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José J. Fernández de Lizardi, un mexicano en el siglo XIX
por María González Rouco
mgonzalezrouco@yahoo.com.ar

 
 
 

La literatura mejicana ha tenido en Fernández de Lizardi un representante agudo y perspicaz, un observador de las costumbres de su tiempo, a las que retrató con ironia y humor. Nacido en la ciudad de Méjico en 1776, se destacó como periodista, fundando el periódico unipersonal EI Pensador Mejicano, que circuló entre los años 1812 y 1814; las opiniones vertidas en dicho medio atrajeron hacia su persona las iras del gobierno español, que lo condenó a prisión durante largos meses. Fue poeta, dramaturgo, escribió novelas por entregas; "pensó -dice Julio Caillet-Bois- que sería más fácil divulgar sus ideas bajo cubierta de ficción". 

Entre los años 1819 y 1820 trabajó en Don Catrín de la Fachenda, novela breve que dejó manuscrita. En esta obra, cuenta la vida y las andanzas del más claro exponente de los viciosos; el nombre del personaje ya nos da una idea de sus condiciones morales. El vocablo "catrín" es un americanismo de la zona central del continente, utilizado para calificar a !as personas afectadas, excesivamente preocupadas por la moda; tal es la personalidad del joven, que se ufana de su forma de pensar. 

Don Catrín de la Fachenda es una obra destinada a exhortar a los lectores; el narrador pretende explicarles las ventajas que se obtienen encarando la existencia como él lo ha hecho. En una disputa con un eclesiástico, el protagonista enumera las características de este grupo social: “los catrines son hombres de bien, hombres decentes, y sobre todo, nobles y caballeros. Ellos honran las sociedades con su presencia, alegran las mesas con sus dichos, divierten las tertulias con sus gracias, edifican a las niñas con su doctrina, enseñan a los idiotas con su erudición, hacen circular el dinero de los avaros con su viveza, aumentan la población en cuanto pueden, sostienen el lustre de sus ascendientes con su conducta, y, por último, donde ellos están no hay tristeza, superstición ni fanatismo, porque son marciales, corrientes y despreocupados". 

Como vemos, semejantes sujetos cumplen una función social; lejos de ser parásitos, brindan servicios que algunos no saben apreciar. Eso es lo que sucedía con los padres de don Catrín, que pretendían que su hijo estudiara; tampoco lo comprendía el tio, un sacerdote que quería llevarlo por la buena senda. El sobrino lo considera molesto y timorato; su apreciación personal sobre el clérigo no impidió que la imagen lo persiguiera en su vida alejada de las buenas costumbres. 

Intención moralizante 

Es importante en esta novela el valor simbólico de los nombres con que Lizardi bautiza a los personajes. De Catrín ya hemos hablado. Lo acompaña en sus andanzas un joven, llamado Tremendo, realmente feroz en apariencia, pero muy cobarde. Modesto, otro compañero -al que, por cierto, no aprecia-, intenta recordar al protagonista !as enseñanzas de su tío, de las que Tremendo se mofa descaradamente. Son amigos de Modesto los oficiales Justo y Moderato; ellos tratan de inculcar en el joven el respeto por la doctrina cristiana y sus preceptos. De más está decir que no lo lograrán. 

Abrumado por las necesidades, Catrín idea una estratagema: ha conocido a un joven poseedor de una importante fortuna y sumamente crédulo, una presa ideal para el engaño; lo convence de que tiene una bella hermana casadera y, así, logra comer y divertirse a costillas de su victima durante largo tiempo. Lizardi bautiza al adinerado con el nombre de Simplicio. Mas la dicha no es eterna, ya que un personaje, Pedro Sagaz, explica la situación a Simplicio, quien se encarniza con su prometida, castigándola duramente. 

Así pasa la vida del protagonista: de estudiante a militar, de militar a cazadotes, jugador, y, finalmente, mendigo. Su concepción de la existencia le hace pensar que cualquier ocupación es mucho mejor que trabajar. Eso es para gente de inferior condición; cuando se lo proponen, contesta airado: “¿Has olvidado que soy el señor Don Catrín de la Fachenda, nobilísimo, ilustrísimo y caballerísimo por todos mis cuatro costados? ¿Cómo quieres que un personaje de mis prendas se sujete a servir a nadie en esta vida, si no fuera al rey en persona? Vete, vete, Y no aumentes mis pesadumbres con tus villanos pensamientos”. 

Este cuadro de la vida mejicana del siglo XIX podría prestarse a confusión, si no fuera por el final que Lizardi imaginó para su historia. Digno de la mejor obra moralizante, Catrín muere agobiado por la incredulidad, el terror y la desesperación. De nada Ie sirvieron sus ardides y sus engaños; la fosa lo espera y, con ella, la certeza de que la vida en el más allá no será muy agradable. Muerto el protagonista, termina la novela el practicante don Cándido, quien lo atendió en sus postreros instantes; el moribundo le había pedido un único favor: que completara la historia de su existencia. ya que él no podría hacerlo. 

Es el practicante quien, como portavoz del autor, transmite !as ideas que conforman la verdadera faceta didáctica de la novela. El protagonista se vanaglorió de todas sus actitudes, de su impunidad y falta de escrúpulos; ahora será don Cándido el que ponga !as cosas en su lugar. Y lo hará por medio de un pequeño poema, un epitafio que concluye con estas palabras: "él mismo se mató, fue su homicida/ con su mal proceder...Lector, advierte:/ que el que como Catrín pasa la vida,/ también como Catrín tiene la muerte".

 

María González Rouco
Lic. en Letras UNBA, Periodista

Diario de Cuyo, San Juan, 4 de junio de 1989

Gentileza de del blog María González Rouco
Periodismo y literatura
http://mariagonzalezrouco.blogspot.com.ar/

 

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