El
poeta Walt Whitman
[1]
por José Martí.
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Fiesta
literaria en Nueva York.-Vejez patriarcal de Whitman.-Su elogio a Lincoln
y el canto a su muerte. -Carácter extraordinario de la poesía y lenguaje
de Whitman. -Novedad absoluta de su obra poética. - Su filosofía, su
adoración del cuerpo humano, su felicidad, su método poético. -La poesía
en los pueblos libres. -Sentido religioso de la libertad.-Desnudeces y
profundidad del libro prohibido de Whitman.
Nueva
York, 19 de abril de 188
.
Señor
Director de El Partido Liberal:
“Parecía
un dios anoche, sentado en su sillón de terciopelo rojo, todo el cabello
blanco, lo barba sobre el pecho, las cejas como un bosque, la mano en un
cayado.” Esto dice un diario de hoy del poeta Walt Whitman, anciano de
setenta años a quien los críticos profundos, que siempre son los menos,
asignan puesto extraordinario en la literatura de un país y de su época.
Sólo los libros sagrados de la antigüedad ofrecen una doctrina
comparable, por su profético lenguaje y robusta poesía, a la que en
grandiosos y sacerdotales apotegmas emite, a manera de bocanadas de luz,
este poeta viejo, cuyo libro pasmoso está prohibido.
¿Cómo
no, si es un libro natural? Las universidades y latines han puesto a los
hombres de manera que ya no se conocen; en vez de echarse unos en brazos
de los otros, atraídos por lo esencial y eterno, se apartan, piropeándose
como placeras, por diferencias de mero accidente; como el budín sobre la
budinera, el hombre queda amoldado sobre el libro o maestro enérgico con
que le puso en contacto el azar o la moda de su tiempo; las escuelas filosóficas,
religiosas o literarias, encogullan a los hombres, como al lacayo la
librea; los hombres se dejan marcar, como los caballos y los toros, y van
por el mundo ostentando su hierro; de modo que, cuando se ven delante del
hombre desnudo, virginal, amoroso, sincero, potente-del hombre que camina,
que ama, que pelea, que rema,- del hombre que, sin dejarse cegar por la
desdicha: lee la promesa de final ventura en el equilibrio y la gracia del
mundo; cuando se ven frente al hombre padre, nervudo y angélico de Walt
Whitman, huyen como de su propia conciencia y se resisten a reconocer en
esa humanidad fragante y superior el tipo verdadero de su especie,
descolorida: encasacada, amuñecada.
Dice
el diario que ayer, cuando ese otro viejo adorable, Gladstone, acababa de
aleccionar a sus adversarios en el Parlamento sobre la justicia de
conceder un gobierno propio a Irlanda, parecía él como mastin pujante,
erguido sin rival entre la turba, y ellos a sus pies como un tropel de
dogos. Así parece Whitman, con su “persona natural”, con su
“naturaleza sin freno en original energía”, con sus “miríadas de
mancebos hermosos y gigantes”, con su creencia en que “el más breve
retoño demuestra que en realidad no hay muerte”, con el recuento
formidable de pueblos y raza en su “Saludo al mundo”, con su
determinación de “callar mientras los demás discuten, e ir a bañarse
y a admirarse a sí mismo, conociendo la perfecta propiedad y armonía de
las cosas”; así parece Whitman, “el que no dice estas poesías por un
peso”; el que “está satisfecho, y ve, baila, canta y ríe”; el que
“no tiene cátedra, ni púlpito, ni escuela”, cuando se le compara a
esos poetas y filósofos canijos, filósofos de un detalle o de un solo
aspecto; poetas de aguamiel, de patrón, de libro; figurines filosóficos
o literarios.
Hay
que estudiarlo, porque si no es el poeta de mejor gusto, es el más intrépido,
abarcador y desembarazado de su tiempo. En su casita de madera, que casi
está al borde de la miseria, luce en una ventana, orlado de luto, el
retrato de Víctor Hugo; Emerson, cuya lectura purifica y exalta, le
echaba el brazo por el hombro y le llamó su amigo; Tennyson, que es de
los que ven las raíces de las cosas, envía desde su silla de roble en
Inglaterra, ternísimos mensajes al “gran viejo”; Robert Buchanan, el
inglés de palabra briosa, “¿qué habéis de saber de letras-grita a
los norteamericanos,- si estáis dejando correr, sin los honores eminentes
que le corresponden, la vejez de vuestro colosal Walt Whitman?” “La verdad es que su poesía, aunque al principio causa asombro, deja en el alma, atormentada por el empequeñecimiento universal, una sensación deleitosa de convalecencia. El se crea su gramática y su lógica. El lee en el ojo del buey y en la savia de la hoja.” “¡Ese que limpia suciedades de vuestra casa, ése es mi hermano!” Su irregularidad aparente, que en el primer momento desconcierta, resulta luego ser, salvo breves instantes de portentoso extravío, aquel orden y composición sublimes con que se dibujan las cumbres sobre el horizonte.
El
no vive en Nueva York, su “Manhattan querida”, su “Manhattan de
rostro soberbio y un millón de pies”, a donde se asoma cuando quiere
entonar “el canto de lo que ve a la Libertad”; vive, cuidado por
“amantes amigos”, pues sus libros y conferencias apenas le producen
para comprar pan, en una casita arrinconada en un ameno recodo del campo,
de donde en su carruaje de anciano le llevan los caballos que ama a ver a
los “jóvenes forzudos” en sus diversiones viriles, a los
“camaradas” que no temen codearse con este iconoclasta que quiere
establecer “la institución de la camaradería”, a ver los campos que
crían, los amigos que pasan cantando del brazo, las parejas de novios,
alegres y vivaces como las codornices. El lo dice en sus “Calamus”, el
libro enormemente extraño en que canta el amor de los amigos: “Ni orgías,
ni ostentosas paradas, ni la continua procesión de las calles, ni las
ventanas atestadas de comercios, ni la conversación con los eruditos me
satisface, sino que al pasar por mi Manhattan los ojos que encuentro me
ofrezcan amor; amantes, continuos amantes es lo único que me
satisface.” El es como los ancianos que anuncia al fin de su libro
prohibido, sus “Hojas de Yerba”: “Anuncio miríadas de mancebos
gigantescos, hermosos y de fina sangre; anuncio una raza de ancianos
salvajes y espléndidos.” Vive en el campo, donde el hombre natural labra al Sol que lo curte, junto a sus caballos plácidos, la tierra libre: mas no lejos de la ciudad amable y férvida, con sus ruidos de vida, su trabajo graneado, su múltiple epopeya, el polvo de los carros, el humo de las fábricas jadeantes, el Sol que lo ve todo, “ “los gañanes que charlan a la merienda sobre las pilas de ladrillos, la ambulancia que corre desalada con el héroe que acaba de caerse de un andamio, la mujer sorprendida en medio de la turba por la fatiga augusta de la maternidad”. Pero ayer vino Whitman del campo para recitar, ante un concurso de leales amigos, su oración sobre aquel otro hombre natural, aquella alma grande y dulce, “aquella poderosa estrella muerta del Oeste”, aquel Abraham Lincoln. Todo lo culto de Nueva York asistió en silencio religioso a aquella plática resplandeciente, que por sus súbitos quiebros, tonos vibrantes, hímnica fuga, olímpica familiaridad, parecía a veces como un cuchicheo de astros. Los criados a leche latina, académica o francesa, no podrían, acaso, entender aquella gracia heroica. La vida libre y decorosa del hombre en un continente nuevo ha creado una filosofía sana y robusta que está saliendo al mundo en epodos atléticos. A la mayor suma de hombres libres y trabajadores que vio jamás la Tierra, corresponde una poesía de conjunto y de fe, tranquilizadora y solemne, que se levanta, como el Sol del mar, incendiando las nubes; bordeando de fuego las crestas de las olas; despertando en las selvas fecundas de la orilla las flores fatigadas y los nidos.
Vuela
el polen; los picos cambian besos; se aparejan las ramas; buscan el Sol
las hojas, exhala todo música; con ese lenguaje de luz ruda habló
Whitman de Lincoln.
Acaso
una de las producciones más bellas de la poesía contemporánea es la mística
trenodia que Whitman compuso a la muerte de Lincoln. La Naturaleza entera
acompaña en su viaje a la sepultura el
féretro
llorado.
Los
astros lo predijeron. Las nubes venían ennegreciéndose un mes antes.
Un
pájaro gris cantaba en el pantano un canto de desolación. Entre el
pensamiento y la seguridad de la muerte viaja el poeta por los campos
conmovidos, como entre dos compañeros. Con arte de músico agrupa,
esconde y reproduce estos elementos tristes en una armonía total de crepúsculo.
Parece,
al acabar la poesía, como si la Tierra toda estuviese vestida de negro, y
el muerto la cubriera desde un mar al otro. Se ven las nubes, la Luna
cargada que anuncia la catástrofe, las alas largas del pájaro gris. Es
mucho más hermoso, extraño y profundo que “El Cuervo” de Poe. El
poeta trae al féretro un gajo de lilas.
Su
obra entera es eso.
Ya
sobre las tumbas no gimen los sauces; la muerte es “la cosecha, la que
abre la puerta, la gran reveladora”; lo que está siendo, fue y volverá
a ser; en una grave y celeste primavera se confunden las oposiciones y
penas aparentes; un hueso es una flor. Se oye de cerca el ruido de los
soles que buscan con majestuoso movimiento su puesto definitivo en el
espacio; la vida es un himno; la muerte es una forma oculta de la vida;
santo es el sudor y el entozoario es santo; los hombres, al pasar, deben
besarse en la mejilla; abrácense los vivos en amor inefable; amen la
yerba, el animal, el aire, el mar, el dolor, la muerte; el sufrimiento es
menos para las almas que el amor posee; la vida no tiene dolores para el
que entiende a tiempo su sentido; del mismo germen son la miel, la luz y
el beso ; ¡ en la sombra que esplende en paz como una bóveda maciza de
estrellas, levántase con música suavísima, por sobre los mundos
dormidos como canes a sus pies, un apacible y enorme árbol de lilas! Cada estado social trae su expresión a la literatura, de tal modo, que por las diversas fases de ella pudiera contarse la historia de los pueblos, con más verdad que por sus cronicones y sus décadas. No puede haber contradicciones en la Naturaleza; la misma aspiración humana a hallar en el amor, durante la existencia, y en lo ignorado después de la muerte, un tipo perfecto de gracia y hermosura, demuestra que en la vida total han de ajustarse con gozo los elementos que en la porción actual de vida que atravesamos parecen desunidos y hostiles.
La
literatura que anuncie y propague el concierto final y dichoso de las
contradicciones aparentes, la literatura que, como espontáneo consejo y
enseñanza de la Naturaleza, promulgue la identidad en una paz superior de
los dogmas y pasiones rivales que en el estado elemental de los pueblos
los dividen y ensangrientan; la literatura que inculque en el espíritu
espantadizo de los hombres una convicción tan arraigada de la justicia y
belleza definitivas que las penurias y fealdades de la existencia no las
descorazonen ni acibaren, no sólo revelará un estado social más cercano
a la perfección que todos los conocidos, sino que, hermanando felizmente
la razón y la gracia, proveerá a la Humanidad, ansiosa de maravilla y de
poesía, con la religión que confusamente aguarda desde que conoció la
oquedad e insuficiencia de sus antiguos credos.
¿Quién
es el ignorante que mantiene que la poesía no es indispensable a los
pueblos? Hay gentes de tan corta vista mental, que creen que toda la fruta
se acaba en la cáscara. La poesía que congrega o disgrega, que fortifica
o angustia, que apuntala o derriba las almas, que da o quita a los hombres
la fe y el aliento, es más necesaria a los pueblos que la industria
misma, pues ésta les proporciona el modo de subsistir, mientras que
aquella les da el deseo y la fuerza de la vida. ¿A dónde irá un pueblo
de hombres que hayan perdido el hábito de pensar con fe en la significación
y alcance de sus actos.
Los
mejores, los que unge la Naturaleza con el sacro deseo de lo futuro,
perderán, en un aniquilamiento doloroso y sordo, todo estímulo para
sobrellevar las fealdades humanas; y la masa, lo vulgar, la gente de
apetitos, los comunes, procrearán sin santidad hijos vacíos, elevarán a
facultades esenciales las que deben servirles de meros instrumentos y
aturdirán con el bullicio de una prosperidad siempre incompleta la
aflicción irremediable del alma, que solo se complace en lo bello y
grandioso.
La
libertad debe ser, fuera de otras razones, bendecida, porque su goce
inspira al hombre moderno-privado a su aparición de la calma, estímulo y
poesía de la existencia,-aquella paz suprema y bienestar religioso que
produce el orden del mundo en los que viven en él con la arrogancia y
serenidad de su albedrío. Ved sobre los montes, poetas que regáis con lágrimas
pueriles los altares desiertos.
Creíais
la religión perdida, porque estaba mudando de forma sobre vuestras
cabezas. Levantaos, porque vosotros sois los sacerdotes. La libertad es la
religión definitiva. Y la poesía de la libertad el culto nuevo.
Ella
aquieta y hermosea lo presente, deduce e ilumina lo futuro, y explica el
propósito inefable y seductora bondad del Universo.
Oíd
lo que canta este pueblo trabajador y satisfecho; oíd a Walt Whitman. El
ejercicio de sí lo encumbra a la majestad, la tolerancia a la justicia, y
el orden a la dicha. El que vive en un credo autocrático es lo mismo que
una ostra en su concha, que sólo ve la prisión que la encierra y cree,
en la oscuridad, que aquello es el mundo; la libertad pone alas a la
ostra. Y lo que, oído en lo interior de la concha, parecía portentosa
contienda, resulta a la luz del aire ser el natural movimiento de la savia
en el pulso enérgico del mundo.
El
mundo, para Walt Whitman, fue siempre como es hoy. Basta con que una cosa
sea para que haya debido ser, y cuando ya no deba ser, no será. Lo que ya
no es, lo que no se ve, se prueba por lo que es y se está viendo; porque
todo está en todo, y lo uno explica lo otro; y cuando lo que es ahora no
sea, se probará a su vez por lo que esté siendo entonces.
Lo
infinitésimo colabora para lo infinito, y todo está en su puesto, la
tortuga, el buey, los pájaros, “propósitos alados”. Tanta fortuna es
morir como nacer, porque los muertos están vivos; “irradie puede decir
lo tranquilo que está él sobre Dios y la muerte!” Se ríe de lo que
llaman desilusión, y conoce la amplitud del tiempo; él acepta
absolutamente el tiempo.
En
su persona se contiene todo: todo él está en todo; donde uno se degrada,
él se degrada; él es la marea, el flujo y reflujo; ¿cómo no ha de
tener orgullo en sí, si se siente parte viva e inteligente de la
Naturaleza? ¿Qué le importa a él volver al seno de donde partió, y
convertirse, al amor de la tierra húmeda, en vegetal útil, en flor
bella? Nutrirá a los hombres, después de haberlos amado. Su deber es
crear; el átomo que crea es de esencia divina; el acto en que se crea es
exquisito y sagrado. Convencido de la identidad del Universo, entona el
“Canto de mí mismo”. De todo teje el canto de sí: de los credos que
contienden y pasan, del hombre que procrea y labora, de los animales que
le ayudan, ¡ah! de los animales, entre quienes “ninguno se arrodilla
ante otro, ni es superior al otro, ni se queja.” El se ve como heredero
del mundo.
Nada
le es extraño, y lo toma en cuenta todo, el caracol que se arrastra, el
buey que con sus ojos misteriosos lo mira, el sacerdote que defiende una
parte de la verdad como si fuese la verdad entera. El hombre debe abrir
los brazos, y apretarlo todo contra su corazón, la virtud lo mismo que el
delito, la suciedad lo mismo que la limpieza, la ignorancia lo mismo que
la sabiduría; todo debe fundirlo en su corazón, como en un horno: sobre
todo, debe dejar caer la harba blanca.
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Pero,
eso sí, “ya se ha denunciado y tonteado bastante”; regaña a los incrédulos,
a los sofistas, a los habladores; ¡procreen en vez de querellarse
añadan al mundo! ¡Créese con aquel respeto con que una
devota besa la escalera del altar!
El
es de todas las castas, credos y profesiones, y en todas encuentra
justicia y poesía. Mide las religiones sin ira; pero cree que la religión
perfecta está en la Naturaleza. La religión y la vida están en la
Naturaleza. Si hay un enfermo, “idos”, dice al medico y al cura, “yo
me apegaré a él, abriré las ventanas, le amaré, le hablaré al oído;
ya veréis como sana; vosotros sois palabra y yerba, pero yo puedo más
que vosotros, porque soy amor”. El Creador es “el verdadero amante, el
camarada perfecto”; los hombres son “camaradas”, y valen más
mientras más aman y creen, aunque todo lo que ocupe su lugar y su tiempo
vale tanto como cualquiera; mas vean todos el mundo por sí, porque él,
Walt Whitman, que siente en sí el mundo desde que éste fue creado, sabe,
por lo que el Sol y el aire libre le enseñan, que una salida de Sol le
revela más que el mejor libro. Piensa en los orbes, apetece a las
mujeres, se siente poseído de amor universal y frenético; oye levantarse
de las escenas de la creación y de los oficios del hombre un concierto
que le inunda de ventura, y cuando se asoma al río, a la hora en que se
cierran los talleres y el Sol de puesta enciende el agua, siente que tiene
cita con el Creador, reconoce que el hombre es definitivamente bueno y ve
que de su cabeza, reflejada en la corriente, surgen aspas de luz.
Pero
¿qué dará idea de su vasto y ardentísimo amor? Con el fuego de Safo
ama este hombre al mundo. A él le parece el mundo un lecho gigantesco. El
lecho es para él un altar. “Yo haré ilustres, dice, las palabras y las
ideas que los hombres han prostituido con su sigilo y su falsa vergüenza;
yo canto y consagro lo que consagraba el Egipto.” Una de las fuentes de
su originalidad es la fuerza hercúlea con que postra a las ideas como si
fuera a violarlas, cuando sólo va a darles un beso, con la pasión de un
santo. Otra fuente es la forma material, brutal, corpórea, con que
expresa sus más delicadas idealidades. Ese lenguaje ha parecido lascivo a
los que son incapaces de entender su grandeza; imbéciles ha habido que
cuando celebra en “Calamus”, con las imágenes más ardientes de la
lengua humana, el amor de los amigos, creyeron ver, con remilgos de
colegial impúdico, el retorno a aquellas viles ansias de Virgilio por
Cebetes y de Horacio por Giges y Licisco.
Y
cuando canta en “Los hijos de Adán”, en cuadros ante los cuales
palidecen los más calurosos del “Cantar de los Cantares”, tiembla, se
encoge, se vierte y dilata, enloquece de orgullo y virilidad satisfecha,
recuerda al dios del Amazonas, que cruzaba sobre los bosques y los ríos
esparciendo por la tierra las semillas de la vida: “mi deber es
crear!” “Yo canto al cuerpo eléctrico”, dice en “Los Hijos de Adán”;
y es preciso haber leído en hebreo las genealogías patriarcales del Génesis;
es preciso haber seguido por las selvas no holladas las comitivas desnudas
y carnívoras de los primeros hombres, para hallar semejanza apropiada a
la enumeración de satánica fuerza en que describe, como un héroe
hambriento que se relame los labios sanguinosos, las pertenencias del
cuerpo femenino. ¿Y decís que este hombre es brutal? Oíd esta composición
que, como muchas suyas, no tiene más que dos versos: “Mujeres
Hermosas”. “Las mujeres se sientan o se mueven de un lado para otro, jóvenes
algunas, algunas viejas; las jóvenes son hermosas, pero las viejas son más
hermosas que las jóvenes.” Y esta otra: “Madre y Niño”. Ve el niño
que duerme anidado en el regazo de su madre. La madre que duerme, y el niño:
¡silencio! Los estudió largamente, largamente. El prevé que, así como
ya se juntan en grado extremo la virilidad y la ternura en los hombres de
genio superior, en la paz deleitosa en que descansará la vida han de
juntarse, con solemnidad y júbilo dignos del Universo, las dos energías
que han necesitado dividirse para continuar la faena de !a creación.
Si
entra en la yerba, dice que la yerba le acaricia, que “ya siente mover
sus coyunturas”; y el más inquieto novicio no tendría palabras tan
fogosas para describir la alegría de su cuerpo, que él mira como parte
de su alma, al sentirse abrasado por el mar. Todo lo que vive le ama: la
tierra, la noche, el mar le aman; “¡penétrame, oh mar, de humedad
amorosa!” Paladea el aire. Se ofrece a la atmósfera como un novio trémulo.
Quiere puertas sin cerradura y cuerpos en su belleza natural; cree que
santifica cuanto toca o le toca, y hal!a virtud a todo lo corpóreo; él
es “Walt Whitman, un cosmos, el hijo de Manhattan, turbulento, sensual,
carnoso, que come, bebe y engendra, ni más ni menos que todos los demás.
Pinta a la verdad como una amante frenética, que invade su cuerpo y,
ansiosa de poseerle, lo liberta de sus ropas. Pero cuando en la clara
medianoche, libre el alma de ocupaciones y de libros, emerge entera,
silenciosa y contemplativa del día noblemente empleado, medita en los
temas que más la complacen: en la noche, el sueño y la muerte; en el
canto de lo universal, para beneficio del hombre común; en que “es muy
dulce morir avanzando” y caer al pie del árbol primitivo, mordido por
la última serpiente del bosque, con el hacha en las manos.
Imagínese
qué nuevo y extraño efecto producirá ese lenguaje henchido de
animalidad soberbia cuando celebra la pasión que ha de unir a los
hombres. Recuerda en una composición del “Calamus” los goces más
vivos que debe a la Naturaleza y a la patria; pero sólo a las olas del océano
halla dignas de corear, a la luz de la luna, su dicha al ver dormido junto
a sí al amigo que ama. El ama a los humildes, a los caídos, a los
heridos, hasta a los malvados. No desdeña a los grandes, porque para él
sólo son grandes los útiles. Echa el brazo por el hombro a los carreros,
a los marineros, a los labradores. Caza y pesca con ellos, y en la siega
sube con ellos al tope del carro cargado. Más bello que un emperador
triunfante le parece el negro vigoroso que, apoyado en la lanza detrás de
sus percherones, guía su carro sereno por el revuelto Broadway. El
entiende todas las virtudes, recibe todos los premios, trabaja en todos
los oficios, sufre con todos los dolores. Siente un placer heroico cuando
se detiene en el umbral de una herrería y ve que los mancebos, con el
torso desnudo, revuelan por sobre sus cabezas los martillos, y dan cada
uno a su turno. El es el esclavo, el preso, el que pelea, el que cae, el
mendigo. Cuando el esclavo llega a sus puertas perseguido y sudoroso, le
llena la bañadera, lo sienta a su mesa; en el rincón tiene cargada la
escopeta para defenderlo; si se lo vienen a atacar, matará a su
perseguidor y volverá a sentarse a la mesa, ¡como si hubiera matado una
víbora!
Walt
Whitman, pues, está satisfecho; ¿qué orgullo le ha de punzar, si sabe
que se para en yerba o en flor?,
¿qué
orgullo tiene un clavel, una hoja de salvia, una madreselva?, ¿cómo no
ha de mirar él con tranquilidad los dolores humanos, si sabe que por
sobre ellos está un ser inacabable a quien aguarda la inmersión
venturosa en la Naturaleza? ¿Qué prisa le ha de azuzar, si cree que todo
está donde debe, y que la voluntad de un hombre no ha de desviar el
camino del mundo? Padece; sí, padece; pero mira como un ser menor y
acabadizo al que en él sufre, y siente por sobre las fatigas y miserias a
otro ser que no puede sufrir, porque conoce la universal grandeza. Ser
como es le es bastante y asiste impasible y alegre al curso, silencioso o
loado, de su vida. De un solo bote echa a un lado, como excrescencia inútil,
la lamentación romántica: “¡no he de pedirle al Cielo que baje a la
Tierra para hacer mi voluntad!”
Y
qué majestad no hay en aquella frase en que dice que ama a los animales
“porque no se quejan”. La verdad es que ya sobran los acobardadores;
urge ver cómo es el mundo para no convertir en montes las hormigas; dése
fuerzas a los hombres, en vez de quitarles con lamentos las pocas que el
dolor les deja; pues los llagados ¿van por las calles enseñando sus
llagas? Ni las dudas ni la ciencia le mortifican. “Vosotros sois los
primeros, dice a los científicos; pero la ciencia no es más que un
departamento de mi morada, no es toda mi morada; ¡qué pobres parecen las
argucias ante un hecho heroico! A la ciencia, salve, y salve al alma, que
está por sobre toda la ciencia.” Pero donde su filosofía ha domado
enteramente el odio, como mandan los magos, es en la frase, no exenta de
la melancolía de los vencidos, con que arranca de raíz toda razón de
envidia; ¿por qué tendría yo celos, dice, de aquel de mis hermanos que
haga lo que yo no puedo hacer? “Aquel que cerca de mí muestra un pecho
más ancho que el mío, demuestra la anchura del mío.”
“¡Penetre
el Sol la Tierra, hasta que toda ella sea luz clara y dulce, como mi
sangre. Sea universal el goce. Yo canto la eternidad de la existencia, la
dicha de nuestra vida y la hermosura implacable del Universo. Yo uso
zapato de becerro, un cuello espacioso y un bastón hecho de una rama de
árbol!”
Y
todo eso lo dice en frase apocalíptica. ¿Rimas o acentos? ¡Oh, no! su
ritmo está en las estrofas, ligadas, en medio de aquel caos aparente de
frases superpuestas y convulsas, por una sabia composición que distribuye
en grandes grupos musicales las ideas, como la natural forma poética de
un pueblo que no fabrica piedra a piedra, sino a enormes bloqueadas.
El
lenguaje de Walt Whitman, enteramente diverso del usado hasta hoy por los
poetas, corresponde, por la extrañeza y pujanza, a su cíclica poesía y
a la humanidad nueva, congregada sobre un continente fecundo con portentos
tales, que en verdad no caben en liras ni serventesios remilgados.Ya no se
trata de amores escondidos, ni de damas que mudan de galanes, ni de la
queja estéril de los que no tienen la energía necesaria para domar la
vida, ni la discreción que conviene a los cobardes.
No
de rimillas se trata, y dolores de alcoba, sino del nacimiento de una era,
del alba de la religión definitiva, y de la renovación del hombre; trátase
de una fe que ha de sustituir a la que ha muerto y surge con un claror
radioso de la arrogante paz del hombre redimido; trátase de escribir los
libros sagrados de un pueblo que reúne, al caer del mundo antiguo, todas
las fuerzas vírgenes de la libertad a las ubres y pompas ciclópeas de la
salvaje Naturaleza; trátase de reflejar en palabras el ruido de las
muchedumbres que se asientan, de las ciudades que trabajan y de los mares
domados y los ríos esclavos.
¿Apareará
consonantes Walt Whitman y pondrá en mansos dísticos estas montañas de
mercadería, bosques de espinas, pueblos de barcos, combates donde se
acuestan a abonar el derecho millones de hombres y Sol que en todo impera,
y se derrama con límpido fuego por el vasto paisaje?
¡Oh!
no ; Walt Whitman habla en versículos, sin música aparente, aunque a
poco de oírla se percibe que aquello suena como el casco de la tierra
cuando vienen por él, descalzos y gloriosos, los ejércitos triunfantes.
En
ocasiones parece el lenguaje de Whitman el frente colgado de reses de una
carnicería; otras parece un canto de patriarcas, sentados en coro, con la
suave tristeza del mundo a la hora en que el humo se pierde en las nubes;
suena otras veces como un beso brusco, como un forzamiento, como el
chasquido del cuero reseco que revienta al Sol; pero jamás pierde la
frase su movimiento rítmico de ola. Él mismo dice cómo habla: “en
alaridos proféticos”; “éstas son, dice, unas pocas palabras
indicadoras de lo futuro’?. Eso es su poesía, índice; el sentido de lo
universal pervade el libro y le da, en la confusión superficial, una
regularidad grandiosa; pero sus frases desligadas, flagelantes,
incompletas, sueltas, más que expresan, emiten; “lanzo mis
imaginaciones sobre las canosas montañas”; “di, Tierra, viejo nudo
montuoso, ¿qué quieres de mí?” ,“hago resonar mi bárbara fanfarria
sobre los techos del mundo”.
No
es él, no, de los que echan a andar un pensamiento pordiosero, que va
tropezando y arrastrando bajo la opulencia visible de sus vestiduras
regias. El no infla tomeguines para que parezcan águilas; él riega águilas,
cada vez que abre el puño, como un sembrador riega granos.
Un
verso tiene cinco sílabas; el que le sigue cuarenta, y diez el que le
sigue. El no esfuerza la comparación, y en verdad no compara, sino que
dice lo que ve o recuerda con un complemento gráfico e incisivo, y dueño
seguro de la impresión de conjunto que se dispone a crear, emplea su arte
que oculta por entero, en reproducir los elementos de su cuadro con el
mismo desorden con que los observó en la Naturaleza.
Si
desvaría, no disuena, porque así vaga la mente sin orden ni esclavitud
de un asunto a sus análogos; mas luego, como si sólo hubiese aflojado
las riendas sin soltarlas, recógelas de súbito y guía de cerca, con puño
de domador, la cuadriga encabritada, sus versos van galopando, y como
engullendo la tierra a cada movimiento; unas veces relinchan ganosos, como
cargados sementales; otras, espumantes y blancos, ponen el casco sobre las
nubes; otras se hunden, osados y negros, en lo interior de la tierra, y se
oye por largo tiempo el ruido. Esboza; pero dijérase que con fuego. En
cinco líneas agrupa, como un haz de huesos recién roídos, todos los
horrores de la guerra. Un adverbio le basta para dilatar o recoger la
frase, y un adjetivo para sublimarla.
Su
método ha de ser grande, puesto que su efecto lo es; pero pudiera creerse
que procede sin método alguno; sobre todo en el uso de las palabras, que
mezcla con nunca visto atrevimieqto, poniendo las augustas y casi divinas
al lado de las que pasan por menos apropiadas y decentes.
Ciertos
cuadros no la pinta con epítetos, que en él son siempre vivaces y
profundos, sino por sonidos, que compone y desvanece con destreza cabal,
sosteniendo así con el turno de los
procedimientos el interés que la monotonía de un modo exclusivo pondría
en riesgo. Por repeticiones atrae la melancolía, como los salvajes. Su
cesura, inesperada y cabalgante, cambia sin cesar, y sin conformidad a
regla alguna, aunque se percibe un orden sabio en sus evoluciones, paradas
y quiebros.[2] Acumular le parece el
mejor modo de describir, y su raciocinio no toma jamás las formas
pedestres del argumento ni las altisonantes de la oratoria, sino el
misterio de la insinuación, el fervor de la certidumbre y el giro ígneo
de la profecía. A cada paso se hallan en su libro estas palabras
nuestras: viva, camarada, libertad, americanos. Pero ¿qué pinta mejor su
carácter que las voces francesas que, con arrobo perceptible, y como para
dilatar su significación, incrusta en sus versos?: ami, exalcé,
accoucheur, nonchalant, ensemble; ensemble, sobre todo, le seduce, porque
él ve el cielo de la vida de los pueblos, y de los mundos. Al italiano ha
tomado una palabra: ¡bravura!
Así,
celebrando el músculo y el arrojo; invitando a los transeúntes a que
pongan en él, sin miedo, su mano al pasar; oyendo: con las palmas
abiertas al aire, el canto de las cosas; sorprendiendo y proclamando con
deleite fecundidades gigantescas; recogiendo en versículos édicos las
semillas, las batallas y los orbes; señalando a los tiempos pasmados las
colmenas radiantes de hombres que por los valles y cumbres americanos se
extienden y rozan con sus alas de abeja la fimbria de la vigilante
libertad; pastoreando los siglos amigos hacia el remanso de la calma
eterna, aguarda Walt Whitman, mientras sus amigos le sirven en manteles
campestres la primera pesca de la Primavera rociada con champaña, la hora
feliz en que lo material se aparte de él, después de haber revelado al
mundo un hombre veraz, sonoro y amoroso, y en que, abandonado a los aires
purificadores, germine y arome en sus ondas, “¡desembarazado,
triunfante, muerto!”
José
Martí
El
Partido Liberal. México, 1887.
Fuente:
Martí, J. El poeta Walt Whitman. Obras completas. T. 13. Editorial
Nacional de Cuba, La Habana, 1967, pp. 129 -143 .
Referencias:
|
por
José Martí
Gentileza del Dr. Sc. Rigoberto Pupo Pupo
Dr. Sc. Rigoberto Pupo Pupo en Letras Uruguay
Ver, además:
Walt Whitman en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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