Paradiso, de José Lezama Lima, ¿y qué nombre le pondremos?
Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com

Generalmente, aquel lector que no puede rebasar el desconcierto al intentar escalar la última oración de Paradiso, esa enigmática novela de José Lezama Lima, es víctima de un grado de estadio evaluativo cuyos códigos se resienten en el momento en que se entrega a la comparación. Sorprendido ante la quiebra elemental de su nivel de referencias, se pregunta si ha leído realmente una novela, pues no recuerda muchas obras del género que se le parezcan. Se aviene entonces el corre-corre para equilibrarla con Proust, entre otras muestras de desconcierto. Por otra parte, puede sospechar que hay demasiada cultura o “erudición” para lo que suele admitir la narración más dotada en este sentido puesto que ha recibido en realidad una gran carga informativa en relación con ese aspecto. Los acercamientos comparativos, para estos casos, han de adentrarse en un nivel genérico y, como efectivamente propone César López, usted debe decidir tajantemente si tomarla o dejarla. Eso, desde nuestro punto de vista, es escasamente problemático, ya que no busca conclusiones a partir del texto mismo sino en el proceso receptivo, en sus posibilidades hermenéuticas.

El torrente llega, no obstante, cuando ese lector que se ha decidido por tomarla, se lanza, además, a emprender los caminos de su interpretación y se decide a interrogar al texto en su función discursiva más inmediata.

Y en el momento en que el análisis sobre Paradiso comienza a germinar, aparece un polémico alarde de entrecruzamientos entre el uno y el otro, ese lector-analista que borda en su tamiz al autor de la novela más el autor de la novela y su propio bordado de esa otra cultura. Esto es lo que, en una línea cercana a Iuri Lotman, se llamaría “diversas personas semióticas en andas”.

No es ocioso, por tanto, indagar en esas series de alteridad que van alterando el pulso natural de Paradiso —alterado ya el pulso natural del arquetipo— y adentrarse en un raudo acercamiento a su función significante.

En primer lugar, y ya que estamos dispuestos a reconocer que nuestra visión arquetípica de género sufre ante esta obra una profunda rajadura, sería preciso conceder que lo que Mario Vargas Llosa llama “exótico” en la percepción lezamiana, puede ser equilibrado, en asimilación de la terminología de Mijaíl Bajtín, como exotópico; aunque, desde luego, no se trata de un simple intercambio de vocablos ni, siquiera, de una solución sinonímica, sino de una precisión metodológica que permita establecer las bases teóricas de esas rarezas lezamianas.

La exotopía puede hallarse opuesta a la identificación, como fundamentación de elementos que suponen el diálogo. Del mismo modo en que Tácito desarrolló una descripción exótica de la vida de los germanos, Lezama Lima desarrolla en esta novela una visión exótica de la cultura universal y, sobre todo, de la cultura griega. Se trata, en rigor, de una visión de la cultura esmerada en producir una línea exotópica inmutable, en una constante alteridad que, a fuerza de mantener la coherencia metodológica, termina fundando un idiolectema o, por lo menos, la imagen de su posibilidad.

Con independencia de las direcciones en que la narrativa lezamiana nos presenta este diálogo, genéricamente tenso, entre exotopía e identificación, y de la gama de rasgos que en él se vislumbra, no conllevará sincretismos ni hibridaciones capaces de reformular en uno la visión. Digamos que, mientras un narrador que pretenda englobar en su discurso narrativo las diferencias dialógicas que van desde los niveles del personaje hasta la actancialidad, significa bajo su estilo esas tendencias esenciales, para Lezama Lima ese procedimiento significacional ocurre solo en la norma más tradicional de la técnica del narrar. No varían las maneras del diálogo, sino los principios y las perspectivas de la imago. En el transcurso de la novela, la formulación del otro ocupará su espacio, como en la cópula, donde dos seres se unen para ser simbólica y falsamente uno; aunque en el final, siempre más inmediato que eterno, ese uno simbólico sea de nuevo dos, enriquecidos mutuamente, desde luego.

Cuando a Paradiso se le escamotea la posibilidad de ser una novela —su identidad vital—, además de responder a la idea tan simple del arquetipo, se deja de comprender que lo que determinaría la usurpación efectiva de géneros, puede ser ubicado en su abundante capacidad isomórfica. Del isomorfismo entre lo genérico y lo factual —lo discursivo—, que en el texto recuerda lo genérico, debe decidirse el asunto, aunque sin dejar de atender a ese principio de otredad que en Lezama Lima es condición original, proposición básicamente utópica. La polisemia del símbolo poético supone la unidad, la identidad de la voz a sí y su soledad total en la palabra, asegura Mijaíl Bajtín cuando opone el sistema poético al narrativo. En Paradiso, no obstante, se ha trascendido la exclusividad tropológica de la poesía para demostrar que, mientras la ambigüedad poética satisface a una sola voz y a un solo sistema de acentos, la reformulación intergenérica puede hacer de la novela, también, una figuración del sentido a una sola voz, una proposición básicamente tropológica del discurso narrativo.

Este procedimiento revela, ya en el planteamiento de la exotopía, que para Lezama lo propio es el poeta y su objeto: la poesía; la imago. La poesía desconstruye el proceder narrativo como un otro y le impone, sin lugar alguno para la polémica, su propio sistema.

¿Quiere esto decir que Paradiso es un poema, como se expresa con tanta frecuencia, a veces con la sana y malograda intención de sublimar aún más el texto?

Si estamos de acuerdo en que, por ejemplo, apoderarse de pasajes de la Historia Universal, esto es, de la formulación institucional de esa Historia, y reformularlos a su antojo, constituyen una forma de asimilación del otro tan auténtica y tan válida como cualquiera, tendríamos que reconocer que algo semejante sucede con la interrelación entre la poesía y la novela en Paradiso. La intencionalidad autoral, está perfectamente claro, fue la de escribir una novela. Asimismo, su propio estilo poético la reformuló, la sometió a una desconstrucción intergenérica, pero sin abandonar nunca el proyecto. Lo raro solo indica que nuestros arquetipos andan con demasiada pereza, pero jamás que, justamente por raro, no exista. El derecho a la existencia —y a la identidad genérica— le pertenecen desde la primera palabra, desde el primer juego de exotopías intergenéricas y desde su misma escena de apertura en la que aparecen, categóricamente, las circunstancias siempre sorprendentes de la alteridad. 

Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com

Publicado, originalmente, en Cuba Literaria http://www.cubaliteraria.cu/ - 18 de diciembre de 2014

http://www.cubaliteraria.com/articuloc.php?idarticulo=18104&idcolumna=29

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