Un discípulo tardío (El Kafka de Borges)

Ensayo de Sergio Cueto
Universidad Nacional de Rosario - C.I.U.N.R

sergiojcueto@hotmail.com

Tal vez se acepte que todos los hombres son o proustianos o kafkianos —a la hora de comer, de vestirse, de pasear, de leer, de hacer un chiste, de dormir o de permanecer en vela, de rezar. Lo que no aceptaremos nunca —salvo como una broma ciertamente kafkiana— es la sentencia de que el mundo en el que tenemos que vivir, la atmósfera que respiramos a diario son kafkianos. Kafkiano, en todo caso, no es un estado del mundo sino una manera de estar en el mundo. El mundo de los kafkianos es otro que el de los proustianos.

Cuando Borges se dice discípulo de Kafka (“Habla un discípulo de Kafka, un tardío discípulo de Kafka...”[1] ), se reconoce kafkiano, y toda su interpretación de la obra de Kafka estará dirigida por la interrogación acerca de la esencia de lo kafkiano. Hay aquí un movimiento curioso. El discípulo interroga al maestro por aquello que íntimamente ya sabe, y su saber es tal que tiene que preguntar por él; no sabe que aprende y aprende lo que ya sabía. El maestro, por su parte, enseña lo que no sabe, tiene que aprender del discípulo aquello que le está enseñando; sabe sin saber y aprende al enseñar. Es imposible ignorar, además, que Kafka no se quiso un maestro y que, en medio de todos sus émulos, permanece incomparable, “tan singular como el fénix de las alabanzas retóricas”[2]. De manera que Borges se reconoce discípulo de ningún maestro, discípulo de un maestro sin discípulos, en consecuencia no-discípulo, o al menos un discípulo “tardío”. El discípulo llega cuando el maestro ha partido, cuando su enseñanza se ha olvidado. El discípulo sale en busca de su maestro. Borges reconoce la desconocida enseñanza de Kafka después del “kafkismo”. Separar a lo kafkiano del “kafkismo”, ésta es la tarea de Borges. Lo kafkiano es lo que Borges aprende de Kafka al enseñárselo, lo que Kafka enseña a Borges en el momento de aprenderlo. Pero ¿qué es lo kafkiano? ¿Cuál es la enseñanza de Kafka?

Borges aprende ante todo de Kafka una cierta “técnica”, más precisamente una operación de “purificación” de la literatura. Kafka ha purificado la literatura de nuestra época, harta de circunstancias, de psicología y de realismo, haciendo “que la literatura vuelva a algo que se creía perdido: la alegoría y el relato” (BHK, 23).

Si la alegoría, como dice Borges, es lo que hace perdurable a la obra de Kafka, si es su carácter alegórico el que nos permite leerla hoy como un emblema del Estado y nos permitirá mañana, cuando el Estado no exista, leerla aún como un mapa del universo, entonces la alegoría es algo más que el artificio consistente en pensar una cosa y decir otra. Escribe Borges en otro lugar: “Las alegorías proponen al lector una doble o triple intuición, no unas figuras que se pueden canjear por nombres sustantivos abstractos”[3]. La alegoría no sólo no apunta a un sentido único sino que la interpretación no la agota, la alegoresis es por derecho ilimitada. Esto en cuanto a la lectura. Del lado del método, el problema radica para Borges en la relación de lo abstracto y lo concreto, históricamente determinado en el pasaje de la alegoría a la novela. La literatura alegórica procede del concepto medieval de que “lo sustantivo no eran los hombres sino la humanidad, no los individuos sino la especie, no las especies sino el género, no los géneros sino Dios”. La alegoría “es fábula de abstracciones como la novela lo es de individuos. Las abstracciones están personificadas; por eso en toda alegoría hay algo novelístico. Los individuos que los novelistas proponen aspiran a genéricos; en las novelas hay un elemento alegórico”[4]. Kafka, sugiere Borges, devuelve la literatura a su pasado medieval, reconduce la novela a la alegoría. Y sin embargo no se trata de un procedimiento de abstracción. Se trata de una universalización de lo individual y de una singularización de lo abstracto. Ello es así no sólo respecto de los personajes (el personaje kafkiano es siempre cualquiera: el universal singular), sino también de todos los aspectos de una obra, de cada obra y de la literatura misma de Kafka. Kafka devuelve a la literatura a ella misma, es decir a lo que no es ella misma, al afuera de ella misma. Es lo que ha visto Derrida: “lo singular se cruza con lo universal, como ha de ser en la literatura. El campesino [de “Ante la ley”] no podía comprender la singularidad de un acceso que debía ser universal, y que en verdad lo era. No podía entender la literatura”[5]. La alegoría kafkiana propone un acceso singular a un sentido universal, un acceso universal a un sentido cada vez singular. Así hay que entender la afirmación de que la alegoría sugiere tres o cuatro —múltiples— intuiciones al lector, y que ningún nombre abstracto determine su sentido definitivamente, que ninguna interpretación agote su sentido. La crítica ha señalado de diversos modos el carácter infundado y suspenso de la alegoría kafkiana. Las obras de Kafka se presentan como “parábolas sin doctrina” (Benjamín)[6] o “parábolas sin clave” (Adorno)[7] o “analogías cojas” (Robert)[8]. Si para Borges la alegoría constituye una purificación, a la vez el instrumento y el resultado de una purificación, es porque su operación no consiste en añadir un sentido suplementario a la obra sino en sustraer de la obra el sentido, la transitividad limitada del sentido. La alegoría enseña dos cosas: que la obra no tiene sentido propio, no se basta a sí misma y exige ser leída a modo de ejemplo, y que aquello de lo que ella es ejemplo permanece afuera del sentido, como el afuera del sentido pero en la intimidad de la obra, como la invulnerable herida de la obra —lo que llamamos su literalidad (la roca del suplicio con la que finalmente se confunde Prometeo). La literalidad no es el sentido literal sino la neutralización o la petrificación del sentido. En consecuencia es preciso decir que la función de la alegoría es exponer la literalidad, puesto que la literalidad se propone alegóricamente.

Pero por otra parte, Kafka devuelve a la literatura su calidad de relato purificándola de las circunstancias que actualmente la enferman, circunstancias de tiempo y espacio, geográficas, ambientales y cronológicas, psicológicas y realistas. Kafka descubre o vuelve a descubrir para la literatura el relato sin circunstancias, lo que Benjamín llamaba “narración”. En una narración, dice Benjamín, la historia se relata libre de explicaciones, libre de la intención de plausibilidad: “lo extraordinario, lo prodigioso están contados con la mayor precisión, sin imponerle al lector el contexto psicológico de lo ocurrido”[9]. Se reconocerá en las palabras de Benjamín la razón del carácter onírico que asume la obra kafkiana. Pero la concisión a la que alude Benjamín no se confunde con la que ha leído Adorno en Kafka: la concisión del cuaderno de bitácora y el parte de guardia[10], nacida de la urgencia y el apremio del tiempo. Es la concisión que resulta de una larga y paciente artesanía, propia de un tiempo en que el tiempo no contaba. Pero nos parece que es la intersección de ambas perspectivas la que sitúa el carácter de la temporalidad kafkiana, la impaciencia siempre paciente y la paciencia hecha de impaciencia, la interrupción recomenzada y el recomienzo perpetuamente interrumpido que constituye el ritmo de la narración y determina lo que llamamos el ejercicio en Kafka.

El argumento de Borges tiene otro interés. La falta de circunstancias conduce a un relato exento de determinaciones realistas y psicológicas pero no por ello indeterminado sino al contrario, tanto más determinado cuanto que no depende de determinaciones exteriores. Libres de motivaciones psicológicas o causas cosmológicas, los acontecimientos se presentan en su mero e irrecusable así y los personajes se convierten en actores infinitamente responsables de su papel; libre de especificaciones geográficas o ambientales o de atmósfera, el lugar del relato adquiere la nitidez del despojo, sea el desierto nómade (de nieve, de arena o de oficinas), sea el rincón inmóvil (el escritorio, la cama o el desván); libre de la duración histórica y aun cronológica, el tiempo del relato se abstrae en una eternidad deteriorada, en la supervivencia eterna del deterioro.

La enseñanza de Kafka parece ser en consecuencia para Borges esta operación de purificación de la literatura. Y sin embargo en el momento del comentario a Borges no le interesan sino los temas de Kafka. Lo esencial de la obra de Kafka está para Borges en sus temas, ya sea el “laberinto” y la “empresa imposible” (BHK, 14-22), ya la “subordinación” y el “infinito”[11]. ¿Qué nombran estos nombres? ¿En qué consisten esos temas?

La primera determinación enumera dos temas. El primero es el “laberinto”. “El mundo —dice Borges— fue para él un laberinto”: “Una casa hecha para que los hombres se pierdan en ella” (BHK, 14-15). En consecuencia, el universo no es un caos, es un orden, pero un orden desconocido, un orden cuyo plano desconocemos (BHK, 15-16). El tema del laberinto vuelve a plantear secretamente para Borges la relación de la literatura con la filosofía. En efecto: “La historia de la filosofía sería la historia de todas las tentativas humanas para trazar un plano del laberinto” (BHK, 16). Pero si la filosofía es la planificación del laberinto, ¿no será la literatura la exposición laberíntica del plano, el extravío del plano en el laberinto? El segundo tema es la “empresa imposible”. En las literaturas clásicas, recuerda Borges, las empresas son venturosas, venturosamente posibles: los Argonautas conquistan el vellocino de oro, los caballeros de la Tabla Redonda conquistan el Grial, Ulises regresa a Itaca. Pero “en cambio llega un momento en el cual toda empresa está dedicada a lo imposible” (BHK, 21), destinada al fracaso. La empresa no sólo no llega a buen término, no sólo no consuma lo posible sino que es la imposibilidad misma de la consumación. Lo que fracasa no es la empresa, lo que fracasa es la posibilidad, la posibilidad de lo posible.

La segunda determinación consta también de dos temas: la “subordinación” y el “infinito”. Ambos temas están articulados. En casi todas las ficciones de Kafka, dice Borges, “hay jerarquías y esas jerarquías son infinitas”; en casi todas rige una “infinita postergación” (P, 10).

Es evidente que ambas determinaciones están correlacionadas, y el medio de esa correlación es la noción de infinito. El infinito, ese “concepto que es el corruptor y el desatinador de los otros”[12], esa palabra “de zozobra que hemos engendrado con temeridad y que una vez consentida en un pensamiento, estalla y lo mata”[13], el infinito, pues, es el principio de desatino del espacio, su desfiguración en laberinto, y el principio de desquicio del tiempo, la corrosión de ambos a través del regressus in infinitum, que implica la infinita postergación y provoca la imposibilidad de cualquier empresa. Lo mismo sucede con la jerarquía. La jerarquía es un principio de orden o un principio de interpretación del orden desconocido. Pero el infinito descompone las jerarquías. Una jerarquía infinita hace que cada individuo se encuentre a la vez arriba de sus superiores y debajo de sus subordinados —un emperador infinitamente superior a su pueblo no puede hacer llegar el más insignificante mensaje al más insignificante de sus súbditos, y por tanto impera sobre nadie salvo sobre su propia obediencia a la función imperial; y el súbdito, por su parte, es incapaz de obedecer una ley que desconoce, no le llega o ni siquiera le está dirigida, es tan sólo la inexistencia de la ley, y lo convierte por eso en un perfecto, fidelísimo insubordinado.

Todos los temas están articulados, inseparablemente entretejidos, como dice Borges, en la trama de la obra kafkiana (BHK, 14). Pero ¿en qué medida puede decirse que el “laberinto” y la “subordinación”, para no mencionar el “infinito”, constituyen los temas de una obra? ¿Y qué puede ser un tema en un relato que se quiere purificado de toda circunstancia? ¿Qué es un tema? Es la pregunta que se formula Blanchot. Después de recordar la afirmación de Borges en el prólogo a La invención de Morel de que la literatura moderna es superior a cualquier literatura anterior por su invención de fábulas o temas, escribe Blanchot: “Pero ¿qué es un tema? Decir que la novela vale por el rigor de su intriga, por el poder fascinante de sus motivos, tal afirmación no es tan tranquilizadora para la tradición como quisiera pretenderlo; en efecto, es como decir que la novela no vale ni por la verdad de sus personajes, ni por su realismo psicológico o exterior, que no debe contar con la imitación ni del mundo, ni de la sociedad, ni de la naturaleza para mantener el interés. Por lo tanto, un relato con tema es una obra misteriosa y desprendida de toda materia: un relato sin personajes, una historia en que lo cotidiano sin historia y la intimidad sin acontecimientos —este fondo tan cómodamente disponible— dejan de ser un recurso.,."[14] ¿Qué es, pues, un tema? Al hablar de los temas fundamentales de Kafka, Borges habla también de “ideas” u “obsesiones”. “Dos ideas —mejor dicho, dos obsesiones— rigen la obra de Franz Kafka” (P, 10). El tema sería por tanto una obsesión, una idea que “vuelve” sobre el escritor a pesar del escritor mismo, algo que el escritor no puede hacer a un lado al escribir. Pero es preciso subrayar que el tema no vuelve en la obra. Kafka, señala Borges, no menciona una sola vez la palabra “laberinto”. El tema no está encerrado en la obra, no es un contenido de la obra. Es lo que rige la obra, lo que encamina la obra y, encaminándola, guiándola de ese modo, la hace ser la obra que es. La obra es la variación del tema. Pero el tema tampoco existe fuera de la obra, no puede ser abstraído de su compleja trama textual. El tema es la variación. Es la variación la que expone el tema, es el tema el que retorna en la variación. Por eso Borges lee el tema menos en el “fondo” que en la “forma” de la narración kafkiana. Escribe Borges: “La crítica deplora que en las tres novelas de Kafka falten muchos capítulos intermedios, pero reconoce que esos capítulos no son imprescindibles. Yo tengo para mí que esa queja indica un desconocimiento esencial del arte de Kafka. El pathos de esas ‘inconclusas’ novelas nace precisamente del número infinito de obstáculos que detienen y vuelven a detener a sus héroes idénticos. Franz Kafka no las terminó, porque lo primordial era que fuesen interminables. ¿Recordáis la primera y la más clara de las paradojas de Zenón? El movimiento es imposible, pues antes de llegar a B deberemos atravesar el punto intermedio C, deberemos atravesar el punto intermedio D, pero antes de llegar a D... El griego no enumera todos los puntos, Franz Kafka no tiene por qué enunciar todas las vicisitudes” (P, 10-11). Decir que el tema del infinito rige la obra de Kafka equivale a decir que la obra es la operación del infinito, en el doble sentido del genitivo. La obra es la puesta en obra del infinito y es el infinito el que opera en la obra; la obra hace, prorroga el infinito, el infinito deshace, fragmenta la obra. En consecuencia el tema no es lo que queda después de la purificación de las circunstancias sino la operación de esta purificación misma: la desertificación de la lengua literaria.

Pero queda aún otra posibilidad. En “Kafka y sus precursores”, resulta obvio que Borges reconoce a los precursores de Kafka por sus temas, en sus temas: el regreso infinito, la evidencia inaparente de lo extraordinario, la misión perversa o irrisoria, la empresa imposible. Ahora bien, es preciso releer el comienzo y el final del ensayo, pues allí Borges da otros nombres a lo que también llama “tema”: “Yo premedité alguna vez un examen de los precursores de Kafka. A éste, al principio, lo pensé tan singular como el fénix de las alabanzas retóricas; a poco de frecuentarlo, creí reconocer su voz, o sus hábitos, en textos de diversas literaturas y de diversas épocas” (KP, 710). “Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de esos textos está la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos, vale decir, no existiría” (KP, 711-712). La “voz” del escritor es lo que Borges denomina también “entonación”: “Quizá la historia universal es la historia de la diversa entonación...”[15]. La entonación es diferencia de entonación, el tono es siempre diferencial: es la singularidad de la diferencia en la voz. Por eso puede decirse que el tema es la variación: la diferencia que vuelve como diferencia. Esta diferencia es la singular multiplicidad que conocemos con el nombre de “Kafka”, sin que importen “la identidad o la pluralidad de los hombres” (KP, 712). La entonación es la manera singular de habitar una obsesión. Es lo que se llama un hábito: el ethos o, como dice Borges, la “idiosincrasia” del escritor. Un escritor se reconoce por sus temas porque se expone o está en ellos. El tema es el rostro del escritor. No hay otra cosa: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de mares, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”[16]. Este laberinto que es un rostro, un estilo, un hábito, un carácter y una ética es lo que se llama tema. El tema que Borges leyó o creyó leer en Kafka, su precursor.

Agosto 1999

Notas:

[1] “Jorge Luis Borges habla del mundo de Kafka”, Prólogo a La metamorfosis, Buenos Aires, Orion, 1982, pág.5 (De aquí en adelante, BHK, seguido del número de página en el texto).

 

[2] “Kafka y sus precursores”, Otras inquisiciones, Obras Completas, Buenos Aires, Emecé, 1974, pág.710. (De aquí en más, KP).

 

[3] “H.G.Wells y las palabras”, Discusión, Obras Completas, ed.cit., pág.275.

 

[4] “De las alegorías a las novelas”, Otras inquisiciones, Obras Completas, ed.cit., pág.746.

 

[5] '’Jacques Derrida: “Ante la ley”, La filosofía como institución, Barcelona, Granica, 1984, pág.126.

 

[6] Walter Benjamín: “Franz Kafka”, Angelus Nouus, Barcelona, Edhasa, 1971, págs. 104-105.

 

[7] Theodor Adorno: “Apuntes sobre Kafka”, Prismas, Barcelona, Ariel, 1962, pág.135.

 

[8] Marthe Robert: Kafka, Buenos Aires, Paidós, 1969, pág.106.

 

[9] Walter Benjamín: “El narrador”, Iluminaciones IV, Madrid, Taurus, 1991, pág.117.

 

[10] Adorno: op.cit., pág.134.

 

[11] Jorge Luis Borges: “Prólogo” a La metamorfosis, Buenos Aires, Losada, 1984, pág.10-11. (De aquí en más, P).

 

[12] Jorge Luis Borges: “Avatares de la tortuga”, Discusión, Obras Completas, ed.cit., pág.254.

 

[13]  Jorge Luis Borges: “La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga”, Discusión, Obras Completas, ed.cit., pág.248.

 

[14]  “Maurice Blanchot: “La vuelta de tuerca”, El libro que vendrá. Caracas, Monte Ávila, 1992, pág.144.

[15] Jorge Luis Borges:” La esfera de Pascal”, Otras inquisiciones, Obras completas, ed. cit., pág. 638.

[16] Jorge Luis Borges: “Epílogo”, El hacedor, Obras Completas, ed.cit.,pág.854.

 

Ensayo de Sergio Cueto (Argentina)
Universidad Nacional de Rosario - C.I.U.N.R

sergiojcueto@hotmail.com

 

Publicado, originalmente, en: Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria Nº 7 octubre de 1999

Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria es editado por Cetycli Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario

Link del texto:  https://www.cetycli.org/cboletines/cueto.pdf

 

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