Borges frente a sus espejos

ensayo de Peter G. Earle

University of Pennsylvania

 

“No hay otros paraísos que que los paraísos perdidos”.

(J.L.B, Los conjurados)

 

 

Su obra es una vasta reiteración — con variantes muy creativas — de lecturas fundidas con recuerdos. En cada género — poema, relato, ensayo, reseña crítica — impresionan sus repeticiones temáticas (que aaemás son líricas).

Las siete estrofas de “Arte poética” en El otro, el mismo iluminan, sucesivamente, los siete temas recurrentes en toda su obra: el olvido, el sueño, el tiempo, la muerte, el autorretrato, la memoria y la eternidad. Al lector le halaga la simetría de sus laberintos y el recuerdo de tenues paisajes de barrios, ciudades y pampas, así como en un salón de conciertos le complacen al oyente las catedrales de notas: por ejemplo, las fugas, cantatas y glorias de tres compositores, también célebres reiterativos: Hándel, Vivaldi y Bach.

La felicidad (o tristeza) de repetir no cancela la originalidad de lo que escribió; nadie como Borges ha condensado en sus páginas tantas visiones y figuras, o tantos días y noches (los suyos propios, los de Funes el memorioso, y los de Homero, Dante, Cervantes, Schopenhauer y Whitman, por ejemplo).

Más que las meditaciones de Eduardo Mallea y Ezequiel Martínez Estrada, cuyas novelas y ensayos son una letanía de aislamientos, las alusiones literarias y filosóficas de Borges lo sitúan siempre entre otros, sean personas o figuras. Forman una compañía fantasmal en que el límite entre realidad e irrealidad se borra, y que le infunde al poeta una extraña melancolía.

La compañía abarca a antepasados:

“Tenues como si nunca hubieran sido

Y ajenos a los trámites del arte,

Indescifrablemente forman parte

Del tiempo, de la tierra y del olvido”.

Incluye a familiares (sobre todo la madre — Leonor Acevedo Suárez de Borges — en quien radica una persistencia de funciones: de consejera, de secretaria, de permanente institutriz, de directora social) y a amistades de larga duración; a héroes y picaros del pasado — reales y ficticios. Incluye al Ulises renacido en “Arte poética”, “harto de prodigios” -— según su lector argentino — al volver a Itaca; a Dante y Walt Whitman; a duendes de las sagas de Islandia y a Alicia en el país de las maravillas. Incluye, entre otras mujeres que en varias ocasiones han sido sus colaboradores literarios, a Estela Canto (amiga durante 40 años y autora del mejor y más íntimo retrato del escritor: Borges a contraluz, 1989).

Y no se olvide al borroso poeta marginal, Evaristo Carriego, ni al cada vez más desolado Leopoldo Lugones, ni a Macedonio Fernández, escritor y tertuliano de Buenos Aires que en palabras y gestos daba la impresión de ser más ficticio que real.

En parte por su timidez ante los públicos, en parte por su progresiva ceguera física, había en Borges matices de una persona distante o absorbida por lo oculto. Pero en esa misma zona (lo oculto) frecuentaba a numerosos seres presentes, recordados, inventados, posibles e imposibles.

En sus poemas, cuentos, ensayos y conferencias continuamente citaba, reseñaba, interpretaba, resumía y traducía a otros, como si todos ellos colaborasen de algún modo en la elaboración de cada frase. También daba a entender que el oficio de escritor debería ser múltiple. El autor de “La biblioteca de Babel”, “El congreso”, “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius” y “Las ruinas circulares” nos afirma, en efecto, que un escritor — en pleno reconocimiento de la imposibilidad de su empresa — aspira a desempeñar varias labores: la del bibliotecario (de todo lo escrito y de lo que queda por escribir), la del asistente a congresos (incluso al infinito “Congreso del Mundo”), la del meticuloso enciclopedista (de un planeta inexistente), y la del mago soñador (que en una sucesión de noches sueña a un hijo, para saber, al fin, que él mismo ha sido soñado por alguien).

Esos encuentros y desencuentros quijotescos son figuraciones poéticas de sus relaciones personales; eso es, el resultado de las congenialidades físicas y metafísicas que se le imponían. “Las palabras son símbolos que postulan una memoria compartida”, nos recuerda el protagonista de “El congreso”. La estética abierta (y colectiva) de Borges hace más comprensible su tenaz idea de enlaces: la idea de que en un lugar, momento o persona están revelados todos los lugares, momentos y personas que hasta ahora han existido. Así, para él en constante colaboración con innumerables otros, cada cuento y poema resulta ser una nueva ventana sobre el universo.

Las inclinaciones metafísicas, escenarios abstractos y personajes fugaces de su obra podrían despistarnos de su verdadero carácter, fundamental para la comprensión de sus perspectivas y su estilo, y hacemos olvidar que en el fondo Jorge Luis Borges era un hombre nostálgico y sentimental, y que su punto de vista literario no es menos romántico que fantástico. Gran parte de su poesía desde 1950 y la prosa y versos de El hacedor e Historia de la eternidadlo comprueban. Sus cartas (ca. 1945) a Estela Campo reproducidas en Borges a contraluz (pp. 125-154), y el elemento testimonial de varias narraciones también lo confirman.

Vivía — íntimamente — con imágenes del pasado, a veces tan remotas como las aludidas por Homero, otras veces ligadas a sus antepasados, a su niñez, o a cierto aspecto de la vida de algún escritor que admiraba. En abril de 1983 visitó Philadelphia y la Universidad de Pennsylvania por segunda y última vez. En su itinerario estaba la casa y última residencia de Walt Whitman, en la vecina ciudad de Camden, New Jersey. Recuerdo que al entraren el dormitorio del poeta tanteó la cama suavemente y preguntó hacia qué lado se acostaba. Le agradó mucho saber que Whitman se acostaba en sentido del poniente, signo probable—pensé después—de un afán compartido entre Borges y el norteamericano por los crepúsculos y lo desconocido.

Borges conoce y vence al olvido; recuérdese la primera estrofa de su soneto “Everness”:

“Sólo una cosa no hay. Es el olvido.

Dios, que salva el metal, salva la escoria

Y cifra en Su profética memoria

Las lunas que serán y las que han sido”.

A base de conceptos suyos muy conocidos por sus lectores y expresados a través de su obra se puede establecer una fórmula tripartita: (1) lo perdurable es siempre una forma de invención: no la rosa o el río en sí, sino el recuerdo de la rosa o del río; no Cervantes, sino Don Quijote; (2) la invención es distinta pero inseparable de lo que en la realidad o en otra ficción ocurrió alguna vez. En otras palabras, lo fundamental es la memoria; y (3) la memoria es distinta en composición pero también inseparable del sueño, ya que el sueño siempre es — además de una invención — una reconstrucción de hechos y circunstancias que ha vivido el soñador. Al comienzo de la breve paradoja “Posesión del ayer” en Los conjurados Borges escribe: “Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas, y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío”. Es decir — si admitimos como válida la experiencia siempre múltiple de Borges — somos no sólo la materia de nuestros sueños designada por Hamlet, sino parte activa de la perpetuidad creadora que se alcanza por medio de la memoria.

Pienso que en aquella “posesión del ayer”, que es a la vez un conjunto de “perdiciones”, está el núcleo de la personalidad creadora del ambivalente Borges. “No sé cuál de los dos escribe esta página”, nos dice al final del brevísimo “Borges y yo”.

En verdad no hay necesidad de elegir, porque “los dos” — el restringido autobiógrafo y el estético provisionalmente librado en el trance de escribir — la han escrito juntos. Y es de notar que esa co-autoría se extiende a gran parte de la narrativa borgesiana. Predomina en “El Aleph” y “El sur”, en cuyos escenarios el vigor metafísico de un alucinado narrador contrasta con el talante prosaico de sus antagonistas: el de un absurdo poetastro (Carlos Argentino Daneri) y de un gaucho tosco que lo provoca tirándole migajitas de pan. También es notable en “La biblioteca de Babel”, que es en parte una teoría de lo infinito, y en parte (como la pelea inminente con el gaucho en “El sur”) una velada confesión de impotencia frente al mundo de las circunstancias.

En el pensamiento caleidoscópico de Borges son infinitas las combinaciones de letras; infinitos los pensamientos, argumentos y fantasías; infinitos los personajes existentes, posibles e imposibles. Sin embargo, la confesión (no por velada menos auténtica) reverbera en el contraste entre esos infinitos y los severamente limitado. Por ejemplo, todas las bibliotecas, como todos los alfabetos, son finitas, y en la maravillosa e ilimitada biblioteca de Babel va cncapsulada la humilde B iblioteca Municipal “Miguel Cañé”, pobre y mal catalogada, donde Borges, más que nada por necesidad económica, ingresa como auxiliar en 1938, y en donde encuentra tiempo de sobra para iniciar la composición de sus mejores cuentos, que se publicarán por los años 40 en Ficciones y El Aleph.

Su existencia se ha desarrollado, según muchos testimonios del propio escritor, “entre libros”, pero es imposible perder de vista la tenaz presencia personal, la autobiografía irónica que se nos descubre a través de sus arcanas reflexiones.

En no recuerdo cuál de sus ensayos Ralph Waldo Emerson elogia la labor de un carpintero que él ha observado desde la ventana de su estudio. A Emerson, habitante de reinos ideales, le impresionó en ese momento el contraste entre la habilidad y artesanía del carpintero y su propia incapacidad para los oficios manuales.

Encuentro en Borges (el meditativo, el soñador, el book worm, el anti-o meta-o contra-físico, el espectador venido de otro mundo) una condición distinta pero análoga a la de Emerson. Eso es, en el nivel psicológico: el hecho de que a través de su reconocida ingeniosidad él se alude repetidamente a sus propias tristezas o incapacidades. Las mujeres desaparecidas de su vida se traslucen en las desaparecidas de su obra (como Beatriz Viterbo en “El Aleph” o Clara Glencaim de Figueroa y Marta Pizarro en “El duelo”) o la misteriosa “S.D.” (“English, innumerable and an ángel”) a quien va dedicada la Historia universal de la infamia.

La conciencia de su propia vulnerabilidad en el nivel de lo concretamente real se revela repetidamente en la circunstancia de sus protagonistas. Borges se siente atraído por personajes marcados por el destino de víctima, y nos los presenta en la forma de extrañas simetrías narrativas que ellos no saben contrarrestar. Por ejemplo, el intenso dramaturgo Jaromir Hladik en “El milagro secreto” triunfa en un tiempo metafísico y metahistórico que disfruta para terminar una obra en tres actos, Los enemigos, mientras que en otro tiempo (físico e histórico) sucumbe antes las balas del pelotón de soldados que hace dos semanas llegó a Praga con el ejército del Tercer Reich. Otro ejemplo: la aventura detectivista y funesto fin de Erik Lonnrot en “La muerte y la brújula”, quien a causa de su propia ingeniosa curiosidad encuentra al hombre que persigue, pero quien — por la misma razón — será víctima de ese mismo hombre, su todavía más ingenioso antagonista.

La pampa, los tenebrosos suburbios, las regiones aledañas del Brasil y del Uruguay, como el remoto, casi místico Sur, también le fascinaban al ambivalente escritor, percibidor y preso de fuerzas ocultas. Seguramente Borges comparte con Juan Dahlman el miedo al gaucho experimentado en “El sur”, emoción que surge no sólo de la anestesia a la que se somete al narrador en la mesa de operaciones sino también del recuerdo subliminal de arquetipos del gaucho “malo” (Martín Fierro, Juan Moreira) y de los dos esforzados abuelos del cuentista — ambos coroneles activos en guerras del siglo pasado.

Benjamín Otálora, de un suburbio de Buenos Aires, aprendiz de gaucho y contrabandista que muy joven mata a un hombre con “una puñalada feliz” y además de desobedecer a su mentor se acuesta una noche con su amante, es todo lo que Borges no fue en su propia juventud. Y el hijo que el autor nunca tuvo pasa fantasmalmente ante nuestros ojos por iniciativa y empeño del mago de “Las ruinas circulares”. La iluminación de sus fallas y desilusiones que es el núcleo vital de su obra proviene, me parece, de un profundo romanticismo: que no es del solitario enajenado sino — como ya se ha visto — generosamente compartido con una gran variedad de personas y personajes.

Gracias tenemos que dar sus lectores por esas admirables “perdiciones”, que ya son nuestra ganancia.

 

Peter G. Earle

University of Pennsylvania
Publicado, originalmente, en Inti: Revista de literatura hispánica Nº 49-50

Primavera / otoño 1999

Providence College

 

Jorge Luis Borges en Letras Uruguay

 

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