Rodin y Bourdelle |
Tengo entre las grandes alegrías de mi vida la de haber visto de cerca a Rodin y frecuentado durante varios años a Bourdelle. La evocación de los dos maestros, tan próximos en el tiempo, y tan diferentes, sin embargo, entre sí, me va a servir para entonar un himno a ese genio colectivo de Francia, que tanto amamos, que se condenso en ellos dos, que fructificó de nuevo en las dos grandes almas, como había dado sus frutos a través de dos milenios, en toda esa pléyade de artistas, algunos conocidos, muchos más envueltos en la bruma de lo anónimo, que, con empecinado y continuado esfuerzo, labraron las piedras de Francia, las catedrales y los palacios, creando esa imperecedera muchedumbre de monumentos que hacen de su suelo algo así como un nutrido museo, que va desde el Mediterráneo asoleado hasta el Rin brumoso, desde los Alpes hasta el Atlántico. Porque, si son grandes, considerados en sí mismos, dentro de su fuerte y definida individualidad, si su asombrosa fuerza expansiva hubiera ya bastado, por sí sola, para asegurarles la entrada en el Parnaso, como conductores de juventud y renovadores de las normas de la Belleza, más grandes nos aparecen todavía, si los miramos como continuadores de sus espirituales antepasados, como la última rama florida del viejo tronco secular, como los más modernos trasmisores de esa sagrada herencia, que, por medio de ellos, el alma de Francia ha derramado siempre, con ilimitada generosidad por todos los ámbitos del mundo. Esa corriente de la escultura francesa, nacida de su sólido cimiento latino, en la remota galia-romana, se condensó a través de la edad media y el período románico, para desarrollarse en la extraordinaria creación del gótico, que es la más genuina manifestación del genio colectivo francés. De ella derivan, pasando por el Renacimiento y los escultores del gran siglo, los dos maestros a quienes hemos nombrado. Tuve, efectivamente, hace ya muchos años, la gran alegría de ver de cerca a Rodin, aunque sin conocerlo. Era en momentos en que, por primera vez, entraba yo en contacto directo con su obra, cuya luminosa influencia guió el timón de la inspiración escultórica joven, durante veinte años, en Europa, América y Oriente. Esto sucedía en París en 1914, año fatídico de la otra gran contienda. Yo estaba allí estudiando escultura, becado por mi país, y percibía por todas las antenas del alma, el capitoso aroma de las postrimerías de una época que debía cerrarse con la declaración de guerra del 4 de agosto. Todo parecía inmutable, todo convidaba a vivir, en aquella juvenil primavera de castaños en flor. Y dije aroma capitoso, porque era así el qué se respiraba en aquel maravilloso París, que tan honda transformación ha sufrido luego. Había en el aire una especie de sensación de que aquel bienestar duraría siempre. Una de las figuras centrales de aquel mundo de bohemios y artistas en que yo vivía, era el viejo maestro Rodin. Lo vi por primera vez, en el Boulevard de Montparnasse, y no olvidaré nunca su inconfundible silueta, ancha y corta, de hombros hercúleos, ni su barba blanca fluvial, ni su nariz acaballada de viejo fauno enamorado de Venus. No olvidaré tampoco la especie de devoción con que fui siguiendo sus pasos, a poca distancia, durante largo rato, desde la «Closserie des lilas» frente al monumento al Mariscal Ney, de Rude, hasta la esquina de la Rotonda. Representaba para mí, en aquel momento, algo más de lo que era en realidad; el más grande de los artistas vivientes. Representaba, para mí, el eslabón contemporáneo en la serie de plásticos franceses, cuya obra estudiaba yo, a diario, en el Louvre, y con los cuales mi imaginación lo enlazaba, como si el pesado buril de acero que su vieja mano encallecida manejaba entonces como un cetro, le hubiera sido confiado desde los siglos pasados, y que, sin solución de continuidad, era el mismo buril que había esculpido las piedras de la Marsellesa, de Rude, las inefables cabezas de Houdon, las composiciones tempestuosas de Pierre Puget, o las rítmicas formas elegantes de Coisevaux. Me parecía como si un halo de eternidad irradiara de la bella cabeza irónica y meditabunda. La obra de Rodin, que en aquellos momentos nos parecía extraordinaria, ha ido sin embargo creciendo con el tiempo, junto con la noble pátina de sus mármoles. Su vida fue una heroica trayectoria de sacrificios y abnegación por su ideal, como parece ser característico de todos los grandes elegidos. Desde los duros tiempos primeros de su estadía en Bruselas, cuando modelaba como simple amanuense el tímpano del edificio de la Bolsa, y durante el cual, en horas robadas a su tremenda obligación diaria, logra plasmar esa primera joya que sale de sus manos con el nombre de «La Edad de bronce», en la que nos expresa un adolescente en actitud que tiene mucho de un despertar, y cuyo modelado y hondo sentido plástico, lo incorpora ya a cualquier obra de las grandes épocas, hasta los años de su florida vejez, en la que, rodeado de la admiración universal que le llega desde todo el mundo a sus retiros del Hotel Biron y Meudon, al borde del Sena, no se interrumpe ni por un momento su anhelo de superación, el esfuerzo constante por la profundización en el conocimiento de la forma viva, cuyo secreto siguen siempre escudriñando sus ojos. Pero es demasiado difícil definir el encanto y el valor y la trascendencia de la obra del gran plástico; no cabría tampoco aquí ensayar su análisis. Voy a tratar de expresar, a pesar de todo, lo que a mí me parece más característico en su estatuaria. Hay en él, dos factores esenciales. El objetivo, determinado por el estudio directo y apasionado de la realidad humana; el subjetivo, que consistió en el empleo de ese elemento, amasado con el amor de la realidad misma, como medio de expresión para todos sus lirismos interiores. En el primero, o estudio de lo real, hay que ver sin embargo que clase de estudio y de que realidad se trata. La escultura que lo precede de cerca, y contra la que su obra representó una violenta reacción, era también de orientación realista y objetiva; estudiaba también la realidad del modelo. Pero si observamos las obras de sus inmediatos predecesores, vemos que ese estudio de la verdad objetiva se hace con una frialdad que lo aleja de la vida misma, volviéndolo casi mecánico y circunscribiéndolo a la escueta reproducción de la realidad visual. Es un poco el procedimiento que englobamos en la denominación genérica de academismo, y que, salvo raras excepciones, se había propagado en los salones de la época hasta convertirse en una especie de consigna oficial; repetición de métodos, aprendidos dentro de fórmulas de taller envejecidas por el uso; falta, en fin, de virginidad y de pasión en la observación de la forma viva. Rodin deja de lado todos los anticuados sistemas, y se entrega de nuevo a la tremenda tarea de volver a expresar el secreto de la vida. El sabe que entre la fría expresión de realidad que consiguen sus contemporáneos, no hay nada de lo que él busca. Sabe sin embargo, que otros lo han obtenido antes; para encontrarlo tiene que mirar hacia el pasado, y reconoce, por fin, sus maestros en el Renacimiento, en lo gótico y lo griego. La antigüedad, que debía adorar durante toda su vida y que fué su culto, es quien lo guía por el arduo camino. Pero si esto es en cuanto a la expresión de forma se refiere, esa forma viviente va a servirle para exteriorizar en signos plásticos su sentido lírico de las cosas. Y aquí aparece el gran poeta que había en el fondo de aquel prodigioso modelador de carne palpitante. Su sentido de la forma, tan cercano de lo real, que lo hace llegar, a veces, a las más audaces crudezas, está siempre sublimizado por el otro anhelo poético que impregna toda su obra de idealidad y de elevación. Un lirismo, a veces sombrío, que tiene relación evidente con las inspiraciones del período romántico anterior, domina la mayoría de sus realizaciones; y bastaría para verificar esto, recordar los títulos de sus estatuas; la dramática procesión de los «Burgueses de Calais», que se encaminan a la muerte, como sombras; el patético «Llamado a las armas»; la «Eva» pecadora y doliente; las cabezas admirables en las que siempre subrayó el rictus de la emoción y de la vida; el «Apolo vencedor de la Hidra», y por fin el que resume toda su obra y que le absorbió casi veinte años de su carrera: «La Puerta del Infierno». En la parte alta de esta genial y desconcertante composición campea la figura que más ha popularizado la fotografía y el grabado, que llamamos corrientemente «El pensador», y que no es otra cosa que una representación de Dante, meditando a la entrada de la mansión maldita. En las batientes, el dintel, las pilastres y jambas de esa extraña puerta, es donde Rodin desarrolló y dejó correr sin trabas, todos los recursos de su imaginación, de su sensibilidad, y la maestría consumada de su técnica de modelador excelso. Es casi imposible clasificar esta composición, que escapa desde el punto de vista plástico a todo lo establecido, y sería inacabable la enumeración de las críticas y alabanzas que provocó. Pero podemos ponernos todos de acuerdo en que, sólo un hombre de genio pudo llevarla a cabo. De ella salieron las grandes composiciones que el maestro desarrolló aparte, y estudió como temas aislados; El conde Ugolino, Paolo y Francesca, Las sombras, Adán y Eva, y muchos otros que no recuerdo. Durante los largos años de estudio, dedicados a este trabajo y a sus últimos monumentos, vivía ya a su lado, en íntima compenetración de sus inquietudes y búsquedas, pero sintiéndose ya portador de un nuevo mensaje, su fiel adlátere, colaborador y amigo, Antonio Bourdelle, cuyo recuerdo vamos también a evocar ahora. *** Si mi sentimiento admirativo hacia Rodin y el culto que profeso por su obra se limita necesariamente a ese plano de la admiración intelectual, al hablar del otro gran maestro tengo que hacerlo en un tono muy distinto. Su recuerdo entra en el de los imborrables afectos de mi vida, junto con un matiz emocional de gratitud hacia el hombre de quien aprendí la mayor parte de lo que sé. Tuve la grande honra de ser su amigo, de frecuentar su talleres en el fondo de aquel polvoriento impasse, de PAvenue du Maine, de viejas casas humildes, en cuyas salas guardaba el maestro los yesos originales de toda su obra y en los que siempre se incubaba alguna nueva creación. Aquello fúé para mi, durante mucho tiempo, el premio de mis rudas jomadas de labor; llegar, al caer la tarde, al fondo de la calleja, golpear en aquel portalón manchado de arcilla, detrás del cual estaba seguro de encontrar siempre la sonrisa del maestro y su fuerte mano amiga. Y con la sonrisa, la lección incesante, la ilimitada sugestión, la indicación de normas de trabajo, de orden y de disciplina en el estudio. Generoso hasta la prodigalidad, Bourdelle no escatimó nunca el tesoro de su experiencia, que entregaba a todo el que se lo pidiera con una verbosidad chispeante, hecha de frases cortas personalísimas, y en aquel abierto francés meridional inolvidable, pues era nacido en Montauban, con el que más de una vez me recitó algunos de sus pequeños poemas escritos en el dialecto del Languedoc. Porque este gran renovador de la estatuaria moderna, este continuador de la obra reconstructiva de Rodin, era también, y quizás por encima de todo, un excelso temperamento poético. La característica más saliente quizás y más íntima de su obra era lo que solemos definir como vuelo lírico. Pero vamos a mirarlo con un poco de orden. A tratar de definir en pocas palabras el trascendental significado de la lección que llenó su tiempo, tanto como lo había hecho antes su predecesor inmediato, amigo y maestro Rodin. Las características de la obra de este último, eran dos rasgos esenciales: la pasión en la representación del estremecimiento vital deJa forma, y la expresividad lírica obtenida por medio de esa forma palpitante. No hablamos para nade de ritmo, ni de sentido arquitectónico, ni de equilibrio de masas generales. La escultura de Rodin era esencialmente individualista, como digna hija de su tiempo, encerrada en su propia armonía, con prescindencia de las otras artes a las que puede vincularse. Y éste era su único punto débil. Todos los antiguos períodos de culminación artística se han caracterizado por la estrecha vinculación de las artes entre sí. Rodin no hizo nunca el menor esfuerzo por relacionar su escultura con otra cosa que consigo misma; las formas que creó, y que son imperecederas por la intensidad de vida que en ellas puso, viven en el espacio por la magia de luz y sombra que emana de ellas mismas. Y la lección de la antigüedad, que fue Diosa, pero cuya enseñanza completa no llegó a percibir, debía ser acabada de desentrañar por su continuador Bourdelle, que la aplicó con absoluta integridad. La fuerza expansiva del genio colectivo de Francia necesitaba de este segundo maestro para completar la obra del primero. Boudelle hereda de Rodin el culto por la expresividad de la forma, el amor de la plenitud de la misma, la búsqueda de su máxima intensidad; pero le agrega esa otra cosa, que la tonifica y engrandece, y que podemos definir como el sentido arquitectónico de la estatuaria. Toda su obra es una lección constante de ritmo, de sujeción de lo plástico a lo arquitectónico, de disciplina en la distribución de las masas, de contención de las fuerzas internas desordenadas, y su subordinación a las grandes normas abstractas de la arquitectura. Así como Rodin retrocedió a la antigüedad en busca del intenso, palpitante modelado, así también Bourdelle encuentra explicada la renovación que busca en los grandes ejemplos del arte colectivo de Francia, a lo largo de la Edad Media, en lo gótico, en lo románico sobre todo, que siempre citaba como ejemplo. «No hay que olvidar nunca la gran lección románica», decía, y fue principalmente en los venerables pórticos de la Abadía de Yezela y donde leyó y descifró la norma de las antiguas ordenaciones. Una vez entrevisto y comprendido el gran mensaje de belleza, su obra se tonifica, llenándose de un ritmo más austero y de sabias disciplinas. Mira también largamente a los griegos en quienes se detiene a libar su poderoso espíritu, sediento de soluciones arquitectónicas. Y entre lo griego va naturalmente a lo arcaico, culminando su admiración en los tímpanos del templo de Júpiter de Olimpia, que consideraba como la obra maestra de la estatuaria griega del siglo de oro. En toda su obra resplandece ese sentido de la escultura antigua hecho todo de inteligente subordinación que su maestro Rodin no había podido entrever, y que él lleva rápidamente a una madurez magnífica en los bajorrelieves del teatro de los Campos Elíseos, que fué la obra en la que pudo desarrollar por vez primera sus ideales estatuarios en íntima coordinación con la forma abstracta arquitectónica. La influencia que ejerció esta obra planeada por los arquitectos Perret fué inmensa y rápida; se extendió por todas partes en poco tiempo, consagrándolo como el jefe indiscutido de la estatuaria contemporánea. En todo lo que produjo después se mantuvo siempre fiel a la norma descubierta; en toda la larga serie de monumentos que son guía y ejemplo de probidad artística y de libre inspiración: El de Alvear, de Buenos Aires, con su estatua ecuestre impecable y sus cuatro célebres figuras que flanquean los ángulos del pedestal. La Virgen de Alsacia, descéndiente directa de las gráciles figuras de los portales góticos. Las múltiples creaciones que produjo bordando sobre el tema inmortal del mito de Hércules, y el «Centauro moribundo», que inclina la pesada lira declinante sobre el suelo' del mundo antiguo, y la serena «Penélope», y los bustos, que pueden alinearse ya junto a los más definitivos que se hayan hecho, y por fin, el monumento al héroe de Polonia, el aeda patriota Miskievicz, colocado en la plaza de PAlma en Paris, que es un himno a esa grande y heroica Polonia, cuya redención hay que preparar ahora de nuevo. La simple cita de esta inspirada creación del maestro ha sonado en nuestro espíritu como el golpe de una empuñadura de espada sobre un escudo de bronce, y cobra ahora un sentido trascendental, pues tenía que ser allí, de nuevo, tenía que ser fatalmente ahí, sobre el suelo de Francia, donde quedara encendida la llama de la Libertad esperando la hora bendita de las reivindicaciones. |
por José Luis Zorrilla de San Martín
Publicado, originalmente, en Revista Nacional: Año VII • Junio de 1944 • Nº 78
Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/395
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
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