Maris Stella
poema de Juan Zorrilla de San Martín

  Murieron sin nacer muchos cantares
        aquí, en el alma mía:
cantos de amor, leyendas seculares,
gritos de juventud y de esperanza,
acordes, vibraciones, armonía ...
        Pero el tuyo, ioh María!
el tuyo, Madre, el que soñé mil veces,
lleno de inspiración y de ternura,
ése no morirá. Lo siento y veo
sonar en mi alma, ¡luminar los bordes                                     10
        de toda nube oscura,
y difundir sus trémulos acordes
en mis horas de paz o de amargura.
Lo estoy oyendo trémulo, lejano,
con sus notas aladas e inmortales
cruzar por los espacios siderales
en busca de tu nombre soberano.
¿Por qué no he de volar hasta alcanzarlo
        un momento siquiera,
hasta traer de esa infinita esfera                                         20
en que boga, sin rumbo y sin palabras,
una nota, un reflejo con que llene
        estas estrofas mías
que en el fondo del alma siento mudas,
        como formas desnudas,
u olvidado montón de urnas vacías?
Yo exprimiré mi corazón cansado
para vestir algunas, y envolverlas
en la luz material de tu mirada.
        ¡Oh! Yo abriré mis ojos,                                                30
los colmaré en la lumbre inmaculada
que arde en la esfera en tu gloria mora;
y con mis versos miraré a los hombres,
y el canto vivirá, ¡Madre y Señora!

        ¡Oh primer amor mío!
¡Blanca estrella del mar! En mi horizonte
brillaste siempre con fulgor sereno;
        he llorado en tu seno,
porque mil veces el dolor, Señora,
me estrujó el corazón entre sus manos,                                   40
y en las heridas derramó el veneno.
        Pero nunca, ¡oh María!
nunca he sentido oscurecerse en mi alma
la lumbre de tu amor inmaculado.
        Yo te busqué angustiado
y te mostré tan solo los pedazos
de mi sangrante corazón; tus brazos
se abrieron para mi; tu luz inmóvil,
        rasgando las tinieblas,
        siempre anunciando el día,                                             50
en la tarde de mi alma sonreía;
        y, estrella solitaria,
cuando mi noche se hizo oscura, oscura,
y a todas vi morir dichas terrenas,
yo te hallé iluminando mi plegaria
al través de mis lágrimas, más pura,
más radiante en el fondo de mis penas.
        ¿Cómo encender mi canto
de amor y gratitud?¿Cómo empaparlo,
        ¡Oh Virgen! ¡Oh Señora!                                                 60
        en esa eterna aurora,
en esa cifra de tu nombre escrito
allá, en la oscuridad de lo infinito?

Yo alcanzo esas estrellas milenarias,
las viejas conocidas de los hombres,
que nos revelan trémulas sus huellas,
y a ti te encuentro más allá; mi mente
sueña alcanzar las jóvenes estrellas,
       sin órbitas ni centro,
en viaje hacia los mundos ignorados;                                         70
y aun más allá, muy más allá, te encuentro.
Y subo más, y sueño con los astros
       niños, recién nacidos,
que al primer soplo del Señor alientan
con la luz infantil del primer día;
y aun más allá, muy más allá, ioh María!
yo te veo radiosa, transparente,
palpitante en tu lumbre inmaculada,
       como la sola fuente
que las auroras de los orbes crea,                                            80
       como la sola alada,
       como la eterna idea
encendida de Dios en la mirada.

       Pero en vano, ioh María!
para nombrarte, arrebatar pretendo
siquiera un rayo de tu eterno día.
       Subo hasta tí y desciendo
con el vértigo oscuro aquí, en mi mente,
con ráfagas de luz en las abiertas
       pupilas deslumbradas,                                                      90
       cifras de fuego inciertas,
que, aun estando en mis ojos descubiertas,
       no están en mis miradas;
con fragmentos de un canto sin sentido,
       inmenso y nunca oído,
ebullición de extraños elementos,
de himnos y ruegos, coros y rumores
       que se llevan los vientos,
que cruzan los eternos resplandores:
confusa resonancia que te nombra,                                            100
y que acaso repite en mi memoria
que eres luz en la luz, gloria en la gloria,
y en el seno de Dios tú no eres sombra.

       Pero deja ioh María!
que absorto te contemple a nuestro lado,
donde mi vista tu destello alcanza,
       astro de nuestro cielo,
luz de misericordia y de esperanza,
signo de redención y de consuelo.
¡Es así tan intensa tu mirada!                                                    110
        ¡Tu luz es tan tranquila!
        Penetra en la pupila
y baja al corazón, y allí despierta
en las hondas tinieblas, los colores,
        los límpidos albores,
los ya borrados besos maternales,
        los cantos inmortales,
        los plácidos amores,
todo lo que es amable, lo que es casto,
todo lo que es perfume, transparencia,                                      120
        todo aquello que ríe,
        todo aquello que canta,
        todo aquello que es puro
y, de tu nombre al plácido conjuro,
del fondo de la niebla se levanta.

        Deja que yo te mire,
astro de redención, única estrella
        que Dios encender quiso
en la noche estelar del Paraíso;
única luz que, en la tiniebla aquella,                                          130
hizo vibrar sus trémulos fulgores
       sobre las frentes pálidas
de los primeros hombres pecadores.
Deja que yo te guarde y que te cante
aquí en mi corazón, cuna desierta
de tanto amor, de tantas ilusiones,
       y que ahora despierta
al eco de tu nombre sus canciones;
en el santuario de mi hogar bendito,
en los santos recuerdos de mi madre,                                         140
que me dejó tu nombre por herencia;
en el austero ejemplo de mi padre;
en las ráfagas puras de mi infancia;
en mi ingenua y feliz adolescencia;
en esas tus imágenes sagradas
que cuelgan de las cunas de mis hijos
para impedir que ensueños invisibles
       el alma les enfermen,
y proteger de pálidas visiones
       sus puros corazones,                                                         150
sus almas indefensas, cuando duermen;
en todos los latidos de alegría,
en todos los recuerdos de cariño.
       iOh! deja, Madre mía,
       que así otra vez, siquiera,
entre tus brazos yo me sienta niño
y escuche arrullos de la edad primera.

Y ¿dónde no estás tú? ¿Dónde que sea
fecha, recuerdo de perdidas dichas,
risas, lágrimas, sueños de inocencia,                                           160
y juventud, y amor, y transparencia?
       ¿En qué fresca alegría
u horizonte de azur, en qué tristeza
no tropiezo contigo, Madre mía?
La sombra silenciosa que, anhelante,
       en mis sueños venía
a alimentar la lámpara espirante
que de nuevo en la noche se encendía,
       eras tú. Era tu mano
la que apartaba la afilada flecha                                               170
que certera a mi pecho dirigía
el protervo enemigo. ¡Cuántas veces
yo sentí la presión enternecida
       en mi ardorosa frente,
o sobre el corazón sobresaltado,
y huyeron las tristezas de mi vida,
y se aquietó mi pecho acongojado!
       Otras era tu ruego,
era tu voz, tu. acento sobrehumano
       el que, trémulo, oía,                                                            180
el que llevaba al alma su sosiego,
       el que se interponía
entre el agrio dolor de mis flaquezas
y el esplendor del solio soberano.
       Te hallé siempre, Señora,
en la hora del dolor y la congoja;
tu desataste el nudo de mi llanto,
y tu lo restañaste, Madre mía,
tu trocaste en dulzura mi quebranto
e hiciste de mis penas, alegría.                                                   190
       Así yo te amo, ¡oh Madre!
       con ese amor del hijo
que nada puede dar y todo espera
de la que es siempre su pasión primera;
que olvida a veces, pero siempre vuelve
al corazón materno que le aguarda
y que de toda ingratitud lo absuelve.
       Dichoso el que alcanzara
alzar la trova de ese amor divino
que hizo estallar el arpa del Profeta.                                          200
Yo diera todo el lauro del poeta
que entonó el salmo de la patria historia
por ser llamado tu cantor; yo diera
todo cuanto soñó la mente mía,
       triunfos, palmas, victoria
sobre el tiempo, y la muerte, y el olvido,
por este solo título de gloria:
       ¡Trovador de María!

Mas al sentir, Señora, que se enciende
de la invocada inspiración el fuego,                                             210
envuelto en el fulgor de tu mirada
desmaya el canto y se levanta el ruego.
       Acógelo ¡oh María!
protege a nuestra Patria en este suelo,
cuanto de hermoso y de fecundo encierra,
       pues, como tú en el cielo,
es estrella también sobre la tierra.
Ilumina mi hogar; besa en su sueño
       las frentes de mis hijos,
que mi alma a tu clemencia los confía;                                          220
acompaña sus pasos en el mundo,
¡jamás los abandones, Madre mía!

En este mar de la existencia humana
yo bogaré en mi barca, de tus ojos,
       ¡oh Virgen soberana!
buscando siempre el resplandor; soñando
con la mirada en ti. Brilla radiante
¡oh estrella tutelar! ¡oh Norte cierto!
que, aunque bramen las negras tempestades,
llevas al azorado navegante                                                        230
rumbo hacia las eternas claridades.
       Brilla, brilla radiante
cuando mis brazos, de bogar cansados,
no obedezcan al alma vacilante;
cuando la noche, la infinita noche
se cierna sobre mi; cuando no encuentren
mis ojos luz, mi corazón latidos.
      Acuérdate, ¡oh María!
del que fue tu cantor; llámame entonces,
enciende en la tiniebla tu mirada;                                                240
       conoceré por ella
cuál es el rumbo de mi eterno día.
¡Pon tu lumbre en mi senda, dulce estrella!
¡Pon tu nombre en mis labios, Madre mía!

poema de Juan Zorrilla de San Martín 
Julio de 1981 - Ministerio de Educación y Cultura
 

Ver, además:

 

            Juan Zorrilla de San Martín en Letras Uruguay

 

Digitalizado por Carlos Echinope Arce - editor de Letras-Uruguay

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