “Tres versiones de Judas", en Ficciones, Emecé, 1963. Perturba encontrar a un pariente —quizá fictivo— del hebraísta danés en Tlon, Uqbar. Orbis Tertius: “En marzo de 1941 se descubrió una carta manuscrita de Gunnar Erfjord en un libro de Hinton que había sido de Herbert Ashe”.

 

[14] ‘‘Tres versiones de Judas”, Ficciones, Emecé, 1964, págs. 171 y 173.

[15] El mismo sobresalto provoca el descubrimiento de ciertos parentescos eruditos, secretos y sin duda deliberados. Cuando traduje un texto de Shaw, Shakespeare and Bunyam elegido por Borges para el Nº 289-290 de Sur de homenaje a Shakespeare, leí las palabras de Valiant al luchar contra Wild Head, Inconsiderate y Pragmatic: "... and when the blood ran through my fingers, then I fought with most courage". Meses más tarde, al releer la Biografía de Tadeo Isidoro Crus, encontré: "...cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más coraje que nunca”. Sospecho que no es una simple coincidencia; en todo caso, la sensación que provoca el descubrimiento es bastante inquietante.
 

[16] Ver Ana María Barreneeh'ea, La expresión de la irrealidad en la obra de Jorge Luis Borges, El Colegio de México, 1957, pág. 139 y siguientes.

 

[17] '“La noche cíclica", primera versión, en Poemas 1923-1953, Emecé, 1954.

 

[18] “Le philosophe Nietzsche”... en la versión de Félix Gattegno y Hellén K’urro, Cahiers du Sud Nº 321, janvier 1954.

 

[19] Obra Poética Emecé, 1966, pág. 142.

 

[20] “La supersticiosa ética del lector", Discusión, Emecé, 1964, págs. 47-48.

 

[21] Comparar con el texto de Brecht sobre los efectos del distanciamiento en Breughel el Viejo: “‘Cada vez que se instala un pico alpino en un paisaje flamenco o que los viejos trajes asiáticos se enfrentan con los trajes europeos, los unos denuncian a los otros y señalan su carácter extraño. [...] Aunque Breughel logra siempre equilibrar sus contrastes no los fusiona nunca [...].” (Traducción de la versión inglesa: "Alienation effects in the narrative pictures of the Elder Breugliel”, en Brecht on Theatre. The Development of an Aesthetic, New York, Hill and Wang, 1964).


[22] Baste el ejemplo de Gide al hablar de “esa costumbre que tengo de citar siempre a aquellos escritores cuya mentalidad se asemeja a la mía”: “Se cree que me he apropiado iin pensamiento ajeno; eso es falso; ese pensamiento vino a mí libremente; pero cuanto más osado es, más me agrada pensar que ya habitó otras mentes”. Journal, París, Gallimard, 1948, pág. 752.

 

[23] Aunque probablemente aceptara definir su obra con la palabra alusión.

 

[24] Las de la Historia Universal de la Infamia.

 

[25] “La supersticiosa ética del lector”, recogido en Discusión, Emecé, 1964, pág. 49.

 

[26] Error en que incurre Georges Charbonnier en una de sus entrevistas a Borges (París, Gallimard, 1967, págs. 40-55).

 

por Sylvia Molloy


Publicado, originalmente, en:
Revista "Sur" Nº 318 Mayo /junio de 1969 Buenos Aires, República Argentina

Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires, República Argentina

Link del texto: https://catalogo.bn.gov.ar/F/?request=Revista+Sur&func=find-b&find_code=WRD&local_base=BNA01

 

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