Julio Cortázar Antes de la fama El largo camino hacia Europa por Carla Castelo - Leila Guerriero |
Cuando Cortázar escribía la biografía del poeta inglés Keats creía seguir sus huellas por las calles mendocinas. Intentar descubrir la vida del escritor en la Argentina provoca la misma sensación. Los investigadores se encuentran con el silencio de muchos de sus amigos, con puertas clausuradas, con la desaparición de casas y oficinas donde Cortázar vivió y trabajó, con la ignorancia de muchos funcionarios. Es como recorrer el camino del olvido. La casa de Banfield fue demolida y hoy allí se construye un chalet moderno; la pensión Varzilio, en Chivilcoy, ya no existe; su oficina de traductor en la calle San Martín está ocupada por una compañía de seguros; los archivos de la Cámara Argentina del Libro no tienen información sobre sus años de trabajo. Muchos de los amigos casuales se montan al prestigio de Cortázar para hablar de sí mismos.
Los homenajes realizados en Buenos Aires por los ochenta años de su nacimiento son, precisamente, los que despreciaría un cronopio: halls repletos de mujeres sin canas, vestidas de gala, de maquillajes tiesos; señores con voz engolada y anteojos con marco de oro. Todos aguardando la hora de atacar el buffet.
El hombre invisible "...Eres una columna de cenizas (yo te quemé), es una toalla en la percha para las manos que pasan y se frotan, un enorme búho de ojos grises que espera todavía mi nombramiento decorativo, mi declamación conforme a la justicia, a la bondad del buen vecino, a la moral radiotelefónica. No puedo allegarme, mamá, no puedo ser lo que todavía ves en esta cara. Y no puede ser otra cosa en libertad porque en tu espejo de sonrisa blanda está la imagen que me aplasta, el hijo verdadero y a medida de la madre, el buen pingüino rosa yendo y viniendo y tan valiente hasta el final, la forma que me diste en tu deseo: honrado, cariñoso, jubilable, diplomado" Salvo el crepúsculo, fragmento de "La Madre", Julio Cortázar El 26 de agosto de 1914, en el primer piso de un departamento tipo francés de la Avenue des Poudres, Bruselas, nació Julio Florencio Cortázar. Hijo de Herminia Descotte y de Julio José Cortázar fue inmediatamente registrado en el Consulado como ciudadano argentino. Eran tiempos de guerra: las tropas del Kaiser invadían Bélgica durante esos meses. Buscando un refugio la familia se trasladó a Suiza, donde, en 1915, nació Ofelia, hermana menor de Julio. "Las circunstancias de mi nacimiento fueron nada extraordinarias pero pintorescas, porque fue un nacimiento que se produjo en Bruselas como pudo haberse producido en Helsinki o en Guatemala —diría Julio años después a la TVE.
Todo dependía de la función que le hubieran dado a mi padre en ese momento, y el hecho de que él acabara de casarse y llegó prácticamente en viaje de bodas a Bélgica, hizo que yo naciera en esa
ciudad". "Yo tenía seis años cuando mi padre se fue de casa, en circunstancias que dejaron a mi madre en una mala situación económica, con dos niños —dice Cortázar con sus erres quebradas, fumando un cigarro—. Tuvo que educarnos con dificultades, con problemas económicos muy grandes, y mi padre desapareció en ese momento y yo no volví a verlo nunca más". Dicen que fue diplomático. Otros aseguran que integró una misión destinada a comprar máquinas hidráulicas en Bélgica para el Ministerio de Obras y Servicios Públicos argentino. Lo cierto es que nadie sabe de él: su nombre no figura en ningún expediente del Ministerio de Relaciones Exteriores, no existen recibos de sueldo, no aparece en los registros de personal contratado. Julio José es una sombra cargada de rencores y misterios. —Nos dejó. No lo vimos nunca más —dice Ofelia, hermana del escritor, 78 años que parecen 50, en el palier de un edificio de Villa Devoto—. Fue en el año 56 que nos enteramos de su muerte en Córdoba, pero nunca supimos dónde estuvo. Cuando nos dejó no nos dio ni un dinero. Nada. Nada. —¿De qué vivían? —Mi abuela materna. Victoria, tenía una situación muy buena. Fue la que compró la quinta de Banfield. Mi madre tuvo que emplearse y trabajar y Julio empezar con sus escuelas. Mamá trabajó primero en la caja civil y después como maestra de labores durante muchos años. Así nos fuimos defendiendo. —¿Por qué los abandonó su papá? —¡Ah! Esas cosas son de mi madre y él, hija! —vocifera Ofelia y exhala olor a cigarrillo negro. Era un hombre completamente frío, muy indiferente a los hijos. —¿Ustedes no preguntaban? —¡Y claro! Y ella nos decía: papá se fue. Y listo. Cuando supimos que había muerto, mi hermano rehusó hasta la jubilación. No hemos querido nada. Fue un hombre al que sacamos completamente de nuestras vidas. Julio vivió su infancia rodeado de mujeres: madre, hermana y abuela. Eso lo hizo sensiblero y romántico, capaz de enamorarse perdidamente de su compañera de banco y escribirle poemas de amor. Capaz de dibujar su nombre fetiche, Lola Membrives, en las noches oscuras de su cuarto, de escribir novelas lacrimosas con finales desesperados a los 9 años. "Siempre he sido muy sentimental—explica Julio—. Tengo muy mal gusto en materia de sentimientos. Escribía sonetos a mis compañeras de la escuela primaria, a esas niñas con trencitas de las que yo me enamoraba fatalmente, con un amor que sólo podía terminar con la muerte". Era un chico enfermizo. Prefería el silencio de los libros a cualquier potrero. Se fascinaba con los palindromas, las superficies espejadas, los cristales de colores que prisman y reflejan la taz, los anteojos que deforman la aburrida realidad, los bichos; su reino privado en el fondo dé la casa. El tesoro de lar juventud, una enciclopedia de la época, lo inició en las curiosidades de la física, de la química y de la historia. Se hizo compañero de D'Artagnan, Athos y Aramís esquivando la vida prosaica de las lecciones de piano y el baño de las cinco de la tarde.
"Mi madre me ha dicho que desde los 9 años había que agarrarme por el cuello y sacarme un poco al sol, porque yo leía y escribía demasiado —explica Julio—.
Hubo un médico por ahí que recetó que había que prohibirme los libros durante cuatro o cinco meses, lo cual fue un sufrimiento tan grande que mi madre me los devolvió pidiéndome simplemente que yo leyera menos. Sin duda era
necesario". Años después de su muerte sus amigos se empeñan en resaltar que tuvo una infancia feliz. El no parecía opinar lo mismo. "Yo le prestaba a mis compañeros un libro de Julio Veme y me lo devolvían diciéndome que era demasiado fantástico —explica a Omar Prego. No compartían esa visión diferente que yo tenía de las cosas. Incluso rechazaban eso como prueba de tontería o afeminamiento, de mariconería. En vez de jugar al fútbol, yo perdía el tiempo en dar vueltas palabras y 'en cosas de chicas'". Su niñez transcurrió entre brazos rotos y estadías en la cama. A los 9 años, de la mano de un profesor de natación que pedagógicamente lo empujó a una piscina, descubrió un nuevo horror el horror al agua. "Nunca nado en un sitio donde no pueda hacer pie" explicará muchos años más tarde. Se ahogaba en las tardes apacibles de una familia "cursi", pequeño burguesa y previsible. "Yo oía hablar a mi familia y sabía por adelantado lo que iban a decir. Un lugar común traía el otro. Era un sistema de pensamientos ya ordenados en el plano de la política, de la comida, de la salud: de si había que bañarse con agua fría o tibia, que si el bicarbonato es bueno o malo. Y yo me divertía silenciosamente adelantándome a todo lo que la gente iba a decir".
Ofelia asegura que Julio y su madre eran "carne y uña". Herminia le acercó los primeros libros; un cóctel de novelas románticas, folletines y algunos clásicos. Pero la poesía fue su primer ejercicio literario y su primera decepción: después de leer algunos poemas, su madre lo acusó de plagio. Y Cortázar lloró "como nunca en la vida". "Recuerdo muy bien que a partir de los 16 años yo era un omnívoro capaz de devorar los ensayos de Montaigne, alternados con las aventuras de Buffalo Bill, Sexton Blake, Edgar Wallace, las novelas policiales de la época y los diálogos de Platón. Un día caminando por el centro de Buenos Aires, entré en una librería y vi un libro de un tal Jean Cocteau que se llamaba Opio y se subtitulaba Diario de una desintoxicación. Bueno, algo había en ese libro. Lo compré, me metí en un café, y de eso me acordaré siempre; empecé a leerlo a las cuatro de la tarde. A las siete de la noche estaba todavía leyendo el libro, fascinado. Y sentí que toda una etapa de vida literaria entraba irrevocablemente en el pasado y que delante se abría un mundo del que yo todavía no entendía muy claramente las cosas". Deambulaba por las calles porteñas con sus piernas desmedidas. Desde allí, el mundo le parecía otro. La distancia inverosímil entre un ojo y el otro, la mirada diáfana, la voz ronca y esas erres como presagios de su futura vida en Francia, lo hacían un hombre demasiado singular. "No era un hombre atractivo —dice Inés Malinow—. Impresionaba mucho. Tenía los ojos muy separados: era una especie de gigante imberbe con ojos de cíclope. No era un hombre erguido, porque era tan alto y siempre quería disimularlo. No se lo veía cómodo en su cuerpo. Fue mejorando con los años. A los sesenta o setenta era mucho más buen mozo que a los 30". Sus orejas buscaban el primer golpe de Firpo en las ondas de la radio. La danza del esquive y la trompada lo hechizaba tanto como las voces de Claudia Muzio y Uly Pons. Del Luna Park al paraíso del Teatro Colón. Su vida empezaba a dibujar extremos: Wagner, Gardel y Jelly Roll Morton debatiéndose en un ring. "El primer disco de jazz que escuché por la radio quedó casi ahogado por los alaridos de espanto de mi familia que, naturalmente, calificaba eso de música de negros —sonríe Cortázar—. A partir de ahí empezaron las peleas porque yo trataba de sintonizar jazz y ellos buscaban tangos". Julio Florencio Cortázar era un clásico exponente de su época. Pertenecía a una generación de cuello almidonado, corbata y saludos corteses. Usaban sombreros, se trataban de usted y conversaban de literatura en los cafés porteños. Todavía no fumaba. Prefería el mate a un vaso de buen vino y las amantes literarias a la visita obligada al cabaret Mientras tanto, la influencia materna lo llevaba a estudiar profesorado. "Yo hice mis estudios en la Escuela Normal de profesores Mariano Acosta. Cuatro años de magisterio y tres años de ese llamado profesorado de Letras que era una especie de título orquesta. Me fui dando cuenta a lo largo de siete años de estudio de que esa escuela normal tan celebrada, tan famosa, tan respetada en la Argentina, era en el fondo un inmenso camelo. Porque debo haber tenido un total de cien profesores y sólo me acuerdo de dos. Me fui dando cuenta de que los planes de educación de esa escuela consistían en ir fabricando maestros y profesores de un corte típicamente nacionalista, con las ideas más primarias y negativas sobre la Patria, el Orden, el Deber, la Justicia, el Ejército, la Civilidad. Yo me tuve que aguantar una educación en la que muchos de mis profesores eran vejigas infladas, pomposos y pedantes. Yo crecí en una familia, muchos de cuyos miembros eran también vejigas infladas en lo que se refiere a las ideas, o la falta de ideas, es decir, personajes que imponían su autoridad por el solo hecho de ser mayores. Una cosa que nunca pude soportar".
En 1932 se recibía de maestro y en 1935 de profesor en Letras. Con algunos de sus mejores amigos del Mariano Acosta se reunían en
La Guarida, como habían bautizado al sótano de un bar cercano al colegio, para leer poemas y escuchar tangos. La tarde que quedó para la anécdota fue aquella en la que invirtieron la grabación de "El día que me quieras". Y aquella otra en la que, según cuenta Jonquières, Julio llevó al grupo hasta una estación de trenes para presentarles a un fantasma. Menudas alegrías que perdió cuando, en 1937, desembarcó en Bolívar, su primera tierra docente.
"Yo tengo un miedo que no sé si usted ha sentido alguna vez: el miedo a convertirse en pueblero. ¿No ha advertido —¡Cómo no!— la espantosa mediocridad espiritual que caracteriza al habitante standard de cualquier ciudad chica? A veces me sorprendo a mí mismo en pequeños gestos, en mínimas actitudes que delatan una influencia de ese medio; y me aterro. Siento que me rodea el vacío, que cualquier cosa es preferible a caer en ese pozo vegetativo que es un Chivilcoy, un Bolívar... aún aquellos que leen, que tienen inquietudes, que comprenden algo, no pueden huir del clima emponzoñado del ambiente. ¡Y esto es la
Argentina!" El era Julio Denis, el hombre que nunca se mostró en mangas de camisa o sin el lazo de corbata. Así conoció Bolívar, un pueblo chato de la pampa, al nuevo profesor de geografía del Colegio Nacional. Obligado por las circunstancias económicas de su familia, atrapado por la pensión, la vida de Cortázar transcurría entre las horas lentas de cátedra y lectura. En 1938 había publicado su primer libro de poemas, Presencias, intoxicado por la influencia de Mallarmé. La profesora María de las Mercedes Arias (Mecha) le enseñaba inglés en casa de las Duprat. Puntualmente, los jueves, bebían frases en inglés, tazas de té y sonrisas educadas. "Una voz sin raíces no es más que eso: una voz -dirá a Mecha en una carta-. Por eso aborrezco a nuestros satisfechos poetas argentinos, que se despiertan, se levantan, van a su mesa y deciden genialmente: Hoy voy a escribir un soneto. ¡Y lo escriben!
Alberti, Salinas, Guillen, Cernuda, Baudelaire, Rilke, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé y Valéry le permitían huir de esa realidad burguesa. También sus primeros cuentos.
"Es cierto, hay un escapismo -repetiría después para un medio francés—.
Mis relatos eran fantásticos para escapar del contorno más bien tedioso de ese momento. Inventar un mundo fantástico era enriquecer el entorno, por lo menos literario, que me salvaba del hecho de encontrar todos los días la misma taza de café, el mismo tranvía, la misma calle, la existencia monótona y más bien triste que yo vivía en la Argentina en aquella época". "(...) Es sólo interés hacia usted —escribe desde Chivilcoy en octubre de 1941 a María de las Mercedes—, a quien encuentro triste y amargada, mucho más amargada que cuando compartíamos ese peldaño del infierno que se llama Bolívar (...). De todos modos, el año se termina ya. Para todos, porque no crea que este Chivilcoy es mejor que Bolívar; de no existir la inapreciable ventaja de escaparse cada fin de semana, acaso habría más problemas de vida aquí que en aquel pueblo sin alma. No sabe usted las cosas que me han ocurrido... y que me ocurren: la suma de miserias y torpezas que caracterizan a una ciudad del interior". El pueblo no le perdonó que sus cartas destilaran tanto rencor. Gaspar Astarita, periodista y escritor chivilcoyano, asegura que "su mirada está puesta en Europa y eso cayó mal en Chivilcoy". Tenía, dicen, el mejor cuarto de pensión, el único que daba a la calle. Rumorean también que las mujeres se enamoraban de él. "Se comentó mucho un acercamiento sentimental que creo que no cuajó —insiste Gaspar—. Ella se llamaba Coca Martín. Era alumno de la escuela y vivía a media cuadra. Era muy bonita y muy alta y se encontraba a las tardes en la Plaza España". Por esos años destinaba parte de su sueldo a la edición de un volante de poesía llamado Oeste, donde se publicaba lo más conocido de España y América: Molinari, Juan Ramón Jiménez, Guillen. Despuntaba el vicio del boxeo en los barrios, en rings improvisados con sogas y bolsas de arpillera, donde se batían dos campeones precarios. "No era un hombre de salir de noche—dice Nicolás Cócaro, en aquel entonces colega de Cortázar—. Pero era muy sensible y se entusiasmaba inmediatamente con las mujeres. Yo le he conocido alguna amiga y amigas 'de las otras'. Pero prácticamente no hablábamos de eso. Era un hombre muy discreto". Sabueso del revés de la vida, de las "extrañas coincidencias", de los puentes, de las figuras detrás de los espejos, de las leyes misteriosas de la noche, Julio Denis era Peter Pan y era Cortázar. Su ingenio le permitió encontrar dos maravillas en la siesta pampeana: Jacinto Musitani, "el hombre verde", que vistió de ese color a su familia, sus casas, su caballo y su bicicleta zumbona; y una pareja de vampiros. "Conocí en Chivilcoy un matrimonio de vampiros -repite cruzando los dedos, índice y medio de ambas manos-. Ese matrimonio existe. Se trataba de que por primera vez, de una manera concreta, evidente, yo sentía la presencia de eso que yo llamo el vampirismo psíquico. No se trata de gente que se anda sacando la sangre. Hay gente que se anda sacando alma, que posee espiritualmente, con una fuerza terrible, demoníaca, que puede hacer de una pareja, sin que la víctima lo sepa, un vampiro y un vampirizado a lo largo de toda su vida. Es gente que terminó trágicamente: suicidios, enfermedades inexplicadas y accidentes misteriosos". Alternaba lecturas y viajes: las obras completas de Freud y un extraño periplo que comenzó en Humahuaca y terminó en Misiones. "Allí, le juro, cazábamos para comer". Los regresos eran agrios. Dos de sus amigos mueren meses después de su vuelta a Chivilcoy: Alfredo Mariscal y Francisco Reta. "Mañana, 16 de abril de 1942, se cumple un año de la muerte de Alfredo Mariscal. A él está dedicada la fábula de la muerte. No se extrañe, entonces, de que yo hable de la juventud en ese tono tan remoto. Mercedes, sólo se es joven una vez y aunque los espejos sigan mostrando la misma figura familiar, el agua que fluye bajo el puente no es ya la misma. Mi juventud hubo de terminar allá por el año '39. Pero es que en determinado momento de ese año ya sólo pude aprehender la juventud como pasado". Chivilcoy se deshilacha entre conferencias sobre Shakespeare y películas de Walt Disney. Aunque se creía un joven liberal, indiferente al fervor político, fue acusado en 1944 por los nacionalistas locales. Lo tildaron de comunista porque no demostraba suficiente entusiasmo por el gobierno de Farrell, y de ateo, por ser el único profesor que no besó el anillo del obispo de Mercedes durante su visita a la escuela Normal. Durante un viaje obligado a Buenos Aires recibió el llamado de un amigo encargado del reajuste de la universidad de Cuyo, que le ofreció el interinato de dos cátedras de Literatura Francesa y una de Europa Septentrional en la carrera de Filosofía y Letras de la ciudad de Mendoza. Recibió el ofrecimiento el 2 de julio. El 4 se independizó de Chivilcoy y el 8 se instaló en Mendoza, mientras Herminia y Ofelia quedaron en la casa de Artigas al 3200. Ambas dependían económicamente de Julio. Con 29 años, Ofelia padecía ataques de epilepsia nerviosa que le impedían trabajar. "Usted me conoce un poco —le insiste a Mecha—; de estar yo solo, sé bien que en Buenos Aires encuentro 300 pesos mensuales con sólo chasquear los dedos. Pero está mi gente, por la cual vengo soportando ya cerca de ocho años de destierro; esa gente indefensa en absoluto, por ancianidad o por deficiencia física, que dependen en un todo de mi cheque mensual". Mendoza es una ciudad que lo sorprende: el ambiente universitario, con alumnos dispuestos a la participación, los profesores que se animan a bailar el boogie woogie en alguna fiesta anual. Los banderines de todas las universidades de América le hacen comparar la Universidad de Mendoza con la Universidad de Harvard. Así se lo dirá en una carta a Marta de las Mercedes Arias. Mendoza lo sacude. Camina por las calles buscando el perfil del poeta inglés Keats, para escribir un ensayo biográfico de 600 páginas que nunca querrá publicar. El profesor golpea con sólo dos dedos las teclas de su máquina. Detrás, en la victrola, un tema de Duke Ellington. Y, sin embargo, no todo es felicidad. "Después de haber abandonado Chivilcoy bajo vehementes sospechas de comunismo, anarquismo y trotskismo, he tenido el honor de que en Mendoza me califiquen de fascista, nazi, sepichista, rosista y falangista".
En esta época Julio ejerce alguna actividad política. En octubre de 1945, profesores y alumnos toman la facultad. Cortázar participa. A la mañana siguiente, la policía desaloja a los manifestantes. Su situación académica se vuelve incierta. Esto lo lleva a finales de 1946 a presentar su renuncia:
"basada en la imposibilidad de seguir mi trabajo en una universidad sin libertad de pensamiento y cátedra". "Yo lo conocí por esa época —explica Inés Malinow—. Salí un par de veces a tomar café y hablar de literatura. Aurora Bernárdez era mi amiga, le comenté y quiso conocerlo. Así, una tarde, en el café Boston, la cité a ella, a Julio y al escritor Pérez Zelaschi y se conocieron. Después ellos empezaron a tratarse. Todavía Julio era un desconocido". Publica artículos y reseñas en la revista Cabalgata. Borges edita en 1946 "Casa tomada" en los Anales de Buenos Aires. En 1947 aparece el cuento "Bestiario" en la misma publicación. En 1949 escribe Divertimento y publica Los Reyes. En 1950 termina El examen. "La verdad es que yo era acentuadamente indiferente a la situación política general. Yo me sentía antiperonista, pero fue una actitud política que se limitaba a la expresión de opiniones en un café, pero que no se traducía en la menor militancia. Todo quedaba en esa época en la opinión personal, en lo que una pensaba y, curiosamente, eso nos satisfacía a casi todos, nos parecía suficiente. Muchos años después me di cuenta de que yo no había entendido el peronismo". Volcó sus obsesiones en la producción literaria. Revisaba la comida de mamá con temor de encontrar una mosca o una cucaracha, y el cuento "Circe" terminó con su aversión a los guisos. En sus relatos agobia con familias de mujeres solas, niños enfermos, la idea de un otro yo que lo persigue, la ausencia de los padres, el incesto. "En "Casa tomada" los hermanos se han encerrado en la casa y viven dos vidas de solterones—recuerda muchos años después—. No es un incesto consumado pero existe una relación ambigua. La recurrencia del tema del incesto se nota en la primera serie de mis cuentos. Cuando alguien hizo la reseña vi hasta que punto tengo personalmente un complejo incestuoso que encontró su camino, en forma de exorcismo, en muchos de esos cuentos. Algunas veces tuve pesadillas con mi hermana y me desperté espantado". Al rompecabezas familiar le sobraban piezas: años antes Ofelia, Memé, se había casado con Sadid Pereyra Brizuela, hermano menor del que sería su padrastro. "Mi mamá tuvo un hombre que fue como un padre para nosotros, que vivía en la misma cuadra, en Banfield—dice Ofelia—, y nos acompañó toda la vida hasta que murió en el '60. Era Juan Carlos Pereyra Brizuela. Se casaron en el '56. Juan Carlos era hermano mayor de mi marido, Sadid, que era muy amigo de Julio. Es que lo queríamos desde chicos. El nos llevaba 13 años y le decíamos tío. Un año después de que nos casamos se murió". Ofelia, que nunca más se casó, lo recuerda con voz triste. "Alguna vez lo oí hablar de la hermana, como que era muy rara, muy difícil ... Hablaba de la hermana con temor -dice Inés Malinow—. Era medio misterioso todo ese tema de la familia". Cortázar empezó a trabajar como traductor público en el escritorio número 17 de la calle San Martín 424. Allí traducía las cartas que las prostitutas del puerto recibían y enviaban a los marineros. Entre el español y el inglés, se vio envuelto de manera un tanto canalla en un crimen. "Ese es un episodio de mi vida en Buenos Aires que siempre me pareció curioso, fuera de lo común —dice en el libro de Prego—. Y es también absolutamente cierto que en una de esas correspondencias yo me enteré de un crimen. Ahí hubo una mujer que apareció envenenada. Yo naturalmente, curándome en salud, no pedí detalles, me limité a cumplir mi trabajo, pero siempre me quedó la preocupación de haber sido testigo epistolar de un episodio muy turbio. Ese hecho me puso al descubierto porque muestra toda mi cobardía en esa situación con respecto al crimen, al hecho de quererme aprovechar por un lado y no mezclarme en la cosa. Esa situación ambigua del traductor, siempre un poco a caballo entre idiomas y situaciones". París era la meca de los pobres, de los que no tenían qué perder en Buenos Aires. La idea de obtener "un diploma parisino" embriagaba a su generación. Cortázar realiza dos viajes a Francia, en el '49 y el '50. En este último, a bordo del buque Conte Biancamano, conoce a una mujer blanquísima, de pelo oscuro y grandes ojos verdes que dará forma a La Maga, la protagonista femenina de Rayuela. "Yo me marché del país en el mismo mes en que salía mi libro Bestiario —dirá en una entrevista realizada por Guerrero Marthineitz en 1973—. Mi editor se reía cuando yo le recordaba que la primera liquidación de derechos que tuve estando en París fue de catorce pesos con centavos, o sea, casi salía más el franqueo para devolver el recibo firmado que el dinero que había resultado del libro". En octubre de 1951 se va del país. Un año después Aurora Bernárdez lo alcanza y se casan en 1953. Existen viajes, cartas, encuentros clandestinos con Herminia y Ofelia en Campos de Jordáo, Brasil. Se ha llevado el lunfardo en su maleta: viejas nostalgias porterías, un tango de Gardel —"Mano a mano"— , algún bandoneón decepcionado, el olor violentamente agrio de los patios de Banfield.
Quizás se fue porque Buenos Aires se le había transformado en un vampiro, en un demoníaco sacador de almas. Quizás se fue porque tenía que irse. Silbando:
"Primero hay que saber sufrir/Después amar/Después partir/después andar sin
pensamientos..." |
Carla Castelo - Leila Guerriero
El País Cultural Nº 258
14 de octubre de 1994
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