Borges, o de la
filosofía argentina
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En el curso de un viaje alguien me interrogó acerca de la filosofía argentina[1]. Definir con límites geográficos o políticos vastos sistemas del mundo es una tarea quizás útil, pero melancólica, relativizante. Pocas veces la había emprendido, nunca (casi) aplicado a la Argentina. Vacilé un momento, recordando nombres, distinguiendo caracteres. Finalmente, con admiración, con gratitud, con desorden, pensé en Borges. De esa admiración, de esa gratitud, de ese desorden, son testimonio las líneas que a continuación transcribo. Borges recuerda a veces que según el Círculo de Viena la metafísica es un género de la literatura fantástica. Esta asimilación, propuesta en general con una intención despectiva por los representantes de la escuela vienesa, adquiere en la pluma de Borges un matiz más positivo, más perplejo. Sin pretender discutirla aquí, diríamos, por nuestra parte, que en el caso de Borges es ante todo válida la proposición conversa, a saber, que la literatura fantástica es, por lo menos con frecuencia, metafísica. Por ello, no deberá leerse la filosofía de Borges sólo o sobre todo en sus artículos abiertamente filosóficos (o, digamos, estético-filosóficos), sino también en sus- cuentos, en sus ensayos literarios, en su poesía. Sus temas son, por lo demás, preferentemente metafísicos: la disolución de la conciencia individual; el carácter precario y como de fábula de la identidad- personal; los laberintos espaciales y temporales en que se extravía el hombre en la exploración de ciertas regiones. Esta enumeración se basa, aclaremos, en el recuerdo (quizá un tanto infiel) del análisis propuesto por Paul Bénichou en una conferencia que pronunciara hace algunos años en París. El mismo notaba en esa ocasión que sólo en apariencia estos laberintos eran similares a los de Kafka. En efecto, mientras que para Kafka el hecho de que no haya de ellos ninguna salida es angustioso como una pesadilla, para Borges la situación no es tan trágica: en última instancia es el hombre el ingenioso arquitecto de esos laberintos, y, así, habría un poco de mala fe de su parte en declararlos enloquecedores. En otras palabras, no habrá una ontología de los laberintos, sí una perplejidad prolijamente metafísica ante los aventurosos viajes de que nuestra inteligencia es protagonista. La diferencia subrayada se relaciona probablemente con una categoría primordial de nuestro espíritu: la del humor. Nadie negará, por ejemplo, que una de las especificaciones de éste, la “cachada”, sea un ejercicio típico del argentino, atribúyase ello a circunstancias históricas (necesidad para un pueblo oprimido por conquistadores o por diques disfrazadas de república de cultivar una burla despreciativa que reemplazara un imposible recurso a la fuerza) o a actitudes casi filosóficamente elaboradas (un cierto escepticismo, etc.). Por cierto, el lector pensará aquí en Macedonio Fernández, anterior a Borges en la frecuentación del humor, su precursor[2] en la práctica de una cierta sonrisa metafísica. Sin embargo, hay una diferencia esencial entre Macedonio y Borges considerados desde este punto de vista: mientras que en aquél el humor interviene como un elemento —así fuera el principal—, en éste pasa decididamente a ser una categoría. Así, volviendo ahora a los laberintos, en los momentos más patéticos Borges dejará entender con una cita (preferentemente ficticia), un epíteto, una coma, que no todo está en juego, que el demiurgo sonríe detrás de su angustiosa obra y de la angustia misma, sentimiento oscuro e indigno de “las lúcidas aventuras de la inteligencia”. En cuanto a los otros temas señalados por Bénichou, quizá pudiera establecerse una cierta relación (probablemente inesencial, reconozcamos) entre los interrogantes que denotan y el sentimiento de los miembros de una sociedad abierta a las influencias y a las sangres más diversas, y viviendo así su realidad con la inquietud con que ve un niño escaparse de su puño cerrado los granos de un montón de arena. Recordemos ahora la preocupación idiomática de Borges, que lo llevara finalmente a modelar frente al español un “idioma de los argentinos”, pasando así del énfasis sonoro a un instrumento adecuado a la expresión de los sentimientos más pudorosos y matizados de los habitantes del Plata. No se tratará aquí de analizar el pudor al modo de una psicología de los sentimientos. Queremos sólo apuntar que quizá con él esté parcialmente vinculada la escasa atracción que ejercen sobre Borges ciertos existencialismos, cuyos autores dialogan mano a mano con el ser, como si por el solo hecho de haber nacido fueran los meritorios ocupantes de su capital. Pues Borges está probablemente más cerca de "“esa tradición helénica para la cual el verdadero fin del hombre consiste en comprender cuál es su lugar en el sistema de las realidades y no en tallarse en éste un primer papel”[3]. Y dentro de esa tradición se podría comparar la inspiración de algunos aspectos del pensamiento de Borges a la de los elaboradores del sistema estoico. En efecto, el autor de la Nueva refutación del tiempo denuncia ante todo el carácter pretendidamente primario de la eternidad, así como lo hicieron los estoicos contra el platonismo y Aristóteles. Quizás inclusive pudiera entenderse por momentos su destrucción del tiempo como una negación del pasado, lugar de la costumbre, del mal crónico, y del futuro, patria de las pasiones, a favor de la primacía del presente, tal como sucede en el estoicismo[4]. En todo caso, la citada refutación no es sino una de las numerosas manifestaciones de la inquietud de su autor por el que con razón reconoce ser “el problema central de la metafísica: el tiempo”. Borges juega a refutarlo, baraja los argumentos de su imposibilidad y las contradicciones de su idea; pero sabe como Schopenhauer que “no se puede suprimir el tiempo por el pensamiento, que aunque todos los relojes se detuvieran, aunque el sol mismo permaneciera inmóvil, aunque todo movimiento, toda transformación cesara, eso no impediría un solo instante el curso del tiempo”, ley rigurosa e infame como el dolor físico. Y la diáspora temporal no impedirá tampoco la frágil pero densa realidad de nuestra conciencia. Porque el tiempo no es sólo el desolado palacio en que vivimos, pobres fantasmas que somos, inventándonos los muebles, y los rostros, y los nombres y una historia, para así forjarnos con audacia el mito de una existencia personal; no es sólo la vasta alegoría de la memoria simbolizando con un pasado ya irreal; es también la incansable piqueta que cava nuestra tumba, el sendero que sin bifurcaciones a ella lleva, con la precisión de una condena. Y aunque nos llamemos los constructores del sendero, somos este sendero, y su trayectoria misma. No sólo a los imperialismos existencialistas se opone Borges, sino también a los freudianos. Ejemplifiquemos esta posición apuntando que el interés constante que por los sueños demuestra Borges está limpio de toda veleidad de interpretación psicoanalítica. Ha reconocido probablemente que los sueños ño expresan vergonzosos secretos escondidos en los bolsillos del inconsciente, ni tienen mucho más sentido que "las formas de las nubes o los dibujos de las alas de las mariposas”[5]. No anuncian el arabesco del futuro, ni traicionan lo que una conciencia no pudo confesar durante la vigilia. Pero por su mera existencia autorizan un tipo de incertidumbre mucho más fundamental y de un carácter muy distinto: la insidiosa sospecha de que la realidad pueda ser un sueño. Recordemos con Borges y Caillois el célebre apólogo en que Tchoang-Tseu narra: "Hace un tiempo fui una mariposa revoloteando alegre de su suerte. Luego me desperté, siendo Tchoang-Tseu. Pero, ¿soy efectiva mente el filósofo Tchoang-Tseu que recuerda haber soñado que fue mariposa o soy una mariposa que sueña ahora ser el filósofo Tchoang-Tseu?” El riguroso resultado de este apólogo ilustra la incertidumbre primordial que viene de los sueños, los cuales proyectan así sobre la realidad esa sombra de duda que resiste a los argumentos mejor meditados, como dice Roger Caillois en un reciente y brillante ensayo, ensayo que —dicho- sea de paso—, recuerda insistentemente las predilecciones de Borges. Las falaciosas imágenes que el reino del sueño impone a una con ciencia cautiva y como indefensa son en cierto modo parientas de las que en la vigilia los espejos proponen a una conciencia libre y alerta. Y Borges no ignora el asombro, la fascinación casi obsesiva, las preguntas urgentes y prestigiosas que los espejos alimentan en un espíritu trabajado por las formas filosóficas del ocio, de ese "apasionado ocio” heracliteano. Frente a las infinitas imágenes de mí que esta galería de espejos des pliega ante la mirada, ¿cuál es la extraña persuasión que hace que este punto de referencia que soy se crea dotado de un grado superior de realidad? Sí, es cierto, estas imágenes parecen obedecerme, y mueven todas el brazo, cuando así lo hago. Con todo, compruebo, mis órdenes no son quizá más poderosas que una cierta ley exterior, puesto que no puedo conseguir que estas imágenes no se muevan mientras yo lo hago, si así lo intento; y no puedo descubrirlas mirándome por sorpresa, cuando pretendo inquirir el secreto de la mirada. Pues tanto mejor: la existencia de esta ley exterior es en última instancia una frontera que me consuela y fortifica. Preferiré ser limitado: si fuera infinito sería irreal; e inventaré un dios, y me reconoceré inferior a él, con tal de poder así creerme por lo menos existente. Pero aun si admito mi superioridad jerárquica sobre el pueblo de las imágenes, puedo sentirme pisando un suelo no menos irreal que el que veo reflejado delante y detrás mío, extendiéndose en franjas enceradas. Con todo, le comunicaré mi pre- ® Roger Caillois, L'incertitude qui vient des réues, París, 1956, pág. 10. eminencia ontológica y dejaré de lado estas dudas, pero ¿cómo desechar la que me hace preguntar si el mundo entero no será la imagen en un enorme espejo de otro más real, o la imagen de la imagen de ése, y así al infinito? Exilado en él y extranjero a mí mismo deambulo entre las sombras y los reflejos de las sombras y los reflejos de los reflejos de las sombras.. . Estoy del otro lado del espejo, no frente a él, como pensaba con soberbia; y los dioses mismos que venero no tienen sino esta realidad prestada, doblemente prestada, puesto que son el simulacro imaginado por un simulacro. Quizá ni siquiera sea lícito afirmar que haya un mundo primero y real; éste podría no ser más que el vanidoso postulado de las imágenes que consienten en no ser pero que no se resignan a no participar de alguna manera del ser, por más impensable y misteriosa que esta participación resulte. En algún cuento Borges cita o inventa la frase siguiente: "Los espejos y la cópula son abominables porque reproducen el número de Ioí hombres". En primera instancia la comparación no deja de impresionarnos, pero pronto pensamos que debe todo su esplendor al ingenio de la sorpresa que provoca el acercamiento de objetos en apariencia tan dispares. Sin embargo, quizá sea plausible interpretarla con más detenimiento. Admiraremos entonces la rigurosa astucia que nos obliga a considerar al hombre de carne y hueso producido por la cópula como semejante al que reflejan en imagen los espejos. Surgirá también el sentimiento de una secreta igualdad entre lo buscado tanto en el acto sexual como frente a los espejos: la posesión de sí mismo, la coincidencia perfecta. Como los sueños, como el tiempo, los espejos realizan o ilustran la inquietante dispersión de nuestras imágenes. El hombre, deplorable e infinitamente otro, corre detrás de ellas y hacia la leyenda de su unidad. Cree que la encontrará en el “vertiginoso instante del coito’’. La ilusión es tenaz, y sin embargo vana: porque la cópula, luego de ha: berle hecho esperar esa unión situada más allá de las palabras y del tiempo, lo devuelve a su desolación primera: ella puede apenas reproducir los hombres; no puede unirlos a otros o a sí mismos. Y sólo en el fondo del agua y de la muerte podrá Narciso unirse a la belleza desconcertante de su imagen, de su vida. And yet... and yet..., cortaremos bruscamente el mundo gordiano, como lo hace Borges al final de la Nueva refutación del tiempo; y la cópula, glacial como un espejo, y la perplejidad ante los sueños y el tiempo dejarán entonces su lugar a la patética admiración por Francesca y Paolo, reales y envidiables hasta en los consagratorios círculos de) infierno. Pero quedará, como pide Caillois, una "saludable distancia” entre el hombre y el objeto de su precipitación, la presa o la trampa sobre las cuales la más tiránica de las inclinaciones lo empuja a saltar instintivamente. No habrá estado de más el momento en que el espíritu consideró desde una cierta altura el mundo objetivo (e incluso el propio yo-objetivo) como un espejismo, o como las confusas imágenes oníricas que suceden a la vigilia o preceden al despertar. Y por estas proyecciones éticas se acerca Borges una vez más a las posiciones morales de los sistemáticos filósofos estoicos. Puesto que para ellos el sabio, sin por eso dar la espalda al serio rostro de la realidad, sin por eso abstenerse de actuar, guardará como el buen actor las distancias entre él y su personaje, sabiendo que la coincidencia es tan sólo momentánea. De este modo, no habrá lugar para "el sentimiento trágico de la vida”, nutrido por el pasado, con sus estériles lamentos, y por el futuro, con sus vanas esperanzas o sus inútiles temores. Como Descartes, como Kant, como toda una familia de filósofos, Bor ges intenta recorrer el camino y efectuar el movimiento que, desalienan do al espíritu del mundo objetivo, obliga a éste a comparecer ante el tribunal de la razón. Llegados a este punto casi final de nuestras incompletas sugerencias nos damos cuenta de que, habiendo partido de un intento de acerca miento entre Borges, la filosofía y una “Argentina inexpresablemente es piritual”[6], nos fuimos alejando de nuestro tema hasta llegar a los más generales. Quizá no podía ser de otro modo desde el momento que de tuvimos nuestra atención en fenómenos que como el sueño son constantes universales que, “mejor aún que el sol y la lluvia ponen a los homjbres de todo clima, de toda época y de toda condición frente a problemas idénticos”[7] . Nos ha parecido sin embargo que de todas las obras argentinas las de Borges son las que traen noticias más fidedignas de las regiones metafísicas, noticias tales que no se puede dudar del contacto de su autor con dichas regiones, como por ciertos detalles se distingue la verdad de la mentira en las narraciones de los viajeros. Y estar en contacto con la metafísica no es lo mismo que estar en contacto con los textos que de ella tratan. Por otra parte, si Borges no ha forjado una filosofía argentina, porque la filosofía es una y desconoce las fronteras, con todo, ha descubierto o inventado la entonación argentina de la filosofía, de la metafísica. La Argentina tiene un metafísico. 1956. P. S., 1959. — Diversas consideraciones postergaron la aparición de esta nota. El reciente poema de Borges sobre Los espejos (La Nación, 30 de agosto de 1959), justificando en principio la elección de los temas que pone en relieve, nos deciden ahora a publicarla. No quisiéramos hacerlo sin reproducir unas líneas del Manual de zoología fantástica, en que se narra un admirable mito referente "a la época legendaria del Emperador Amarillo". "En aquel tiempo, el mundo de los espejos y el mundo de los hombres no estaban, como ahora, incomunicados. Eran, además, muy diversos; no coincidían ni los seres, ni los colores ni las formas. Ambos reinos, el especular y el humano, vivían en paz; se entraba y se salía por los espejos. Una noche, la gente del espejo invadió la tierra. Su fuerza era grande, pero al cabo de sangrientas batallas las artes mágicas del Emperador Amarillo prevalecieron. Éste rechazó a los invasores, los encarceló en los espejos y les impuso la tarea de repetir, como en una especie de sueño, todos los actos de los hombres. Los privó de su fuerza y de su figura y los redujo a meros reflejos serviles. Un día, sin embargo, sacudirán ese letargo mágico. El primero en despertar será el Pez. En el fondo del espejo percibiremos una línea muy tenue y el color de esa línea no será parecido a ningún otro. Después, irán despertando las otras formas. Gradualmente diferirán de nosotros, gradualmente no nos imitarán. Romperán las barreras de vidrio o de metal y esta vez no serán vencidas. Junto a las criaturas de los espejos combatirán las criaturas del agua. En el Yunnan no se habla del Pez sino del Tigre del Espejo. Otros entienden que antes de la invasión oiremos desde el fondo de los espejos el rumor de las armas.” notas: [1] Más precisamente, acerca de aquellas obras en las cuales se encontrara, formulada con un cierto mínimo de explicitación, la experiencia que un argentino puede en general tener del mundo, los problemas que la suscitan y que a su vez plantea.
[2] No falta quien afirme que Macedonio es una invención de Borges. Éste anota a veces, por otra parte, que "cada autor crea sus precursores...”
[3] E. Bréhier, Plotin, Ennéades, t. 11, pág. 110.
[4] Cf. V. Goldschmidt, Le systéme stoicien et l'idée de temps, París, 1953.
[5] Roger Caillois, L'incertitude qui vient des réves, París, 1956, pág. 10.
[6] La expresión es de Wilcock.
[7] R. Caillois, ibid., pág. 10. |
Ensayo de Marcelo N. Abadi
Publicado, originalmente, en: Revista Centro
Año I Nº 14 Cuarto trimestre 1959
Revista del Centro de Estudiantes de Filosofía y Letras
Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación, que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.
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