Borges, Homero y el inicio de la escritura

Ensayo de Carlos Gamerro 

Jorge Luis Borges

Dante Alighieri, Homero y Virgilio.(detalle de

El Parnaso, de Rafael)

La convergencia de las tradiciones narrativas griegas y pampeanas ha sido objeto de preocupación en la escritura de diversos autores; recordamos a Lugones entre los más notables. Carlos Gamerro entrecruza las vidas de Borges, nuestro narrador de épicas gauchescas y terminales, con Homero, el hacedor de las agonías clásicas y hagiográficas. No sólo la fuerza asimiladora de los devenires borgeanos y homéricos surge como un gran ejercicio del anacronismo literario, sino también el recuerdo que subyace de aquellos seres oscuros y enaltecidos que eran los griegos micénicos. Irónicamente, el gentilicio “griego” no reconocía a los micénicos en su era: nombres como aqueos, argivos o dañaos eran más consecuentes con su estirpe. Algunos autores sostienen -tal como lo hubiese dicho Borges- que los micénicos eran los vikingos de la Edad de Bronce, con un abstruso y poco lírico sistema de escritura, sustraído a la civilización cretense que tal vez destruyeron. La bendición homérica los transformó en héroes. La similitud con la tragedia del gaucho -más bien, un lancero pampa en su constitución espiritual- que fue combatido desde la razón oligárquica civilizada, elevado a la categoría de icono por la misma clase, emerge inexorable.

En Borges y Homero, una vez más la barbarie y la ceguera justifican, encauzan y limitan vidas trazadas para la escritura. Ulises y Aquiles, Tadeo Isidoro Cruz y Juan Muraña no podrían imaginar, desde la especificidad de sus universos inmediatos, que se erigirían, a partir de Borges y Homero, en monumentos literarios.

I -

En su conferencia titulada “La ceguera”, incluida en Siete noches (1980), Borges traza un linaje de escritores ciegos que incluye a Joyce, Groussac, Milton y Homero, aunque admite que la inclusión de este último importa una petición de principio:

No sabemos sí Homero existió. El hecho de que siete ciudades se disputaran su nombre basta para hacernos dudar de su historicidad. Quizá no hubo un Homero, hubo muchos griegos que ocultamos bajo el nombre de Homero. Las tradiciones son unánimes en mostrarnos un poeta ciego; sin embargo, la poesía de Homero es visual, muchas veces espléndidamente visual...

Es verdad que la existencia del individuo Homero no es históricamente comprobable: no hay documentos ni testimonios que la demuestren. Sabemos que La Ilíada y La Odisea fueron compuestos oralmente, por generaciones de rapsodas, hasta que en algún momento —alrededor del siglo VIII a.C.—, la escritura los fijó en la forma que hoy conocemos. Las muchas historias que se cuentan y las innumerables que se dan por sabidas en los poemas homéricos no fueron inventadas por ningún individuo en particular, son una constelación de mitos organizada narrativamente alrededor de la famosa guerra entre griegos y troyanos. Si Homero existió, fue a lo sumo el último o tal vez el más importante de estos rapsodas, el que los representa metonímicamente a todos.

Si en un género de verdad como la conferencia Borges admite la posibilidad de un Homero que puede ser una ficción o un constructo, cuando escribe una ficción sobre Homero imagina un individuo verdadero. “El hacedor” (1960) es la recreación imaginaria de la vida del poeta griego, aunque no de toda la vida sino de un momento en ella: aquel en que descubre su destino de poeta. Y éste está ligado a su ceguera: el Homero de Borges no es, como Borges, un poeta que se queda ciego: es un hombre al que la ceguera hace poeta.

En trance de acercarse imaginaria y emotivamente a su personaje, Borges hace lo que todo buen escritor de ficciones, busca una vivencia común que haga de puente, y modela sobre la propia la ceguera de Homero. Así describe el proceso de la suya en “La ceguera”:

Yo vivo en ese mundo de colores y quiero contar, ante todo, que si he hablado de mi modesta ceguera personal, lo hice porque no es esa ceguera perfecta en que piensa la gente; y en segundo lugar porque se trata de mí. Mi caso no es especialmente dramático. Es dramático el caso de aquellos que pierden bruscamente la vista: se trata de una fulminación, de un eclipse; pero en el caso mío, ese lento crepúsculo empezó (esa lenta pérdida de la vista) cuando empecé a ver. Se ha extendido desde 1899 sin momentos dramáticos, un lento crepúsculo que duró más de medio siglo. Para los propósitos de esta conferencia debo buscar un momento patético. Digamos, aquel en que supe que ya había perdido mi vista, mi vista de lector y de escritor. Por qué no fijar la fecha, tan digna de recordación, de 1955. No me refiero a las épicas lluvias de septiembre; me refiero a una circunstancia personal.

Esta circunstancia es su nombramiento como director de la Biblioteca Nacional. La ironía de que lo nombraran director de una biblioteca de novecientos mil volúmenes cuando ya no era capaz de leerlos dio origen a su “Poema de los dones”, que comienza “Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche.” Hacia el final del poema, Borges se siente unido en “un yo plural” y “una sola sombra” con Paul Groussac, también director de la biblioteca y también ciego. Esta noción de la ceguera como un don se desarrolla y explicita en la ya mencionada conferencia:

Un escritor, o todo hombre, debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin y esto tiene que ser más fuerte en el caso de un artista. Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte; tiene que aprovecharlo.

Los poemas homéricos, siendo las epopeyas más antiguas, son las más modernas, en el sentido de que son las únicas -sin exceptuar La Eneida-que puede leer con placer un lector de hoy, formado como lector de novelas. Y como esto es tanto más cierto de La Odisea que de La Ilíada, no sorprende que Joyce haya elegido a aquélla como el cimiento de su fundación de la novela moderna en su Ulises.

En su caso, al saberse ciego, se dedicó a estudiar el idioma anglosajón: “La ceguera es un don. (...) Me dio el anglosajón, me dio parcialmente el escandinavo, me dio el conocimiento de una literatura medieval que yo habría ignorado, me dio el haber escrito varios libros, buenos o malos, pero que justifican el momento en que se escribieron”.

A diferencia de Borges, el Homero de “El hacedor” no es un poeta, sino un hombre que vive en la actualidad del instante, en el mundo primariamente físico de la acción y de las sensaciones, hasta que ese mundo comienza gradualmente a abandonarlo:

Nunca se había demorado en los goces de la memoria. Las impresiones resbalaban por él, momentáneas y vívidas; el bermellón de un alfarero, la bóveda cargada de estrellas que también eran dioses, la luna, de la que había caído un león, la lisura del mármol bajo las lentas yemas sensibles, el calor de la carne de jabalí, que le gustaba desgarrar con dentelladas blancas y bruscas, una palabra fenicia, la sombra negra que una lanza proyecta sobre la arena amarilla, la cercanía del mar o de las mujeres, el pesado vino cuya aspereza mitigaba la miel, podían abarcar por entero el ámbito de su alma. Conocía el terror pero también la cólera y el coraje, y una vez fue el primero en escalar el muro enemigo. Ávido, curioso, casual, sin otra ley que la fruición y la indiferencia inmediata, anduvo por la variada tierra y miró, en una u otra margen del mar, las ciudades de los hombres y sus palacios. En los mercados populosos o al pie de una montaña de cumbre incierta, en la que bien podía haber sátiros, había escuchado complicadas historias, que recibió como recibía la realidad, sin indagar si eran verdaderas o falsas.

Gradualmente, el hermoso universo fue abandonándolo; una terca neblina le borró las líneas de la mano, la noche se despobló de estrellas, la tierra era insegura bajo sus pies. Todo se alejaba y confundía.

A diferencia de otros poetas, filósofos o santos que se retiran del mundo para que éste no los distraiga de su trabajo verbal, intelectual y espiritual (en “La ceguera” Borges cita dos: “Demócrito de Abdera se arrancó los ojos en un jardín para que el espectáculo de la realidad exterior no lo distrajera, Orígenes se castró”) es el mundo el que se aleja y los deja, a Homero y a Borges, solos. “Todo lo cercano se aleja” cita Borges a Goethe en “La ceguera”, y agrega: “Al atardecer, las cosas más cercanas ya se alejan de nuestros ojos, así como el mundo visible se ha alejado de mis ojos, quizá definitivamente”.

Homero, como Ireneo Funes, empieza a recordar porque ya no puede vivir en el mero presente. Los recuerdos que Homero recupera son dos: uno de un muchacho que lo ofende, del padre que escucha su queja y del puñal de bronce que él siempre había codiciado y que su padre le da con las palabras: “que alguien sepa que eres un hombre”. Entendemos, porque el texto es elíptico en este punto, que el joven Homero hirió, probablemente mató, al otro muchacho. Luego recuerda a una mujer, la primera que le depararon los dioses. Y se pregunta:

¿Por qué le llegaban esas memorias y por qué le llegaban sin amargura, como una mera prefiguración del presente? Con grave asombro comprendió. En esta noche de sus ojos mortales, a la que ahora descendía, lo aguardaban también el amor y el riesgo, Ares y Afrodita, porque ya adivinaba (porque ya lo cercaba) un rumor de gloria y  de hexámetros, un  rumor de hombres  que defienden un templo que los dioses no salvarán y de bajeles negros que buscan por el mar una isla querida, el rumor de las Odiseas e Ilíadas que era su destino cantar y dejar resonando cóncavamente en la memoria humana.

La historia nos ofrece un Homero fantasmal; a partir de la ficción de Borges, en cambio, nos es imposible pensar en Homero sino como un individuo de carne y hueso.

Más que pérdida, hay transformación: el amor y el riesgo son ahora recreados en la escritura, o quizás, el amor y el riesgo son la escritura misma, ella es su nuevo objeto.

Pero Homero no escribe sus recuerdos personales, sino que recrea la memoria mítica de su pueblo, en la que éstos no tienen lugar alguno. ¿Para qué entonces los menciona Borges, si lo autobiográfico está excluido de La Ilíada y La Odisea? (De Homero lo ignoramos todo, salvo que no estuvo en la guerra de Troya) ¿Y por qué debe éste descender a su memoria personal para cantar una historia que todos los griegos ya se sabían de memoria?

Paso aquí a hacer una apreciación de índole personal. A diferencia de la mayoría de las epopeyas de autor anónimo, como La Chanson de Roland, Beowulf El Cantar de Mio Cid, cuyos héroes son menos personas que haces de rasgos heroicos, los de los poemas homéricos, Aquiles, Héctor, Patroclo, Agamenón, Helena, Paris, son individuos de presencia tan viva en nuestra imaginación como los de cualquier novela contemporánea. Más aun: los poemas homéricos, siendo las epopeyas más antiguas, son las más modernas, en el sentido de que son las únicas —sin exceptuar La Eneida— que puede leer con placer un lector de hoy, formado como lector de novelas. Y como esto es tanto más cierto de La Odisea que de La Ilíada, no sorprende que Joyce haya elegido a aquélla como el cimiento de su fundación de la novela moderna en su Ulises.

“El hacedor” destaca, a mi parecer, este rasgo diferencial de los poemas homéricos dentro del canon de la epopeya europea. Lo hace asumiendo que quien logró tal grado de individuación de sus personajes debió ser él también un individuo, que una creación colectiva nunca podría llegar a tal grado de creación individuada de personajes, ya la vez está diciendo que ningún creador, trabajando únicamente con las leyendas, las historias que le fueron legadas, con el acervo de toda su comunidad, podría escribir un poema de estas características. La particularidad de Homero, es que recurrió primero —en un orden que es más lógico que cronológico— a sus recuerdos personales, que entró al mito a través de su experiencia personal. El joven Homero será Aquiles y ese muchacho que mereció el puñal será Héctor; la primera mujer que lo amó será Helena de Troya en La Ilíada, y en La Odisea, Penélope, Náusica o Circe.

El poeta Homero, y con él sus dos grandes poemas, nacen del cruce entre el legado de historias colectivas y de las vivencias del individuo Homero. Borges responde a la pregunta sobre la historicidad de Homero no como la deben responder los historiadores de la literatura, sino como la puede responder un autor de ficciones: escribiendo la historia personal de Homero y convenciéndonos de que solamente de esta manera pudieron ser escritas La Ilíada y La Odisea. No sabemos si esto es verdad pero sentimos que, de todas las hipótesis conocidas, es la más interesante. La historia nos ofrece un Homero fantasmal; a partir de la ficción de Borges, en cambio, nos es imposible pensar en Homero sino como un individuo de carne y hueso.

II

En el momento en que Homero comprende que su ceguera ha sido un don, comprende (elige) también su destino y el sentido de su vida. En “El hacedor” este momento se dice así:

Días y noches pasaron sobre esa desesperación de su carne, pero una mañana se despertó, miró (ya sin asombro) las borrosas cosas que lo rodeaban e inexplicablemente sintió, como quien reconoce una música o una voz, que ya le había ocurrido todo eso y que lo había encarado con temor, pero también con júbilo, esperanza y curiosidad.

Entonces descendió a su memoria, que le pareció interminable, y logró sacar de aquel vértigo el recuerdo perdido que relució como una moneda bajo la lluvia, acaso porque nunca lo había mirado, salvo, quizás, en un sueño.

Este recurso al momento privilegiado vincula a “El hacedor” con otros textos de Borges como el “Poema conjetural” o “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)”; su formulación canónica corresponde a este último: “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. La identidad es, aquí, menos esencia que acción: el hombre sabe quién es cuando descubre qué es lo que tiene que hacer: Cruz, pelear junto al desertor Martín Fierro; Laprida, aceptar la muerte bajo las lanzas de la montonera; Homero, ser poeta.

La homologación entre tomar el cuchillo y tomar la pluma es menos forzada de lo que pueda parecer en un primer momento, como lo revela un texto escrito en 1950, es decir, entre “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” y “El hacedor” que se convertirá en el capítulo IX de Evaristo Carriego. En él, Borges imagina el momento en que Carriego descubre su mundo, su voz y su tema como poeta:

¿Cómo se produjeron los hechos, cómo pudo ese pobre muchacho Carriego llegar a ser el que ahora será para siempre? Quizás el mismo Carriego, interrogado, no podría decírnoslo. Sin otro argumento que mi incapacidad de imaginar de otra manera las cosas, propongo esta versión al lector.

Borges imagina a Carriego, en 1904, leyendo “con pesar y avidez” una novela de Alejandro Dumas, acongojado ante la certeza de que “la vida estaba en Francia” mientras que a él le había tocado “el tardío siglo XX y un mediocre arrabal sudamericano”. Entonces sucede algo:

Un rasguido de laboriosa guitarra, la despareja hilera de casas bajas, Juan Muraña tocándose el chambergo para contestar un saludo (Juan Muraña que anteanoche marcó a Suárez el Chileno) [...] algo cuyo sentido sabemos pero no cuya forma, algo cotidiano y trivial y no percibido hasta entonces, que reveló a Carriego que el universo (que se da entero en cada instante, en cualquier lugar, y no sólo en las obras de Dumas) también estaba ahí, en el mero presente, en Palermo, en 1904.

Yo he sospechado alguna vez que cualquier vida humana, por intrincada y populosa que sea, consta en realidad de un momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Desde la imprecisable revelación que he tratado de intuir, Carriego es Carriego.

III

Dice Borges de Homero en “El hacedor”: “Cuando supo que se estaba quedando ciego, gritó; el pudor estoico no había sido aún inventado y Héctor podía huir sin desmedro.” Héctor ha pasado a la historia como paradigma del coraje guerrero, y en ese sentido se usa —aunque cada vez menos— la expresión “es un Héctor”.

Y sin embargo, cuando Héctor lo ve a Aquiles venírsele encima, pega media vuelta y sale corriendo, y da cuatro vueltas alrededor de los muros de Troya con Aquiles pisándole los talones. Luego se planta, lo enfrenta y muere peleando valientemente. Los antiguos griegos no creían que un hombre valiente debía serlo siempre, sabían que el coraje físico va y viene; los dioses lo dan un momento y lo quitan al siguiente, según sus intereses o sus divinos caprichos. En esta brevísima referencia a Héctor, Borges no sólo propone que un hombre valiente puede a veces tener miedo y que eso no disminuye en nada su valor, sino que dice algo todavía más interesante: que sistemas de valoración, posturas éticas, juicios morales que creemos connaturales al hombre, que creemos vienen del fondo de los tiempos, fueron inventados en algún momento.

Y Borges no sólo historiza el ‘valor atemporal’ del estoicismo, también lo matiza. Hablar de ‘pudor’ estoico es definirlo menos como entereza indiferente que como una hipersensibilidad al decir de la gente. La corrida de Héctor, el grito de Homero no son aflojadas sino expresiones vitales de hombres libres y fuertes. Los gauchos y los orilleros de Borges “redescubren” (propone Borges en el capítulo XI de Evaristo Carriego) este antiguo culto del coraje celebrado por la epopeya europea, redescubren también ‘el pudor estoico’ (lo siente sin duda el Corralero de “Hombre de la esquina rosada” que muere “sin queja” el rostro oculto bajo el chambergo, porque “sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que lo curiosearan los visajes de la agonía”). “El hacedor” parecería en principio ser un texto muy alejado de la vertiente criollista de Borges y, sin embargo, con un cambio de vestimenta y escenografía, la mínima anécdota de Homero y el cuchillo podría figurar en cualquiera de los cuentos de ambientación orillera. Al imaginar un Homero cuchillero, Borges nos da un Homero vivo, cercano, creíble, y de yapa otorga un aura de epopeya clásica a la literatura menor de la pampa y los arrabales de Buenos Aires. Borges no sólo imagina al individuo Homero desde su propia vida personal, también imagina las circunstancias de Homero a partir de las de su mundo —aunque a la manera propiamente borgeana—. Se trata de un mundo más ficcional que verdadero, el que responde a la pregunta que se hace en el prólogo de Evaristo Carriego: “¿Cómo fue aquel Palermo o cómo hubiera sido hermoso que fuera?”. “¿Cómo fue Homero, o cómo hubiera sido hermoso que fuera?” es la pregunta que se hace y responde Borges en “El hacedor”. Lo que Homero, según Borges, hace con Héctor, Helena, Aquiles, reima-ginarlos a partir de su experiencia personal, es lo mismo que Borges hace con Homero.

IV

El mito de los orígenes de la escritura es, en Borges, específico a cada escritor. En “Everything and Nothing” Borges imagina los inicios de Shakespeare como poeta y allí no hay revelación alguna; no hay, siquiera, escena: partiendo de un vacío inicial (“Nadie hubo en él”), el Shakespeare de Borges intentó llenarlo con la lectura, la actuación y, eventualmente, la escritura, pero tarde o temprano “el odiado sabor de la irrealidad recaía sobre él”. La revelación le llega, como al Narciso Laprida del “Poema conjetural”, en trance de muerte: “La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: “Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo”. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: “Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estás tú, que como yo eres mucho y nadie”.

Shakespeare se hace escritor para escapar de la irrealidad, o más bien, para tratar de poblarla con sus creaciones. Cervantes, en cambio (el Cervantes de Borges), se hace escritor para huir de la realidad que lo abruma:

Harto de la realidad de España, un viejo soldado del rey buscó solaz en las vastas geografías de Ariosto, en aquel valle de la luna donde está el tiempo que malgastan los sueños y en el ídolo de oro de Mahoma que robó Montalbán. En mansa burla de sí mismo, ideó un hombre crédulo que, perturbado por la lectura de maravillas, dio en buscar proezas y encantamientos en lugares prosaicos que se llamaban “El Toboso o Montiel”.

Escribe Borges en “Parábola de Cervantes y del Quijote”.

Cervantes y Shakespeare ofrecen modelos complementarios de la relación entre escritura y experiencia: Shakespeare es el hombre de vida apacible y sedentaria que escribe historias de romances, batallas y aventuras; Cervantes, hombre de vida aventurera, en trance de pensar una ficción, imagina un héroe lector, un viejo que nunca ha salido de su biblioteca.

Está claro que tampoco son homologables las biografías de Borges y Homero: para Borges la ceguera no marca el inicio de la escritura, es apenas un episodio que tuerce su rumbo: cuando empieza a quedarse ciego comienza a escribir poesía medida y rimada, principalmente sonetos; sus cuentos se vuelven más breves, su sintaxis se simplifica, aparece la temática germánica y anglosajona. Las biografías no serán homologables en los hechos, pero los hechos a esta altura ya han quedado muy lejos: en la de este Homero que, ciego, deja la espada y toma la pluma, ese Borges que tantas veces expresó la nostalgia por el pasado militar de sus mayores escribe su biografía ideal, la del recuerdo imposible.

 

Ensayo de Carlos Gamerro

 

Publicado, originalmente, en: Revista "La Biblioteca" Tercera época nº 12 Primavera año 2012

Link del texto:  https://www.bn.gov.ar/micrositios/revistas/biblioteca/la-biblioteca-no-12-mitologicas

Revista "La Biblioteca"  es editada por Biblioteca Nacional Mariano Moreno de la República Argentina

 

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