Errancia y finalidad: variaciones del viaje odiseico en dos novelas latinoamericanas contemporáneas

Wandering and fínality: variations of the odysseus voyace in two latinamerican novels
ensayo de Juan José Guerra

juan.guerra@uns.edu.ar

Universidad Nacional del Sur, Argentina

Este trabajo analiza las transfiguraciones del viaje odiseico en las novelas Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier, y Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño. Luego de hacer un repaso de las apropiaciones más relevantes de la figura de Ulises en la tradición universal, se plantea que en esas dos novelas existe una disyuntiva entre el viaje como proceso simbólico que dota de sentido al itinerario y el viaje como mera errancia que constituye un fin en sí misma.

palabras clave: viaje, épica, novela, Carpentier, Bolaño.

This work analyzes the transfigurations of the odysseous journey in the novels Los pasos perdidos, by Alejo Carpentier, and Los detectives salvajes, by Roberto Bolaño. After exploring the most relevant appropriations of the figure of Ulysses in the universal tradition, it is argued that in these two novels there is a disjunction between the journey as a symbolic process that gives meaning to the itinerary and the journey as mere wande-ring that constitutes an end in itself.

keywords: journey, epic, novel, Carpentier, Bolaño.


En las “Claves de Adán Buenosayres", Leopoldo Marechal dice que su novela y la de Joyce son rigurosamente opuestas: mientras Joyce “en el Ulises, toma de Homero la ‘técnica del viaje' [...] no toma, como yo, el ‘simbolismo intelectual del viaje', que al fin y al cabo es lo que más importa” (190). A continuación, agrega que Leopold Bloom viaja sin ningún propósito “metafísico: viaja según el ‘errar' y según el ‘error' [...] y se ‘dispersa' en la multiplicidad de sus gestos y andanzas [...] hasta la atomización” (1995: 191)[1]. Según el escritor argentino, Bloom sería un turista que se divierte (se aparta, se desvía), mientras que Adán Buenosayres se desplaza “con un objetivo determinado: el fin o la finalidad de su viaje” (191). Más allá de que estemos de acuerdo o no con la apreciación que Marechal hace del Ulises, nos interesa resaltar la distinción que el autor establece entre la técnica del viaje y el simbolismo espiritual del viaje, porque encontramos que esta disyunción es operativa para trazar —al menos provisoriamente— un contrapunto —acaso debatible, pero eso ya lo veremos— entre las novelas de Alejo Carpentier y Roberto Bo-laño. La invocación y la insistencia del nombre de Ulises en Los pasos perdidos y Los detectives salvajes son lo suficientemente explícitas como para reclamar la atención del lector. Recordemos brevemente cuáles fueron las transfiguraciones más notables del héroe polytropos en la literatura posterior a Homero.

A través de una singular economía de adjetivación, Virgilio no deja dudas acerca de la valoración que hace de Ulises en la Eneida. Dado que el punto de vista asumido es el de los troyanos que han sido derrotados, no sorprende encontrar semejante caracterización del artífice intelectual de la caída de Troya. En efecto, los adjetivos que califican a Ulises se destacan —salvo una excepción, sobre la que volveremos— por su severidad: duri Vlixi (II. 7), pellacis Vlixi (II. 90), scelerumque inuentor Vlixes (II. 164)[2], dirus Vlixes (II. 261 y II. 762), infelicis Vlixi (III. 613 y III. 691), fictor Vlixes (IX. 602). Por su parte, el desesperado parlamento de Laocoonte en el libro segundo habla del carácter doloso, ya inocultable aunque inadvertido por los troyanos, de las acciones de los aqueos y de Ulises en particular: “creditis auectos hostis? aut ulla putatis / dona carere dolis Danaum? sic notus Vlixes?” (II. 43-44). Además, cuando Eneas navega con destino al Lacio, se refiere en los siguientes términos al héroe de los muchos caminos: “effugimus scopulos Ithacae, Laertia regna, / et terram altricem saeui exsecramur Vlixi” (III. 272-273). En una operación metonímica, se maldice la tierra de origen de Ulises por haber sido Ítaca la patria que engendró al héroe “destructor de ciudades”. El territorio completo está manchado por las acciones impiadosas de su rey.

Sin embargo, como bien señala W. B. Stanford (1963), es necesario diferenciar entre los parlamentos de los distintos personajes del poema, ya que todo calificativo de Ulises está puesto en boca de ellos. Eneas no dice nada que no sea esperable en un príncipe derrotado por la estratagema de Ulises. En cambio, las palabras más severas corresponden a Sinón, quien acusa a Odiseo de pérfido y de instigador de crímenes. Esto es parte de un intento de persuadir a los troyanos, escondiendo las verdaderas intenciones de su discurso. Por otra parte, Deífobo repite, durante su diálogo con Eneas en el Averno, las palabras de Sinón, pero en su caso no forman parte de una estrategia retórica sino que representan la opinión auténtica que los vencidos tienen de Ulises. El rútulo Numano Régulo, por su parte, define a Ulises como un guerrero artero, en sintonía con la tradición que ponderaba la inteligencia y astucia del héroe homérico, para contraponerla a la rudeza y bravura de los ítalos. A pesar de todo, también hay una nota de posible compasión, cuando se califica al héroe homérico como infelicis Vlixi. Este calificativo está primero en boca de Aqueménides, quien parece emplearlo en su acepción de “infeliz, desgraciado”. Pero, luego, reaparece el calificativo en boca de Eneas, y en ese caso es difícil discernir si conserva la acepción del parlamento de Aqueménides, o si, en cambio, se debe entender por infelix “funesto, siniestro”. W. B. Stanford propone leer el vocablo en su primera acepción y ve en ese pasaje del libro tercero una nota de compasión, pues, al fin y al cabo, Eneas conoce en carne propia los arduos trabajos del exilio que también padeció Ulises.

Pero la imagen dominante de Ulises en la Eneida hace hincapié en la astucia del héroe, rasgo que es incompatible con uno de los valores fundantes de Roma: la fides[3]. Si entre los propósitos de la Eneida se encuentra el de fundar un orden ciudadano, cabía esperar una sanción de la moral de Ulises en favor de un nuevo tipo de héroe, caracterizado por la pietas y la fides. De manera que, para Virgilio, Ulises no interesa tanto como viajero cuanto como el pérfido ideólogo de la derrota de Troya. Sin embargo, la estructura de viajes de la Odisea sí es el hipotexto sobre el cual Virgilio construye los primeros seis libros de la Eneida. Es decir que, si bien se rechaza por cuestiones éticas la figura de Ulises, en términos estéticos, los primeros seis libros de la Eneida constituyen uno de los numerosos casos de la imitatio Homeri[4],en particular del segundo poema homérico. El viaje de Eneas, no obstante, tiene un significado distinto del de Ulises; éste viaja para retornar al hogar, mientras que Eneas viaja para fundar una nueva ciudad[5]. Los hados ponen trabas al propósito de Ulises, que siempre es el de regresar a Ítaca; en cambio, los obstáculos a los que se enfrenta Eneas jalonan su tendencia a la postergación, es decir, la vacilación inicial del héroe en cumplir el destino que le ha sido asignado. Las distintas etapas del viaje de Eneas tienen un sentido formativo; del héroe temeroso y vacilante del comienzo, se arriba a uno seguro de sí mismo, que acepta definitivamente su destino de héroe fundador de una nueva civilización[6].

El canto XVI del Infierno de Dante Alighieri es el primero de los dedicados a los consejeros fraudulentos, aunque por la figura dominante de que allí se trata, bien podría decirse que es el canto de Ulises. En él, Dante introduce una variante decisiva en la figuración del héroe homérico, ya que, si bien lo confina al infierno de los malos consejeros, en sintonía con la sanción moral virgiliana, lo muestra ante todo como una víctima de la desmesura[7]. En su afán de conocimiento del mundo, Ulises habría pecado al excederse de lo permitido por los dioses: “né dolceza di figlio, né la pieta / del vecchio padre, né ‘l debito amore / lo qual dovea Penelopé far lieta, / vencer potero dentro a me l’ardore / ch’i’ ebbi a divenir del mondo esperto” (Inf. XXVI. 94-98).

Lo sorprendente es que Dante ubica a Ulises en el infierno de los falsarios, principalmente a causa de su célebre estratagema (l’aggua-to del caval), para luego concentrarse en otro aspecto muy distinto, que es el del afán de conocimiento, que lo lleva a la perdición. Borges acota: “preguntamos por qué ha sido castigado Ulises. Evidentemente no lo fue por la treta del caballo, puesto que el momento culminante de su vida, el que se refiere a Dante y el que se refiere a nosotros, es otro: es esa empresa generosa, denodada, de querer conocer lo vedado, lo imposible” (1989: 219). En definitiva, Dante consagra a Ulises como el viajero por antonomasia, el Errante, que antes que los placeres del hogar y la holgura del vivir en el terruño, destina sus esfuerzos a explorar los límites de lo conocido[8].

Ahora bien, si damos un salto hasta la modernidad literaria, nos encontramos con que el viaje de Ulises ha tenido acaso su transfiguración más radical y, en consecuencia, más decisiva para la literatura contemporánea —sería difícil imaginar una novela como la de Bolaño sin esta operación de traducción del mito a la realidad del siglo xx. Nos referimos, desde luego, al Ulises de James Joyce, cuya reescritura del mito es decididamente homérica, en el sentido de que retoma la figura de Odiseo no ya como viajero impenitente sino, ante todo, como hombre que ansía retornar a su patria, elemento que estaba debilitado en la variante dantesca.

Ulises retorna, en esta ocasión, transfigurado en un agente publicitario de la Dublín eduardiana, Leopold Bloom, quien tiene en Stephen Dedalus a su propio Telémaco y en Molly Bloom, a su propia Penélope. Existe un sistema de equivalencias entre la Odisea y el Ulises[9], aunque se trata más de una libre adaptación de la estructura del poema homérico que de una transposición literal a la realidad del siglo xx en una ciudad de la periferia europea. En agosto de 1917, un alumno de la etapa de Joyce en Zürich, Georges Borach, anotó en su diario los comentarios que le hizo el escritor sobre por qué eligió la figura de Ulises por sobre otras de la literatura universal:

Ahora, en mezzo del cammin encuentro que el tema de Ulises es el más humano de la literatura mundial. Ulises no quería ir a Troya; sabía que el motivo oficial para la guerra, la diseminación de la cultura de la Hélade, no era más que un pretexto de los comerciantes griegos que buscaban mercados nuevos. Cuando llegaron los oficiales que reclutaban soldados, él se encontraba arando. Fingió estar loco. Entonces metieron a su hijo de dos años en el surco. Observe la belleza de los motivos: el único hombre de la Hélade que está en contra de la guerra, y el padre. [...] Luego está el motivo de la errancia. Escila y Caribdis —qué magnífica parábola. Ulises es también un gran músico; quiere, y debe, oír, se hace atar al mástil. Es el tema del artista que prefiere perder su vida a renunciar a lo que realmente le interesa. [...] Tengo casi miedo de tratar un tema así, es aplastante (citado por Ellmann: 462; traducción ligeramente modificada).

Joyce construye a Bloom principalmente en relación con el Ulises homérico, ya que la reencarnación dublinesa comparte con el héroe la sagacidad, la astucia, el autocontrol y el anhelo de retornar al hogar —que se encuentra, al igual que en la Odisea, amenazado por un pretendiente, en este caso Blazes Boylan. Por otra parte, Joyce le confiere un lugar destacado en la trama de la novela a Stephen-Telémaco, quien curiosamente reviste los atributos del Ulises que sigue la tradición inaugurada por Dante[10]. En continuidad con el final del Retrato del artista adolescente, Stephen persevera en su decisión de abandonar familia, patria y religión para ir en busca de la libertad creativa que no encuentra en su Dublín de origen. En este sentido, el Telémaco joyceano decide emprender un nuevo viaje hacia lo desconocido en busca de experiencia y conocimiento. Los viajes de Bloom son, ante todo, mentales —como también será mental su victoria sobre Boylan— y se suscitan durante sus vagabundeos por la ciudad, a medida que empieza a demorar el retorno al hogar porque sabe que allí le espera una escena de infidelidad[11].

El gran aporte de Joyce es tomar al ciudadano común de una ciudad contemporánea y conferirle una estatura mítica. El efecto de este método es “hacer de sus pequeños hábitos ritos profundos” (Levin: 78), de tal manera que los ecos de la tradición literaria universal resuenan en los pasos que da un pequeñoburgués de Dublín en el transcurso de un único día de su vida. Como dice Borges en su poema “James Joyce”: “Entre el alba y la noche está la historia / universal [...]” (1974: 983)[12].

El viaje iniciático

“Frente al Adelantado he comprendido que la máxima obra propuesta al ser humano es la de forjarse un destino. Porque aquí, en la multitud que me rodea y corre, a la vez desaforada y sometida, veo muchas caras y pocos destinos” (257). Así reflexiona el narrador-protagonista de Los pasos perdidos hacia el final de una novela que cuenta el decurso de un viaje que es, al igual que el de Dante, eminentemente espiritual. Cuando el héroe ha regresado a su lugar de origen y lo ha hecho con “nuevos ojos”, la mayoría de los tomos de su biblioteca “han muerto” para él; los únicos que siguen teniendo vigencia son el Popol Vuh, los Comentarios Reales del Inca Garcilaso, los viajes del apócrifo fray Servando de Castillejos y las vidas de santos, en particular la hagiografía de santa Rosa de Lima. Luego del viaje iniciático, el personaje entiende que en la cultura libresca se genera un conocimiento por el conocimiento mismo, desde una perspectiva meramente especulativa, mientras que él, ahora, busca en los libros una forma de conocimiento más profunda: “Toda una literatura que yo tenía por lo más inteligente y sutil que hubiera producido la época, se me viene abajo con sus arsenales de falsas maravillas” (248). Estas reflexiones no hubieran sido posibles sin el viaje que acaba de concluir.

Ahora bien, por tratarse de un artista, la aventura del protagonista adquiere rasgos de Künstlerroman, al modo de Tonio Kroger o Retrato del artista adolescente, si bien, a diferencia de ellas, la novela de Carpentier no narra las etapas de la formación del carácter, sino que pone en escena un momento específico de crisis artística y espiritual en que confluyen acontecimientos pasados de la vida del protagonista. La transformación espiritual del héroe de Los pasos perdidos constituye, en buena medida, un episodio decisivo en su trayectoria artística[13]. Repasemos las etapas de su evolución en el transcurso de la novela. El protagonista es un musicólogo que ha abandonado sus tentativas en la composición y en la investigación musical y ha destinado su saber al trabajo en una productora de filmes publicitarios. Esto, que puede ser analizado, en principio, como una claudicación, forma parte de una decisión consciente, que no se limita solamente a un objetivo pecuniario. Hay, también, una toma de posición con respecto a las nuevas artes de masas, la radio y el cine: “como muchos hombres de mi generación, aborrecía cuanto tuviera un aire ‘sublime'” (18); esto lo lleva a explorar las posibilidades de los medios masivos, en detrimento de las salas de concierto.

La novela tiene una estructura prolija. Dos capítulos —el primero y el último— jalonan la aventura del héroe, es decir, el viaje propiamente dicho, que ocupa los cuatro capítulos intermedios. En el primero, asistimos a la crisis espiritual y artística del protagonista, que se resuelve mediante el llamado de la aventura. Los cuatro capítulos que le siguen muestran las distintas etapas del viaje heroico, según una estructura folklórica que incluye el cruce del primer umbral, el camino de pruebas, la reconciliación con el padre, la negativa al regreso (en un primer momento) y, luego, el cruce del umbral del regreso, con el consecuente trauma de la vuelta al lugar de origen[14]. El capítulo final pone en escena el carácter conflictivo del reencuentro del héroe con el mundo de origen. “El problema del héroe que regresa es aceptar como reales, después de la experiencia de la visión de plenitud que satisface el alma, las congojas y los júbilos pasajeros, las banalidades y las ruidosas obscenidades de la vida. ¿Por qué volver a entrar a un mundo así?” (Campbell: 201). La tarea del héroe de Los pasos perdidos es ardua, ya que consiste en la capacidad de mantener en un mundo adverso las cualidades transformadoras que ha experimentado en su viaje. El capítulo final es doblemente significativo, por cuanto el protagonista procura regresar a la selva, sabedor de que el mundo de la gran ciudad contemporánea le es ajeno, pero cuando este intento fracasa asume con valentía la frustración: reafirma su condición de artista y la peculiar subjetividad que ésta implica.

Asimismo, los capítulos destinados a la aventura del héroe señalan las distintas etapas con una progresión intensiva. En el segundo, se produce la aceptación definitiva del llamado de la aventura, luego de la negativa inicial. En el tercero, se narra la navegación por la selva, a medida que el personaje se interna en un territorio dominado por la Naturaleza[15]. Marca el comienzo del verdadero viaje hacia lo desconocido. A su vez, se expresa el alejamiento definitivo entre Mouche y el personaje, quien descubre en Rosario a su nueva mujer en el contexto de su nueva vida. A diferencia de él, que ha experimentado el itinerario por la selva como un auténtico descubrimiento de sí, Mouche lo ha vivido como “un trasladarse sin peripecias” (126). El cuarto capítulo está ocupado enteramente por el camino de las pruebas, rito iniciático de entrada al mundo que le espera. En el quinto, el personaje llega, finalmente, a la ciudad fundada por el Adelantado. Participa activamente en la vida de la ciudad, que se encuentra en la etapa primigenia de la civilización, pero, luego, pasado un tiempo de trabajos rústicos, holgura y placeres meramente corporales, recupera su antiguo proyecto de composición musical. No puede no entregarse a las tareas intelectuales a las que ha dedicado una vida entera. Este renacimiento creativo marca, sin embargo, su retorno al lugar de origen. El protagonista vuelve a su mundo de origen, porque el trabajo artístico que procura realizar depende de medios técnicos inexistentes en la selva: “Nuevo Orfeo, perderá el Edén recuperado al volver la vista atrás” (Campuzano: 104).

En el comienzo del relato, el personaje asiste a una velada en casa de Mouche, la amante que se procura sustento mediante la lectura de horóscopos por correspondencia. Sobre una pared de la casa están estampadas las figuras que guiarán el viaje del protagonista: la Hidra, el Navío Argos, el Sagitario y la Cabellera de Berenice. Los signos del Navío y de Sagitario indican que el personaje emprenderá un viaje de índole espiritual. Los otros dos signos aluden a las mujeres: Ruth es la Hidra, y Rosario, la Cabellera. No casualmente Carpentier describe a estos personajes de la urbe contemporánea como seres que han perdido los astros. Inclusive, aquellos que los conocen, como Mouche, no se sirven de ellos para elaborar un conocimiento espiritual del mundo, sino que les significan, ante todo, un conocimiento transable, que es utilizado para hacer dinero. En la velada en casa de Mouche, hay un personaje denominado X.T.H. que les propone a los contertulios un ejercicio para “despertarse”, consistente en cobrar una mayor conciencia de los actos realizados. La finalidad del ejercicio es la desautomatización de la percepción. Se dice que quien actúa de modo automático es esencia sin existencia, en una referencia explícita a la filosofía existencialista. Sin embargo, estos ejercicios propuestos por X.T.H. no parecen hacer mella en los sujetos involucrados más que durante el transcurso limitado de la velada. Salidos una vez más a la calle, los personajes quedan subsumidos en la “ciudad del perenne anonimato dentro de la multitud” (1980: 31).

La cifra del hombre contemporáneo es, según Carpentier — pero también Camus—, la figura de Sísifo. Tanto el protagonista como Ruth están sujetos al automatismo del trabajo impuesto. La actriz, porque repite “los mismos gestos, las mismas palabras, todas las noches de la semana” (9); él, porque debe respetar los contratos establecidos con sus empleadores de la agencia de publicidad. El trabajo es vivido como encierro y prisión; pero también el matrimonio queda reducido a un contrato tedioso y la pareja, condenada a una serie de actividades repetitivas y desafectadas. El carácter rutinario de los días y el automatismo de las acciones conducen a un olvido del ser, un embotamiento de los sentidos y una atrofia de la experiencia. El protagonista se encuentra, según su expresión, subiendo y bajando la cuesta de los días. “Hay en el mito de Sísifo un dinamismo sin remate, una tensión reiterativa e inútil, absurda, que lo hace especialmente aplicable a la coyuntura del hombre actual” (Díez del Corral: 230). Son los tiempos del Hombre-Avispa, del Hombre-Ninguno. Es decir, el hombre de la multitud innumerada; la angustia de esta situación lleva al protagonista a visitar los paraísos artificiales del alcohol, sustancia que le permite emprender viajes nocturnos hacia una ciudad invisible, que es un territorio mental.

Los conocimientos artísticos del narrador están puestos al servicio del comercio. El arte se convierte en industria y su finalidad no es otra que la de generar un rédito económico. Curiosamente, en la velada en casa de Mouche, los allí reunidos miran la proyección del último comercial en que el protagonista ha trabajado. Cuando termina, todos lo definen como “una obra maestra” y, sin embargo, el narrador, quien en la escena anterior ha abjurado de la Novena sinfonía por su carácter sublime, no puede ocultar su malestar. Frente a la cima del arte, frente a la exploración estética, interesada únicamente en su propia búsqueda artística, las producciones musicales para ser vendidas le resultan ignominiosas. “En el engañoso ardor que ponía en defender esas artes del siglo, afirmando que abrían infinitas perspectivas a los compositores, buscaba probablemente un alivio al complejo de culpabilidad ante la obra abandonada y una justificación a mi ingreso en una empresa comercial” (1980: 21). Para un hombre que había concebido una composición musical basada en el Prometeo liberado de Shelley, el trabajo que desempeña para la industria representa una claudicación.

La crisis existencial del personaje, no escindida de la artística, se explicita en el diálogo que mantiene con el Curador:

Él sabía cómo yo había sido desarraigado en la adolescencia, encandilado por falsas nociones, llevado al estudio de un arte que sólo alimentaba a los peores mercaderes del Tin-Pan-Alley, zarandeado luego a través de un mundo en ruinas, durante meses, como intérprete militar, antes de ser arrojado nuevamente al asfalto de una ciudad donde la miseria era más dura de afrontar que en cualquier otra parte. ¡Ah! Por haberlo vivido, yo conocía el terrible tránsito de los que lavan la camisa única en la noche, cruzan la nieve con las suelas agujereadas, fuman colillas de colillas y cocinan en armarios, acabando por verse tan obsesionados por el hambre, que la inteligencia se les queda en la sola idea de comer. Tan estéril solución era aquélla como la de vender, de sol a sol, las mejores horas de la existencia. “Además —gritaba yo ahora—, ¡estoy vacío! ¡Vacío! ¡Vacío!...”(23-24).

Esta vacuidad lo coloca en una tradición de personajes de la novela contemporánea —el más emblemático, en este sentido, es el Meursault de El extranjero— que están sujetos al sinsentido de la existencia. Sin embargo, el héroe anónimo de Los pasos perdidos no procede por indolencia, sino que su estado de ánimo angustiado es producto de un rechazo del mundo que le toca vivir, es decir, lo que él define como el Tiempo del Hombre-Ninguno. “Esta enorme carga no es sino el peso de toda la civilización occidental en plena decadencia, con sus gestas y sus crímenes, sus ciudades-presidio, su naturaleza saqueada” (Juan-Navarro: 176). A diferencia de Camus, Carpentier no concibe la posibilidad de que Sísifo ejecute su tarea con felicidad, abrazando el sinsentido de la existencia, sino que rechaza la realidad de una vida sujeta a una serie infinita de repeticiones mecánicas.

La vida rutinaria del personaje en la metrópolis contemporánea se ve suspendida durante un trayecto que se recorre bajo el signo de Prometeo, pero que es, fundamentalmente, una actualización del viaje de Ulises: “se trata de una aventura excepcional donde a la ciudad moderna, la civilización, el mundo histórico, se opondrá una selva virgen, una vida primitiva, un mundo ancestral y mítico” (Florio 1996: 112). El viajero por antonomasia de la tradición mítica es, desde luego, Ulises; por lo tanto, no es ociosa la mención explícita de la Odisea en la novela de Carpentier.

Luego de emprender el viaje a regañadientes, producto de una oferta azarosa e inesperada por parte del Curador, el protagonista inicia un derrotero que lo llevará a un verdadero encuentro consigo mismo. En términos de tiempo psicológico, el viaje constituye un retorno al territorio de la infancia. El personaje se encuentra con la lengua materna, pero también con el recuerdo del padre. El viaje físico hacia la capital caribeña y la selva es, en definitiva, un viaje temporal: “retroceso del tiempo a los años de mi infancia” (1980: 81). En su primera noche en una aldea andina, el narrador escucha en la radio la Novena sinfonía —otra vez, pero en diferente contexto— y esto lo lleva a rememorar la historia de su padre, quien le inculcó el amor por la obra de Beethoven al decirle que los obreros del Viejo Mundo pasaban sus momentos de ocio en las bibliotecas públicas y los domingos llevaban a sus familias a escuchar la Novena sinfonía. Este ideal de cultura colectiva, que llevó al personaje a recorrer Europa en su adultez, contrasta con el horror que él mismo presenció durante la guerra. Las atrocidades que allí vio quedan subsumidas en el espacio arquetípico de la Mansión del Calofrío. De modo que el ideal de fraternidad enarbolado por la Oda a la Alegría de Schiller contiene para el narrador una amarga ironía, a tal punto que le impide aún reconciliarse por completo, no sólo con la obra musical, sino principalmente con la figura del padre.

Pero, además de encuentro con la infancia, el viaje representa para el personaje un reencuentro con sus inquietudes artísticas. En este sentido, la novela entera constituye la manifestación de una salida del vacío —incluso, el olvido— creativo y un retorno a la composición artística desde una perspectiva renovada. “El viaje que lleva a cabo, aunque se corresponde con las etapas características de la progresión mística y de los trayectos descritos por la épica tradicional, es en realidad un viaje interior que permite al protagonista descubrir su Yo artístico y emocional” (Juan-Navarro: 172). El artista que había abandonado sus proyectos pasados para abrazar el mundo de la industria publicitaria, en que el arte ocupa un lugar marginal o, en todo caso, funcional a intereses que lo exceden, puede ahora retomar aquel aliento artístico como resultado de un proceso interior que le ha permitido reconciliarse con el mundo y con su propia historia. Esta reconciliación, si bien no desprovista de conflicto, implica un nuevo ciclo de su existencia, como el personaje lo advierte con lucidez. “El viaje heroico no es un fin en sí mismo, sino un medio en cuyo transcurso el héroe combate con sus propias debilidades, transitando de un estado a otro” (Florio 1996: 112).

Para el renacimiento creativo del protagonista, el episodio más significativo del viaje lo constituye el treno que pronuncia el Hechicero ante la muerte de un indio que fue picado por una serpiente. “Es algo situado mucho más allá del lenguaje, y que, sin embargo, está muy lejos aún del canto” (1980: 187). La ceremonia oficiada por el Hechicero para conjurar la muerte le revela al narrador el verdadero Nacimiento de la Música.

Curiosamente, el día que el protagonista decide no regresar al mundo de origen y reconstruir su vida en Santa Mónica de los Venados, abre al azar el tomo de la Odisea que le ha obsequiado Yannes y se topa con el episodio de los lotófagos: “aquel en que se habla de los hombres que Ulises despacha al país de los lotófagos, y que, al probar la fruta que allí se daba, se olvidan de regresar a la patria” (203). En el caso del protagonista de Los pasos perdidos, la negativa del regreso no es el resultado de un narcótico, sino una decisión de vida cuidadosamente madurada durante el trayecto que lo ha llevado a su nuevo lugar. “Hoy he tomado la gran decisión de no regresar allá. [...] Voy a sustraerme al destino de Sísifo que me impuso el mundo de donde vengo, huyendo de las profesiones hueras” (202).

En buena medida, la decisión se ha visto motivada por la ceremonia del Hechicero y tiene claros efectos sobre la trayectoria artística del narrador. Ha descubierto que su antigua teoría del mimetismo-mágico-rítmico, consistente en explicar el origen de la música por el afán de remedar el paso de los animales o el canto de las aves, es absurda. Ahora advierte que la música tiene un origen mágico: “he visto cómo la palabra emprendía su camino hacia el canto, sin llegar a él; he visto cómo la repetición de un mismo monosílabo originaba un ritmo cierto; he visto, en el juego de la voz real y de la voz fingida que obligaba al ensalmador a alternar dos alturas de tono, cómo podía originarse un tema musical de una práctica extramusical” (204). El treno es un lamento fúnebre con acompañamiento musical que está en el origen de la elegía. Es una composición luctuosa para ser pronunciada en ausencia del difunto por parte de un coro[16]. El narrador de Los pasos perdidos se retrotrae, de esta manera, al origen de la música y la lírica en un contexto ritual de hondo pesar por el tránsito de las almas hacia el mundo de los muertos. En prácticas milenarias, encuentra la inspiración para retomar una carrera artística que se hallaba trunca.

Luego de pasar un tiempo dedicado a actividades prácticas, el protagonista no puede reprimir el impulso creador y concibe retomar su abandonado proyecto musical, pero esta vez reformulado por su experiencia en la selva. La obra en construcción, que añadirá palabras a la música, recibe el nombre de Treno. Como no cuenta con otra bibliografía de apoyo, decide consultar la Odisea. Específicamente, el episodio de la nekya del canto XI le proporciona el tono mágico, elemental y, a la vez, solemne que está buscando[17]. El hecho de que recurra a ese pasaje del poema homérico se explica no sólo por la temática luctuosa de su proyecto, sino también por el trasfondo escatológico que el Treno tenía desde su concepción original. En su reescritura del Prometeo liberado de Shelley existe una finalidad de autoconocimiento: “La liberación del encadenado, que asocio mentalmente a mi fuga de allá, tiene implícito un sentido de resurrección, de regreso de entre las sombras, muy conforme a la concepción original del treno, que era canto mágico destinado a hacer volver un muerto a la vida” (220). Esto confirma que el viaje que ha emprendido por la selva es, en términos rituales, un proceso de muerte y resurrección, tanto espiritual como artística[18].

Si en el protagonista se anudan las figuras de Ulises, Eneas, Sísifo y Prometeo, en el personaje de Rosario conviven Nausícaa, Penélo-pe y Dido. Cuando en el velorio del padre de Rosario, Yannes advierte el interés mutuo pero aún solapado entre ella y el protagonista, le dice a éste lo siguiente: “Entrando en la sala hallarás primero a la reina, cuyo nombre es Arete y procede de los mismos que engendraron al rey Alcínoo” (134). Así como la llegada de Ulises a la corte de los feacios se vio facilitada por Nausícaa, la figura de Rosario será decisiva para guiar hospitalariamente al protagonista de Los pasos perdidos en su entrada en un nuevo mundo. Él buscará el calor del cuerpo de Rosario cuando se vea sometido por el miedo en el camino de las pruebas. Ahora bien, cuando el narrador decide retornar a su mundo de origen, Rosario ya no será Nausícaa sino Dido. Ofendida por el desplante, ignora deliberadamente a su amante: “La beso, pero se me zafa con gesto rápido, huyendo de los brazos que la abrazaban, y se aleja, sin volver la cabeza, con algo de animal que no quiere ser acariciado” (239). Toda la escena está tomada del libro VI de la Eneida, cuando Eneas se encuentra en el inframundo a Dido, quien también mantiene la mirada torva fija en el suelo, mientras se aleja precipitadamente[19]. La última transfiguración de Rosario se da por la negativa; Yannes le revela al narrador que ella es ahora mujer de Marcos, el hijo del Adelantado, y que espera un niño. Luego, ante el desconsuelo del protagonista, el griego añade: “Ella no Penélope. Mujer joven, fuerte, hermosa, necesita marido. Ella no Penélope” (277). Efectivamente, Rosario no se ajusta al ideal de fidelidad representado por la esposa de Ulises[20].

Esta revelación desencadena las reflexiones finales de la novela. El narrador toma conciencia de que ha sido un ser prestado en el Valle del Tiempo Detenido, un ser a quien nadie tomaba en serio por su disposición a realizar tareas intelectuales. En un mundo en construcción, escribir no responde a una necesidad imperiosa. “Los mundos nuevos tienen que ser vividos, antes que explicados” (278). Sin embargo, cabe señalar que incluso en este momento de frustración, el viaje del protagonista no deja de tener rasgos transformadores. Es ahora cuando el narrador reafirma, definitivamente, su condición de artista:

Aquí puede ignorarse el año en que se vive, y mienten quienes dicen que el hombre no puede escapar a su época. La Edad de Piedra, tanto como la Edad Media, se nos ofrecen todavía en el día que transcurre. Aún están abiertas las mansiones umbrosas del Romanticismo, con sus amores difíciles. Pero nada de esto se ha destinado a mí, porque la única raza que está impedida de desligarse de las fechas es la raza de quienes hacen arte, y no sólo tienen que adelantarse a un ayer inmediato, representado en testimonios tangibles, sino que se anticipan al canto y forma de otros que vendrán después, creando nuevos testimonios tangibles en plena conciencia de lo hecho hasta hoy (279).

La radical inadecuación del artista con respecto a la sociedad es un atributo constitutivo de su peculiaridad. Lo que le resta descubrir al protagonista, de ahora en más, es si será reabsorbido por la industria publicitaria, como sucedió en el pasado, o si logrará mantenerse firme en sus convicciones artísticas. “Falta saber ahora si no seré ensordecido y privado de voz por los martillazos del Cómitre que en algún lugar me aguarda. Hoy terminaron las vacaciones de Sísifo” (279).

Los viajes sin destino

En la conferencia “Literatura + enfermedad = enfermedad”, Roberto Bolaño cita el poema de Mallarmé “Brisa marina” y, luego, comenta: “¿Y qué le queda a Mallarmé en este ilustre poema, cuando ya no le quedan, según él, ni ganas de leer ni ganas de follar? Pues le queda el viaje, le quedan las ganas de viajar. [...] lo único que resta por hacer es viajar, que es como si dijera navegar es necesario, vivir no es necesario” (2003: 146). Bolaño, modestamente, dice no recordar la frase en latín a causa de su enfermedad hepática, pero se refiere a las palabras atribuidas a Pompeyo que fueron recogidas por Plutarco en las Vidas paralelas. A continuación, se dedica a glosar el poema “El viaje” de Baudelaire, poniendo especial atención en el verso “Une oasis d'horreur dans un désert d'ennui!”, que será el epígrafe de su novela póstuma 2666: “En un oasis uno puede beber, comer, curarse las heridas, descansar, pero si el oasis es de horror, si sólo existen oasis de horror, el viajero podrá confirmar, esta vez de forma fehaciente, que la carne es triste, que llega un día en que todos los libros están leídos y que viajar es un espejismo” (152).

En esa gran roman á clef que es Los detectives salvajes[21], el motivo del viaje ocupa un lugar central en la trama narrativa, ya que el relato persigue el itinerario por Ciudad de México (antes D. F.), primero, por Europa, Asia Menor y África, después, y por el desierto de Sonora, en último lugar, de sus dos protagonistas: Arturo Belano y Ulises Lima. Si en el nombre de la cosa está la cosa, entonces que Belano se llame Arturo y que Lima se llame Ulises es un signo lo suficientemente claro de que nos encontramos ante una novela que pone el foco en el viaje, y, al hacerlo, inscribe a sus protagonistas en una tradición literaria prestigiosa. En esta nueva transfiguración, el héroe homérico retorna como un joven poeta mexicano que emprende una serie de viajes, cuyo denominador común es que no parecen tener un objetivo preciso, ni siquiera el anhelo de retorno. Por otro lado, aparece otra figura de viajero, ya no correspondiente a un personaje mitológico, sino a un poeta del siglo xix, Arthur Rimbaud, que abandonó la literatura y viajó por el África, en un periplo que lo llevó, entre otras actividades, a contrabandear armamento, pero ya no a la composición de nuevos versos.

Ulises Lima viaja primero a Francia, donde vive un tiempo, en París, antes de “meterse a pescador” en Port Vendres. Allí tiene lugar su último encuentro con Belano, quien lo presenta a los demás pescadores como “el holandés errante del lago de Patzcuaro” (1998: 266) y “el pescador de almas de la Casa del Lago de Chapulte-pec” (266). Su verdadero nombre es “Alfredo Martínez o algo así” (41); quien lo rebautizó Ulises Lima fue Laura Damián, joven poetisa muerta antes de que ella y Ulises pudiesen consumar el vínculo. Suerte de Penélope que sufre una muerte prematura, la pérdida de Laura Damián hace difícil que Lima pueda tener un hogar al que regresar. Por el contrario, el personaje se caracteriza por perseguir un movimiento constante. Lima emprende dos viajes que son fruto de la desesperación: uno a Israel, el otro a Nicaragua. Su viaje a Israel tiene como excusa visitar a Claudia, una exnovia a quien no ha podido olvidar. Norman Bolzmann, actual pareja de Claudia en Tel Aviv, nos narra el encuentro: “Al segundo día de estancia con nosotros, una mañana, mientras Claudia se lavaba los dientes, Ulises le dijo que la amaba. La respuesta de Claudia fue que ya lo sabía. He venido hasta aquí por ti, le dijo Ulises, he venido porque te amo. La respuesta de Claudia fue que podía haberle escrito una carta. Ulises encontró aquella respuesta altamente estimulante y le escribió un poema que leyó a Claudia a la hora de comer” (286). Sin embargo, el amor no será correspondido y Ulises pasará los días siguientes cumpliendo un lamentable rol de amante desconsolado que llora por las noches en la sala del departamento en que vive, con su actual pareja, la mujer que es la causa de su tristeza. A continuación, Ulises emprenderá un viaje hacia el desierto de Israel que culminará con él preso en la cárcel de Beersheba, teniendo como compañero de reclusión a un austríaco antisemita que lo llevará consigo a Viena, una vez liberados ambos. Aquí, el viaje odiseico y el motivo bíblico confluyen, como en “El Evangelio según Marcos” de Borges.

El segundo viaje es a Managua, para asistir a un congreso de escritores latinoamericanos en apoyo a la revolución sandinista. Lima es invitado casi por lástima, evita las actividades protocolares del caso y termina desapareciendo para estupor de los organizadores. Xóchitl García interpreta la noticia: “Jacinto decía que había desaparecido y punto, igualito que Ambrose Bierce, igualito que los poetas ingleses muertos en la guerra de España, igualito que Pushkin, sólo que en este caso su mujer, digo, la mujer de Pushkin era la Realidad, el francés que mató a Pushkin era la Contra, la nieve de San Peters-burgo eran los espacios en blanco que Ulises Lima iba dejando tras de sí, digo, su flojera, su holgazanería, su falta de sentido práctico, y los padrinos del duelo (o los padrotes del duelo, como decía Jacinto), pues la Poesía Mexicana o la Poesía Latinoamericana que en forma de Delegación Solidaria asistía impertérrita a la muerte de uno de los mejores poetas actuales” (343-344). A su regreso de Nicaragua, luego de dos años de errabundeo, Ulises cuenta su experiencia de viaje a Jacinto Requena:

Un día le pregunté en dónde había estado. Me dijo que recorrió un río que une a México con Centroamérica. Que yo sepa, ese río no existe. Me dijo, sin embargo, que había recorrido ese río y que ahora podía decir que conocía todos sus meandros y afluentes. [...] De todas las islas visitadas, dos eran portentosas. La isla del pasado, dijo, en donde sólo existía el tiempo pasado y en la cual sus moradores se aburrían y eran razonablemente felices, pero en donde el peso de lo ilusorio era tal que la isla se iba hundiendo cada día un poco más en el río. Y la isla del futuro, en donde el único tiempo que existía era el futuro, y cuyos habitantes eran soñadores y agresivos, tan agresivos, dijo Ulises, que probablemente acabarían comiéndose los unos a los otros (366-367).

En esta pequeña Odisea por un río imaginario, Ulises Lima es testigo de la miseria de un continente. Los extremos opuestos de esta fábula están jalonados por la isla del pasado y la isla del futuro. La verdad que emerge de cualquiera de estos dos territorios imaginarios no es consoladora: entre el peso de lo ilusorio y la agresividad autodestructiva del futuro, la salida del horror no parece posible. Como los viajeros del poema de Baudelaire, Lima no ha sido testigo del esplendor en su recorrido por Centroamérica, sino, antes bien, espectador del horror, y ha extraído del viaje, al igual que aquéllos, un amargo saber.

Para Raúl Rodríguez Freire, la novela plantea una ruptura con la economía del retorno y con “la política de filiación que vinculaba hasta la muerte [...] tierra y destino, patria y vida” (136). Ulises Lima aparece entonces como un Odiseo vagabundo, “el que, como Bau-delaire, parte por partir, aunque no se viaje, pues lo que importa es moverse, de ahí que lo encontremos perdido y sin deseos de retornar en el mero DF” (153). Los detectives salvajes postularía, según Rodríguez Freire, el agotamiento del círculo odiseico y anularía la nostalgia del retorno a la tierra de origen —pero también al padre, a la patria y a Dios—. Frente a la nostalgia del padre, ligada al miedo a la intemperie, la novela propone salir de casa, aunque esa salida implique enfrentarse al horror del mundo. Una vez que se sale, sin embargo, ya no hay posibilidad de regreso. Bolaño retoma, entonces, la figura de Ulises como el héroe errante que se encuentra en perpetuo movimiento. Sin embargo, a diferencia del Ulises homérico y del joyceano, este nuevo Ulises no tiene una patria a la que retornar; se siente, incluso, un errante en su propia ciudad de origen.

Por su parte, Arturo Belano estaría emparentado principalmente con la figura de Rimbaud, aunque también reúne en su trayectoria atributos odiseicos e incluso, como veremos, dantescos. Realiza, también, dos viajes desesperados: uno a su patria, el otro a África. El primero es un viaje a Chile en el año 1973 que es contado por Auxilio Lacouture, poetisa uruguaya que resistió la masacre de Tlatelolco encerrada en un baño público de la unam: “decidió volver a su patria a hacer la revolución. [...] un viaje largo, larguísimo, plagado de peligros, el viaje iniciático de todos los pobres muchachos latinoamericanos, recorrer este continente absurdo” (1998: 195; el subrayado es nuestro). El viaje iniciático, si lo hubo, se encuentra en el pasado; Lima y Belano ya no viajan para hacer un aprendizaje, sino por el mero acto de vagar por el mundo. Cuando Belano regresa al Distrito Federal, luego de su aventura chilena, comienza a “mirarlo todo como si él fuera el Dante y acabara de volver del Inferno, qué digo el Dante, como si él fuera el mismísimo Virgilio, un chico tan sensible” (196), según las palabras de Lacouture.

El segundo es un viaje a África, producto de un desencuentro amoroso, que había culminado con un ridículo duelo entre Belano y un crítico literario que, presumiblemente, iba a hablar mal de su próximo libro. Quien encuentra a Belano en África es Jacobo Urenda, corresponsal de guerra que opina que el chileno va en busca de una muerte bonita, “una muerte fuera de lo normal, una imbecilidad de ese estilo, ya se sabe que mi generación leyó a Marx y a Rimbaud hasta que se le revolvieron las tripas” (528). De esta combinación entre vanguardias estéticas y políticas, habría nacido un ideal romántico no muy distinto al que llevó a Byron a morir en Grecia. Según Urenda, Belano está en África con el propósito deliberado de hacerse matar en Angola. Sin embargo, cuando se lo vuelve a encontrar en Ruanda y Liberia, Belano ya no sólo no busca la muerte sino que, además, se ha convertido en miembro de una organización guerrillera —el paralelismo con Rimbaud es evidente— y se entrega a esta nueva actividad con asombrosa soltura. La última vez que Urenda ve a Belano, éste se marcha con una columna de soldados liberianos en dirección al frente de combate: “me pareció que se reían, como si partieran de excursión, y así atravesaron el claro y luego se perdieron en la espesura” (548).

Ningún viaje es más significativo, no obstante, que el que Belano y Lima emprenden hacia el desierto de Sonora en busca de los rastros de Cesárea Tinajero. Este viaje es anunciado en la primera parte del diario de García Madero, pero solamente se lo cuenta en la segunda entrega del diario. De todos modos, la historia de la poetisa es omnipresente, ya que la voz que más veces aparece en la segunda parte de Los detectives salvajes es la de Amadeo Salvatierra, un compañero de generación de la desaparecida Cesárea Tinajero[22]; ambos trabaron relación con la vanguardia estridentista en los años veinte. Es por ese motivo que Lima y Belano, durante su pesquisa literaria en busca de información sobre Cesárea, acuden a la casa de Amadeo Salvatierra para entrevistarlo. En un momento, Salvatierra les muestra a los jóvenes poetas el único ejemplar que se conserva de Caborca, revista fundada por Cesárea, de la que salió ese solo número. En él hay un poema de Tinajero titulado “Sión” sobre el que Lima, Belano y Salvatierra se ponen a debatir. El viejo poeta estridentista lo aborda con desconcierto: “¿Y lo entendía? ¿Sabía lo que significaba? Porque debía de significar algo, ¿no? Y los muchachos me miraron y dijeron que no, Amadeo, un poema no necesariamente significaba algo, excepto que era un poema, aunque este, el de Cesárea, en principio ni eso” (375). Debajo del título “Sión” lo que vemos son tres gráficos horizontales: una línea recta, una línea ondulada y una línea quebrada; las tres líneas tienen un pequeño rectángulo dibujado sobre cada una de ellas. Ante los pedidos de explicaciones por parte de Salvatierra, Lima y Belano responden: “es una broma, Amadeo, el poema es una broma que encubre algo muy serio. ¿Pero qué significa?, dije” (376). Lima y Belano analizan silenciosamente el poema una vez más, mientras Salvatierra reclama una explicación única que clausure el sentido. “Bueno, pues, les dije, ¿cuál es el misterio? Entonces los muchachos me miraron y dijeron: no hay misterio, Amadeo” (377; las cursivas son nuestras). El poema resulta ser una broma: los tres gráficos representan un barquito en un mar calmo, en un mar movido y en una tormenta, respectivamente. El título es un mero apócope que esconde la palabra “navegación”. Eso es todo: al parecer, no habría misterio.

Sin embargo, Lima y Belano han dicho que “el poema es una broma que encubre algo muy serio”, y ésta no es la única vez que se dice algo semejante, de manera que nos induce a prestarle atención a todo este pasaje y, en particular, al poema que no parece siquiera ser un poema. Efectivamente, ésta es la tercera vez que se sugiere que algo puede ser un chiste y, simultáneamente, una cosa seria. El primero en proponer esta idea es García Madero, luego de haber sido formalmente invitado a integrar el movimiento real visceralista: “El nombre del grupo de alguna manera es una broma y de alguna manera es algo completamente en serio. Creo que hace muchos años hubo un grupo vanguardista mexicano llamado los real visceralistas, pero no sé si fueron escritores o pintores o periodistas o revolucionarios. Estuvieron activos, tampoco lo tengo muy claro, en la década de los veinte o de los treinta” (17)[23]. La segunda en sugerir que la vanguardia poética fundada por Belano y Lima está a mitad de camino entre broma y seriedad es Laura Jáuregui: “a Arturo se le empezaron a ocurrir cosas raras. Fue entonces cuando nació el realismo visceral, al principio todos creímos que era una broma, pero luego nos dimos cuenta que no era una broma” (148). Entonces, cuando Belano y Lima le dicen a Salvatierra que el poema “Sión” de Cesárea Tinajero es una broma que esconde algo serio, debemos prestar atención. “El poema es una broma, dijeron ellos, es muy fácil de entender, Amadeo [...] eso es todo, Amadeo, sencillísimo, no hay más misterio, dijeron los muchachos” (400).

Ahora bien, ¿por qué motivo, si el título del poema esconde la palabra navegación, Tinajero lo ha titulado Sión? Sin duda, el poema gráfico alude al viaje por mar, a la errancia, al bajel odiseico. Y, precisamente, el título es una referencia al pueblo errante y diaspórico por excelencia, es decir, el pueblo judío. No es casual, entonces, que se produzca esta nueva ligazón entre Ulises y el judaísmo —que ya estaba presente en el Leopold Bloom de Joyce— en el enigmático texto —que acaso sea un dibujo antes que un poema— de Cesárea Tinajero, el único que de ella se conserva, antes de su desaparición. Para Grínor Rojo (2003), la novela es la historia de una búsqueda, no en el bajel de Ulises sino en un Ford Impala último modelo. El objetivo de la búsqueda es dar con la “madre mitológica del movimiento” (2003: 67). La búsqueda de Cesárea Tinajero por parte de Ulises Lima y Arturo Belano es una investigación disparatada cuyos móviles nunca quedan del todo claros, pero en la que los dos poetas se involucran apasionadamente. En este caso, la pesquisa parece más bien un ejercicio de crítica literaria, pues el gran desafío que se les impone a Lima y Belano es encontrar las muy escasas pistas (artículos, poemas, revistas, entrevistas) que los puedan conducir hacia el paradero de la desaparecida Cesárea Tinajero.

El propio texto se encarga de indicar que Lima y Belano son, si no parricidas, por lo menos huérfanos: “Todo los poetas, incluso los más vanguardistas, necesitan un padre. Pero estos eran huérfanos de vocación” (1998: 177). A diferencia de Los pasos perdidos, que es una novela sobre el agotamiento y posterior recuperación de las capacidades creadoras, Los detectives salvajes es una novela sobre la prepotencia de trabajo de un grupo de poetas que “busca transformar la poesía latinoamericana”. En la insensatez de este propósito se cifra el carácter desmedido de sus dos líderes, Lima y Belano, disposición de ánimo que los lleva, por caso, a rivalizar con Octavio Paz, la gran figura literaria de México en el siglo xx, y a inventarse una precursora que ha desaparecido en el desierto de Sonora y cuya obra poética es prácticamente desconocida. Ahora bien, si a Octavio Paz se lo mata simbólicamente al tratar —por supuesto que en vano— de disputarle su lugar de hegemonía en el campo literario de la época, la suerte de Cesárea Tinajero será otra. Grínor Rojo dice que para construir la propia obra es necesario matar al maestro. Bolaño materializa dicha estructura simbólica en que los hijos (Belano y Lima) se vuelven parricidas, ya que Cesárea Tinajero muere baleada en una escena casi bufonesca, poco después de que los jóvenes poetas la hubiesen encontrado tras un sinfín de averiguaciones y pistas falsas. En términos estructurales, el enigma en torno a la búsqueda de Cesárea Tinajero es el que sostiene la novela. No obstante, cuando finalmente es encontrada, muere en circunstancias un tanto ridí-culas, sin haber revelado ninguna información digna de importancia.

Pues bien, así como los misterios de la narración conducen a un lugar incierto y terminan por disolverse, los viajes no tienen un destino ni un objetivo fácilmente identificables. Esto marca una clara diferencia con la tradición literaria en torno a la figura de Ulises, en general, y con la novela de Carpentier, en particular. En un estudio sobre la novela de Bolaño, Jordi Balada Campo sostiene que en Los detectives salvajes [e]l tema del viaje sufre también una importante transformación. Para Ulises era la vuelta a la patria, el centro vital representado por Ítaca, la base de su indestructible oposición a las tentaciones surgidas a lo largo de su odisea por el Mediterráneo. En su cosmovisión existe el orden, representado por su vuelta al hogar. En el mundo heredado de los proyectos fallidos de la ilustración y la modernidad ya no es posible el retorno al hogar como en el caso de la Odisea. ¿Qué puede hacer el hombre en este nuevo mundo? ¿Qué le espera al hombre que sabe que ya no hay retorno a casa posible? Por un lado, la transformación del viaje en búsqueda sin objeto, en vagabundeo sin rumbo; por otro, la desaparición (96).

Efectivamente, Lima y Belano hacen de la acción de desaparecer un gesto permanente. A lo largo de la primera parte de la novela, García Madero y los demás miembros del realismo visceral se preguntan constantemente por el paradero de los dos líderes del movimiento. Luego de un prolongado tiempo de ausencia, así se le aparecen Belano y Lima a García Madero: en el baño del bar Encrucijada Veracruzana, el joven poeta ve dos sombras junto a los urinarios, envueltas en una nube de humo. Entre el carácter fugitivo y las apariciones fantasmagóricas, Lima y Belano constituyen figuras esquivas cuyas siluetas la novela entera se propondrá delinear una y otra vez, de manera denodada aunque siempre perfectible. Según Susanne Hartwig, el “Ulises bolañiano es un hijo del siglo xx que sólo existe mientras viaja sin tener como centro y anclaje una patria” (2007: 68). Se podría afirmar, en definitiva, que el viaje funciona como un motivo —técnica, diría Marechal— que permite sostener el continuum narrativo bolañiano; detrás del errar de los personajes no hay destino o, mejor dicho, no hay misterio.

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Notas:

[1] Existen, sin embargo, puntos en común entre Marechal y Joyce. Señalemos uno de ellos: “Es que se había producido un hecho nuevo: el poeta narrador, fiel a la democratización del siglo que se daba en todas las asignaturas, olvidó el Olimpo de los dioses y el arsenal de los héroes (cuyos hechos aparecían hasta entonces como los únicos dignos de ser narrados), para fijar su atención en los hombres corrientes, estudiar sus conflictos y relatarlos en su dulce o amarga veracidad” (Marechal: 171).

 

[2] Se repite con ligeras variantes durante la catábasis de Eneas, en boca de Deí-fobo: “[...] inrumpunt thalamo, comes additus una / hortator scelerum Aeolides [...]” (VI. 528-529).

 

[3] Debemos a Raúl Rodríguez Freire (2012) este análisis sobre la incongruencia entre astucia odiseica y fides romana. Volveremos sobre el artículo de este autor en el apartado sobre Bolaño.

 

[4] No parece ya necesario aclarar que no existe demérito en la imitatio, pero de todas formas vale recordar las palabras de E.R. Curtius: “Jamás entenderá a Virgilio quien, conscientemente o no, se mantenga aferrado a la anticuada doctrina de la originalidad del genio” (17).

 

[5] Para E.R. Curtius, el decurso de Eneas es cifra de la condición humana: “La entera existencia humana se refleja en el errabundeo de Eneas: un peligroso viaje hacia una segunda patria prometida, que está muy lejos de la primera” (35).

 

[6] El viaje de Ulises es circular, el de Eneas, no. “Ulysses' career moves in a circle described from Ithaca to Ithaca. Aeneas, on the contrary, moves in a widely cur-ving, but never retrograde, arc from Troy to Carthage and Italy” (Stanford: 136).

 

[7] En una de las conferencias de Siete noches, Borges pone la imaginación de Dante por encima de Homero y Virgilio: “Aquí llegamos a lo prodigioso, a una leyenda creada por Dante, una leyenda superior a cuanto encierran la Odisea y la Eneida, o a cuanto encerrará ese otro libro en que aparece Ulises y que se llama Sindibad del Mar (Simbad el Marino), de Las mil y una noches” (1989: 218). W.B. Stanford agrega: “Next to Homer's conception of Ulysses, Dante's, despite its brevity, is the most influential in the whole evolution of the wandering hero” (178).

 

[8] W. B. Stanford, sin embargo, desliza la posibilidad de que el consejo fraudulento último de Ulises es el que lo condena definitivamente: “because by per-suading his comrades to follow him in the quest for knowledge he led them to destruction” (181).

 

[9] Las analogías son, desde luego, numerosas. Para un estudio detallado, cfr. Gilbert 1955.

 

[10] “Joyce preferred Telemachus as a symbol for youthful discontents, rather than the middle-aged Ulysses. What is more, he used Dedalus-Telemachus as a means of solving a radical antinomy in the tradition —the conflict between the conceptions of Ulysses as a home-deserter and as a home-seeker, or, as Joyce himself phrased it, between the centrifugal and the centripetal hero” (Stan-ford: 215).

 

[11] En su primer recorrido por la mañana, Bloom imagina un viaje hacia Oriente: “Somewhere in the east: early morning: set off at dawn, travel round in front of the sun, steal a day's march on him. Keep it up for ever never grow a day older technically. Walk along a strand, strange land, come to a city gate, sentry there, old ranker too, old Tweedy's big moustaches leaning on a long kind of a spear. Wander through awned streets. Turbaned faces going by. Dark caves of carpet shops, big man, Turko the terrible, seated crosslegged smoking a coiled pipe. Cries of sellers in the streets. Drink water scented with fennel, sherbet. Wander along all day” (Joyce 1992: 68).

 

[12] No son pocas las ocasiones en que Jorge Luis Borges, por su parte, escribió sobre el héroe homérico. Para un excelente comentario de los cuentos “El inmortal” y “El Evangelio según Marcos”, cfr. el ya mencionado artículo de Rodríguez Freire (2012). A esos textos se le agregan los poemas “Odisea, libro vigésimo tercero” (en El otro, el mismo) y “El desterrado (1977)” (en La rosa profunda).

 

[13] El narrador es plenamente consciente de la repercusión que ha tenido el viaje en su condición de artista: “la selva, con sus hombres resueltos, con sus encuentros fortuitos, con su tiempo no transcurrido aún, me había enseñado mucho más, en cuanto a las esencias mismas de mi arte, al sentido profundo de ciertos textos, a la ignorada grandeza de ciertos rumbos, que la lectura de tantos libros que yacían ya, muertos para siempre, en mi biblioteca” (257).

 

[14] Seguimos, desde luego, el diagrama de la aventura del héroe establecido por Joseph Campbell 2006.

 

[15] Ha sido suficientemente señalado el vínculo entre Los pasos perdidos y una crónica publicada con anterioridad, en 1948, titulada “Visión de América”, en la que Carpentier detalla sus impresiones de viaje por la selva venezolana, que fueron material para la posterior escritura de la novela. Cfr. Carpentier 1981: 59-78.

 

[16] Cfr. Bickel 1987: 597-598.

 

[17] Carpentier cita textualmente un pasaje de la nekya del canto XI. Es el momento formulaico de ejecución, por parte de Odiseo, de los rituales necesarios para acceder al contacto con el otro mundo. Pero luego aparece citada la voz de Elpenor, con sus gemidos y lamentos pronunciados a causa de una muerte insepulta. Es curiosa la sobrevida que ha tenido el personaje de Elpenor en la literatura posterior a Homero; baste recordar a Palinuro, Paddy Dignam y Hugh Selwyn Mauberley.

 

[18] En el ensayo “La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo”, Carpentier dice que durante el viaje al Territorio Amazonas, del que surgió la idea de escribir Los pasos perdidos, hubo un tema que lo persiguió por varios días, sin poder recordar con exactitud cuál era. “De vuelta a Caracas, buscando en mi biblioteca encontré lo que buscaba: era el segundo motivo del primer movimiento de la segunda sinfonía de Mahler... Y esa sinfonía se titula, muy precisamente, Resurrección... Desde entonces el tema ha quedado, para mí, unido a la novela escrita, como un elemento inseparable del contexto” (1981: 6).

 

[19] “illa solo fixos oculos auersa tenebat / nec magis incepto uultum sermone mouetur/ quam si dura silex aut stet Marpesia cautes. / tandem corripuit sese atque inimica refugit / in nemus umbriferum” (Aen. VI. 469-473).

 

[20] Quien sí recibirá el nombre de Penélope, aunque irónicamente, es Ruth: “Ruth, en esta recepción, tiene la estremecida alegría de la esposa que va a vivir —esta vez sin el dolor de la desfloración— una segunda noche de bodas [...]; es Penélope oyendo a Ulises hablarle del lecho conyugal” (248).

 

[21] La novela cuenta las desventuras del real visceralismo, que es un trasunto del infrarrealismo, vanguardia poética fundada hacia mediados de los setenta en México, D. F. por Mario Santiago Papasquiaro (Ulises Lima) y el propio Roberto Bolaño (Arturo Belano). Muchos de los personajes de Los detectives salvajes son, también, transposiciones ficcionales de otros miembros de dicha generación poética. El movimiento infrarrealista recupera el gesto vanguardista de restablecer la relación entre arte y vida; por lo tanto, se constituye no tanto como un programa estético cuanto como un modo de vivir poéticamente la vida. Se pueden consultar los manifiestos del infrarrealismo en el volumen Nada utópico nos es ajeno (2013).

 

[22] Al modo cervantino, Bolaño empieza por presentar el nombre de la poetisa como un significante incierto u oscilante: “mencionaron a una tal Cesárea Tinajero o Tinaja, no lo recuerdo” (17). Hartwig analiza el significado del nombre en estos términos: “Un cántaro es un recipiente hueco, cuya utilidad consiste en su capacidad de llenarse con líquidos de cualquier tipo. Funciona como una metáfora de la novela” (62).

 

[23] Susanne Hartwig sugiere la posibilidad de que Bolaño plantee con el término “realismo visceral” una antítesis deliberada del “realismo mágico”: “Como en el ‘realismo mágico' el mundo real no está separado de la magia, para los protagonistas de Bolaño, la realidad no se separa de las vísceras, es decir, la parte de la personalidad que no está sometida a la razón, sino a los instintos primarios” (58).

 

ensayo de Juan José Guerra

juan.guerra@uns.edu.ar

Universidad Nacional del Sur, Argentina

 

Juan José Guerra

Es Profesor y Licenciado en Letras de la Universidad Nacional del Sur (uns). Se desempeña en docencia como Ayudante de Primera en la cátedra de Teoría y Crítica Literaria I del Departamento de Humanidades de la uns. Es Doctorando en Letras por la misma institución y cuenta con una Beca Interna Doctoral de conicet para realizar sus estudios de posgrado. Investiga sobre los imaginarios urbanos en la narrativa argentina contemporánea.

 

Publicado, originalmente, en: Acta Poética 40-1 • enero-junio • 2019 • 87-116

Link del texto: https://revistas-filologicas.unam.mx/acta-poetica/index.php/ap/article/view/847

Acta Poética es una publicación semestral, editada por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)

a través del Centro de Poética del Instituto de Investigaciones Filológicas

 

Ver:

Alejo Carpentier en Letras Uruguay
 

Roberto Bolaño en Letras Uruguay

 

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