Paradiso: atmósfera lingüística y terca alteridad
Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com

En la atmósfera lingüística de Paradiso se imbrican tres segmentaciones:

a) la poesía
b) la razón
c) la anécdota.

Todas ellas se desplazan a través de un denominador común: la imago. Una imagen que no solo se impone desde sus elementos de relación significacional, sino que es impuesta en el estilo mismo.

El símil homérico, del que Lezama Lima se vale con frecuencia en su obra narrativa, es uno de los portadores esenciales de la estructura exotópica en su monumental novela Paradiso. Constituye, entre otras cosas, una digresión metatextual que marca su compromiso estilístico con la exotopía. Las incorporaciones al texto narrativo de esos símiles estrictamente homéricos producen y reproducen una imago que se enuncia como estable para los códigos de percepción de la cultura universal. Así, el autor predice la constante necesidad de un otro —receptor pleno acaso— portador de una conciencia cultural atemporal, extradiegética y constante, que fundamente el proceso de la comparación en el plano receptivo. Todo a partir de esa constante reelaboración distanciadora que multiplica los viajes de la codificación. Porque el distanciamiento exotópico constante es un viaje iniciático que, a través del sentido universal codificado, equipara el suceso cotidiano a esa herencia cultural. O sea, y como lo pedía Brecht, distanciarse para interpretar lo inmediato.

Por tanto, la suma de contradicciones que, invariablemente, provoca Paradiso, no tiene su centro en la mirada exótica que Lezama proyecta sobre la cultura universal, que explica ciertos órdenes de la inmediatez cubana, sino en el propio acercamiento al texto lezamiano como exótico. Se trata de un prejuicio que la percepción civilizatoria arrastra como parte de su evaluación. Ya sea porque se intente descalificarla, por enrevesada en sus diversas variantes estilísticas, ya porque se intente llevarla a la mayor validación, las bases del juicio terminan en prejuicio.

La fuerte aprehensión de la imagen interior de su cultura, permite a Lezama Lima no solo mirar a toda cultura otra con la distancia crítica de un antropólogo tradicional, sino apropiarse de su reelaboración, y dominarla al fin bajo el torrente único de su lenguaje y, lo que va más allá, bajo la recomposición de su discurso único, puesto en función de un discurso narrativo que poliniza a toda costa la otredad. Cuando Lezama reformula el paradigma cultural del otro, esto es, cuando los personajes de la Biblia o de la Historia Antigua o de cualesquiera de las cosmogonías y mitologías a las que suele acudir con suma familiaridad, se introducen en acciones que el propio autor puede haberle adjudicado —siempre como si todo fuese escrupulosamente extraído de las fuentes que soportan esos paradigmas culturales— no solo deconstruye ese texto, sino que impone una sintagmática de la aprehensión propia capaz de disponer a su antojo, libre de toda actitud polemizante, de todo cuanto en forma de cultura se presente. No se trata, a mi modo de ver, y contrariamente a lo que desde muy temprano estableciera Severo Sarduy, de un “reflejo (destaco este término) necesariamente pulverizado de un saber que sabe que ya no está «apaciblemente» cerrado sobre sí mismo”, sino de una necesidad de pulverizar el concepto de reflejo en un saber que, para serlo, para aprehender la categoría de saber, está obligado a multiplicar su estructuración hasta lo infinito, siempre en el trayecto inagotable del logos que, en función de la imagen, se va regenerando. Un logos que hace de la poesía descripción y fundamento de acciones; de la razón, argumento narrativo, y de la anécdota, tratado.

El lenguaje en Paradiso, si es también atmósfera, lo es a condición de estar al servicio de la imagen que todo lo devora, porque es capaz de asimilarlo todo, y es al mismo tiempo la fuente primigenia y el método de continuidad de toda creación posible en su propio modelo del mundo. El modo de producción del texto responde a un objetivo de sentido que descansa en la imagen y, por tanto, en las formas en que ella pueda ser interpretada, una vez que se ha vencido el encuentro primario de la percepción.

El establecimiento de diversos lenguajes en un mismo texto, como puede apreciarse reiteradamente en Paradiso, pasa, necesaria, imprescindiblemente, por la aprehensión y la absorción estilística del autor. En este caso se produce un doble juego, pues la aprehensión está permeada de “libres interpretaciones personales” que pueden ser “desmentidas” gracias a una erudición mucho menor que la del propio Lezama, mientras que la absorción de las normas estilísticas es prácticamente absoluta.

En un pasaje del capítulo III, mientras Belarmino intenta convencer a Augusta de que su hijo Andresito ofrezca “algún numerito de violín” en la tómbola de los emigrados hallamos un ejemplo sutil de esta subordinación estilística:

—Señora Augusta —comenzaba su ruego levantando los ojos del suelo y empezando a hablar como si buscase las palabras—, qué bien estaría que en la próxima fiesta que damos los emigrados, Andresito nos diese un Chaikovsky o un Paganini; a sus quince años todo quedaría como una interpretación, y además le daría muy buen tono a la fiesta que el hijo de don Andrés, con su criollo arco largo, demorándose en la languidez de las roulats, nos revelase el nomadismo, la libertad, en suma, decía el viejito en el ápice de sus albricias, del Oriente europeo.

(p. 122, Ed. Casa de las Américas)

Semejante procedimiento establece también una búsqueda exotópica del lenguaje propio de los diversos personajes —el otro— en virtud de maneras lingüísticas que son francos asertos del autor. Tal vez el convencimiento de que se encuentra en la privilegiada condición de poseedor absoluto de la imagen que él mismo manipula, lleva a Lezama a someter a sus propios giros y maneras de razonamiento a toda la galería de sus dramatis personae, aun cuando exponga distintos puntos de vista desde diferentes casos. Vemos, en este ejemplo, esbozos de una crítica musical, de una interpretación social del hecho en tanto ejecución musical limitada (por ser ejecutada por un niño) y hasta un alarde descriptivo del acto, que recoge lo visto y lo proyecta hacia el posible acto que se busca en el pasaje, y al mismo tiempo, lo convierte en el estilo que el autor privilegia.

Se trata, insistamos una vez más, de un sometimiento al estilo, a sus normas esenciales planteadas por la necesidad insoslayable de ser original, de ser otro en el momento sublime de la creación, en el desarrollo pleno de la imagen heredada. Las estructuras semióticas puestas en acción en esta novela —y en el más amplio conjunto de su obra— giran alrededor de esta posesión y de este destino. Ello, desde luego, no lo expulsa de la condición genérica asumida para cada caso, sino que lo coloca en un mirador necesariamente exotópico, llamado a la incansable búsqueda identificatoria de la alteridad, al deber de conseguir la sobrenaturaleza a través del viaje iniciático y constante que la imagen impone.

Pero, también así, la pretendida “negación del otro” es impracticable en el discurso lezamiano. Ocurre en realidad una desconstrucción constante, una imposición de la aprehensión semiótica trasvestida en el discurso narrativo. La proyección intergenérica, por tanto, regenera los diálogos internos con independencia relativa, tanto de las aprehensiones que provienen de la cultura universal como de los géneros que, desde esos mismos bloques culturales, le sirven de contrapartida. Si todo parlamento está remitido a la persona semiótica del autor es, por cierto, para cumplir en ella misma la reformulación del paradigma cultural del otro.

Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com

Publicado, originalmente, en Cuba Literaria http://www.cubaliteraria.cu/ - 09 de abril de 2015

http://www.cubaliteraria.com/articuloc.php?idarticulo=18440&idcolumna=29

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