Epopeya de Artigas - Conferencia IX
Las Piedras y el éxodo
del pueblo oriental |
Mil ochocientos once.—El grito de «Asensio».—El levantamiento en masa.—En torno de Artigas.—El Colla.—San José.—La victoria de «Las Piedras».—En las puertas de Montevideo.—El primer sitio.—Negociado con Portugal en Río Janeiro.—El plan monárquico.—Artigas, el solo inmune.—Tentativas de seducción.—-El auxilio de Portugal a España.—La invasión primera.—Tratados.—El armisticio. —Abandono del pueblo oriental.—Fernando VII restaurado.—El pueblo en torno de Artigas.—El Congreso de octubre o del Miguelete. — Con la patria a cuestas.—El éxodo del pueblo oriental. — Esquema demográfico.—Horda de confesores y de mártires.—El gaucho.—El campamento del Ayuí.—Artigas mira al Paraguay.—Los pueblos occidentales ven de cerca al hombre oriental, y reconocen a su caudillo. -I- Amigos artistas: El momento en que Artigas pisa de nuevo tierra del Uruguay, en la Calera de las Huérfanas, es un momento solemne de nuestra historia. El año 1811 es el año clásico de la patria. El levantamiento en masa, el Grito de Asensio, el Colla, San José, Las Piedras, el primer sitio de Montevideo, el primer Congreso soberano, el abandono del pueblo al enemigo, su emigración en pos de su profeta, que va envuelto en su nube... Tomad todas esas cifras, oh amigos artistas, porque tenéis que hacerlas pasar por el fuego lustral en que se funda el hierro de las entrañas de América; de ellas tiene que brotar el pujante acorde inicial del himno que cantará vuestro mármol; de ellas la línea palpitante, el movimiento y la expresión perdurables. Al desembarcar el Libertador, el pueblo oriental afluye a él, como acuden las moléculas hacia el centro que debe darles cohesión, y distribución, y funciones orgánicas. La multitud se presenta a su esperado conductor armada ya, y con sus primeras obras realizadas: obras de varón. Sepamos, ante todo, lo que llamamos el Grito de Asensio en nuestro país; es una cifra inicial, consagrada por el mismo Artigas y por la posteridad. La partida del Jefe de los Orientales para Buenos Aires había dado la señal, como antes lo hemos dicho, del levantamiento espontáneo. Artigas partió el 15 de febrero. El 28, su espíritu animaba un grupo de algo más de un centenar de hombres, encabezados por dos campesinos, Pedro Viera y Venancio Benavides, quienes, incitados por don Ramón Fernández, gobernador militar de la región, y ferviente secuaz de Artigas, que acababa de recibir las órdenes del caudillo, se congregaron a orillas del arroyo de Asensio, allá en la costa del Uruguay, y, entre gritos de entusiasmo y agitar de lanzas primitivas, proclamaron la independencia de la patria e iniciaron la lucha. Ramón Fernández, que estaba de guarnición con 22 blandengues en la villa de Mercedes, se adhiere, con sus fuerzas, a los sublevados en Asensio; toma el mando de aquel grupo armado o pequeño enjambre, que aumenta de hora en hora con la adhesión de todos los hombres válidos que afluyen a él vitoreando la patria; desde la capilla de Mercedes, en que fija su cuartel general, envía a Viera, a quien designa como su segundo, con una pequeña fuerza, a intimar al Cabildo Justicia y Regimiento de Soriano, cabeza de la región, el inmediato reconocimiento de la Junta de Buenos Aires, y la entrega a discreción de la plaza; la intimación va en una nota imperiosa y amenazante, subscrita por Fernández, del mismo 28 de febrero. El Cabildo, en acta de la misma fecha, declara inútil toda resistencia; entrega la villa. Las autoridades españolas son depuestas, y substituidas por la primera americana independiente que se forma en tierra oriental, la primera impuesta por las armas que se constituye en el Río de la Plata. Eso es nuestro Grito de Asensio; el primero de Artigas dado por boca de Ramón Fernández, su protagonista inmediato; el toque de llamada que el pueblo estaba esperando y que al punto reconoció. En ocho días, Fernández, Viera y Benavides se encuentran al frente de un ejército de más de quinientos hombres, brotados de latidla, que siguen aumentando de día en día. Ese núcleo equivalente, pero diferencial, del batallón de Patricios de Saavedra en Buenos Aires. Viera se dirige al Norte; Benavides al Sur, hacia la Colonia, que tomará más tarde. En Paysandú se realiza una reunión revolucionaria, que es sorprendida y deshecha; Maldonado se subleva allá en el Sur, sobre el Río de la Plata, casi en el Atlántico; los sublevados, entre los que figuran don Manuel Francisco Artigas, hermano del Libertador, y don Juan Antonio Lavalleja, toman por asalto la plaza, rinden la guarnición, y capturan a su jefe, que ponen luego en libertad. A las puertas de Montevideo, a cuarenta kilómetros de la ciudadela, se alza en armas Canelones; y allí cerca, Casupá y Santa Lucía. Aquí preside el pueblo otro Artigas, don Manuel; otro prócer, don Joaquín Suárez. Durazno, en el centro del país; Tacuarembó, más arriba; Cerro Largo, allá en el Norte oriental, sobre la frontera portuguesa; el Pantanoso, junto a Montevideo, a cuyas puertas llegan los rebeldes con Otorgues, primo hermano de Artigas; las Misiones, también las Misiones, allá en el otro extremo del Norte occidental, todo se alza sacudido por una ráfaga de viento: es un espíritu que pasa. Y todo eso se realiza en menos tiempo del que yo empleo en narrarlo. Y por todas partes surgen capitanes, caudillos, conductores. Los unos son gérmenes de futuros próceres de la patria; los otros, formas inconsistentes y fugaces, como los mismos Viera y Benavides, caudillos-inmediatos en Asensio, que no perseveran, y muy pronto se disipan; como Ramírez, el entrerriano, que, satélite de Artigas, con Zapata y López Jordán, acabará por apostatar de su fe en el héroe. La gloria es de los que quedan. Son éstos los Artigas, Latorre, Lavalleja, Rivera, Blas Basualdo, Larrañaga, Oribe, Suárez, Barreiro, Escalada, Otorgués, Bicudo, Baltavargas, cien y cien nombres que se encienden, y que representan la larga escala de todos los elementos de aquel país, desde el prócer caballero, vestido del frac colonial; desde el sacerdote, revestido de su túnica sagrada, hasta el indio semidesnudo; desde el militar identificado con su uniforme y devoto de la disciplina, hasta el cabecilla o caudillejo montaraz e indómito; desde el artillero que vive con el alma de su cañón, hasta el gaucho armado del lazo y de la boleadora de piedra, o de la lanza entonces más usual: un cuchillo o una rama de tijera de esquilar, aquellas medias-lunas o cuchillos de marca mayor que Artigas sacaba clandestinamente de Montevideo, enastados en una caña de tacuara. Pero en todo ese fermento heterogéneo hay una homogeneidad casi absoluta de pensamiento; allí está pura la idea de la igualdad de los hombres, de la aptitud natural del pueblo para darse sus mejores gobernantes, aptitud que se identifica con el instinto social, ingénito en el hombre: la idea republicana nativa, sin influencia extraña, hija legítima de la naturaleza humana no contaminada. Hay también otro sentimiento instintivo, indeliberado, en esa multitud: el primado indiscutible del Conductor que se esperaba, y que es aclamado al llegar: Artigas. -II-
Artigas, al desembarcar en las Huérfanas, mira todo eso que le rodea, desde lo alto de su caballo de guerra, y con la cabeza sobre el pecho. Mira también largamente su propio pensamiento. La llegada del héroe dio nuevo empuje a las operaciones del pueblo armado. El 20 de abril, Benavides, al frente de su división, rinde un destacamento español de ciento treinta soldados en el Colla, y toma prisionero a su jefe. Su triunfo resuena en el aire, como un grito; todo el mundo, en Buenos Aires sobre todo, mira sorprendido hacia ese lado del horizonte que se ilumina. Tengamos en cuenta, amigos artistas, pata apreciar el efecto producido por esa primera hazaña de la revolución de Mayo en el Plata, que nos encontramos entre la pasada victoria de Suipacha, allá en el Norte lejano (7 de noviembre de 1810), y el próximo desastre de Huaqui (20 de junio de 1811}, que la hará estéril. Recordemos que Belgrano ha sido rechazado en el Paraguay; que el español se refuerza en el Alto Perú y amaga descender a darse la mano con el que lo espera en Montevideo; y, por fin, no olvidemos el cuadro de la política interna en Buenos Aires: aquello es un caos; los hombres y los prestigios suben y bajan; no se ve el hombre; falta el eje de rotación. El desaliento domina los espíritus. El suceso del Colla, y los triunfos que van a seguirlo, concentran en la Banda Oriental toda la atención. Pero no es el triunfo en sí mismo lo que tonifica la esperanza; es la aparición de un hombre, del hombre acaso, que nadie puede dejar de ver: de un prestigio y de una autoridad intrínsecos. Benavides, al comunicar a Belgrano, que ha llegado con la expedición auxiliar, su victoria, termina así: ¿Los presos europeos y los soldados prisioneros se los remití al segundo general interino don José Artigas, con una lista de todos ellos». Y Belgrano mismo, al hacer saber el suceso, el 21 de abril, a la Junta de que es miembro y delegado, le dice: «Dirijo a V. E. el parte y demás documentos de don Venancio Benavides sobre la rendición del pueblo del Colla. Mañana sale el teniente coronel don José Artigas, segundo jefe interino del Estado, con una partida, a estrechar a los enemigos.» Notad eso, pues; Artigas ha llegado a su tierra con el solo grado de teniente coronel de Buenos Aires; Belgrano lo ha nombrado «segundo jefe del ejército auxiliar del Norte»; pero el otro carácter, el que emana de otra fuente más segura y alta, es sentido y reconocido, no sólo por Benavides, que ve en él el general de hecho, sino también por Belgrano, que le reconoce el carácter de segundo jefe del Estado. Pero he aquí que ya desde este primer momento, a raíz de la primera victoria oriental, aparecen los dos genios cuya pugna llenará nuestro drama. No piensan ni proceden como Belgrano, desgraciadamente, los oficiales que con él vienen como auxiliares de este pueblo, llenos del espíritu que en Buenos Aires impera; la ruptura entre orientales y bonaerenses es inmediata; parece fatal. El sargento mayor don Miguel Estanislao Soler, que viene a las órdenes de Belgrano, desobedece a éste, desconoce y menosprecia a Artigas, y procede de tal suerte, que obliga a este último a recurrir al general auxiliar, denunciándole las depredaciones, los desacatos, los desórdenes, la barbarie de sus subordinados, y que parecen repetir lo que aconteció en el Alto Perú, en que Castelli dejó tan triste recuerdo, «Nada importa, dice Artigas a Belgrano, el aje de mi persona, cuando está de por medio la felicidad de la Patria; he considerado deber sufrir los insultos que aquél (el sargento mayor Soler) ha hecho a mi carácter, antes que dar lugar a una disensión... Pero el desorden en estos pueblos ha sido general, y éste se aumentó en la acción de Soriano, que comandó el señor Soler, en cuyo pueblo ha sido tan desmedido el saqueo por nuestras tropas, que varias familias han quedado completamente desnudas; por lo que he determinado mandar una partida...» La Junta de Buenos Aires, la que acababa de surgir del motín de 5 y 6 de abril, no estaba más habilitada, por cierto, que Soler, para estimular las victorias de Artigas; los hombres políticos estaban allá absorbidos por sus ambiciones. En esos momentos, precisamente, el 19 de abril, el gobierno triunfante destituía a Belgrano, su adversario, y lo llamaba a responder de sus fracasos en el Paraguay; dejaba, pues, sin cabeza la expedición auxiliar de la Banda Oriental; sin jefe el ejército, frente al enemigo... No queda sin jefe, felizmente; allí está el que tiene su grado más firmemente refrendado que el emanado de esas reyertas políticas. Será él, y no Rondeau, nombrado poco después, como el hombre de confianza del nuevo gobierno, para suceder a Belgrano, será él, Artigas, quien probará que aquel ejército no ha quedado sin cabeza, y que también la tiene la revolución de Mayo. Rondeau ha llegado, como Belgrano al Paraguay, con instrucciones expresas de serlo todo en la Banda Oriental; pero la realidad se impone. Artigas, como una fuerza de la naturaleza, sigue su marcha; va en derechura a su objeto, encerrado en sí mismo, fija en el horizonte la mirada. Va a cumplir su promesa de arriar el pabellón español de la ciudadela de Montevideo; a arrebatar, de todo detentador injusto, la capital de su patria, y el baluarte de América en el Atlántico. Una fuerza española de ciento veinte hombres, con un cañón, se encuentra en el Paso del Rey, cerca del pueblo de San José, a las órdenes del teniente coronel Bustamante. Era el núcleo formado por el virrey Elío para impedir, desde un punto céntrico, la reunión de los patriotas. Artigas conoce el hecho, y ordena, desde Mercedes, a su primo hermano don Manuel, que, uniendo a sus fuerzas todas las partidas de los distritos inmediatos, vaya a ocupar San José. Don Manuel va a buscar allí su doble victoria: el triunfo y la muerte. Reúne sus tropas a las de Baltavargas, y ataca a Bustamante. La lucha es encarnizada y tenaz por ambas partes. Los españoles ceden; son desalojados del Paso del Rey, y huyen a atrincherarse en el pueblo de San José, donde reciben refuerzos, hasta formar una división bien armada y municionada. También Manuel Artigas ha recibido el contingente de Venancio Benavides, y ambos se preparan a tomar el pueblo por asalto. Lo expugnan en la mañana del 25 de abril. El fragor de ese combate resonó en todo el Plata como una aclamación; aun resuena en las estrofas del himno que cantan los argentinos a su patria. Imaginaos, amigos, la impresión que todo eso producía en Buenos Aires; el efecto de esa inesperada batalla de San José. Allí corrió la primera sangre de Artigas: el caballeresco don Manuel cayó herido sobre las trincheras enemigas; murió por la patria. Buenos Aires, entusiasmado ante aquella revelación, decretó que su nombre fuera escrito en la Pirámide de Mayo, erigida en su plaza principal. Allí está escrito. Cuatro horas duró la encarnizada lucha. Bravos eran los veteranos españoles, y veteranos parecían los bisónos soldados del Uruguay. Éstos triunfaron por fin: penetraron en el pueblo, desalojando al contrario de sus posiciones avanzadas, en que resistía bizarramente; se apoderaron de las trincheras; pusieron en derrota al enemigo. Cien prisioneros, dos piezas de artillería, gran cantidad de armas y municiones quedaron en poder del vencedor. ¡San José!... Artigas sentía todo aquello a su alrededor, y, con la cabeza sobre el pecho, marchaba, al paso de su caballo, en línea recta hacia el Sur, en que clavaba de vez en cuando los ojos. Allá, en la falda de su cerro, estaba Montevideo, su ciudad natal, ceñida de su cintura de cañones. Artigas veía su granítica ciudadela, en que flameaba el pabellón español, sus cubos artillados, su larga muralla, sus fuertes destacados, su foso profundo. Era un modelo de arquitectura militar aquella ciudadela; uno de los baluartes principales del dominio colonial de América. Artigas marchaba tranquilo a cumplir su promesa: arriar ese pabellón de la ciudadela de Montevideo. Caminaba en línea recta, seguro de sí mismo. Sólo 450 soldados lo seguían; el resto de las milicias orientales, que ascendía a más de 2.000 hombres, estaba diseminado por el país. Era necesario, sin embargo, que él personalmente entrara en batalla. El español le ofreció la ocasión que buscaba; salió de las murallas de Montevideo, y se atravesó al paso del Jefe de los Orientales. El capitán de fragata don José Posadas, con un ejército de 1.230 soldados, con buenas armas y abundantes municiones, y con cinco piezas de artillería, se había acuartelado y fortificado en Las Piedras, pequeña población situada a tres o cuatro leguas de Montevideo. Artigas pide a Rondeau, quien, en substitución de Belgrano, ha pasado de Buenos Aires con el ejército auxiliar, según hemos dicho, dos compañías de infantería, para librar un combate. Rondeau le envía las dos compañías: 250 hombres del batallón llamado de Patricios. Artigas acampa en Canelones, el 12 de mayo, con 700 hombres, los 250 patricios entre ellos, y dos piezas de artillería. Con fuerzas tan inferiores no debe jugar la suerte de sus armas, empeñando una batalla en que, como en casi todas las de América, desde esta primera de Las Piedras hasta la última de Ayacucho, será el hombre a caballo, las pujantes cargas de caballería, los que resolverán de la suerte de los combates. Artigas ordena a su hermano Manuel Francisco, destacado en Maldonado, y en camino de Pando, se le incorpore a marchas forzadas, con 300 jinetes que le siguen. Inútiles fueron los esfuerzos de Posadas por evitar la incorporación, aunque tuvo por aliada una copiosa lluvia, que empezó a caer desde la noche del 12, hasta la mañana del 16; la junción de los dos Artigas se realizó el 17 a la tarde, y el día 18 de mayo, casi en el primer aniversario del movimiento de Buenos Aires, salió el sol de la batalla de Las Piedras, sol de Mayo en su plenitud. No os describiré la batalla, mis amigos artistas, con el tecnicismo militar; eso anda en los libros, y yo no escribo un libro. El terreno es allí ondulado; el que ya conocéis como característico del Uruguay: pequeñas colinas; los horizontes abiertos; el cielo azul. El arroyo de Las Piedras, festonado de bosques, aparece y desaparece en el fondo de las colinas, como una cinta verde. Los orientales miramos ese campo, mis bravos artistas, con infantil soberbia, como cosa de simplicidad homérica. Artigas triunfó en Las Piedras; dio a la revolución su primera victoria en el Plata, muy superior, por sus proporciones y trascendencia, a la brillantísima que hemos visto obtener por el ejército auxiliar hace pocos días en Suipacha, allá lejos, en el Alto Perú. En Suipacha se luchó media hora. Todo el día se combatió en Las Piedras; hasta la puesta del sol. Artigas reveló en esa función de guerra las condiciones de un gran capitán, como las mostró en el resto de sus campañas. Pero yo tengo empeño, mis bravos artistas, en no haceros ver en él al general. Hay muchos generales. Y Artigas es Artigas. No: no pongáis a nuestro héroe en la batalla, como en su principal teatro de acción; no lo imaginéis, ni aun en el momento en que, muerto su caballo por un casco de granada y siendo el blanco exclusivo de toda la infantería enemiga, avanza a pie, para mostrar a sus soldados la inmunidad que comunica el Valor, y señalando con la espada el sitio desde donde lo mira intensamente con sus ojos negros la victoria. Artigas no mandó muchos combates; eso es un accidente de su persona. No era un lancero. Eran proverbiales su destreza y su valor; pero todo hombre, por el hecho de serlo, tiene el deber de ser valiente. Artigas tenía un deber muy superior a ése: el de revelar a los hombres su mensaje. ¿Queréis, sin embargo, verlo un instante en el campo de batalla, una vez por todas siquiera, aquí en Las Piedras? Miradlo en el momento en que, ya entrada la tarde, Posadas, el jefe enemigo, que ve a su alrededor 97 de sus soldados muertos y 61 heridos; que está herido él mismo de un sablazo; que se encuentra envuelto por los patriotas triunfantes y se siente desmoralizado, hace levantar bandera de parlamento. Tan estrechado estaba, que es Artigas personalmente quien, envainando la espada, le Íntima a voces que se rinda a discreción, prometiéndole la vida y la de todos. Así lo hizo el bizarro jefe español. Pero Artigas no recogió personalmente la buena espada de aquel hombre de bien, leal a su patria y a su rey. Como tributo de hidalgo respeto, envió un sacerdote, el capellán don Valentín Gómez, a recoger como objeto sacro aquella espada. Posadas se entregó a discreción, con 22 oficiales y 342 individuos de tropa. Del resto de su ejército, una parte quedaba postrada en el campo; la otra se dispersó. Las pérdidas de los patriotas fueron 11 muertos y 23 heridos. En poder de Artigas quedaron 462 prisioneros, con sus jefes y oficiales, y cinco piezas de artillería, armas, municiones y bagajes. Para juzgar de esas cifras, mis queridos artistas, es necesario que las consideréis con relación al teatro de la acción. Son muy grandes. La batalla de San Lorenzo, primera resonante victoria de San Martín, el gran capitán americano, se libró entre 200 o 300 hombres por ambas partes. Y es un fasto glorioso de la revolución de América. Notemos un rasgo final de este combate de Las Piedras, que consuela las congojas provocadas en el espíritu por la ejecución de Liniers y la de los vencidos en Suipacha: ni una gota de sangre manchó las manos del vencedor. Artigas personalmente defendió a los fugitivos, e hizo de ello siempre un título de honra; lo consigna expresamente en el parte de la victoria. Después de la batalla, se verificó el canje de los prisioneros, el primero realizado en América, de acuerdo con las leyes de la humanidad y de la guerra. La humanidad, mis queridos artistas, fue el rasgo característico de ese hombre de bien. Nadie lo superó en esa virtud; muy pocos lo alcanzaron. En esta acción de guerra, como en todas, sin una sola excepción, el héroe oriental pudo incluir su victoria entre sus buenas acciones.
-III- La batalla de Las Piedras retempló en toda América el espíritu de la revolución de Mayo. La Junta de Buenos Aires se sintió compensada de los desastres de Belgrano en el Paraguay, y del descalabro de Huaqui, que acaece casi en el mismo tiempo (junio de 1811), confirió al vencedor el grado de coronel, y le decretó una espada de honor. El nombre de su victoria, como la del otro Artigas en San José, suena, junto con los de San Lorenzo y Suipacha y Tucumán, en las estrofas del himno que hoy canta el pueblo argentino, y enseña a cantar a sus niños al recordar sus efemérides de gloria. Pero el triunfo de Artigas y de su pueblo ofrecía un aspecto incómodo. Como vamos a verlo, la Junta gestionaba ya un arreglo con las cortes; quería volver atrás, permanecer a la defensiva, hacer de la acción militar sólo una preparación de la diplomática. Y aquel vencedor de Las Piedras parecía querer ir solo adelante. Era una pieza extraña al tablero en que Buenos Aires jugaba su partida; una pieza de hierro demasiado pesada. Aquel hombre comenzaba ya a estorbar, y era de presumir que estorbaría, en los planes políticos, tanto más cuanto más necesario se hiciera en la acción militar. Una autoridad que no emanaba de Buenos Aires radicaba en su persona, como hemos dicho, y era de presumir que la espada de honor que se le había regalado, y el grado de coronel, no fueran bastantes para imprimirle la docilidad necesaria. Y así era, efectivamente: Artigas reclamaba otro premio para el animoso esfuerzo de su pueblo, que no se había levantado en masa para retroceder. El precio de la batalla de Las Piedras debía ser las llaves de Montevideo, y fue inmediatamente por ellas. El 21 de mayo, tres días después de la victoria, hace acampar su ejército en el Cerrito, colina inmediata a la plaza, y él golpea con el puño de su espada la puerta herméticamente cerrada de la ciudadela, cuyos cañones sacan la cabeza de los agujeros de sus troneras, y miran silenciosos y asombrados a aquel hombre audaz, que así interrumpe el sueño secular de sus bronces taciturnos... Para darnos cuenta, amigos artistas, de la resonancia de esos golpes del vencedor de Las Piedras en las puertas de Montevideo, leamos esta carta que, en 30 de mayo, escribe a España un vecino de la plaza: «... las consecuencias de esta desgraciada batalla han sido las más funestas. Envalentonados con esta victoria, y habiendo armado con nuestras armas 800 hombres más, se han presentado delante de esta plaza 1.500 a 2.000 hombres; de modo que hemos tenido que poner los cañones para defensa de la Aguada, sin que podamos conducir los trigos de las panaderías que están bajo tiro de cañón, y, al fin, se han cerrado los portones, sin que tengamos otra cosa que el casco de la ciudad». Conozcamos ahora la siguiente comunicación que, sobre tales sucesos, dirige don José María Salazar, comandante del apostadero, al ministro de Marina, y que hallamos en el Archivo de Indias: «El enemigo tomó 500 quintales de pólvora que estaban en la falda del Cerro, y todo el trigo del pueblo de la Aguada, hallándose toda la ciudad consternada, por .hallarse desprovista de todo, pues nadie había pensado en que podía llegar tal caso, y mucho menos el señor virrey, que, con un tono de desprecio y burla, me preguntó el 26 de abril si yo creía que los gauchos se atreverían a presentarse a la vista de los muros de esta plaza... La sola noticia de que las tropas de Buenos Aires tenían sitiado al baluarte de esta América, reanimó el entusiasmo de las Provincias en favor de la independencia, el de Chile, y no dudaré en afirmar que hasta el mismo reino de Lima se ha resentido de tan funesta prueba; pero lo que no puede dudarse es que eUa ocasionó que el Paraguay adoptase el unirse a Buenos Aires, como lo hizo. Si por defuera consiguieron los enemigos estas grandes ventajas, en esta Banda lograron atraer a su partido a todos los pueblos, y, quitándonos cuantos auxilios sacábamos de ellos, reducimos al solo recinto de la plaza y a la mayor miseria y pobreza por mucho tiempo». En cuanto a la proyección de tales sucesos sobre la figura del mismo Artigas, podemos leer a Guerra y Larrañaga en sus Apuntes Históricos: «Don José Artigas, dicen, ganó, el 18 de mayo, la victoria de Las Piedras, en que quedó prisionero el capitán de fragata Posadas, jefe de los vencidos, y casi toda la tropa de marina y de milicias que mandaba. Eso contribuyó sobremanera a la grande sublimación, autoridad y concepto de que gozaba Artigas en la Banda Oriental». El Vencedor de Las Piedras tiene la persuasión de que la caída de la ciudad es inevitable; nadie mejor que él conoce sus fortificaciones, sus elementos de resistencia, el modo eficaz de expugnarla; mil veces, desde su primera infancia, ha cruzado aquel puente levadizo, recorrido aquellas murallas, oído tronar aquellos 310 cañones, que ahora, echados en las almenas, con las fauces abiertas hacia el campo, lo miran silenciosos. Se sentía seguro del éxito; allí debía terminar el dominio español en el Uruguay. El pueblo oriental, dueño de sus destinos por su propio esfuerzo, será el más poderoso aliado de su hermano occidental; el núcleo de independencia en el extremo austral del continente. Se dirigió, pues, a Rondeau, pidiéndole, a fin de aprovechar la desmoralización del enemigo y los pocos elementos con que éste contaba—sólo 500 hombres y las dotaciones indispensables para la artillería,—apurara su marcha, o le enviara refuerzos, armas y municiones sobre todo, para asaltar la plaza. Artigas está seguro del triunfo; lo manifiesta en una nota memorable; completamente seguro. Una lucha terrible se libraba en su espíritu; sentía impulsos de proceder por sí solo; ya comenzaba a recelar de los propósitos secretos de su aliado occidental; pero no debía romper con éste; la alianza le era necesaria, y, sólo por no romperla, dirige, en este momento, al gobernador español, como representante de la Junta, la única comunicación de su vida en que invoca a Fernando VII; lo hace para exigirle la entrega de Montevideo. Rondeau rechazó la idea del asalto, aunque 5.000 voluntarios orientales acompañaban su ejército, y los patriotas de la plaza reclamaban el golpe. El jefe del ejército auxiliar llegó al Cerrito, y tomó el mando de las fuerzas sitiadoras, dejando al de los orientales en segundo término, y con escasos elementos; lo más escasos posible. Ya os explicaré ampliamente, mis queridos artistas, la razón de ésta y de muchas otras postergaciones de Artigas, por más que ya las habéis penetrado. Rondeau era un patriota, un animoso capitán; era un conductor de soldados, pero no un conductor de hombres; y de ideas, menos. Si tuvierais que modelar su estatua, os bastaría con plasmar la de un bizarro jefe impersonal, la de un noble uniforme. Era de carácter apacible; había cursado la carrera de letras; prisionero de los ingleses en la toma por éstos de Montevideo, es conducido a Inglaterra, y devuelto después a España, donde obtuvo el grado de capitán español. Ahora es un número pasivo del ejército; será en Buenos Aires personaje político; lo será todo, menos caudillo revolucionario. La de Rondeau es una brillante carrera oficial. Fue un hombre de bien. Artigas, que era coronel de Buenos Aires sólo como Washington era general francés, comprendía que, precisamente por eso, debía ser Rondeau, y no él, quien mandara el ejército sitiador. La tierra y el pueblo que aquél conducía, a pesar de las causas que os he hecho tocar hasta en las entrañas de aquella tierra, no eran reconocidos por el dueño del ejército auxiliar. Y eso era natural. El patriciado predominante en Buenos Aires no podía reconocer a Artigas; le faltaban atributos o apariencias, y le sobraban realidades; era demasiado. «El escéptico, dice Carlyle, no es capaz de reconocer un héroe, aunque lo vea y lo toque; el doméstico espera ver en él carrozas, mantos de púrpura, cetros de oro, cuerpos de alabarderos, séquito de magnates y la banda correspondiente de trompas y chirimías. En el fondo, tanto el doméstico como el escéptico esperan lo mismo: la pasamanería y las chirinolas de algún vástago de reconocida realeza. El rey que se les presente sencillamente, y de ruda y no fantástica manera, que llame a otra puerta: no será rey.» Artigas hubo de someterse, pues. A las órdenes de Rondeau, formó con su pueblo en la línea del sitio que. se puso a Montevideo, viendo desvanecerse en el aire la visión de gloria que lo llamaba desde lo alto de las murallas; pero el problema inevitable del porvenir se ofreció claro a sus ojos, y el héroe meditó en su corazón. Lejos de mí, oh amigos artistas, el intento de deprimir a los próceres de Mayo, cuando, al enseñaros esta historia, me vea en la necesidad de contraponerlos a Artigas; pero ese conflicto es toda la historia del Río de la Plata. El problema nos saldrá al encuentro a cada paso, y, quieras que no, es fuerza que lo miremos de frente, Buenos Aires y Artigas eran dos rivales, desgraciadamente; éste era la independencia republicana, la idea fija, el propósito genial inquebrantable, la realidad futura; aquél era el tanteo, la desconfianza en el propio pueblo argentino, siempre heroico, y que, como lo veréis más tarde, no halló más jefe que el mismo Artigas. Buenos Aires era el simple cambio de dueño, la idea negativa: la expulsión de España, si las circunstancias lo permitían, para substituirla por una monarquía más o menos tributaria, por un príncipe cualquiera d& reconocida realeza, como dice Carlyle. Y si las cosas se ponían mal, dejarlas para mejor ocasión. Artigas era la idea positiva con su resolución heroica: la independencia absoluta, la coronación del verdadero rey prisionero: el pueblo americano. Y es preciso resolver, oh amigos míos, sobre en cuál de esas dos entidades está la realidad de la revolución de América; cuál de ellas puede resistir, para cobrar la forma perdurable, el baño lustral del hierro sometido al fuego. Artigas se ha adherido de buena fe, sin ambiciones, a la revolución de Mayo; ha comprometido en ella a su pueblo; pero eso no significa que haya aceptado, ni pueda aceptar, el puesto de ejecutor del ajeno pensamiento, cuando se trate de los destinos de ese pueblo. Y eso era lo que Buenos Aires no reconocía: la personalidad del pueblo oriental; sus destinos tenían que someterse al de los demás, y no había de tomar intervención decisiva, ni mucho menos, en su resolución, que sólo incumbía a los habitadores de la ciudad capital; a los que en ésta predominaran. -IV- En esos momentos, precisamente, se estaban jugando esos destinos en la corte de Río Janeiro, donde la Junta de Buenos Aires tenía acreditado, como agente, a don Manuel de Sarratea, el más escéptico de todos sus miembros. Allá en la corte estaba el rey de Portugal, don Juan VI, vástago de reconocida realeza, con la ambición secular de esa su realeza en el alma: llevar al Plata la frontera de sus dominios coloniales; su ministro e inspirador era el conde de Linares. Allí estaba la princesa Carlota, esposa de don Juan, hermana de Fernando VII, con su ambición de formarse un reino para sí propia en el Río de la Plata; su brazo era el capitán general de Río Grande, don Diego de Souza. Allí estaba el marqués de Casa Irajo, personaje inocuo, representante de las Juntas españolas. Allí vivía, sobre todo, Lord Strangfort, agente diplomático de Inglaterra, aliada de España contra Napoleón, y que velaba por los intereses políticos y comerciales de su patria: conservación, por ahora al menos, del dominio español en América, y ventajas comerciales en ésta para la Gran Bretaña. Lo único que allí no estaba eran los pueblos que derramaban su sangre por la libertad; el pueblo oriental, sobre todo. Y es precisamente de los destinos de éste de lo que allí se trata, en primer término, pues es éste el que se ha levantado en masa, y jugado el todo por el todo: la vida por la libertad. La Junta de Buenos Aires, desde el mes de abril, antes de la batalla de Las Piedras, negociaba un arreglo con Portugal, tendente a sacudir el yugo absoluto de Fernando VII, pero echándose en brazos de doña Carlota de Borbón, que presidiría en el Plata un gobierno monárquico constitucional; os explicaréis, pues, por qué no quería el predominio del antiguo capitán de blandengues, defensor de la frontera española contra el enemigo portugués. Para realizar ese plan, se había nombrado, como agente, a ese don Manuel de Sarratea, caballero cortesano, muy dado a la intriga, anheloso de hacer figura entre los grandes, que presentó sus credenciales el 22 de abril, y llevaba instrucciones dobles: o pedir la mediación de Inglaterra y Portugal, para el cese inmediato de la guerra civil, admitiendo la Junta la obligación de hacer propuestas para reincorporar a la monarquía española las provincias revueltas, o negociar con Portugal la erección de una monarquía bajo el cetro de doña Carlota, que resignaría la corona en su hijo de trece años, don Pedro de Braganza, el futuro emperador del Brasil independiente. Portugal entrevió una vez más, en esta última gestión, la realización de su ensueño: el Río de la Plata como frontera; estimuló, como puede presumirse, la negociación.. Pero allí estaba el embajador inglés, que discutió con Buenos Aires, y con Portugal, y con el mismo representante de las Juntas españolas, para quien el caballo de Troya, que Portugal quería introducir en el Uruguay con su ejército, era invisible, Strangfort se opuso imperiosamente, en defensa de España, su aliada, a los planes del portugués, su amigo y protegido. Éste, vencido por la diplomacia inglesa, comunicó a Buenos Aires que, a menos de someterse a España, debía perder toda esperanza de protección portuguesa. Sarratea se adhirió en absoluto a la tendencia inglesa, en manos de cuyo embajador puso su representación, e hizo saber a todos que la Junta estaba dispuesta a celebrar un armisticio, sobre la base del reconocimiento sin condiciones de Fernando VII. La Gran Bretaña triunfaba, pues, en defensa de España, aunque no por amor a ella; triunfaba de Portugal, de Carlota, de Buenos Aires, del mismo atolondrado representante de las Juntas españolas: debía restablecerse el orden. Pero alguien había de quien no se había triunfado: Artigas, el pueblo oriental, a quien nadie representaba en Río Janeiro. Artigas estaba allí, en el extremo Sur, con ese pueblo oriental, palpitante como un corazón. Y aquello era algo, ¡vaya si era algo! Aquello era todo; os aseguro que os convenceréis de que aquello era todo. El héroe libraba la batalla de Las Piedras, y daba grandes golpes con el pomo de la espada en las puertas de Montevideo, que vacilaban en sus quicios, y sonaban a rotas. Renunció al asalto de la plaza, como hemos visto; pero no a su propósito de libertad. Era el rebelde, el pensativo rebelde, que amontonaba piedras para escalar el Olimpo; rebelde a España, a Inglaterra, a Portugal, a Carlota, a Buenos Aires, al mundo entero; era la revolución de Mayo; la de América, la Naturaleza activa. ¡Rebelde!... Sí, lo será toda su vida; pero rebelde sin ira, reflexivo. El era la realidad rebelada contra la apariencia; la verdad alzada contra la mentira; era el rebelado olímpico, encadenado por ladrón del fuego sacro. Las ondinas bajarán del cielo a acompañar su divina soledad. El virrey Elío, que veía las cosas de más cerca, quiso vencerlo también a él, y acudió al recurso satánico, a la tentación. Envió a Artigas, nombrado coronel por Buenos Aires después de la victoria de Las Piedras, dos comisionados que le hicieron las ofertas que ya conocemos: el grado efectivo de general, el gobierno militar de toda la campaña uruguaya, todos los honores del caso, una gruesa suma de dinero, etc. Artigas contestó «que consideraba aquello como un insulto hecho a su persona, tan indigno de quien lo hacía como de ser contestados Y envió el mensajero a ser juzgado en Buenos Aires. Él no sabía de las gestiones que Buenos Aires tenía pendientes. La situación de Elío en Montevideo se tornaba cada vez más premiosa. Vigodet había sido desalojado de la Colonia, caída en poder de Benavides, que la sitiaba. También esa toma de la Colonia es cantada en el himno nacional argentino, como primicia de gloria. Toda la esperanza de Elío, perdida la que cifró en la seducción de Artigas, se basaba entonces en la protección que había demandado y obtenido de Río Janeiro. La princesa Carlota había acudido a su demanda, y conseguido del rey don Juan, su esposo, una orden para que el capitán general de Río Grande, don Diego de Souza, invadiera sin demora el territorio del Uruguay, «en defensa de los derechos de su augusto hermano», según decía. Souza llevaba, además, el cometido de invitar a la Junta de Buenos Aires a aceptar la mediación negociada por Sarratea, a fin de hacer cesar las desavenencias con España. Es claro que, estando allí Lord Strangfort, el objeto ostensible era defender al amado Femando VII; pero Portugal decía reservadamente,- por otra parte, a Buenos Aires, «que estos dominios no volverían al yugo español, aunque Fernando recuperara el trono de sus padres». Souza, agente apasionado de la política de Carlota, enemigo de España, y de Buenos Aires, y de Artigas, y de la revolución americana, invadió el territorio del Uruguay con su ejército pacificador, que constaba de 3.000 hombres y dos baterías montadas, el 17 de julio de 1811, dos meses después de la batalla de Las Piedras. Los orientales sitiadores de Montevideo, ignorantes de los manejos de la Junta y del desaliento que en ella acababa de causar el desastre de Huaqui, allá en el Norte, que anuló el éxito de Suipacha, pensaban en oponerse al paso del portugués y en apresurar la toma de la plaza. Pedían recursos a Buenos Aires; éste prometía, pero los recursos no llegaban. Y el portugués avanzaba, devastando el país. Las poblaciones huían ante el invasor odiado, incendiaban sus viviendas, arreaban sus ganados, hacían el vacío al conquistador y afluían en torno de Artigas. Comenzaba el éxodo del pueblo oriental. Y Elío perfeccionaba las fortificaciones, y retemplaba a los suyos, y enviaba una escuadrilla a bloquear a Buenos Aires, y a simular un bombardeo: arrojó sobre la ciudad algunas bombas inofensivas, pero que alarmaron mucho a la gente. El gobierno de la capital mandó entonces comisiones que tratasen con Elío; que le revelasen, sobre todo, el objeto verdadero de la invasión portuguesa. Pero en esos momentos llegó a Montevideo la noticia de haber sido derrotada en Huaqui, en el Alto Perú, la expedición que había vencido en Suipacha, y todo arreglo que no fuera la completa sumisión fue rechazado. Vino, poco después, la noticia de que las autoridades realistas habían sido derrocadas en el Paraguay, donde se había formado un gobierno propio, dispuesto, al parecer, a entenderse con Buenos Aires, y esa noticia quebrantó de nuevo los bríos de los españoles montevideanos. Por fin, apareció resuelto el embajador inglés en Río Janeiro, Este articuló un ultimátum: era necesario concluir con aquel tejemaneje: intrigas de doña Carlota, tanteos de Buenos Aires, invasiones de Portugal. Y todo terminó. Reconocimiento de Fernando VII; retiro inmediato de íos ejércitos portugués y bonaerense, que ocupaban la Banda Oriental; cesación del bloqueo de Buenos Aires; abandono, en manos de Elío, de todo el territorio oriental., y aun de una parte del occidental; suspensión completa de hostilidades. Eso quería el inglés. Y eso se hizo. Elío se dispuso a ejecutarlo. -V- Lo único en que no se había pensado fue en el modo de deshacerse de ese extravagante Artigas, que allí estaba con su mensaje en el alma y con su fe de niño bárbaro. ¡Y vaya si era el caso de pensar en eso! Fue el punto que quedó en ignición; el que renovó el incendio, como lo veréis. El pueblo oriental, armado, había salido al encuentro del portugués invasor, al que tenía la convicción de poder repeler. Pero, también en esa resistencia, Artigas se vio maniatado por la necesidad de conservar sus buenas relaciones con Buenos Aires: libraba sus batallas en todas partes, mientras las familias seguían huyendo ante aquél; el país se despoblaba. En esa situación, el centro directivo de Buenos Aires, que, desde el 25 de mayo de 1810, había ya sufrido dos modificaciones, reveladoras de su anarquía y de su impotencia, dejó el puesto a un triunvirato. El 25 de septiembre se formó éste, y en él estaba Sarratea, que volvía de Río Janeiro: mandaba allí, por consiguiente, la influencia de Strangfort. Se envió a Montevideo, sin demora, una comisión, encabezada por don José Julián Pérez, para ajustar con Elío el armisticio convenido en Río Janeiro; se impartieron órdenes a Rondeau, para que se preparase a retirar inmediatamente las tropas sitiadoras. Elío recibió con gran deferencia al comisionado; Rondeau, soldado de orden, se dispuso inmediatamente a obedecer... Pero entonces apareció la entidad con que no se había contado: el pueblo oriental, es decir, el desorden, la revolución de América. Entonces se vio que no era posible restituir a sus hogares, bajo la protección del virrey español y del invasor portugués su aliado, a aquel pueblo, que había vencido en la Colonia, en el Colla, en San José y Las Piedras; que, buscando sinceramente su libertad, se había levantado en masa, y estaba resuelto a morir si no vencía. Entonces tocó Buenos Aires el error de haber creído que Artigas era un coronel de su ejército; que aquel territorio que estaba al otro lado del Plata y del Uruguay era una provincia que le debía obediencia, cuando no era eso, sino el núcleo providencial incontaminado de libertad que os be descrito en mis conferencias anteriores. Y lo vais a ver, oh amigos artistas, en su momento eterno. Buscaréis mármol para detener ese instante en la forma heroica, y no lo hallaréis bastante perdurable. En cuanto supo que se trataba de su abandono a la tiranía española y portuguesa, un escalofrío recorrió las carnes de aquel pueblo. Se crisparon sus nervios; se hincharon sus arterias; sintió zumbar en sus oídos la voz del vacío, y sus ojos, abiertos y encendidos en una enorme interrogación, se clavaron en Artigas. Este bajó los suyos, y dejó caer la cabeza sobre el pecho. El era quien había instigado a aquel pueblo a levantarse; él el gran responsable. Ya había hablado con el agente de Buenos Aires, y le había dicho «que se negaba absolutamente a intervenir en aquellos tratados, que consideraba inconciliables con las fatigas del pueblo oriental». Pero eso no era bastante; aquel pueblo quería y debía decir expresamente que estaba en eso con su caudillo, y más allá de su caudillo; debía rechazar aquellos tratados porque no eran suyos, porque no los quería. Como las gruesas gotas que preceden y anuncian los grandes aguaceros de verano, las palabras tempestuosas caían allí de la nube popular. Aquel pueblo decía a grito herido que, si era su destino quedar abandonado a la tiranía de Elío y de los portugueses, aceptaba el abandono, pero no la tiranía; la muerte gloriosa era también un término hábil. Artigas, por su parte, no quería tampoco determinarse a una tal resolución, sin que la de su pueblo fuera concreta, plenamente consciente, y, con ese objeto, un gran congreso, convocado a su pedido por Rondeau, tuvo lugar en el Migueletet frente a los muros de Montevideo. Jamás acertaría a encareceros debidamente, amigos artistas, el relieve y la trascendencia de ese Congreso de octubre o Congreso del Miguelete, que fue nuestra primera asamblea nacional. El pueblo que, fundido aún con el español, realizó el Cabildo abierto de 1808, se congrega solo, solo por fin y dueño de sí mismo, a dictar su primera ley. Y ésta es la de su propia inmolación a la libertad. La referencia más auténtica que de ese congreso tenemos nos la ofrece el mismo Artigas, su presidente, cuando al presidir, dos años después, el no menos memorable del Peñarol, comienza su discurso inaugural diciendo: «Tengo la honra de volver a hablaros en la segunda vez que hacéis uso de vuestra soberanía ...» Ésta es, pues, la primera en que el caudillo se siente a la cabeza, no ya de un ejército que combate, sino de una nación, dueña del mismo ejército, que delibera y legisla. En cuanto a la composición de la asamblea, a falta de acta escrita, que no ha llegado a nosotros, sírvanos lo que de ella escribe uno de sus miembros, el coronel Cáceres, en su Reseña Histórica; «Se hizo entonces una Junta, dice, para tratar sobre ese asunto, en el Miguelete; a ella asistieron todas las personas más notables y de consejo que había en aquella épocas Y para saber quiénes eran éstas, recordemos que en la línea sitiadora estaban los Orientales todos, pues el gobernador Elío, después de la batalla de Las Piedras, expulsó de la ciudad a todo aquel que pudiera tener atingencia con los matreros o rebeldes, hombres, mujeres, niños. En cuanto a la actitud de Artigas en aquel congreso, será el mismo Cáceres quien nos haga sentir, más aun que conocer, la serena firmeza con que aprueba, estimula y afianza la heroica resolución de sus conciudadanos. «Don Francisco Javier de Viana, dice Cáceres, objetando a Artigas por su tenacidad, le preguntó con qué recursos pensaba resistir a los portugueses, que venían tan bien fardados, armados y equipados. Artigas le contestó que con palos, con los dientes y con las uñas» Advirtamos que esos relámpagos iluminan muy a menudo aquella sombra, serena generalmente. Cuando, ocho años después de esto, vencido por el número y agotado de recursos, reciba del enemigo portugués proposiciones de honroso sometimiento, lo veremos alzarse, y decir al mensajero, clavándole los ojos: «Diga usted a su amo que, cuando no me quede un soldado, lo pelearé con perros cimarrones». Lo acordado por el Congreso del Miguelete, la inmolación, fué aclamado por la multitud; las mismas mujeres iban por leña para la hoguera del holocausto. El delegado de Buenos Aires vio una verdad encendida, como una brasa, en el fondo de los ojos de aquellos hombres; aquel fuego sagrado no mentía. Manifestó entonces que la situación del ejército sitiador era comprometida..., que se hallaba entre dos enemigos..., que se esperase la resolución de Buenos Aires..., que se enviarían toda clase de socorros... «¿Es entonces una medida estratégica?..., dijo el pueblo oriental respirando, y queriendo acaso engañarse a sí mismo. ¿Se trata sólo de luchar por la patria en otra parte... lejos de las murallas?...» «¡Pues sea!, gritó. Que se levante el sitio. Que el ejército auxiliar se vuelva a su capital, a Buenos Aires, pues así se le ordena; el ejército auxiliar es sólo auxiliar. Pero el pueblo oriental, que ya no tiene casa, se queda; se queda armado aquí, en el campo, aunque se levante el sitio de la ciudad; se queda aquí, agarrado a su. tierra, abrazado a su tierra, como a su madre, que le tiende los brazos. Y la gente miró a Artigas. Y Artigas, alzando al fin la cabeza, dijo serenamente que sí, que él también se quedaba... Y el pueblo, proclamando en aquel momento a Artigas Jefe de los Orientales, protestó «no dejar la guerra en la Banda Oriental, hasta extinguir a sus opresores, o morir, dando con su sangre el mayor triunfo a la libertad». El delegado de Buenos Aires, convencido de que aquello era realmente una voluntad, determinó tratar el asunto en una conferencia con Artigas. En ella le prometió el concurso del Gobierno central, para el logro del propósito de los orientales; le ofreció toda clase de socorros, a fin de llevar adelante la guerra; le protestó la admiración del gobierno hacia su pueblo. -VI- Pero el sitio de Montevideo se levantó; se levantó cuando la plaza sólo tenía víveres frescos para quince días, y doscientos pesos en las arcas públicas. El ejército sitiador emprendió su marcha hacia San José. Artigas y los cinco mil soldados que lo seguían marchaban resueltos; solos o acompañados, iban a combatir; iban, pues, a vencer; creían ver despuntar de nuevo en el horizonte el sol de Las Piedras; el armisticio no sería ratificado en Buenos Aires. Pero lo fue; lo fue inmediatamente, en Montevideo y en Buenos Aires. Ese 23 de octubre de 1811, en qué se ratificó el tratado, es recordado por Artigas, en usa de sus comunicaciones, como un día nefasto, que él contrapone al 28 de febrero, en que se dio el Grito de Asensio, calificado por él mismo de memorable día de la Providencia, que no puede ser recordado sin emoción». Los tratados lo contenían todo, todo lo triste: reconocimiento pleno «a la faz del universo, ahora y para siempre jamás», de Fernando VII y su descendencia legítima; «unidad indivisible de la nación española, de que forma parte toda la América, bajo Femando»; desocupación completa de la Banda Oriental, hasta el Uruguay; restablecimiento exclusivo de la autoridad de Elío... y todo lo demás. Y, para mayor garantía, esa autoridad de Elío salvaba el río Uruguay: la provincia de Entre Ríos, Arroyo de la China, Gualeguay y Gualeguaychú entraban también en su dominio; también ellos, levantados contra España con el apoyo de Artigas, quedaban a merced del gobernador español. La revolución de América debía, pues, aguardar a mejor ocasión; todo estaba terminado, como en la noche del 24 de mayo de 1810, antes de la aparición del héroe anónimo. Aquí aparecerá el héroe personal. Al saber eso en San José, la indignación del pueblo oriental cobró un carácter sombrío; vio al ejército auxiliar levantar su campo y dirigirse silencioso con Rondeau a la Colonia, donde se embarcó para Buenos Aires. Se fueron con él los habitantes fugitivos que pudieron hacerlo, los más pudientes, los más afortunados: trescientas personas. Se fueron, y el pueblo oriental, que no podía ni quería dispersarse, se quedó solo en torno de Artigas. Éste no se fue, oh, éste no se fue. ¡Qué se había de ir!... ¿Y qué debía hacer, entonces?... ¿Dirigirse, cubierta la cabeza de ceniza, a las puertas de Montevideo, a pedir a Elío, el dueño y señor, alguna compasión para con aquel gentío indigente y abandonado?... ¿Aconsejar a éste que fuera a reconstruir, bajo la protección del enemigo enconado, sus miserables casas incendiadas, y a recoger sus ganados dispersos?... Esa era, no cabe duda, la actitud que correspondía a la Banda Oriental, según el plan de la comuna de Buenos Aires, y la que realmente hubiera procedido si la revolución americana hubiera sido lo que Buenos Aires entendía. Pero éste es el momento, amigos míos, que es preciso dominéis enérgicamente, en que se percibe con claridad cómo esa Banda Oriental no es un miembro del organismo político vivificado por la capital del virreinato, sino un cuerpo y un alma distintos; es ahora cuando vemos aparecer, en Artigas, el personaje épico, lo que se llama épico, de la revolución de Mayo, es decir, la conciencia personal de todo un pueblo o raza con destino propio. Yo, que os lo he hecho mirar sólo de paso en el campo de la batalla gloriosa, amigos artistas, quiero que le miréis ahora largamente, con reposo. Aquí, especialmente, comienza a tomar el carácter original y grande que lo distingue de todas las otras figuras coetáneas: el de portador de una revelación o mensaje casi sagrado; el de fundador de patrias nuevas. Cuando el pueblo sintió el frío de su abandono, una idea, como un inmenso latido, se movió en todos los corazones, y subió de ellos en un acorde de cuerdas vivas. No fue una idea personal de Artigas ni de nadie, lo fue de otra persona que estaba en la multitud; de la misma que, el 25 de mayo de 1810, apareció con su revelación en la plaza de Buenos Aires. Y la idea palpitaba, viva como un astro: todo, menos retomar a la esclavitud. Se resolvió abandonar el suelo nativo, para volver por él; salvar la patria, aun sin tierra; el espíritu aun sin cuerpo, esperando la resurrección. Y Artigas tomó entonces a su pueblo, a todo su pueblo, y lo cargó en sus hombros de gigante. Y dijo: ¡Vamos! Y se lo llevó a cuestas, al través del territorio oriental, hasta encontrar, allá en el Norte, un sitio en que vadear el río Uruguay, y poner a salvo, como el tigre sus cachorros, aquel nido lleno de garras. Y marchó al través de los enemigos que invadían la patria. Y que, a pesar de los tratados de octubre, seguían dueños del territorio oriental, mientras las familias campesinas inermes huían ante el invasor, como un rebaño, y afluían a la sombra del profeta. Y Artigas cruzó, con su preciosa carga, el patrio río del Uruguay. Y la banda migratoria de los héroes fué a posarse allá, del otro lado del caudaloso río, en el arroyo del Ayuí, en otra tierra, en la provincia occidental de Entre Ríos. Y los héroes eran mujeres, y eran niños, y eran viejos, muy viejos algunos. Y eran soldados, y eian familias, la misma familia de Artigas, sus ancianos padres, su hermana primogénita doña Martina. Y eran indios semisalvajes, y eran próceres, Suárez, Barreiro, Bauzá, Monterroso. Y eran los curas de las parroquias, y los franciscanos expulsados de Montevideo por amigos de los matreros... y era Artigas. La población del Uruguay quedó reducida a la tercera parte; a menos de la quinta parte de sus moradores, decía el gobernador español. Porque es preciso recordar que el gobernador de Montevideo, como represalia de la batalla de Las Piedras, ordenó, una vez establecido el asedio por el vencedor, que fueran arrojadas de la ciudad sitiada las familias de todos los patriotas en armas, con sus viejos y sus niños. Y fueron arrancadas de sus casas, y echadas al campo, y dejadas en una noche gélida de invierno, junto al foso de las murallas, sin llevar otra cosa que lo puesto: ni ropas, ni abrigos, ni enseres, ni recurso alguno. Vanas fueron las reclamaciones de Artigas en nombre de la humanidad. La larga procesión de señoras y niños y viejos traspuso, volviendo atemorizada la cabeza, las puertas de la ciudadela, que se cerraron tras ella, y cruzó el campo desierto, y se acogió al campamento de los sitiadores, que la recibieron con los brazos abiertos, e infundieron el valor heroico hasta en el corazón de las mujeres que daban de mamar a sus hijos. Y ahí van esas familias, incorporadas a la grande emigración. Las gentes de los campos, que huían desde el Sur ante el invasor portugués, que todo lo arrasaba, se plegaban al núcleo caminante. Y lo engrosaban las que venían del Norte y del Oeste. Y como los arroyos van al río y el río va hacia el mar, por todos los caminos se veían venir las pobres caravanas: una carreta conducida por una mujer, cubierta con un poncho, que allí lleva el grupo de sus hijos desnudos, todo cuanto le quedaba en el mundo; un viejo que, montado en su caballo transido, golpea en vano con los talones los ijares del animal; un grupo de gente sobresaltada que camina a pie, que cruza anhelante y exhausta los campos sin sendas, que busca rumbo, mirando las lejanías impasibles y mudas; una tropa de ganado arreada por sus dueños; y otra más allá; y un rebaño de ovejas conducido por un muchacho; y otra carreta destechada, seguida de un grupo de perros, los fieles amigos de los niños fugitivos; y otro de jinetes, que miran los horizontes sobre las colinas solitarias, por ver si se aproxima el invasor... No han faltado quienes, dudando de la sinceridad con que Buenos Aires aseguraba a Vigodet que aquello era un acto libérrimo, incontrarrestable, del pueblo oriental, se han resistido a creer en la espontaneidad de ese desalojo de una patria; lo han creído inverosímil, y han afirmado, con el gobernador español, que aquel pueblo obró forzado por Artigas. Más que como probanza de que lo que Buenos Aires decía era la verdad, para ver bien al héroe en este momento, leamos dos papeles inéditos que acaban de llegarnos del Archivo de Indias de Sevilla. Son dos cartas originales, dirigidas por Artigas a don Mariano Vega. Dice la una, fechada en el Cuartel General del Perdido, en 19 de noviembre de 1811: «Sostener los hombres el primer voto de sus corazones es lo que da dignidad a sus obras. Usted obra con carácter, cuando declara ser permanente en seguir nuestra causa. El Gobierno de Buenos Aires abandona esta Banda a su opresor antiguo; pero ella enarbola, a mis órdenes, el estandarte conservador de su libertad. Síganme cuantos gusten, en la segundad de que yo jamás cederé». Y dice la otra carta, datada en el Cuartel General de Cololó, el 3 de noviembre: «Todo individuo que quiera seguirme, hágalo, uniéndose a V., para pasar a Paysandú, luego que yo me aproxime a ese punto. No quiero que persona alguna venga forzada. Todos voluntariamente deben empeñarse en su libertad. Quien no lo quiera, deseará permanecer esclavo. »En cuanto a las familias, siento infinito no se hallen los medios de poderlas contener en sus casas; un mundo entero me sigue; retarda mis marchas. Yo me veré cada día más lleno de obstáculos para obrar. Ellas me han venido a encontrar; de otro modo, yo no las hubiera admitido. Por estos motivos, encargo a V, se empeñe en que no salga familia alguna; aconséjeles V. que les será imposible seguirnos; que llegarán casos en que nos veremos precisados a no poderlas escoltar, y será peor el verse desamparadas en unos parajes en que nadie podrá valerlas. Pero si no se convencen con estas razones, déjelas que obren como gusten.» Las familias no se convencieron; lo que las movía era más fuerte que la razón humana. Como lo veis, amigos, Artigas quería poner en salvo sólo un ejército voluntario, custodio de la libertad de su pueblo; éste le demostró que todo él era un ejército. Es este el momento, pues, amigos artistas, de verificar, en presencia de ese suceso juzgado por algunos inverosímil, la existencia, en esta región oriental, de un espíritu, que no sólo lo hace posible, sino que nos lo presenta como el cumplimiento de alguna de aquellas leyes sociológicas emanadas de la región de las causas o de las madres, de que hablamos alguna vez. El recuerdo de la aparición, en los tiempos antiguos, del admirable pequeño pueblo griego, que llena la misión de poner al mundo occidental la valla de libertad en que se detiene la barbarie asiática, se ofrece aquí, a muy poco que meditemos, como se ofrecía, hace ochenta años, al ilustre fraile franciscano don José Monterroso, hombre de grande ilustración y fuerte entendimiento, que fue secretario de Artigas. Monterroso, expatriado en Marsella en 1835, se planteaba en la soledad aquel problema, como pudiera hacerlo un sociólogo moderno. Dando al clima, a la raza, a la posición geográfica, la influencia del caso, llegaba al reconocimiento de un Genio de los Orientales, como la sola solución filosófica de tal problema. Y escribía al diputado Gadea: «Por más exageradas que parezcan estas líneas, ellas envuelven una verdad más digna de admiración que de explicarse. Aun antes de la revolución, se notaron esos síntomas en la Banda Oriental: la reconquista de Buenos Aires fue obra de sus manos; la Junta representativa de Montevideo, en 1808, indica sus ideas; en la revolución, ¿qué podrá decirse? ¿que la Banda Oriental no siguió el rol común? Su causa está justificada por los mismos que la combatieron... »¿Podrá negarse el Genio de los Orientales? ¡Personificarlo!... La oposición, en 1811, al tratado de paz entre Buenos Aires y Elío, reconociendo a éste como capitán general hasta el Paraná, no fue el voto de un hombre, sino el de un pueblo; la. oposición a la entrada del general Soma inviste el mismo carácter... Si se miden las proporciones, no fueron los griegos más gloriosos en Maratón, ni los españoles resistiendo a los franceses. La historia desarrollará estas ideas, y dará al tiempo lo que es del tiempo.» Estamos, pues, en el previsto por Monterroso, amigos artistas; tenemos la obligación de pensar tan seriamente como él, cuando menos, en la presencia del genio de un pueblo inspirado, al mirar el cuadro que nos ofrece Artigas en marcha por el desierto. Miremos, ante todo, el aspecto de nuestra tierra, mientras todo lo que en ella siente y piensa se acoge al caudillo, quiere caminar a su lado y seguirlo, vaya donde vaya: a la vida o a la muerte. En las lomas, o allá en los bajos, humeaban de trecho en trecho, a largas distancias, las viviendas abandonadas, el rancho de barro y paja incendiado por sus dueños, o las sementeras, que nadie recogerá; el sol alumbraba la soledad; las noches parecían dobles, al envolver el suelo del Uruguay; el ombú, árbol guardián, solitario de las taperas, de las pobres ruinas criollas, quedaba al lado de éstas pensativo; los ganados innumerables, yeguadas, millares de vacas multicolores, ovejas blancas, manchaban los declives de las colinas, las orillas de los arroyos; el terutero gritaba en los aires, y el hornero, que fabrica de barro su redonda casa, la conservaba y defendía, de pie sobre ella, con el pico abierto y las alas amenazantes, y lanzando chillidos a las golondrinas usurpadoras; el avestruz y el venado dominaban la tierra; la cigüeña se alzaba del juncal, y era señora del cielo azul... Sólo faltaba el hombre; sólo el hombre abandonaba el nido y la tierra en que nació. Mirad un cuadro auténtico entre mil: el general portugués invasor comunica su impresión al ministro en Río Janeiro. «Llegué a la villa de Paysandú, dice; sólo encontré allí dos indios viejos. Todo este pueblo es de Artigas.» Imaginaos, amigos artistas, esos dos indios viejos sentados en la soledad; no han podido caminar. El cuadro es sencillo, pero intenso: hace inclinar la cabeza. No sé si tiene cierta paradójica analogia con el de aquellos augures de barba blanca que estaban sentados, inmóviles, en los pórticos de Roma abandonada; los bárbaros invasores los creyeron estatuas, símbolos; ss apearon de sus potros, se acercaron; tocaron las barbas de los viejos. Los augures, irritados por aquella profanación, golpearon a los bárbaros con los báculos. Los invasores no se atrevieron a matarlos. ¡Esos dos indios viejos de Paysandú! ¿No les halláis algo de pájaros augurales, lechuzas, o ratones, o lagartos de sepulcro? El cuerpo de la Patria Oriental ha quedado inmóvil, como el de una muerta desnuda; sus ojos no brillan, su pulso no late. No está muerta, sin embargo; hagamos silencio, y, si ponemos el oído sobre su corazón, lo sentiremos latir con fuerza extraordinaria. Es una interesante historia la que os prometo contaros en la de esa vida, amigos míos; una interesantísima historia, os lo aseguro. ****************************************************************** El gobierno de Buenos Aires, al suscribir el tratado de Octubre, se dio cuenta de la responsabilidad en que incurría al abandonar a aquel pueblo, después de haberlo incitado al levantamiento heroico; pero nunca se imaginó lo que iba a suceder; estaba asombrado de verlo. Nombró a Artigas, como si ya no lo fuera, jefe principal del ejército en armas, y de las familias que abandonaban el país; dejó a sus órdenes el cuerpo veterano de blandengues, y ocho piezas de artillería; lo designó gobernador del territorio de Misiones, con residencia en Yapeyú; en todas sus comunicaciones, lo mismo que en la Gaceta, comenzó a llamarle espontáneamente, y sin decreto alguno ni resolución concreta, General Artigas; lanzó, por fin, un manifiesto de admiración hacia el pueblo que lo seguía, «cuya heroica resolución y sacrificios, escribe en nota dirigida a Artigas, es digna de consideración, y cuya memoria será tierna a los ojos de la posteridad». «Pueblo y conciudadanos de la Banda Oriental, decía la Junta al publicar el tratado con Elío, la Patria os es deudora de los días de gloria que más la honran. Sacrificios de toda especie, y una constancia a toda prueba, liarán vuestro elogio eterno. La patria exige, en estos momentos, el sacrificio de vuestros deseos...» -VII- ¡El pueblo y los ciudadanos de la Banda Oriental! Ningún momento más oportuno que el actual, mis amigos artistas, para que conozcáis y veáis lo que es eso, el pueblo de la Banda Oriental, de quien tan deudora se reconoce, y no sin causa, por cierto, la patria toda argentina, patria común entonces a las dos bandas del Plata. Nada más propicio, para formar su esquema demográfico, que sorprender y fijar con energía la mancha de color que nos ofrece la multitud que camina en pos de Artigas. Ahí va todo: tipos, indumentaria, enseres, razas, caracteres, costumbres, estado social; familias, soldados, próceres, muchedumbres anónimas, animales; líneas, colores, expresión, movimiento, vida colectiva; toda la gama, toda la lira. Con verlo, sabréis más que estudiando muchos libros de estadística. Distinguid las tres razas que formaban nuestra escasa población; ahí van. La blanca o europea, la superior, destinada a prevalecer, tiene su exponente en Artigas mismo, en sus padres y hermanos, en sus acompañantes inmediatos, Suárez, Barreiro, Lamas, Monterroso, Anaya, Rivera, Lavalleja, Otorgues, Bauzá; en las familias salidas de Montevideo; en los campesinos altivos, de barbas y cabellos negros o rubios, de ojos horizontales, de tez curtida por el sol, pero irrigada por limpia sangre caucásica, que se ven en la multitud, mezclados a otros tipos lampiños, color de cobre, de pómulos salientes y frentes estrechas, de ojos pequeños y casi oblicuos, de cabellos rígidos y negros, de mirar hosco, huraño... Aquéllos son los hijos de los hidalgos conquistadores, los criollos, los españoles nacidos en América. Los otros denuncian la segunda raza; son los indios aborígenes conquistados, la desgraciada estirpe extinguida, que fue dueña de esta tierra. Esas dos razas no se odiaron aquí a muerte, como en la América inglesa; muchos indios permanecieron salvajes, y fueron devorados por el desierto; pero no pocos se redujeron a la civilización, Y la mujer indígena fue la compañera del hombre blanco; encendió el fuego del hogar campesino. Y ahí van los mestizos, que nacieron al calor de ese fogón. En unos predominan los rasgos antropológicos europeos; en la mayor parte, los americanos: la materna sangre indígena enciende miradas negras en el fondo de ojos azules; el medio es el aliado de la raza que él mismo forma, y conforma, y defiende por regresión atávica. Observad, por fin, mis amigos, los tipos de la tercera estirpe, de la etiópica; ved esos pobres negros que pasan, mezclados a los demás jinetes, o como servidores de las familias; son ochocientos, que han huido de sus amos, y que, a pesar de las reclamaciones de Vigodet, hallan amparo en Artigas; el blanco de los ojos y el marfil de los dientes brillan en la piel negra, y en las bocas pulposas; el apretado y crespo vellón de los cabellos redondea las cabezas de hierro forjado; en la masa obscura de la carne clarean las palmas, casi blancas, de las manos. Ésos no son hombres de esta tierra; fueron arrancados a su sol africano, e importados como esclavos. Se les pudo robar la libertad; pero no el privilegio de ser hombres, y también héroes, seres de nuestra especie, hermanos de los ladrones que los trajeron. Y padres o madres de los hijos de éstos; también padres y madres. La sangre africana se fundió con la europea y con la americana. Todos los matices del hibridismo antropológico van, pues, en esa masa que, con el nombre de Pueblo Oriental, camina en torno de Artigas. Y todos ellos reclaman su puesto en la apoteosis del ciclo heroico. Bien es verdad que ese cuadro se ha borrado en el tiempo; la gota aquella de sangre indígena o africana, mucho más escasa en el Uruguay que en los otros pueblos de América, se ha diluido ya, y casi perdido, en el aluvión de sangre caucásica que ha inundado nuestra tierra; pero el pasado no obra menos que el porvenir sobre el presente; lo que fue, es; como es lo que será. ¡El pasado! ¿Acaso es otra cosa que un presente que está en segundo término? El pasado no está detrás de nosotros, como suele creerse, sino delante; lo que ha muerto nos precede, no nos sigue. La gloria, de quien sois sacerdotes, amigos artistas, es la dominadora del tiempo, el eterno presente. Mirad, pues, con intensidad, ese pueblo que va pasando al través de los caminos, cruzando ríos, atravesando bosques. Lo veréis envuelto en una nube enorme de polvo, llena de ruidos, que flota al ras del suelo, siguiendo lentamente las ondulaciones de las colinas. La punta o la cabeza penetra en el monte que franjea el río; reaparece del otro lado, sobre la loma opuesta, mientras la multitud se arremolina en el vado, y la larga cola va descendiendo a él, desde el lejano horizonte en que se pierde. Y tramonta nuevas colinas, y atraviesa nuevas selvas, y vadea nuevos ríos. La marcha es penosa y lenta, por lo complejo de los órganos locomotivos; unos van a caballo, otros a pie, los otros en vehículos más o menos groseros: carros destechados o cubiertos de cuero, rastras tiradas por caballos, acémilas cargadas. Una estridente sinfonía de voces y ruidos sale de aquello: la carreta primitiva se mueve oscilante, dando tumbos y crujiendo; parece que, con sus ejes de madera y sus ruedas macizas, se lamenta dolorida, largamente, de la dura tracción de los bueyes. En sus convulsiones, sacude todo cuanto lleva dentro, hombres y cosas; en ellas van los mejor parados: las familias expulsadas de Montevideo, los viejos y los niños, los rendidos por el cansancio, los enfermos. Los conductores a caballo clavan sus largas picanas en los lomos de las bestias, cuatro, seis, ocho bueyes, y las azuzan con gritos que parecen quejidos o risas. Los pelotones de ganado salvaje, novillos, vacas, caballos, carneros, que mugen, balan, entrechocan los cuernos con ruido de granizo, o hacen retemblar el suelo bajo el martilleo de los cascos innumerables, pasan aireados por jinetes que galopan, que cierran la huida a los que amagan dispersión, reincorporan a los dispersos, empujan hacia un paso difícil a los que se resisten y arremolinan. Los perros acosan al ganado, ladrando. Los muchachos, negros, blancos, cobrizos, alternan con los hombres y con los perros en la faena; se ven jinetes de diez años, y aun de menos, casi tan desnudos como el potro que montan y rigen con destreza; cachorros de centauro alado. Van también mujeres a caballo, con sus hijos en brazos; y mujeres armadas de lanza, con sombrero en la cabeza, y cubiertas con el poncho o capa americana: una tela con un agujero en el centro por el que se pasa la cabeza, y que cae en largos y graciosos pliegues, desde los hombros hasta el anca del caballo. Los hombres visten como pueden; se cubren a medias: una vincha o lienzo blanco, atado a la frente, les retiene los cabellos como un vendaje, que les da un aspecto de fieros convalecientes; una camisa de lienzo les cubre el cuerpo; un pedazo de jerga o de bayeta de color, ceñido a la cintura, el chiripá, les envuelve los muslos, dejando libres las piernas, desnudas, o defendidas por una especie de guante de piel de caballo sobada, la bota de potro, que no envuelve los dedos, agarrados al estribo; en la cintura llevan ceñidas las boleadoras, y atravesado a la espalda el cuchillo. Un viejo con un niño en brazos y una mujer a la grupa; jinetes con un caballo de tiro o de repuesto; cargueros o animales en cuyos lomos se amontonan los utensilios que se han podido salvar: ropas, monturas, trebejos; destacamentos de gente armada de lanzas, de sables o trabucos, o fusiles de formas varias; los escuadrones de blandengues, uniformados; las ocho piezas de artillería; nuevas carretas, tambaleantes y quejumbrosas... todo camina lentamente, camina hacia el Norte. Los días caniculares, con su viento soplado por el trópico, tostaron los átomos de aquella sofocante polvareda; las noches tempestuosas, llenas de pánicos flotantes, se aparecieron en el camino; las lluvias torrenciales de noviembre y diciembre inundaron la caravana sin amparo, empaparon las ropas, los enseres, desbordaron los ríos, que se presentaban invadeables, campo afuera. Se esperaba entonces a que las aguas bajaran lo suficiente para dar paso. Y caía la multitud al vado: un declive cenagoso entre los árboles, una corriente profunda, una barranca salvaje del otro lado. Descendían las carretas por la pendiente resbaladiza y áspera, sostenidas por largos maneadores o cuerdas de cuero trenzado, para evitar el derrumbe, y tiradas, desde la orilla opuesta, por otros jinetes, en previsión de un estancamiento de los bueyes en medio de la corriente. Y la carreta descendía, se hundía en el fango, en el agua, se tumbaba o no, trepaba, por fin, tambaleante, la barranca, entre los gritos de los arrieros y los clamores de las mujeres. Las penurias de aquellas jornadas fueron muy grandes. Muchos murieron por el camino; las cruces que quedaban solitarias, detrás de la caravana, marcaban la sepultura de los rezagados para siempre; también nacieron niños en las carretas ambulantes, o debajo de ellas, y comenzaron a mamar a caballo. Pero la muerte y el dolor no engendraban desaliento; la tradición nos ha transmitido fielmente el espíritu que, como el dios propicio en los poemas primitivos, descendía sobre aquella multitud: la fe en Artigas, que era en ella entusiasmo y fortaleza. ¡Oh, la buena primera patria peregrinante! Se la ve hacer alto, tras los días de fatiga y sufrimiento, en la margen montuosa de algún arroyo, y se piensa en los cantos de Ossián, en los sacrificios de Ulises o Eneas a los dioses inmortales, o a las divinidades tutelares de la raza. El cuadro es homérico. Se han desuncido los bueyes, desensillado los caballos, que pastan atados en estacas, o en las matas de flechilla bien arraigadas; se han enlazado y abatido los novillos que han de comerse, encendido los fogones. Éstos llamean entre el humo, bajo los árboles, junto a las carretas, en la orilla del arroyo, en una extensión de dos leguas: los costillares de la res salvaje, o los trozos de carne extraídos con el cuero, se asan a fuego lento, ensartados en los asadores de hierro, o en ramas aguzadas, y clavados en el suelo; en las calderas hierve el agua; las familias, servidas por negrillos o indiecitos o chinas, toman mate, la infusión de hierba que suministra todo el alimento vegetal; los hombres cortan con los cuchillos los trozos de carne que primero se asan; los bueyes rumian lentamente, echados en la loma; las caballadas pacen dispersas; los teruteros gritan en el aire; el olor del zorrino, mezclado al humo de los fogones, flota en el ambiente; del suelo sube el fresco olor de los pastos húmedos. La multitud siente el consuelo de la tarde declinante, y ve encenderse las estrellas, entre los copos de pequeñas nubes, o en las soledades celestes, de las que descienden, como lluvias, los silencios. Y en algunos fogones se oyen punteos de guitarra... y algún canto de voz humana, triste como un quejido. Y todo se duerme, por fin. Yo miro, mis artistas, a esa patria recién nacida, dormida a la luz de las constelaciones amigas. El espectáculo es sagrado; la Cruz del Sur resplandece amable en un extremo del cielo; el Alfa del Centauro, Sirius, y Canope, y Orión, con sus Tres Marías, en el cenit; Venus declina, como un cirio bendito, en el horizonte del Norte, sobre la última colina. Algunos hombres rondan el ganado, y custodian las caballadas, en previsión de alguno de esos pánicos nocturnos de las bestias, que las convierten en avalanchas espantosas; en el remanso del río, iluminado por la luna, dos jinetes que pasan detienen sus caballos para que beban; uno que otro pájaro nocturno grita, de vez en cuando, y se calla en el silencio del bosque, lleno de sombra; los centinelas velan, esperando la aurora, con el caballo de la rienda, o con los brazos sobre el recado y la cabeza entre los brazos... Pero el que vela día y noche, y está en todas partes, es Artigas. Todos lo ven, todos lo oyen. Artigas casi no duerme; es el espíritu de las horas. Aparece casi impensadamente en todas partes: en medio de las faenas, en el vivac de los soldados, en el rodeo, en el fogón de las familias; tiene para el campesino una fiera palabra criolla de aliento, una amable de consuelo para las señoras amedrentadas y para los enfermos; ofrece un pedazo del churrasco o carne asada que él come, a los que van a verlo a su tienda de ramas; acepta el mate que le ofrecen en los diferentes fogones a que llega. Todos le llaman mi General. Él está a caballo antes de brillar el lucero, antes de que suenen los clarines el toque de aurora; antes de que el crujir de las carretas, y las voces del rodeo, y el grito de los teruteros, y el canto de los venteveos y las calandrias, despierten la multitud para reemprender la jornada. El era el baqueano, el conocedor del terreno y del rumbo, al mismo tiempo que el pensador; sabía cómo debía uncirse una carreta, evitarse el peligro en un paso difícil, enfrenarse un potro, enlazarse o desjarretarse un novillo, repararse la cureña de un cañón. El era, por fin, quien primero trepaba alas colinas más lejanas, y, desde la altura, observaba los horizontes, como rastreando al enemigo con la mirada... Porque es preciso no olvidar que los portugueses, que habían invadido el territorio oriental, so pretexto de auxiliar a los españoles, lejos de acatar el armisticio de que hablamos, celebrado con Buenos Aires, continuaban en la posesión de la tierra, y salían al paso de aquel pueblo que, como una selva que arrastra sus raíces, se ponía en salvo con Artigas, llevando el Arca de la Alianza, la ley del Sinaf, el maná sagrado. El español, a su vez, ante la actitud manifiesta de Artigas y la sinuosa de Buenos Aires, lejos de intimar el desalojo al portugués, lo protegía y estimulaba, contaba con ese su natural aliado. El caudillo formaba el cuadro protector de la ambulante patria con sus soldados veteranos, con sus blandengues, su artillería. Y lanzaba contra el agresor injusto, por su frente, por sus flancos, por su retaguardia, sus pelotones de gauchos, que, luchando y muriendo, despejaban el camino, arrojando al portugués. Lo desalojaron de Mercedes, Concepción, Salto, Belén, Curuzú-Cuatiá, Mandisoví... ¡Los gauchos! He aquí, mis amigos artistas, que se nos presenta el hombre representativo: el gaucho Os debo hacer sentir con grande intensidad esa figura, porque es nuestro tipo homérico; es el mismo que vemos en la Ilíada, junto a las huecas naves de los aqueos, o al pie de las murallas de la sagrada Ilión, conducido por Aquiles, el de los ligeros pies, o por Héctor, el domador de caballos. El gaucho fue, con los potros, y los toros, y los avestruces, el habitador de nuestros campos ilimitados, sin más fruto que el espontáneo de esos ganados innumerables, ni más vivienda humana que el rancho aislado en el desierto. No es la raza lo que lo distingue: lo mismo es el hombre caucásico de barba negra, que el hijo engendrado por él en la mujer india, que comparte la soledad de su choza de tierra y paja. Tampoco es la posición social; si bien es pobre, se le concibe propietario de campos y ganados, sin perder por eso su carácter. Lo que imprime al gaucho su sello es el medio, la naturaleza, amiga o enemiga, que lo envuelve; el momento histórico; el método de vida. Es el hombre andante, el que, como personero nuestro, tomó posesión real de nuestra tierra; es el cazador de ganados en los campos abiertos, sin más arma que las boleadoras, serpiente alada de túrdigas de cuero trenzado, y de tres cabezas de piedra, que se agarra, como un grillo, a las patas del animal. Caza caballos salvajes, que monta a medio domar; sobre el lomo de éste, caza el toro montaraz, la vaca y el novillo, a los que detiene de los cuernos con el lazo, y abate y desuella y despedaza con el cuchillo. El acto de apropiación del ganado por el hombre se reduce a traerlo a rodeo, es decir, a rodear al galope trozos de millares de reses, a fin de separarlas de la gran masa sin dueño, e impedir su dispersión en la extensión ilimitada, o su refugio en el bosque. El gaucho pertenece a la tierra por intermedio de su caballo, que modifica hasta la estructura de sus órganos: le levanta los hombros, le encorva las espaldas, le arquea las piernas, le regula los movimientos. Como se ven las alas en el pájaro que camina, se percibe el caballo en el gaucho que anda a píe. La nómada faena determina, por otra parte, la índole de sus ideas, las imágenes de su fantasía, su vocabulario, los giros de su lengua, los temas únicos de su conversación; le imprime el instinto de libertad, le limita las necesidades, le determina la industria. Ésta se reduce a levantar y quinchar o techar con paja el rancho de tierra cruda; a fabricar los aperos o arneses rústicos del caballo; a estaquear o estirar las pieles secadas al sol; a trenzar las largas túrdigas de cuero del lazo, o las cuerdas de las boleadoras; a coser con tientos la vaina del cuchillo; a cortar las caronas de suela, o sobar las pieles de carnero o cojinillos que cubrirán la montura de los jinetes, o las de yegua que les envolverán las piernas. Cuando el gaucho no está a caballo, no hace nada, generalmente. ¿Y qué ha de hacer? Toma mate junto al fogón; hace sonar en la guitarra algunos punteos melancólicos con qtie acompaña sus tristes, o relaciones; juega a la taba, el dado primitivo, formado por una choquezuela de vaca, que da o quita la suerte según caiga en un sentido o en otro. Su fe en lo sobrenatural se transforma fácilmente en superstición: cree en ánimas en pena, en duendes y aparecidos, en, luces malas, en el destino fatal; las supersticiones españolas, mezcladas a las indígenas, forman su símbolo de fe mitológico; la lechuza que canta a deshora, es claro que anuncia muerte; el séptimo hijo, en una serie de varones, es el lobisón; si la serie es de mujeres, nace la bruja. Ese lobisón se transforma en chancho, en perro, en caballo, en carnero; pero sólo en ciertos días, los viernes generalmente, y al caer de la tarde; la bruja es la misma de las consejas españolas: desdentada, con la nariz que todos le conocemos, con los ojillos penetrantes. Con esos elementos, fácil es determinar la pasión dominante o el motor de esa ambulante vida. El hombre se une a la mujer por amor, sólo por amor; conquista su corazón con la ostentación de su destreza, de su valor, de su capacidad para grandes hazañas, en la guerra o en las carreras de caballos, en las domas, en los rodeos. Os imaginaréis los trágicos idilios de esos amores nómadas. Se oyen punteos de guitarra y choques de puñal. El hogar así formado no retenía al hombre; éste lo arrastraba, más bien, consigo, como lo vemos en el éxodo. La mujer sigue al soldado cuando es posible; es la cantinera gaucha, y llega también a ser combatiente: ya la hemos visto armada entre la muchedumbre. Cuando no puede seguir se queda con sus hijos, en el rancho abandonado, a la luz de las estrellas; muere con ellos de miseria, mientras el padre muere voluntario por la patria. ¡El pobre gaucho! En el cuadro heroico que estamos trazando, en el Éxodo del Pueblo Oriental, ese hombre es todo: él es el que arrea y carnea los ganados, y asa la carne, y la distribuye a la muchedumbre hambrienta; es el que conduce las caballadas, y se arroja a nado en los pasos profundos, y construye las chozas o enramadas con las horquetas del monte, para que en ellas se asile el grupo de las familias patricias, nuestras abuelas, que vieron en ese hombre, en el buen gaucho, en el buen paisano, al amigo, al poderoso amigo; es el que queda aplastado bajo el potro que rueda; el que cae atravesado por la lanza enemiga, y degollado al caer; el que muere, luchando con el cuchillo, dentro del cuadro enemigo en que cayó desmontado en la carga homérica, como un pájaro herido en las alas... Todos esos que veis en el éxodo, mis amigos, todos esos van a morir así; morirán por la patria que no verán, y a la que nada pedirán por su sangre... «Si Esparta hubiera combatido en Maratón, dice Paul de Saint-Víctor, hubiera entregado a los buitres los cuerpos de los ilotas muertos en sus filas. La noble Atenas concedió una tumba de honor a los esclavos que perecieron por su libertad.» El gaucho americano, amigos míos, no fue un esclavo; no será alimento de las aves de rapiña. Tendrá su tumba, más grande que la de Atenas, o no merecemos tenerla nosotros. Él no fue la civilización, es cierto; pero jamás reconoceré como hombre de juicio a quien no vea en él otra cosa que la barbarie. ¡Oh, no! nuestro gaucho no es el bárbaro, el destructor exótico; mucho menos el ilota, la carne para buitres. Él es nuestro hombre, el hombre nuevo, el germen de la nueva patria hispanoamericana, que, si tiene un rasgo diferencial entre todas, es ése precisamente: el no haber tenido, por fundamento sociológico, ni el bárbaro, ni el siervo, sino el gaucho libre, la célula autóctona de su democracia ingénita. Ese hijo de la naturaleza, con ser un primitivo, un inconsciente, no fue la plebe antigua, el siervo de la gleba poseído por la tierra; no fue el vasallo que debía tributo a su señor; por eso la esclavitud, en la América española, desapareció con la dominación colonial. Sus defectos, porque no pudo menos de tenerlos, fueron los inherentes a su excelsa cualidad. Seguirá al caudillo; pero no como la mesnada a los ricos hombres o señores feudales; no porque le da pan, o librea con escudo señorial, sino como soldado voluntario, porque ofrece un empleo a su prurito de libertad, y hasta le hace sentir la dignidad de una vaga misión, surgente en su nebulosa subconciencia. Y es en esa subconciencia de los pueblos donde, como las semillas en el misterio de la tierra, germinan las apariciones de la historia. El gaucho vio en Artigas un ser superior, pero de su especie, carne de su carne. Bien se dio cuenta de que Artigas lo amaba sinceramente; sintió la diferencia entre ese hombre y los que, no teniendo con el campesino americano otro vínculo que el del menosprecio, lo reniegan, para no contaminarse, después de utilizarlo. Ese, y no otro, es el secreto del culto profesado a Artigas por el gaucho de todo el mundo argentino: el vínculo de amor, alma de todo lo que se engendra, espíritu del universo.,. En los tiempos primitivos lo hubieran adorado como a un dios. Los Prometeos, los Odinos, los semidioses del Norte no fueron otra cosa: benefactores del hombre; raptores del fuego de Zeus para los mortales; genios o divinidades protectoras de la estirpe desamparada. Os lo repito, amigos: todos esos que veis, todos esos esforzados gauchos, van a quedar muertos en el campo. Pero sus cuerpos no serán alimento de los cuervos; tendrán tumba en esta tierra, y no de esclavos, porque no lo fueron. No otra cosa es el monumento de Artigas, que os manda alzar la patria de aquellos gauchos. Ser un homérida, aunque sea el último, es bella cosa, dice Goethe en un verso célebre. Nosotros lo seremos de esa legión de combatientes que caminan con el profeta; ella fue la primera guardia noble de la patria recién nacida; ella acompañó sus primeros desamparos; le dio a mamar su sangre, como la hembra del tigre da su leche; ella, la pobre turba campesina, ha continuado esa lactancia de fiera hasta agotarse; se va hundiendo en la nada, substituida por otros hombres, mientras la patria crece nutrida de anónimos heroísmos, de heroísmos gauchos. Hoy, al ascender Artigas en la historia heroica, sale con él, por la puerta de las visiones estéticas, esa su primitiva guardia de caballeros, vestida de sus harapos. Glorificado y transfigurado por la muerte, aparece aquel hijo ambulante y sin codicias de la soledad y del desierto, pan ácimo de sangre que comió nuestra victoria, y vino nuevo que bebió para ser diosa; soldado, holocausto, desnudo y altivo cortesano del rey futuro. Yo quiero que sintáis, y que améis, y que saludéis conmigo, mis bravos artistas, a ese pobre gaucho de mi tierra. Si es cierto que se va; si ya se ha ido para siempre, que los últimos que queden contemplen la resurrección en bronce de su raza. Que escuchen mi despedida; que me oigan a mí, el rapsoda, el homérida, que quiero inocularos, amigos míos, todo mi amor a esa figura de otros tiempos; a mí, pobre soldado de la aurora, que rinde el tributo de la patria a aquel héroe misterioso de la sombra: Moi, soldat de l´aurore, A tai, héros de l´ombre, -VIII- El tratado de Octubre había sido celebrado de mala fe por todos: españoles, portugueses, bonaerenses; por todos. Ni los españoles de Montevideo, realistas empecinados, estaban dispuestos a dejar de considerar como reos de lesa majestad a los americanos, ni doña Carlota, que protestaba contra el armisticio, abandonaba su ilusión de ser reina del Plata, ni Portugal renunciaba a su ensueño secular, ni Buenos Aires decía verdad ni mentira al proclamar a Fernando VII, o a Carlos IV, si era Carlos IV, como decía Rivadavia, y no Fernando VII, como decían los otros, el rey legítimo proclamado. Lo único que allí había de sinceridad plena era aquel hombre que, buscando libertad, cruzaba con su indigente pueblo las colinas de su tierra. Él y su caravana, eran la sola intrínseca realidad, la sola simiente viva. Seguir su historia es conocer la del Río de la Plata; sin él queda descentrada: es como un cuento. La multitud llegó, por fin, al sitio en que debía cruzarse la anchura del Uruguay, para dejar la patria. Y allí lo cruzaron lentamente; los hombres a nado, o agarrados a la crin o a la cola de los caballos; las familias en hombros, o en balsas, o en pelotas de cuero. Se echaron al agua las caballadas, los ganados; se pasó todo cuanto se pudo; el resto quedó amontonado de este lado del río. Cruzaron el cauce las familias primeramente; las tropas después; Artigas por fin, con su Estado Mayor. Allí, antes del pasaje, nos dejó Artigas la primera revelación escrita, perfectamente definida, de la visión que lo inspira y lo conduce de la mano. En una nota memorable, se dirigió entonces al gobierno del Paraguay, con el que cultiva correspondencia asidua, directa, de estado a estado, y que estudiaremos más adelante; le narró todo lo acaecido; el nacer de la Patria Oriental, el levantamiento en masa de su pueblo, sus abnegaciones y heroísmo, su abandono; le mostró al enemigo portugués, como el peligro común a orientales y paraguayos; le propuso la natural alianza de ambos pueblos, la alianza directa, como paso previo a la federación de los estados platenses; le reveló, también a él, su mensaje. El pueblo aquel oyó, en la voz de Artigas, su propio verbo, la forma entrevista de su supremo anhelo, por el que ya había luchado contra Belgrano. La comunicación del Jefe de los Orientales fue leída públicamente en la Asunción, entre aclamaciones; el Cabildo, en sesión especial, acordó los términos de la respuesta. Esa nota, del 7 de diciembre de 1811, mis amigos, es nuestro primer rescripto de emancipación; todo el profético pensamiento de Artigas está consignado allí. En ella habla él; no el agente de Buenos Aires, sino el Jefe de los Orientales. Y allí está trazado todo su programa: caducidad de toda dinastía, de toda corona; independencia democrática, con forma republicana, de todo el virreinato; y, dentro de ella, independencia de la Provincia Oriental, aliada o confederada con las repúblicas hermanas; expulsión de todo poder extranjero. Hay allí toda una doctrina, todo un plan político; muy pronto veremos a su autor trazar su plan militar en consonancia. «Cuando las revoluciones políticas, dice Artigas en ese memorable documento, han reanimado los espíritus abatidos por el poder arbitrario, temerosos los ciudadanos de caer de nuevo en la tiranía, aspiran a concentrar la fuerza y la razón en un gobierno inmediato, que pueda, con menos dificultades, conservar ilesos sus derechos. «La sabia naturaleza ha señalado los límites de los estados. La Banda Oriental tiene los suyos. Esta es la aliada, la hermana de Buenos Aires, Los orientales han jurado un odio irreconciliable a toda clase de tiranía; han jurado no dejar sus armas, mientras todo extranjero no evacué el país...» Pero ese documento no sólo consigna principios; da también a su autor la ocasión de ponerlos por obra, y, sobre todo, la de manifestar la sinceridad con que ha abrazado, y cree abrazada por sus hermanos, la fe democrática. El Jefe de los Orientales envía al Paraguay con aquél su mensaje a don Juan Francisco Arias, «mi primer edecán, dice, capitán del ejército, a quien he comisionado cerca de V. S.» Ese edecán Arias va, pues, con el carácter de un agente confidencial; lleva sus credenciales, sus instrucciones subscritas por Artigas, el encargo de hacer conocer reservadamente el plan militar concertado con Buenos Aires, En ese concepto, Arias debe hacer saber al Paraguay las fuerzas con que cuenta el Jefe de los Orientales, así como los elementos de que carece, y que pueden ser suplidos por aquél en cambio de los que pueden serle suministrados por el Estado Oriental, ganados, caballos, etc. «Aunque nuestra fuerza, dicen las Instrucciones, no está bien examinada aún escrupulosamente, podemos contar con seis mil hombres útiles, y sobre tres mil fusiles. Esto se considera bastante para intentar una acción; pero puede no serlo para continuar las operaciones dejando guarnecidos los puntos de la frontera y costas...» Y agregan aquéllas; «La Junta de Buenos Aires se ha comprometido, por medio de su diputado don Julián Pérez, a damos toda clase de auxilios, incluso las tropas necesarias; pero los vecinos de esta Banda están resueltos a no admitir éstas, sino en caso de extrema necesidad». Es muy de advertir, por fundamental en nuestra historia, que nada hay clandestino en esta actitud de Artigas; él ha recibido del triunvirato bonaerense la instrucción expresa de entenderse y obrar de consuno con el gobierno paraguayo; le hace conocer, en consecuencia, la forma en que procede, enviándole copia de sus comunicaciones; le da cuenta detallada de la misión con que ha enviado a su edecán Arias. El Paraguay, que ha recibido, a su vez, de Buenos Aires, la orden de acordarse con Artigas y de prestarle su concurso, da noticia también al triunvirato (Chiclana, Sarratea y Paso, con Rivadavia de secretario), en 12 de enero de 1812, de sus relaciones con el Jefe de los Orientales. «Le hemos contestado, dice, que esta Provincia queda unida íntimamente a su ejército; desde el momento feliz de nuestra dichosa reunión con ese gran pueblo, dijimos con más sencillez que el orador americano: «Hemos plantado el árbol de la paz, y enterrado bajo sus raíces el hacha de la guerra; en adelante, descansaremos bajo su sombra y haremos que resplandezcan las cadenas que han de unir a todo el continente». Le hemos asegurado, agrega, que estamos prontos a la confederación y ataque, para cuya ratificación hemos enviado al capitán graduado don Francisco Laguardia.» Y, al dar cuenta de algunos recursos enviados a Artigas, llama a éstos «demostración sensible de la unión y firme alianza que hemos jurado con esa Excelentísima Junta, no menos que un pequeño índice de gratitud a las sinceras ofertas con que nos ha honrado el general Artigas, ese gran jefe...» El Paraguay, que en todo esto procede de acuerdo con los tratados que celebró con Belgrano, contesta, efectivamente, a Artigas su mensaje, por intermedio de Laguardia, «que va, dice en su nota, con las credenciales y misión de cumplimentar a V. S., dar razón de la actual situación ventajosa y oír de su boca el plan que haya de concertar y poner en ejecución contra los portugueses». Todo eso es una ilusión por parte del Paraguay; por parte de Artigas sobre todo. Éste presume ingenuamente que, si alguien debe compartir su idea fundamental, nadie con mayor energía que los hombres de Mayo, que la consagraron en sus tratados con el Paraguay; pero nada más distante de la realidad. Si bien el pueblo de la provincia de Buenos Aires, de la capital sobre todo, el anónimo del 25 de mayo de 1810, vive de ese espíritu, ese pueblo será absorbido por una entidad colectiva, la que ahora está procediendo con reservas mentales, y que es la negación de todo principio republicano. Y, en cuanto al Paraguay, será a su vez devorado por una entidad personal, equivalente a aquella colectiva, don Gaspar Rodríguez de Francia, que, también con reservas mentales, forma ahora parte de los triunviratos que fraternizan con Artigas. Artigas y su pueblo son, pues, una ilusión, a fuerza de ser la sola realidad. Cuando conozcáis, amigos artistas, los escepticismos, los desfallecimientos, las negaciones de los promotores de la revolución en Buenos Aires; cuando sepáis que, diez años después de este momento, todavía negarán al pueblo americano esa aptitud que le atribuye Artigas de ser el germen de una vida nueva, y trabajarán por traerle un monarca europeo que supla su ineptitud, entonces os daréis cuenta de lo que significa, en la historia americana, ese hombre todo verdad, colocado entre dos mentiras; todo libertad, acosado por dos despotismos. Su verdad hará la patria, sin embargo; todo lo que hagamos en adelante, hasta el triunfo de nuestra democracia americana, no será otra cosa que la solidificación en el caos, tras las convulsiones cósmicas, de ese pensamiento escrito por Artigas en su nota del 7 de diciembre de 1811. Y fue dicho al profeta bíblico por Jéhová: Tibí dabo frontem duriora frontibus ejus: Y te daré una frente más dura que sus frentes. -IX- Artigas, poseído por el espíritu, está, por fin, del otro lado del Uruguay, entre las palmeras, algarrobos y quebrachos de los bosques de Concordia: en el Campamento del Ayuí, frente al Salto Chico del Uruguay. El patriarca y su pueblo permanecerán allí catorce meses, después de los cuales regresarán a la patria, por el mismo camino que llevaron, y conducidos por la misma visión. El cuadro que ofrecía ese Campamento del Ayuí, especie de enjambre volador posado en un árbol del camino, no puede menos de llamar la atención. Pensad, primeramente, en que diez y seis mil personas era mucha gente en aquella época; mucha gente, os lo aseguro. Meditad especialmente en el carácter sociológico de esa muchedumbre. El agente confidencial que el gobierno del Paraguay envía entonces a Artigas describe aquello en cuatro palabras: «Toda la costa del Uruguay, dice, está poblada de familias que salieron de Montevideo, unas bajo las carretas, otras bajo los árboles, y todos a la inclemencia del tiempo; pero con tanta conformidad y gusto, que causa admiración y da ejemplo». Con los elementos que ya poseéis, podéis desarrollar ese cuadro. Allí se permaneció todo el verano de 1811, el crudo invierno de 1812 y el nuevo verano que precedió a 1813. Todo lo que hemos visto en el viaje se ofrece aquí en una nueva interesantísima actitud. Las familias ocupaban el primer plano; los soldados tenían sus cuarteles, y hacían ejercicios militares; como escaseaban las armas, los soldados de infantería que no las tenían se adiestraban con palos a guisa de fusiles; los de caballería fabricaban sus lanzas, enastaban en cañas puntas de cuchillos u hojas de tijera. Todos obedecían a sus jefes, Rivera, Lavalleja, Manuel Francisco Artigas, Otorgués, Blas Basualdo, Ojeda. Los indios acampaban a lo lejos en sus aduares. Aquel campamento, colonia, colmena, o como queráis llamarle, ocupaba una extensión de varias leguas; bajo los árboles, en las carretas, en chozas de paja y barro, vivía el pueblo oriental. Una choza, mayor que las demás, era el templo, en que los sacerdotes celebraban los divinos oficios ante la multitud, y enseñaban a los niños la doctrina cristiana; delante de ella se alzaba una horqueta de madera, de la que colgaba una campana, cuyas voces se unían a las lejanas de los clarines, en la aurora, a mediodía, al caer la tarde. El Angelus aquel tenía también su melodía, su original melodía. Yo, por mi parte, le encuentro insuperable belleza. ¡El Angelus del Ayuí! Era la primera oración de la patria bajo la bóveda estrellada. La vida fue de labor, de angustias, de miserias; faltaba abrigo en invierno; escaseaban los alimentos; hubo hambre, desnudez, desamparo. Pero un principio ordenador circulaba por aquel organismo de nueva especie, y le conservó, sin el más mínimo quebranto, su cohesión vital y el carácter de sociedad civilizada. Allí se protegía el derecho; se administraba justicia; se hacía caridad. Para daros una idea del orden que en todo aquello supo inocular Artigas, quiero que conozcáis el bando que pregonó, al aplicar, con un dolor que se revela en sus términos, la pena de muerte, a dos delincuentes debidamente juzgados, en el comienzo de aquella emigración. Dice así: «Si aún queda alguno mezclado entre vosotros que no abrigue sentimientos de honor, patriotismo y humanidad, que huya lejos del ejército que deshonra, y en el que será, de hoy más, escrupulosamente perseguido. Que tiemblen, pues, los malvados, y que estén todos persuadidos de que la inflexible vara de la justicia, puesta en mi mano, castigará los excesos en la persona en que se encuentren. Nadie será exceptuado, y en cualquiera, sin distinción alguna, se repetirá la triste escena que se va a presentar al pueblo, para temible escarmiento y vergüenza de los malhechores, satisfacción de la justicia y seguridad de los buenos militares y beneméritos ciudadanos». Los orientales dejaron una huella bien profunda de su paso en aquel pedazo de tierra argentina, en la que velan reproducida la propia. Una nota característica entre varias, y al parecer insignificante, les denunciaba, sin embargo, que no estaban en su tierra. Quiero detenerme a haceros notar, especialmente, esta nota pintoresca que se presenta a mi imaginación, y que parece cosa de risa. No lo es del todo; ella os recordará cosas serias, de que hablamos al principio. Los orientales expatría dos, los niños sobre todo, miraban con curiosidad, en aquella tierra, un habitante que les era desconocido: la vizcacha. Es éste un animal, un extraño roedor, algo mayor que un conejo, que vive en la banda occidental del Uruguay. Y aquí está lo interesante del caso: ni uno solo cruza el río del Uruguay. En la tierra occidental, en la andina, esa vizcacha es una plaga; sus excavaciones invaden el suelo por todas partes, y todo lo destruyen; en la oriental es extranjera; no se ha conocido una sola que haya sentido el instinto de ir a taladrar con sus diabólicos dientes la tierra que se extiende del Uruguay al Atlántico; también hay árboles y plantas que viven en una tierra y no arraigan en la otra. Salen las vizcachas de su cueva al caer la tarde; se posan en los bordes de su excavación, esperando la luna; se ríen con ésta, cuando aparece, mostrándole sus incisivos blancos; caminan lentamente, silenciosas, a pequeños saltos; parecen visiones grises y negras, brujas sardónicas. La lechuza llamada vizcachera las suele acompañar, y grazna o chilla, como un demonio de ojos amarillos, en la puerta de las cuevas, posada en el montón de tierra de la excavación; salta de vez en cuando en línea recta, y, clavada en el aire, vuelve a chillar, agitando las alas. Y cae de nuevo, como una saeta que rebota en el suelo como si fuera elástica. Esa figura de animal extranjero, la vizcacha, parecía estar allí para recordar a los orientales, a los niños especialmente, que aquella tierra, si bien amiga hospitalaria, no era su tierra; que eran allí viajeros, pasajeros, desterrados; les hacía advertir que el olor de los pastos no era allí exactamente el mismo que el del otro lado, ni la lengua en que se hablaban los árboles, uno con otro, ni las canciones que cantaban los pájaros al sol. Y los punteos de las guitarras pensaban en la otra patria que quedó abandonada, y sonaban, entre las notas de la gran naturaleza, fieramente nostálgicos, y anunciando el regreso libertador. Yo siento en eso un gran motivo sinfónico, un original Nocturno del Ayuí, que el arte recogerá. Me guardaría bien de decir estas cosas nimias, si no hablara confidencialmente, y con artistas; pero vosotros sois bien capaces de comprender que ese motivo sinfónico no es menos interesante, ni menos serio, que el sociológico que voy a exponeros. Dejemos, pues, las niñerías, y hablemos de lo que todo el mundo entiende, porque es más grosero. -X- También el gobierno de Buenos Aires envió su comisionado, como el del Paraguay, a ver el campamento de su General del Norte; lo envió cuando, como veremos más adelante, comenzó a entrever que aquel hombre, en quien entonces cifraba sus esperanzas, podía llegar a ser demasiado. El agente, que lo fue don Nicolás de Vedia, cuenta, lleno de asombro, lo que allí vio, y describe el mismo cuadro que el enviado paraguayo. «Allí está toda la Banda Oriental», dice en su informe. Y, notando los efectos de éste, nos dice: «La viveza con que pinté al gobierno las buenas disposiciones que yo había notado en Artigas, y en la multitud que lo circundaba, fue oída con sombría atención. Después supe que el gobierno no gustaba que se hablara en favor del caudillo oriental» Con no menor atención debemos nosotros, amigos artistas, analizar desde ahora el origen de esa actitud sombría que advierte Vedia en el gobierno, no en el pueblo, por cierto, de Buenos Aires con relación a Artigas. Ese hombre se aparecía allí como un fantasma; era un sincero, y en Buenos Aires las ambiciones y las rivalidades de los políticos, con las dobleces consiguientes, prevalecían. Este año 1812, pasado por Artigas con su indigente pueblo en el Ayui, es en la capital una tempestad; arrecia la que nos describía Mitre; la Junta de Mayo de 1810 había invitado a los pueblos a enviar sus representantes; éstos llegaron y se incorporaron a la Junta, formando con ella un solo cuerpo: un Ejecutivo plural deforme, imposible. Surge de allí un primer triunvirato... y un segundo... y un tercero... Y nada es permanente, no hay allí prestigios ni autoridades; existen, al parecer, dos partidos, pero sin nombre ni programa, personales, fluctuantes; las cabezas, como las casas desalquiladas, están dispuestas a recibir malos inquilinos. El primer triunvirato, Sarratea, Chiclana y Paso, con Rivadavia, Pérez y López de secretarios, es modificado, a los tres meses, con la entrada de Pueyrredón en substitución de Paso. El predominio de Rivadavia, el personaje más importante, con don Nicolás Herrera, de aquel bloque político, es calificado de despotismo; Pueyrredón lo combate; lo fustiga, como un energúmeno, el fiero Monteagudo; lo atacan sin cuartel los diputados de las provincias, y esto provoca la expulsión de todos ellos a sus regiones respectivas, en el término de veinticuatro horas, y la difusión, por consiguiente, del odio contra la capital, en todas y cada una de esas regiones o provincias interiores. Y la instintiva mirada de todos hacia Artigas, que es un hombre, una realidad. San Martín y Alvear, que llegan a la sazón de Europa, se enrolan en la lucha política; preparan el motín; lo llevan a ejecución en octubre; echan abajo el segundo triunvirato, y hacen surgir el tercero: Paso, Rodríguez Peña, Álvarez Jonte... Y todo eso nada representaba, nada que no fuese las ambiciones de los que se creían los primeros. Y todos se creían tales; todos, como es natural, querían, en los ejércitos, generales sumisos y adictos a sus personas. Y he aquí que ninguno de ellos podía ver en Artigas semejante cosa; todos miran de reojo, por consiguiente, aquella extraña figura que se impone como hombre de guerra necesario; pero que no puede aceptarse si pretende tener un pensamiento. ¡Las buenas disposiciones de Artigas! Vedia las expuso bien, probablemente: Artigas quería la unión; estaba dispuesto a respetar toda jerarquía que a tal unión propendiera; pero no se resignaba a no ver en el pueblo que lo seguía un mero instrumento de quien venciera entre los hombres de Buenos Aires. Éstos, por su parte, no podían creer en Artigas ni en su pueblo; aquella muchedumbre congregada en el Ayuí no era nada; no debía serlo, cuando menos, pese a las impresiones de Vedia. El caudillo oriental quiere hacerse perdonar el delito de tener un pensamiento; desea ser persona grata en la capital, no estorbar a nadie en ella. No interviene en sus pendencias; mira sus disensiones como el desarrollo de la política interna de un estado amigo y de primera importancia entre los platenses; acata sin observación los hechos consumados. Más aun: reconoce y obedece al que Buenos Aires le señala como general conveniente, pues nadie como él reconoció la necesidad de que Buenos Aires llenara su misión de ser cabeza viva, articulada, de aquel fuerte organismo vivo recién nacido; nadie como él pugnó por ese vital principio de orden y de verdad. Todo es inútil; precisamente por eso, el ceño sombrío que advirtió Vedia se arruga cada vez más ante el nombre de Artigas; por esa su serena impasibilidad, precisamente. Pero si los gobiernos de la capital miraban a Artigas de reojo y comenzaban a meditar su ruina, los pueblos argentinos, sin excluir el mismo de Buenos Aires, y agregado el paraguayo; los de las provincias de Entre Ríos y Corrientes; los de Santa Fe y Córdoba, del otro lado del Paraná, y los del centro de la gran, planicie, y los que vivían en la falda de los Andes, todos miraban aquello del Ayuí, y sentían como una misteriosa revelación; allí estaban formados dos núcleos cósmicos, indudablemente: el oriental y el occidental; Artigas y Buenos Aires; la vida inmanente y la extraña o refleja. Los pueblos argentinos creyeron en sí mismos, por obra de Artigas, Claro está que, entre todos esos pueblos, la adhesión a Artigas de los ribereños occidentales del Uruguay, los que vivían entre los ríos Uruguay y Paraná, tenía que ser la más estrecha; ellos, como los orientales, se habían levantado a la voz y bajo la protección del gran caudillo, y, también como los orientales, habían sido dejados a merced del español por los tratados de Octubre. («Los entrerrianos, dice José Ignacio Yani, hijo de aquella provincia, creyéronse traicionados, y adhirieron al caudillo fuerte que, del otro lado del Uruguay, se resistía a entregar su pueblo al enemigo, por más que a él se le diera uu importante destino...» «La actitud del caudillo oriental, agrega, solidarizado en absoluto con Zapata, Ramírez y López Jordán, explica sus vinculaciones posteriores con los entrerrianos... Para los pueblos que el armisticio entregaba maniatados en manos del odiadísimo virrey, Artigas representaba, en ese momento preciso de nuestra historia ribereña, la fidelidad a la causa americana.» Eso es mucha verdad; los ribereños, que veían y oían a Artigas, estaban más que nadie bajo su influjo; pero los qUe no lo veían de tan cerca, empezando por Córdoba y siguiendo basta las remotas fronteras del virreinato, se sentían arrastrados por la fuerza centrífuga de aquella mole en rotación, y, consciente o inconscientemente, se incorporaban al sistema de que era núcleo. Los que hoy proclaman las glorias privativas de tal o cual provincia argentina como centro de libertad democrática, pero prescindiendo de Artigas, no se dan cuenta de que una gloria inerme, sin casco de oro, o siquiera de hierro, que defienda el pensamiento, es una estéril diosa. El fenómeno sociológico del nacer de la autoridad por acto indeliberado, libre, pero necesario al mismo tiempo, del pueblo, se realizó allí. Artigas era la autoridad.,. porque era; le obedecerán, porque le obedecerán. Los pueblos occidentales, al ver de cerca a ese hombre inspirado, creyeron oír voces dentro de sí mismos. El légamo sagrado, que dice Esquilo, sintió el soplo de vida, y palpitó en la primitiva oscuridad, en que pasan los misterios de la generación. |
por Juan Zorrilla de San Martín
La Epopeya de Artigas T. 1
Historia de los tiempos heroicos de la República Oriental del Uruguay
Segunda edición corregida y ampliada por el autor
Gentileza de los Fondos de la Biblioteca Nacional de España
Ver, además:
José Gervasio Artigas en Letras Uruguay
Juan Zorrilla de San Martín en Letras Uruguay
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