Abelardo Arias: criollos y gringos en Mendoza
María González Rouco

Abelardo Arias nació en Córdoba, aunque él hubiera preferido ver la luz en San Rafael, Mendoza, “en la finca de mi abuela materna, donde pasé casi todos los veranos de mi niñez y adolescencia, en todo caso los más memorables (...) Una criolla casona cerca del Río Diamante y del viejo fortín con foso y puente levadizo que construyó mi abuelo francés, el ingeniero astrónomo Julio Balloffet, el único injerto gringo en cientos de años de criolledad”. No hay certeza sobre su fecha de nacimiento. Algunos dicen que fue en 1908; otros, que fue en el 18.

Interrogado al respecto para la Historia de la literatura argentina (CEAL, 1980), el escritor dijo: “Sólo mis veinte libros, una comedia romántica y una parábola radioteatral, amén de cuentos y traducciones, la evolución estilística, una cierta madurez, seguridad en el oficio, me señalan el paso del tiempo. Entonces, como Alamos talados apareció en 1942, pertenezco a la llamada generación del 40. Esta es la única cronología irremediable. La única seria”.

La novela a la que alude fue distinguida en el año de su publicación con el Primer Premio de Literatura de Mendoza, el Primer Premio Municipal de Buenos Aires y el Primer Premio de la Comisión Nacional de Cultura. Marcel Bataillon –citado en La Prensa por Antonio Requeni- expresó: “Hay en ella –la novela- una intensa poesía que es a la vez la de la juventud y la de la América Colonial del fondo de las provincias, un mundo perdido para siempre y otro que espero conocer un día. Hay también un tono de relato, una mezcla de arte y naturalidad, un gusto, que no son moneda corriente en la literatura hispanoamericana”.

Los criollos

En Alamos talados, Arias evoca personajes de diversas clases sociales. Está la clase alta, la de los terratenientes que hicieron la conquista viviendo en un fortín hasta que pudieron doblegar a los indígenas. Así ve a su familia el adolescente: “Por momentos, abuela arreglaba parsimoniosamente los pliegues de su vestido negro, que caían sobre el almohadón de raso granate en el cual, a manera de escabel, reposaban sus botinas de fieltro negro. Desde mi escondite, la escena resultaba solemne: la galería con sus esbeltos pilares, unida a la escalinata del estrado, le daba ambiente cortesano, que destruía el abigarrado montón de campesinos esperando turno para acercarse a la señora. Ella tendía su mano de venas azuladas con tan graciosa aquiescencia, que dejaba en quienes la recibían sentimiento de gratitud por el gesto benévolo”.

En 1990, Sudamericana presentó una edición acompañada por una “Guía de trabajo para el profesor”, realizada por Marcela Grosso y Marta Baldoni, del Grupo Universitario de Investigación Literaria de la Editorial. En este opúsculo, las autoras señalan la importancia de inmigración en la novela: “El poder se ve amenazado por la presencia de lo otro, del elemento extraño: el inmigrante, figura que genera tres efectos correlativos: a) el enfrentamiento entre gringos y criollos, b) la exaltación del linaje y la hispanidad, c) el rechazo del progreso y las nuevas costumbres”.

La clase alta, representada fundamentalmente por los abuelos, se mostraba bondadosa con los criollos y los inmigrantes, en general, aunque había excepciones: “El inmigrante aparece descalificado, caricaturizado (...) o mirado con simpatía, en tanto se ciña al mandato de la abuela y no compita en el circuito de producción económica. Don Ramón Osuna sentía un “desprecio soberano por los gringos, como él llamaba a cuantos no hablaran el castellano. Desprecio que alcanzaba a toda idea que de ellos proviniera. No quiso alambrar su estancia; sembrar era cosa de gringos y nunca el arado rompió sus tierras”. “El desprecio por el progreso y las nuevas costumbres aparecen sintetizados en la abuela y don Ramón Osuna –consideran las investigadoras-. (...) En ambas actitudes está presente el conservadorismo, la resistencia al cambio”.

“Decir ‘gringo’ es un insulto –continúan- (...) El atributo ‘criollo’, en cambio, tiene connotaciones positivas (...) se convierte en una abstracción, en un símbolo de pureza racial y moral”. Los depositarios de estos valores son la abuela y don Ramón Osuna, ambos personajes en extinción (...) De la idea de extinción deriva el tono elegíaco de la novela y la figura estatuaria de la abuela, adscripta a quien muere en ademán grandioso. Frente a la aparición de los nuevos actores en el escenario social, se exalta a la elite y se reivindica al hijo del país, el criollo en desaparición. El ideal de ‘criollismo’ se proyecta en Alberto, heredero de un linaje y varón que asegura la perpetuación del apellido”.

La diferencia entre terratenientes e inmigrantes es señalada por uno de los personajes: “Doña Pancha aún no podía comprender cómo abuela había recibido, ‘con aire de visita’, a uno de esos gringos bodegueros, decía ella recalcando la palabra con retintín. Ella no podía entenderlo y menos disculparlo. Entre tener una viña y tener bodega para hacer vino había un abismo infranqueable. Eran dos castas distintas, y la Pancha se había constituido guardián insobornable de esa separación”.

Cuando las penurias económicas obligan a la anciana señora a talar los álamos, allí está un inmigrante, posibilitando que el lector saque conclusiones sobre la personal postura del autor: “Con el pie en el estribo de su auto rojo, el turco hacía anotaciones en una libreta. Uno, tras otro, caían los álamos de mi adolescencia”. Grosso y Baldoni sostienen que “La presencia invasora del inmigrante aparece metaforizada por el coche rojo del turco, que recorre el texto en varios capítulos”. Acerca del propietario del vehículo comentan: “Claras son las connotaciones demoníacas que despliega este personaje (...) Las aspiraciones comerciales del turco, que exceden a las del agricultor contratado, lo convierten en una amenaza, un peligro para el sistema. La compra de la vid y de la madera es sustituida por la idea de usurpación, de estafa: el turco no compra sino que ‘se lleva’. Caída, atropello, usurpación, tala, profanación, son los efectos del ingreso del inmigrante en el sistema, que es quebrado sin posibilidades de restauración”.

Los gringos

Los extranjeros –turcos, españoles, italianos, ingleses, franceses- son retratados en distinta forma. Algunos son evocados como seres altaneros; otros, son descriptos por Arias con admiración, tal es lo que sucede con el calabrés contratista de la viña: “Batista –su apellido me resultaba cómico y no pude aprenderlo nunca- había llegado de Italia cuando era muchacho, treinta años atrás. Varios cuarteles de viña se habían plantado bajo su vigilancia y la dirección de un cura, el padre Camurri, que, amén de sus misas, calzaba botas y salía a dirigir el trazado de los viñedos”. Aquí se evidencia cómo el sentimiento de la clase alta hacia los inmigrantes depende de que ellos estén o no subordinados a ella. Por otra parte, el comentario acerca del apellido del italiano trasluce cierto desdén hacia quienes provenían de países distantes.

Los criollos, que se agrupan bajo la protección de la señora y sus descendientes, ven como algo degradante el trabajo en la viña, pues nacieron para domar potros y para hacer tareas que exijan valor y destreza: “ ‘Los criollos no somos muy guapos pa’ estos menesteres, eso di’ andar cortando racimitos son cosas pa’ los gringos y las mujeres –había dicho Eulogio-. Ahora, lidiar con toros, jinetear potros, trenzar tientos de cuero crudo, marcar animales, ésas son cosas di’ hombre’ y hasta si se trataba de dar una manito para cargar las canecas, entonces se ajustaban el cinto y la faja, acomodaban el cuchillo en la cintura, ‘y no le hacían asco a juerciar un poco’ ”.

Frente a la adversidad, los criollos descreen tanto de los conocimientos de los patricios cuanto de las innovaciones de los gringos. Ante la incredulidad de uno de los señores, que la ve marcar una cruz en el suelo, “Que se ría el dotor –arguía la Pancha-, más pior le fue al gringo ‘e las Paredes, el que s’hizo una torre altaza, todita llena de palarrayos pa’espantar el granizo y, no bien la terminó, la misma tarde, la pedrera le taló las viñas... Ai tienen lo que sacó ese descreído con su torre de Davell”.

Hay, también, personajes marginales, como el ebrio Modón, cuya existencia infrahumana se describe y justifica: “Estaba descalzo, los pantalones sujetos por una faja de lana colorada y arremangados hasta la mitad de la canilla; la camisa sucia y deshilachada se perdía en la maraña de la barba grasienta, donde la tierra formaba una pasta oscura alrededor de los labios agrietados”.

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Alberto, el protagonista, se siente unido a su familia por el respeto y el cariño, pero es por los criollos por quienes experimenta sus sentimientos más fuertes. Por un criollo, conoce el valor de la amistad, y es Dolores, la hermana del amigo, quien lo inicia en el camino de las sensaciones. Los inmigrantes son vistos por el adolescente como un grupo social cuyo trabajo resulta valioso, pero que también se vuelve una amenaza para la clase alta en decadencia, con cuyo ocaso se verá beneficiado.

María González Rouco
Licenciada en Letras UNBA, Periodista

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