Jorge Luis Borges dictó su segunda conferencia
sobre Óscar Wilde |
En
el Paraninfo de la Universidad y ante numeroso público, el distinguido
escritor argentino Jorge Luis Borges ofreció anteayer, la segunda
conferencia de su ciclo sobre Óscar Wilde, refiriéndose, en ella, a los
sonetos, “La esfinge” y “La Balada de la cárcel de Reading. Como se sabe, este ciclo es auspiciado por nuestra Universidad y el Departamento de Arte y Cultura del Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social. Los primeros versos de Wilde –comenzó diciendo Borges– tienen lo que los últimos (que tendrían, también, tantas otras cosas): poseen ya una artesanía perfecta. Son, a veces, ejercicios, pero ejercicios emocionados. En muchos de ellos, Wilde logra una comunicación inmediata; es como si Wilde se hubiera olvidado de que está versificando y se hubiese puesto a pensar en voz alta. Entre los temas de esos primeros poemas figura, al principio, para desaparecer después, el de la libertad. Wilde heredó este tema de Milton, de Shelley, de Swinburne y de Wodsworth. Y ya en los primeros versos de Wilde aparece, también una evocación que influirá de la manera más extraña en el destino del poeta, tratándose de la persona que más ha influido quizás, en Wilde: es la de Cristo. Al final de su vida, Wilde llegó a identificarse, en efecto, con Cristo y, además, durante toda su vida tuvo la costumbre de pensar no abstractamente, sino, como lo hacía Cristo, directamente en parábolas. Otro tema que hallamos en esos primeros poemas es el del Imperio Británico (lo que resulta extraño en un irlandés), pero el Imperio Británico como prefiguración de una República. En el poema “Ave imperatrix”, donde se canta dicho tema, Wilde acumula esplendores geográficos. Y todo esto anticipa, en cierto modo, la poesía de otro famoso contemporáneo suyo, la poesía de Rudyard Kipling. |
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Entre
los temas de esos primeros poemas figura, al principio, para desaparecer
después, el de la libertad. Wilde heredó este tema de Milton, de
Shelley, de Swinburne y de Wodsworth. Y ya en los primeros versos de Wilde
aparece, también una evocación que influirá de la manera más extraña
en el destino del poeta, tratándose de la persona que más ha influido
quizás, en Wilde: es la de Cristo. Al final de su vida, Wilde llegó a
identificarse, en efecto, con Cristo y, además, durante toda su vida tuvo
la costumbre de pensar no abstractamente, sino, como lo hacía Cristo,
directamente en parábolas. Otro tema que hallamos en esos primeros poemas
es el del Imperio Británico (lo que resulta extraño en un irlandés),
pero el Imperio Británico como prefiguración de una República. En el
poema “Ave imperatrix”, donde se canta dicho tema, Wilde acumula
esplendores geográficos. Y todo esto anticipa, en cierto modo, la poesía
de otro famoso contemporáneo suyo, la poesía de Rudyard Kipling. Fuera de su admirable factura, los poemas iniciales de Wilde que forman su primera época, no parecen escritos en función de la personalidad de Wilde, sino por un joven poeta inglés de Oxford. Quizás Wilde, al escribirlos, quiso identificarse totalmente con sus compañeros de Oxford y, por eso, los escribió así. Son, por lo demás, ejercicios a la manera de Keats, a la manera de Shelley y hay asimismo, muchos poemas mitológicos. Tal vez, lo más personal que estos poemas tienen, es la obsesión casi –diríamos– de Cristo. Hay, por ejemplo, un poema en el que Wilde rechaza con un rigor puritano las pompas de la Iglesia; fue escrito en Roma, después de haber oído Wilde el “Dies irae” en la Capilla Sixtina, y dice, en efecto, que en el esplendor de esa música no había encontrado a Cristo, agregando que mejor lo encontraba en la soledad y en el canto de los pájaros. Y hay luego, un soneto muy angustiado en el cual Wilde antitéticamente describe un personaje y, para que comprendamos que es Cristo, emplea entonces la palabra “humano”. Estos primeros versos de Wilde son elocuentes y la elocuencia suele ser un defecto en la poesía lírica. En su segunda época, Wilde produjo muchos poemas. No obstante, podemos limitarnos a dos de ellos: “La casa de la cortesana” y “La esfinge”. Ambos poemas corresponden de un modo muy preciso a la fecha en que se escribieron exactamente a las últimas décadas del siglo XIX, al cansancio, a la fatiga, a la sensación de vejez y de inutilidad de esa época. Hay épocas en la historia en que los hombres se sienten en el principio de un proceso: v. gr., el Renacimiento, y el comienzo y el medio del siglo XIX en los Estados Unidos (las poesías de Emerson y de Whitman parecen escritas, en efecto, como desde una aurora); pero también hay otras épocas de cansancio, y una así le tocó en suerte a Wilde, en su segunda época. El siglo XIX tan memorable, sobre todo ahora, y digno de tanta nostalgia, es hacia su final, una época triste. Tenemos, al respecto, el testimonio de un contemporáneo de Wilde, que sintió esa impresión de estar perdido en un vasto mundo mecánico e insensato, el testimonio de Chesterton quien, en la dedicatoria de “El hombre que fue jueves” a un amigo suyo, dice, primero, “El mundo era muy viejo cuando tú y yo éramos jóvenes”, y recuerda, luego, a dos escritores que en ese mundo de gente cansada y escéptica, se atrevieron a ser felices y valientes: Walt Whitman, desde la isla de Manhattan, y Stevenson, que se moría en otra isla en el Pacífico. Pues bien: a Wilde le tocó hacer lo poético de ese tiempo de cansancio y lo hizo en poemas barrocos. De ellos se ha dicho que son arabescos verbales. Y es verdad, siempre que no veamos un reproche en esa definición. En uno de ellos, el poeta y su novia se acercan a una casa alta e iluminada en donde hay una fiesta y ven entonces las formas de los bailarines y oyen a los músicos que tocan un vals de Strauss. Wilde toma este tema de las sombras, para decir que esos bailarines, a quienes se ve como sombras, son realmente sombras. Y el otro poema de Wilde es “La esfinge”. Es un poema que podemos llamar perfecto, y que está casi enteramente tejido de palabras ilustres, antiguas y oscuras. El ambiente de ese poema es, más o menos, el de “La tentación de San Antonio” de Flaubert. Y si pregunta qué sentido tiene ese poema, puede contestarse que ninguno, que el único fin del poeta ha sido halagarnos con esas evocaciones ilustres y con la melodía de los versos. Tiene, el mismo, lo que algunos han llamado los defectos barrocos: la fría extravagancia, el exceso decorativo. Sintácticamente, es un poema singularmente claro: no hay ninguna frase torpe. Y hay otro rasgo que es común a todas las poesías de Wilde en esa época: la frecuente mención de una etapa del día que no había figurado en la poesía anterior a las últimas décadas del siglo XIX: el crepúsculo. El del crepúsculo nocturno fue, en efecto, un descubrimiento literario de ese tiempo (a nuestras repúblicas llegó después con Lugones, con Herrera y Reissig, y en general con los poetas del modernismo). La idea de que la noche pudiera ser agradable es una idea relativamente nueva en la literatura. Para los poetas griegos, los latinos, los del Renacimiento, la imagen natural de la alegría era la aurora. En cambio, en el siglo XIX ya se siente la aurora como algo terrible; vemos el sentido que ella tiene, en la poesía de Baudelaire y, también, en la de Tennyson. Los poetas de la época de Wilde abundan, así, en esa etapa ambigua del día. |
Diario "El País" (Montevideo), 2 de diciembre de 1949 (Resumen de Carlos A. Passos)
Texto recopilado en diario de la época depositado en Biblioteca Nacional de Montevideo y editado por mi, Carlos Echinope, editor de Letras Uruguay
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