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Tipologías de la risa. Sátira y absurdo
Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com

El procedimiento para definir la tipología de la risa llama a indagar en las maneras en que se presentan los enunciados humorísticos. De la correspondencia entre maneras y tipos brota una madeja clasificatoria que, con el tiempo y el uso irregular de las nominaciones, ha convertido al contexto reflexivo del humor en un caótico universo de definiciones ad hoc, marcadas en general por la arbitrariedad de la circunstancia. Estas, luego de emitidas a partir de su necesidad de uso comunicativo, se establecen en el espectro general de recepción de modo conceptual, es decir, creando percepciones erróneas que no parecen serlo, pues la contigüidad de los elementos en que se asientan obstruye cualquier otra precisión.

Sátira y comedia, ironía y absurdo, sarcasmo y burla, se mezclan bajo una apacible naturalidad capaz de convertir en semejanzas las diferencias vitales que pudieran esgrimirse para su identificación precisa. Ello responde, no solo a que a la inmensa mayoría de los humoristas no les importe el plano de las definiciones teóricas, sino también, y principalmente, al lógico exceso de contaminación con el que suelen presentarse los tipos humorísticos, por fuerza de práctico ejercicio vinculados a la clasificación genérica; y, por supuesto, a predeterminadas intenciones psicosociales, políticas, clasistas, etcétera, que inciden en la actitud de quien manipula el enunciado humorístico a favor de sus propias concepciones.

No pretendo, sin embargo, adentrarme en un recorrido etimológico de la formación de los conceptos, sino analizarlos de acuerdo con la relación a la que la propia función significante nos conduce.

“¿Cuál es la diferencia esencial entre el capitalismo y el socialismo?,” decía un chiste de la era soviética que terminaba con la siguiente respuesta: “Que en tanto en el capitalismo el hombre explota al hombre, en el socialismo es todo lo contrario.” La conclusión otra, tautológica, mediante la cual el receptor puede reír, adquiere un estamento satírico, de negación, al extender el chiste al contexto político. Pudiéramos, no sin cierta dosis de pedantería, parodiar el mecanismo y preguntar: “¿Cuál es la diferencia entre un machista y un hombre cabal, consciente del rol de los sexos en la sociedad?”; para responder: “Que el machista se proclama el eje esencial de la existencia en tanto el hombre cabal, consciente del rol de los sexos en sociedad, es tan amable que permite a la mujer considerarlo el eje principal de la existencia”. La tautología satírica no depende, de pronto, de que los elementos a poner en relación se reconstituyan como idénticos, sino de que resulten idénticos los resultados-significados por el contexto de enunciación. Otro ejemplo análogo se halla en la socorrida anécdota que atribuye a no pocos presidentes del mundo haber dicho, intentando mediar en un conflicto de intereses polares que daña a su estatus de gobernabilidad: “¡Ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario!” En este caso, lo satírico queda circunscrito más a la propia figura que representa la guía de la nación, que al sistema gracias al cual llega a ese puesto. Recuérdese además, en esta propia línea de las tautologías significantes, este que alude al peronismo: “Para controlar a un peronista, nada mejor que otro peronista.”

¿Constituyen estos axiomas chistosos, sátiras políticas o desplantes absurdos, sarcasmos sociales o burlas personales? ¿Se basan, suficientemente, en la redundancia de los significantes o en las precodificaciones del significado?
 
Si bien se observa, las confusiones de definición acerca de los enunciados humorísticos pueden ser detectadas, con alta frecuencia, entre la zona de los tipos genéricos y la que ocupan los géneros como tal. Por costumbre, encontramos en esas clasificaciones un tanto naturales un arbitrario uso de la relación entre las maneras y los tipos, pues no resulta nada raro leer, o escuchar, que la obra tal o el cuento mascuál son “una sátira”. Lo satírico, de cualquier modo, representa una condición estilística del discurso, como también ocurre con lo absurdo.

Compay —pregunta, por boca de un humorista, un campesino estilizado a otro—, verdad que el tren nuevo pasa por la misma puerta de su casa?

¡Ni imaginárselo, compadre, —responde el interpelado— si la puerta de mi casa no tiene más que un metro de ancho!

En este caso, podemos aprehender como satirizada una presunta incapacidad del campesino, hombre rudo, primitivo, etcétera, de comprender lo elemental de un habla figurada, al suponer que, literalmente, ese tren nuevo debe atravesar el espacio que ocupa la puerta de su casa. Pero además, y no luego de muchas vueltas, podemos ver en perspectiva el absurdo proceder de la comunicación humana si nos atenemos a sus propias leyes básicas, pues la frase no dice sino que el nuevo tren debe atravesar el umbral de la puerta del campesino, supuestamente torpe para comprender una figuración lingüística. ¿Cómo clasificar, entonces, este chiste?
 
Cuando se aplican tipos de clasificaciones que descansan su centro en relaciones de contigüidad, mediante las cuales la fuente social del enunciado construido suele desplazar a su estructura formal, el acto clasificatorio suele sustentarse con una conclusión afásica. Ello se produce, no por impericia de quien clasifica sino por la cercanía de las asociaciones entre los tipos y los géneros mismos, asunto que pasa al campo de los especialistas. De manera que nos hallamos ante una dicotomía análoga a la que enfrenta el cirujano, conocedor en detalle del organismo humano y su funcionamiento, para intervenirlo, y el paciente, quien debe entender de la mejor manera las explicaciones del por qué y el cómo de su operación. Paradoja, en fin, como la que nos deja a cada hora la relación entre la lengua y el habla.

De ahí que, con bastante frecuencia, la clasificación responda a un interés espurio asociado a las fuentes referentes de ese enunciado que se construye para hacer reír. Los ejemplos anteriores que se conforman con elementos políticos muestran cómo, en todos los casos, el sistema social por sí, es decir, el capitalismo, se asimila como una especie de norma natural, como hábitat sine qua non para los ciudadanos, de modo que evade el peso valorativo del estamento satírico y lo descarga sobre el elemento focalizado en la construcción humorística.

El entramado de clasificaciones espontáneas, de asociación contigua errónea, sigue su curso y se asienta en el contexto que con el humor se relaciona. En primer lugar, las maneras representativas indican la presencia de tipos humorísticos genéricos, como los de parodia, caricatura, burla, farsa, e, incluso, la apropiación del vocablo gag, siempre que este aparezca con la suficiente interdependencia dentro del género que lo englobe. Una parodia no es, precisamente, un género, pues se produce gracias a que la manera representativa que lo hace pertinente pone en relación inmediata un texto o una representación anterior con la que el receptor establece derivaciones interpretativas que remiten a una segunda comprensión. Se usa, no obstante, esta clasificación, para significar que la comedia, el cuento o la historieta de referencia resultan básicamente paródicos. Téngase en cuenta, además, que la superposición de elementos paródicos en el interior de los discursos incide en la transformación de los géneros, pues el texto parodiado indica a los textos próximos de su propia estructuralidad esos momentos parodiables, básicamente ostensibles, y propone una manera diferente para su configuración. La parodia en específico orientada a lo cómico reclama un grado de distorsión interpretativa capaz de, al menos, estremecer a aquel otro, anterior e imprescindible, que el texto parodiado había propuesto.

El vocablo caricatura ha pasado a designar tanto el género plástico como la manera en que determinados enunciados se presentan. Así, no es lo mismo una caricatura que algo caricaturesco. La burla plantea la necesidad de una toma de conciencia definida en relación con determinado suceso referente, pues sin este requisito es poco probable que aflore el resultado cómico, mientras que la farsa remite a un status lógicamente improbable en la manera representativa, es decir, en la continuidad lógica de los sucesos, ya sean estos de acción o significacionales, y en la implicación denotativa de cada uno de los elementos puestos en juego.

Una explicación según las maneras del discurso nos conduciría a la identificación de tipos estilísticos como sátira, absurdo, grotesco o suspenso, así como a los siempre inquietantes tipos de humor negro y humor verde. Con lo satírico ocurre algo muy parecido a lo ya expuesto acerca de la parodia, aunque la sátira se va fundamentando en las maneras discursivas y, además, sus vínculos más evidentes se localizan en el acápite de las fuentes de lo cómico, sobre todo en las normas y convenciones sociales que se han establecido como paradigmas. La rajadura entre tales convencionalismos y el comportamiento referente es materia propicia para lo satírico. Pero tampoco una sátira lo es si no está vinculada, por anterior consenso, a un género determinado. En lo absurdo, el discurso se presenta sobre la base de una reescrituración constante en el proceso de significación, de ahí la preponderancia del azar, de las ideas repentinas o de los cambios bruscos en la sintagmática discursiva misma. La sintaxis planteada en los razonamientos por esencia lógicos, se ve tenazmente sometida a una continuidad lógica extrema, lo que, nótese bien, constituye una diferencia elemental entre lo farsesco y lo absurdo. Así, mientras la farsa impone una constante disyuntividad de la sintaxis naturalizada en el plano receptivo, el absurdo revela los límites de esa propia sintagmática en la que los significados adquieren coherencia elemental. Lo grotesco, por su parte, surge cuando el discurso enunciativo pone en evidencia series de sucesos relegados por la memoria del proceso civilizatorio y que, por convención, han sido tabuados bajo el devenir social.

El suspenso, entonces, depende de muy estrechos vínculos con la técnica discursiva, pues se trata de un elemento fundamentado en la acumulación de descargas informacionales cuyo objetivo se cumple al obtener un resultado imprevisto, o sea, aquel que, aunque posible, había sido relegado por las esferas de superficie del conocimiento. El carácter definitorio del humor negro depende, exclusivamente, de su relación con la muerte y las enfermedades (que, por su naturaleza, atacan a la vida); esto es, del tratamiento específico, por lo general irrespetuoso, que se le impone a la mirada tradicional aceptada para este tipo de situación. El discurso subvierte los códigos habituales, concebidos para una perfecta comunicación, para una condolencia cuasi devota respecto a fallecidos y enfermos, imponiendo un acto significacional inesperado que lleva a superficie una circunstancia otra, desacralizadora. Las definiciones del humor verde se presentan, también, análogas a las que para el humor negro se utilizan, aunque para el caso se sustituye el papel de la muerte por el del sexo, que, en su trasfondo de sentido psicosocial, suele presentarse contaminado por esos instintos a los que Freud dedicó el grueso de su obra. Si agregamos que se llama humor blanco a todo aquello que se encuentra fuera de estos dos ejemplos, y que además es ajeno a la sátira, comprenderíamos que tales calificaciones presuponen una especie de adoptividad y no en rigor un casillero aparte, al menos desde el punto de vista de la estructuralidad.

Se trata, en este grupo de clasificación para la práctica social, de modalidades adjetivas lexicalizadas por el uso común, empleadas bajo normas de asociación figurativa que, aunque expresan, no definen.

Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com

Publicado, originalmente, en Cuba Literaria http://www.cubaliteraria.cu/ - 03 de julio de 2008

Link: http://www.cubaliteraria.cu/articuloc.php?idarticulo=8732&idcolumna=29

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