Manuel Puig y la novela de
la conversación.
ensayo de Carolina Castillo[1]
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Introducción. La narrativa de Manuel Puig irrumpe con la fuerza de lo nuevo, en el más profundo sentido vanguardista, en el contexto de la literatura argentina de la segunda mitad del siglo XX. Pensando que la serie nacional puede ser entendida como un sistema de cruces y desvíos, nos hemos propuesto establecer un recorrido muy general sobre el devenir de la serie literaria, con el objeto de demostrar que resulta posible y operativo visualizar un proceso de desarrollo y apogeo de ciertos géneros sobresalientes y representativos, en el contexto de determinadas coyunturas históricas y a partir de principios de siglo, no obstante la existencia y coexistencia de otros géneros que, sin embargo, no guardan con los más significativos una relación de jerarquía o sumisión. En un sentido cronológico, sostendremos que pueden distinguirse tres grandes momentos o instancias en la serie, representadas éstas por tres géneros diferentes así como por tres momentos de significativos y determinantes cambios en el devenir de la serie histórica. Estos bloques serían los de la década del veinte y la poética de la vanguardia argentina, la década del cuarenta y el apogeo del cuento, y la década del sesenta y la emergencia del género novela. Si consideramos los años veinte como el momento de la vanguardia nacional, en correspondencia con las vanguardias históricas, hemos de resaltar la preferencia y elección de la poesía, como el género más intrínsecamente vinculado al plano de la experimentación con el lenguaje. Tomando como referencia a los grupos de Florida y Boedo, diremos que es en el caso del primero de ellos en el cual más efectivamente se desarrollará el género, en tanto las vanguardias europeas serán la inspiración de muchos de los jóvenes poetas quienes, habiendo vivido algunas experiencias en el extranjero, buscan de algún modo mirarse en aquella otredad que significa el cosmopolitismo europeo. La poesía será la vía por la cual podrá cuestionarse la representatividad de la realidad, a través de un lenguaje que se vuelve opaco e intraducible, de mismo modo que será el medio más acorde para poner en primer plano el efecto movilizador de una modernidad que acelera los tiempos y las formas, modifica el lugar de la percepción y reinventa el espacio de la ciudad. Si pensamos en figuras como las de Oliverio Girondo o Raúl González Tuñón, del mismo modo que podríamos considerar al Jorge Luis Borges ultraísta o posteriormente criollista, entre otros, es que podemos referirnos al apogeo de la poesía como género saliente. Sin embargo, y tal como ha sido esbozado desde el inicio del presente trabajo, la coexistencia de esta producción con ciertas formas prosaicas resulta ineludible. En esta dirección es que no podemos obviar la presencia de autores coetáneos a los aquí mencionados, como es el caso de Elías Castelnuovo, Roberto Mariani o Enrique Tuñón. Del mismo modo, resulta ineludible la presencia de poetas cercanos a estos narradores, de la talla de César Tiempo (Clara Beter), Nicolás Olivari o Álvaro Yunque. Asimismo, si bien queda bastante claro que el género aclamado y recuperado por la vanguardia es el de la poesía, nadie puede soslayar la producción innovadora de figuras como las de Macedonio Fernández, quien -aunque escritor de fin de siglo- sirvió de referente altamente significativo para los jóvenes martinfierristas y publicó muchos de sus papeles dispersos, fragmentarios y decididamente vanguardistas, junto a estos o gracias a la labor de algunos de ellos, como es el caso de Borges. Del mismo modo, resulta imposible hoy no considerar la prosa del “mal escribiente” Roberto Arlt, quien precisamente a mediados de la década del veinte, y en el período de entreguerras, lanza su primera novela, El juguete rabioso (1926), desde la vereda de enfrente de aquellos autores que reivindican su linaje, en una argentina criolla nacida a la luz de las gestas patricias. Más bien, escribiendo desde el patio del fondo de un país que ha sido poblado por inmigrantes pobres, analfabetos y enfermos, que hablan un cocoliche intraducible y se amontonan en conventillos descascarados. Luego vendrán los años cuarenta, nuestro segundo gran momento en el siglo XX. El cuento será entonces el género predilecto, y su apogeo encontrará -bajo la figura faro de Jorge Luis Borges- sus formas más significativamente antirrealistas, a partir de la invención de las ficciones y los artificios. El fantástico y el policial de enigma, al modo de Edgar Allan Poe, serán la base de esta suerte de construcciones lúdicas e ingeniosas que el ya maduro Borges plasmará a través del relato, como forma narrativa ordenada y rigurosa en su brevedad. Siguiendo al padre Macedonio y a su teoría del belarte, dichas composiciones le permitirán producir un corte y desprendimiento con respecto a las formas realistas heredadas, identificadas con un modo de escritura al estilo Manuel Gálvez. En esta dirección, han de incluirse otros narradores quienes -ya hacia la década del cincuenta- optaron de igual modo por el cuento. Nos referimos al caso de Julio Cortázar, José Bianco y al que podríamos denominar el primer Rodolfo Walsh, el del policial-problema de raigambre borgiana, entre otros. Cortázar como Bianco, abocados al género fantástico, resuelven de este modo la cuestión de corte con el contexto inmediato, como Borges lo hiciera algunos años antes. Walsh, a través de la publicación del volumen Variaciones en rojo (1953), rinde un homenaje a Conan Doyle y continua con la línea que inaugurara como editor y traductor de relatos policiales. Al mejor estilo de los tradicionales policiales de enigma, delinea la figura de un investigador o ingenioso descifrador, Daniel Hernández, y construye la saga que le merece -hacia fines de la década del cincuenta- el Premio Municipal de Literatura. Desde mediados de la década del cuarenta, la Argentina ha de sufrir un cambio por demás notorio y definitivo, por el cual ya nunca volverá a ser lo que era, más allá de lo que haya sido. Un fenómeno singular desconcierta a los intelectuales: las masas han llegado al poder. Hacia 1946 y con el inicio del gobierno peronista, el panorama social y político nacional se modifica radicalmente, comprometiendo a las clases más bajas en la construcción de una nueva nación. La realidad tanto como la conformación del campo intelectual se han de medir entonces a partir de la división entre dos grandes campos: los peronistas y los antiperonistas. Entre éstos últimos se encontrarán los miembros del grupo Sur, reunidos bajo la figura aglutinante de Victoria Ocampo, junto a otros personajes de la aristocracia argentina, quienes verán amenazados sus intereses por esta suerte de “aluvión zoológico”, como gustarán en llamar al fenómeno peronista. Entre ellos, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y las hermanas Ocampo, junto a Pepe Bianco, configurarán parte del sector opositor, nucleados en torno de la revista. La incertidumbre y el rechazo que por entonces causará el nuevo movimiento político, en un amplio grupo de los narradores argentinos de la época, dará por resultado esta prosa altamente determinada por la voluntad de evasión y ruptura con la representación mimética del mundo. El caso de Julio Cortázar y los cuentos fantásticos de Bestiario, Final de juego o Las armas secretas, son un buen ejemplo del afán lúdico y antirrealista que signa a la narrativa de mediados de los cuarenta en adelante. Sin embargo, hacia los años setenta, los mismos que se mantuvieron ajenos al fenómeno peronista en lo que hace a su producción narrativa, como podría ser el caso de Cortázar, Bioy Casares o Borges, dirán lo suyo a partir de ciertos relatos que, aunque oblicua, alegórica o metafóricamente, referirán a esas masas amenazantes que se pusieron al hombro la conducción política de la nación. Pensamos en cuentos como “Casa tomada” (1969) o “La fiesta del monstruo” (1979), a modo de ejemplo. La llegada de las décadas de los sesenta y los setenta marcará un nuevo rumbo en la producción literaria nacional, en sintonía con ciertas tendencias latinoamericanas. Así como en el veinte fuera la poesía y en el cuarenta, el cuento, ahora la novela volverá a irrumpir en la escena local, pero no ya en un estricto sentido realista o costumbrista al modo del siglo XIX, sino más bien en consonancia con nuevas propuestas de corte más contemporáneo. Si en medio de los aires de cambio latinoamericanos, surgirán géneros tales como los del realismo mágico, la no ficción o la nueva novela histórica, y -a la luz de estas renovadas formas de la escritura- se han de emplear procedimientos tales como la parodia, la ironía, el humor, la denuncia, el testimonio o la entrevista como base del relato, entre otros, entendemos que en el caso de la serie local han de sucederse ciertas experiencias literarias en esta misma dirección, pero que -a su vez- pueden ser pensadas en continuidad o ruptura con respecto a la figura canónica de Borges. En este contexto, han de surgir figuras por demás relevantes en el ámbito nacional, como es el caso del segundo Rodolfo Walsh, aquel que corriéndose del policial de enigma de raigambre borgiana se adentrará en el trabajo sobre una literatura comprometida, que buscará por todos los medios constituirse en una nueva versión de los hechos impunes recientemente acontecidos en la Argentina. Tiempo más tarde será la figura de Juan José Saer y, casi una década después, la de Ricardo Piglia. También hacia los años setenta, y en continuidad con la experiencia narrativa de la novela, Julio Cortázar ocupará el centro de la escena con aquello que Ana María Barrenechea ha dado en llamar “vanguardismo en la novela”, al referirse a Rayuela (1977). Desde el punto de vista de las continuidades y rupturas respecto del autor Borges, hemos de resaltar las escrituras de Saer y Piglia, en diálogo directo con las formas narrativas propuestas y desarrolladas por el autor de las más ingeniosas ficciones argentinas. Tanto en un caso como en el otro, la elección del policial como forma del artificio, delinea una forma de hacer literatura que, junto al impreciso límite entre las esferas de la realidad y la ficción, determinadas por un quehacer narrativo que deviene crítica literaria o viceversa, ponen en clara correspondencia las respectivas poéticas. Del mismo modo, el uso intensivo de ciertos elementos o zonas que hacen a la configuración de lo inconfundiblemente local, en consonancia con lo extranjero o cosmopolita, en el caso del santafesino Saer, remite a una estrategia de tinte borgiano. Baste tomar en cuenta el ámbito del litoral argentino, puesto en correlato con la capital francesa, ya hacia los años ´90 y corriéndonos algunos años del contexto de aparición del autor, con La pesquisa (1994), o esta misma orilla del Paraná vista bajo la minuciosidad del noveau roman, en El limonero real (1974), para pensar en algunos cuentos, poemas o ensayos de Borges que, en un mismo sentido, nos permiten entrever lo local y nacional, a través de lo cosmopolita o universal y viceversa. Pero, retomando el contexto de las décadas del sesenta y setenta, hemos de incorporar la figura a la que -luego de este amplio y poco exhaustivo recorrido- deseábamos llegar. Nos referimos a Manuel Puig, quien en 1968 hizo su entrada en la literatura, a través de la novela La traición de Rita Hayworth. Si figuras como la de Cortázar, nos sirvieron para ilustrar el ansia de una generación que ante todo estuvo marcada por los deseos de cambio y renovación, y que -al modo de las vanguardias del veinte- insistió sobre el tema de la experimentación en el campo del arte, es de suponer que Puig nos conduzca a ese mismo lugar compartido. En este sentido, y sin dejar de tener en cuenta el efecto que un contexto altamente convulsionado, como lo fuera el período de entreguerras de principios de siglo, tuviera respecto de las vanguardias históricas, hemos de considerar el surgimiento de la narrativa de Puig también como el emergente de un momento crítico a nivel nacional e internacional. Pensemos, entre otras cosas, en las revueltas obrero-estudiantiles, en el golpe de estado de Onganía, en el surgimiento y apogeo del Instituto Di Tella, la difusión y discusión del psicoanálisis y el marxismo, la experiencia del boom latinoamericano, el nacimiento de la guerrilla urbana, la reivindicación de la idea de revolución como posibilidad de cambio y ciertas experiencias internacionales que, en los inicios de los sesenta, lo sustentan, como la revolución cubana y las figuras de Castro y Guevara. Son tiempos de cambio, de efervescencia en el ámbito del arte y la política, de futuros - próximos exilios, muertes y desapariciones.
El caso de Manuel Puig. En el contexto desestabilizador de la década del sesenta, surge en la escena nacional la figura del escritor Manuel Puig. Como al comienzo del presente señaláramos, los géneros en apogeo han coexistido junto a otros que a su vez y simultáneamente han tenido cierta presencia en el desarrollo de la literatura contemporánea. De este modo, durante la década del sesenta veremos que la producción de los autores detallados resulta en muchos casos coetánea a la de los poetas de la denominada poesía conversacional. Género que se vincula estrechamente con la narrativa de Manuel Puig. En esta vertiente, nombres como los de Juan Gelman o Leónidas Lamborghini serán ampliamente reconocidos. De mismo modo que poetas como Alejandra Pizanik o Enrique Molina, desde otra línea compositiva, todos ellos de algún modo volverán a abrevar de las fuentes de la primera vanguardia argentina. Ya sea a partir de la preocupación por la cuestión formal en lo que hace a la materialidad del lenguaje, como en los procedimientos sintácticos, en el uso de materiales que provienen de “lo menor”, en las temáticas abordadas, los ambientes recreados o los tipos de personajes rescatados, como a partir de la recuperación de ciertas formas propias de la oralidad, entre otras cosas. En tal sentido, y tal como Elisa Calabrese lo hiciera notorio en cierta comunicación que, ha instancias de un encuentro académico, escribiera y titulara “Operatorias vanguardistas”, la idea de operatoria remite a “un cierto modo de obrar con el lenguaje” que responde a una cuestión ideológica y a determinada poética. Dicha operatoria puede ser concebida, en el contexto del sesenta, ya sea en el marco de la poesía como de cierta narrativa, como una vuelta a las citadas vanguardias históricas, desde el punto de vista de cierta reminiscencia que las hace regresar bajo la forma de una suerte de “coletazo”. En algunos casos, y como lo sostiene Ana Porrúa en su tesis doctoral, se trataría de una “variación vanguardista”, entendiendo así que el sentido se produce por aquella variación que, en la repetición de ciertas formas o discursos, se presenta a todas luces como diferencia. En otros casos, como puede que ocurra con Puig, la invención de un género, el de la narración conversacional o bien el del relato de la conversación, el ejercicio de un modo de hacer literatura que difiere con lo que hasta el momento se entendía por literatura en el contexto de la serie nacional, determina la inscripción de lo nuevo, en aquel sentido en que las vanguardias del veinte otorgaran a la preferencia por la novedad o lo inédito, en tanto modificación de los modos y los efectos de lectura, de producción y recepción de la obra de arte. Precisamente, lo nuevo en Puig tiene que ver con esa línea de rupturas o continuidades en el desarrollo de la narrativa local, condicionada por la presencia faro del escritor Borges. Para Alberto Giordano, Puig viene a romper con el mandato borgiano, que bien han de continuar Saer y Piglia desde sus respectivas producciones. Sin embargo, en tanto resulta clara esta afirmación, a la luz de ambos modos de narrar o en cuanto a la estética propuesta a través de sus composiciones, no se presenta como una certeza definitiva y contundente si pensamos en algunas otras cuestiones que no tengan que ver estrictamente con la elección de un tipo de personajes, la incorporación del monólogo interior o el fluir de la conciencia (nada más ajeno a Borges), o al orden matemático propuesto en la confección de un relato cifrado, presentado como una suerte de razonamiento lógico-matemático. Más allá de las particularidades que definitivamente los distinguen, hemos de señalar algunas puntas en común que, lejos de alejarlos, los muestran similares desde ciertos gestos. En primer lugar, y tal como Calabrese lo hiciera notar en el artículo citado, el trabajo que Puig realiza con la incorporación de “lo menor” (el folletín, la canción popular, el cine de Hollywood o el radioteatro, entre otros) en el marco de “lo mayor”, o de la institución literaria, no deja de ser el gesto que -hacia la década del treinta- Borges realizara a instancias de la escritura de los relatos que conforman Historia universal de la infamia. En este caso, las historias de aventuras y la prensa sensacionalista construyen el campo de “lo menor”, que se introduce en el ámbito de “lo mayor”, la literatura. Por otra parte, según se desprende de muchas de las entrevistas y conferencias que en vida diera el propio Borges, pareciera existir un gusto compartido por el cine, y por el cine de Hollywood, que precisamente se constituye en el leiv motiv de gran parte de la producción de Puig. Para muchos críticos argentinos (Sarlo, sin ir más lejos), la narrativa de Puig no puede ser considerada de vanguardia, desde el punto de vista que el autor, desinteresado de las vanguardias clásicas, no realizaría un ejercicio “consciente”, signado por la voluntad de producir un cambio y una ruptura con la tradición heredada, en el sentido del gesto parricida. Consideramos que, siguiendo este razonamiento, algunas apreciaciones han podido ser acaso un tanto falaces o reduccionistas. A instancias de este trabajo, hemos de referirnos a ciertos movimientos que entendemos fundamentales dentro de la producción de Manuel Puig, con el objeto de resaltar sus más claras “operatorias vanguardistas” (Calabrese op. cit.), aquellas que lo colocan en un lugar que deviene anómalo en el campo de la literatura nacional: -Primer movimiento: Experimentación y novedad. A partir del procedimiento de introducir materiales de la baja cultura o de la cultura popular, aquello que puede nombrarse como lo kitch -o la retaguardia, en términos de Greenberg-, en el ámbito de la alta culta, de la literatura, Puig genera aquello que denominamos un gesto camp. Es decir, en un sentido altamente vanguardista, se trata de producir un desplazamiento en términos de políticas culturales, se trata de provocar (consciente o inconscientemente) un movimiento contra-hegemónico, que desterritorializa el límite entre lo menor y lo mayor. Sobre esta cuestión, Ricardo Piglia ha sostenido en su conferencia “Tres propuestas para el próximo milenio y cinco dificultades” (2000)[2], desarrollada en La Habana, Cuba, que del mismo modo que existe una máquina de narrar estatal, que construye un discurso dominante, el discurso de poder, es posible identificar una serie de discursos sociales circulantes, que representan un contra-relato, un discurso del orden de la disidencia. El escritor, dice Piglia, es aquel que sabe escucharlos y transcribirlos, o bien inventarlos y plasmarlos bajo la forma de la literatura. De este “material social”, sostiene, se vale la novela de Puig. Por otra parte, la novedad en la novela de Puig reside en esta forma narrativa que se construye a partir de la presentificación de voces que conversan o, dicho de otro modo, en la invención de un género que se funda en la narración de la conversación. Dicha experiencia no puede ser identificada con otra experiencia inscripta en la serie narrativa nacional, aunque sí pareciera admitir la puesta en diálogo con la coetánea poesía conversacional a la que antes hemos hecho referencia. También la novedad puede ser pensada a partir de ciertas técnicas o procedimientos inusuales, tales como la supresión del narrador en tercera persona, tradicional en el ámbito de la novela, siendo éste quien ordena y explica desde fuera los acontecimientos que en la historia se suceden. La narrativa de Puig se vincula, en este sentido tanto como por los materiales empleados, con la estética pop de la década del sesenta. Valgan como ejemplos ilustrativos los casos de Linchestein y Warhol, entre otros. Es decir, como bien lo explica Oscar Masotta en su libro El “pop-art” (1965)[3] o Graciela Speranza en Manuel Puig. Después del fin de la literatura (2000)[4], refiriendo a la misma cuestión, dichos artistas toman materiales del consumo popular (fotografías de Marilyn Monroe o de las latas de sopas Campbell, entre otros) y las reproducen ocultando la huella del autor, borrando la marca de la creación. Así pues, si el pop art se propone “representar lo representado” (la fotografía, la publicidad, el cine), en la repetición de la forma se hallará la diferencia, así como en la reubicación y el uso que de esos materiales haga la alta cultura a través de este mecanismo de apropiación. Linchestein ha dicho: “El pop es una forma de superar el dilema de la pintura que a la vez no es pintura”. En una misma dirección, la literatura de Puig propone la superación del dilema sobre los materiales que son considerados “de consumo popular”, como el folletín, la telenovela, el bolero o los dramas hollywoodenses, en el terreno de la institución literaria, en el contexto de la novela. La supresión del narrador en tercera persona también se vincula, en Puig, con el empleo de cierta “innovación técnica” que, está de más señalarlo, remite a estrategias o procedimientos que entendemos de corte vanguardista. Nos referimos al uso del grabador y la posterior transcripción del testimonio (real), en el marco de la ficción y sus recursos. Esta técnica ha sido empleada en la producción de aquellas novelas publicadas a partir de El beso de la mujer araña (1976), el primero de los textos del autor en el que se registra esta experimentación en la construcción de la historia. Luego serán Pubis angelical (1979), Maldición eterna a quien lea estas páginas (1980) y Sangre de amor correspondido (1982). En la mayoría de los casos, se produce un montaje entre el testimonio recabado y una voz puramente ficcional que se le opone. -Segundo movimiento: Ruptura. Respecto de aquello que hemos dado en llamar un sistema de cruces y desvíos en el marco de la serie nacional, se ha señalado la posición anticanónica de nuestro autor, respecto de la línea inaugurada por Borges y continuada por algunos de los más célebres autores argentinos.
Alberto Giordano[5] Mientras Cortázar hace un uso diferenciado y distanciado de los materiales marginales respecto de la alta cultura, puede pensarse que Arlt y Puig resultan más semejantes entre sí, considerando el uso intensivo que ambos realizan de lo menor. Sin embargo, como bien lo observa Giordano, la diferencia entre éstos radica en la constitución de sus personajes. En tanto que los personajes de Arlt creen en una salvación, en un más allá, en la posibilidad mágica que provoca el deslumbramiento, los de Puig se saben infelices, aunque sueñen con estrellas del cine de Hollywood y caigan en todos los lugares comunes posibles que el folletín o los radioteatros nos recuerden. -Tercer movimiento: El gesto irreverente o la ficción del origen. En una entrevista que le realizara Sosnowsky, hacia 1981, Puig dice algo así como: “Yo no vengo de ninguna tradición literaria, vengo de ver cine, oír radio y leer folletines”. Este sería el punto de partida, su propia ubicación en el marco de la institución literaria, aquello que podemos nombrar como la autoconstrucción de la figura de autor. En un gesto casi macedoniano, en términos del “recienvenido” al mundo de las letras, el autor ha manifestado en reiteradas oportunidades que el inicio de su aventura como escritor es el resultado de su fracaso como cineasta. Por otra parte, la exacerbada explotación del terreno de lo cursi, determinada por la recurrencia al sentimentalismo así como a las banalidades propias de la clase media, y su empleo como forma posible de la novela contemporánea, nos permite pensar en cierto gesto de irreverencia con respecto a “lo canónicamente esperable”. Desde esta perspectiva, la transformación de algunos productos de masas (propios del industrialismo occidental) asociados a experiencias pasatistas, consumistas o efectistas, en material estético, significa un proceso de borradura de los límites genéricos, a partir del cual ya no será posible determinar tan ligeramente cuál es la frontera entre lo menor que deviene mayor, o lo mayor que amplía su margen hacia el terreno de lo menor. -Cuarto movimiento: El escritor en sus dos vertientes. Desde el punto de vista de la producción del autor, señalaremos dos momentos, etapas o vertientes, que nos permiten distinguir dos tendencias en la modalidad narrativa, en lo que hace a las temáticas abordadas en los diversos textos. En este sentido, no hemos de considerar dicho aspecto como un gesto de carácter netamente vanguardista, más bien veremos que esta característica resulta coincidente con el quehacer de varios autores nacionales del siglo XX. Así como en Borges encontramos en primer término al poeta vanguardista y luego de 1960 nos topamos con el poeta más clasicista, como en Walsh es posible rastrear una primera y segunda narrativa, según lo hemos señalado, y como existe un González Tuñón (R) de la poesía de la experiencia, coincidente con el apogeo de las vanguardias históricas, y otro de la poesía de la revolución, comprometido con la Guerra Civil Española y la lucha antifascista, del mismo modo es posible hablar de una primera etapa en Puig, caracterizada por el empleo de ciertos códigos de la clase media, focalizada en sus mediocridades y sus miserias, y de una segunda etapa en Puig, inaugurada por el corte que significa la experiencia del exilio. La etapa inicial comienza con La traición de Rita Hayworth y comprende sus tres primeras novelas. La segunda arranca con la publicación de El beso de la mujer araña (1976) y se centra en cuestiones y situaciones de índole fundamentalmente histórico-política, tales como la militancia, la persecución y el exilio, entre otras. Esas temáticas serán aludidas, expresa o implícitamente, a través de la caracterización de los personajes, los dichos vertidos por éstos y las situaciones por las que se encuentran signados. Si bien esta taxonomía resulta operativa a la hora de describir la producción de Puig, hemos de señalar cierto desvío dentro de la propia obra, en lo que hace a las épocas y las temáticas o tópicos recurrentes en cada una de ellas. Nos referimos, por ejemplo, a la novela Sangre de amor correspondido (1982), la cual -pese a pertenecer a la segunda época- no se encuentra determinada por circunstancias políticas. Tampoco el protagonista de esta historia (Josemar, un albañil brasileño) pertenece a la tradicional clase media, pequeño burguesa, predilecta por el autor. Más bien, puede ubicársele en el ámbito de clase baja, de extracción rural, que habita en ciertos pueblitos periféricos del Brasil (de hecho, su familia desciende de indígenas autóctonos).
A modo de conclusión. Dentro del contexto que significa la literatura argentina del siglo XX, es posible considerar ciertos emergentes en cuanto a géneros, poéticas y tendencias. Desde el punto de vista del género novela, puede pensarse la figura de Manuel Puig como la de un escritor singular, de alguna manera influido por ciertas lecturas de Joyce, altamente condicionado por su vocación frustrada de pertenecer al ámbito de la cinematografía, y marcado por el gusto sobre ciertos consumos del orden de lo popular. La combinatoria absolutamente original y personal de estas condiciones y apetencias hacen de su narrativa un artefacto inquietante y desestabilizador. Atentos a esta cualidad o característica saliente, es que nos atrevemos a considerarlo un escritor de vanguardia, sin ánimos de poner a prueba su intención (consciente o inconsciente) de cometer el tan mentado parricidio, respecto de los antecesores, que las vanguardias del veinte supieron pregonar. Por ello, nos apetece el título de recienvenido, que hemos tomado prestado del maestro Macedonio, de acuerdo con la autoconstrucción de la figura de autor, a la que Puig ha hecho mención en reiteradas oportunidades. Su narrativa conversacional nos remite indefectiblemente al diálogo cinematográfico, y en este sentido, considerando la ausencia de un narrador exterior que de cuenta del curso de los acontecimientos y describa a los personajes, su técnica puede asemejarse al modo de “hacer cine” que instalara Andy Warhol durante la década del sesenta, con aquella experiencia de montar una cámara fija frente a un individuo que relatara ciertas vivencias o sentires, en el sentido de aquel que, a través de un monólogo frente a un otro (una presencia-ausencia) que no interviene pero escucha, deja fluir su conciencia. Como lo señaláramos arriba, la introducción de la técnica del grabador, que registra un testimonio real, es en Puig una de las constantes más significativas y a la vez novedosa, en el ámbito de la narrativa de ficción. Los críticos locales se refieren a los efectos de esta conversación infinita, a la literatura fuera de la literatura o bien a la literatura después del fin de la literatura, para describir la obra de Puig, pero todos ellos acuerdan en que su figura aún hoy sigue despertando polémicas e incomodidades, probablemente porque su propuesta significa una pateada de tablero en el ámbito del canon nacional y porque su novedad radica en el hecho de resultar una narrativa de carácter “incomparable”, en el contexto de la serie argentina de ficción.
Notas: [1] CAROLINA CASTILLO cursa el último año de las carreras de Profesorado y Licenciatura en Letras, en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata (Argentina). Desde 1997, integra el Grupo de Investigación Estudios de Teoría Literaria, dirigido por la Dra. María Coira. Desde hace varios años se encuentra adscripta a dos de las asignaturas que conforman el área de Teoría y Crítica Literarias de la carrera de Letras, desempeñando tareas en docencia ad honorem, así como también en los últimos cuatro años ha sido ayudante alumna -por concurso de antecedentes y oposición- en las tres asignaturas del área (Introducción a la Literatura, Teoría y Crítica Literarias I y II), en forma alternada. Ha publicado capítulos de libros, numerosa cantidad de artículos bajo el formato de actas, correspondientes a encuentros nacionales e internacionales de carácter académico, en diversas revistas especializadas y suplementos culturales de periódicos locales, así como también en la presente publicación virtual de la Universidad Complutanse de Madrid, con la cual ha colaborado a través de varias de sus presentaciones cuatrimestrales.
[2] Piglia, Ricardo. Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades), Buenos Aires: FCE, 2001.
[3] Masotta, Oscar. El “pop-art”, Buenos Aires: Columba, 1967.
[4] Speranza, Graciela. Manuel Puig. Después del fin de la literatura, Buenos Aires: Norma, 2000.
[5] Giordano, Alberto. “Una literatura fuera de la literatura”, en: Manuel Puig. La conversación infinita, Rosario: Beatriz Viterbo, 2001, 31-50. |
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ensayo de Carolina Castillo
castillo@mdp.edu.ar
Universidad Nacional de Mar del Plata
Publicado, originalmente, en Espéculo. Nº 28. noviembre 2004 - febrero 2005 Año X
Espéculo - Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
(del lat. speculum): espejo. Nombre aplicado en la Edad Media a ciertas obras de carácter didáctico, moral, ascético o científico.
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Editado por el editor de Letras Uruguay
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