El hotel de Cortázar |
El hotel Cervantes de Montevideo, en la calle Soriano entre Convención y Andes, tiene un lugar ganado en la literatura rioplatense. Curiosamente, ello no se debe a ningún escritor uruguayo sino a Adolfo Bioy Casares, uno de cuyos cuentos "Un viaje o El mago inmortal, se sitúa precisamente en ese hotel y, fundamentalmente, a Julio Cortázar
Cortázar no solo era un huésped habitual del Cervantes en sus estadías en Montevideo, sino que, al igual que Bioy, situó en el hotel uno de sus más notables cuentos. La puerta condenada, publicado en 1956 en el volumen Final del juego.
Más allá de la historia que se narra en el cuento, Cortázar describe allí el hotel Cervantes -o lo que de él recuerda, ya que el cuento fue escrito en París-, y desliza, de paso, algún comentario sobre Montevideo y los montevideanos. Lo que sigue son los párrafos iniciales de La puerta condenada, donde el protagonista absoluto es todavía el hotel.
El ascensor dejaba frente a la recepción, donde había un mostrador con los diarios del día y el tablero telefónico. Le bastaba caminar unos metros para llegar a la habitación El agua salía hirviendo, y eso compensaba la falta de sol y de aire. En la habitación había una pequeña ventana que daba a la azotea del cine contiguo; a veces una paloma se paseaba por ahí. El cuarto de baño tenía una ventana más grande, que se abría tristemente a un muro y a un lejano pedazo de cielo, casi inútil. Los muebles eran buenos, había cajones y estantes de sobra. Y muchas perchas, cosa rara.
El gerente resultó ser un hombre alto y flaco, completamente calvo. Usaba anteojos con armazón de oro y hablaba con la voz fuerte y sonora de los uruguayos. Le dijo a Petrone que el segundo piso era muy tranquilo, y que en la única habitación contigua a la suya vivía una señora sola, empleada en alguna parte, que volvía al hotel a la caída de la noche. Petrone la encontró al día siguiente en el ascensor. Se dio cuenta de que era ella por el número de la llave que tenía en la palma de la mano, como si ofreciera una enorme moneda de oro. El portero tomó la llave y la de Petrone para colgarlas en el tablero, y se quedó hablando con la mujer sobre unas cartas. Petrone tuvo tiempo de ver que todavía era joven, insignificante, y que se vestía mal como todas las orientales" |
El Observador s/f
2 de setiembre de 1994
Editado por el editor de Letras Uruguay
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