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Tente-en-el-aire |
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SON verde esmeralda. los llamamos colibríes, picaflores, pájaros-mosca,
tente-en-el aire, o pájaros-joya. Son los enanos del mundo de las aves,
apodiformes (clasificados sistemáticamente en esa forma, justamente
porque reciben toda clase de apodos: jova-mosca-flor) y pertenecen a la
familia de los troquílidos, que apenas alcanzan el tamaño de un abejón.
Sus alitas vibran de setenta y cinco a cien veces por segundo, de modo que
pueden permanecer inmóviles, si eso necesitan, aguardando la apertura de
una flor o para capturar un pequeñísimo insecto. Curiosamente, los
nuestros responden por sus características a los pigmeos entre los
pigmeos de esta especie, casi idénticos a los llamados "sunsún de
Cuba", que miden menos de seis centímetros, de los cuales más de
dos y medio corresponden al delgado pico y a la pequeña cola, formada por
doce timoneras. En Cuba tienen la garganta carmesí: aquí no; su garganta
es de un gris oscuro; pero por todo lo demás, por su pico negro, la parte
superior del cuerpo y la cola azul-verde, son iguales, estas criaturas
primaverales, a los colibríes cubanos, de verano eterno. Me
jacto de conocerlos mejor que muchos a estos animalitos y voy a decir por
qué. El
jardincito era interior. Yo había alquilado el apartamento del fondo de
una casona, donde vivía, solitario, no sólo porque el dóberman era
temible, sino porque, después de una segunda separación de mi mujer
fabuladora -dicen que la tercera es la vencida-, quería tomarme mi tiempo
para razonar, elaborar el porqué de nuestras desdichas padecidas.
Exiliados, desexiliados, amándonos, necesitándonos, mi mujer y yo habíamos
sido compañeros a pesar de carecer, ambos, de una familia sólida. Yo
también fabulaba a veces, en particular cuando se trataba de hablar de mi
pasado. Era como si ambos fuésemos pájaros pigmeos desde nacidos. Los
colibríes tienen un tronco minúsculo, pero, sin embargo muy fuerte: las
patitas cortas, provistas con uñas idóneas, son capaces de agarrarse a
las más pequeñas rugosidades. Creo que así vivimos, mi ex mujer y yo,
durante años, posándonos cada uno en el otro, alternativamente, en las
finas grietas de nuestras almas respectivas que se amaron entre remotos
dolores durante casi veinte años. El apartamento que yo alquilaba,
mientras aguardaba una tercera oportunidad -ella tal vez ya no-, tenía
una puerta de hierro con doble traba, porque había sido depósito de
zapatos. Caros, zapatos caros, de artesanía. Y tenía un porchecito.
recubierto, como forrado finamente por una santarrita bermeja. Ese
setiembre, yo había descubierto, colgando brevemente de un gajo grueso,
cierto nido minúsculo del tamaño de una ciruela, al que acudían,
zumbando, y en horas desparejas, colibríes. Estaba frente a la puerta el
pequeño nido, que los primeros días me parecía ser algo así como un
fruto de enredadera. Hasta que comprendí que era un nido escondido,
disimulado, inverosímil, comparado con los de cualquier otro pájaro. María
Jimena y yo, una noche, después de analizar nuestras vidas durante tres
horas o más, decidimos que no había una vencida, una tercera
oportunidad. Nuestras hijas iban a quedar a su cargo, yo me comprometía a
pasarle una pensión alimenticia, la casa adquirida iba a quedar a su
nombre, yo resignaba mi parte asumiéndome como arrendatario, ella a su
vez dijo quererme bien, desearme lo mejor, etc. Pero el caso es que allí,
esa madrugada, yo comprendí que la santarrita no fructifica en nidos,
sino que es una planta trepadora, que se adorna a sí misma, con flores
carmesí. Esa
noche de nuestra despedida con María Jimena, no pude dormir. A las seis
de la mañana preparé el mate, abrí la puerta de hierro, encendí la
grabadora para escuchar ciertos sonidos previos al hundimiento definitivo
de mis mejores recuerdos, y mientras en la grabadora sonaban aquellas
cosas registradas la víspera, escuché "zzzzzz",
"zzzzzzz"... Eran los colibríes. Octubre. Iban y venían y eran
dos. Por aquella capsulita torda, mimetizada con la enredadera, asomaban
dos piquitos negros que nunca había visto. Macho y hembra, padre y madre,
iban y venían de las flores al nidito, deteniéndose incomprensibles para
inyectar néctar en aquellos piquitos minúsculos. Suspendí a Erik Satie,
que sonaba a mi gusto esa mañana, me bañé, me vestí y salí en la
bicicleta, encargándole al dóberman, como si pudiera entenderme, que
cuidase aquel nido. Había dejado abierta la puerta de hierro, y la radio
encendida. No podía sacarme a mi mujer de la cabeza. Pedaleé toda la mañana,
hasta agotarme. Almorcé
en un pequeño balneario de la costa de Canelones y emprendí el regreso. Con
muy bajo volumen en la radio sonaba la "Patética" y en la
habitación contigua a la salita un zumbido estridente, como el de un
abejorro se interrumpía, sonaban los cristales de la ventana cerrada como
si alguien arrojase piedrecitas, y recomenzaba, penetrante, acompañado de
un "¡¡zzzzz!!""¡¡zzzz!!", yo diría de desesperación. Era
uno de los colibríes, que sin duda había entrado por la puerta y no
acertaba a encontrar la salida. Por lo demás, los techos muy altos
quedaban por lo menos a un metro y medio de los dinteles y el animalito sólo
atinaba a subir, volar en círculos y estrellarse contra la claridad de la
ventana. ¿Qué podía hacer yo por él? Pensé en esos embudos de tul
para cazar mariposas. Pero ¿dónde hallar semejante cosa antes de que el
pajarito se matara? Se me
ocurrió arrimar un taburete a la puerta de entrada y desde allí, trepado
de modo que mi cabeza quedaba un poco más arriba del marco de la puerta,
más o menos a la altura por la que volaba el picaflor, con la mano
derecha cerrada a la altura del pecho de modo que sólo quedaba extendido
el dedo índice, empecé a imitar sus "¡¡zzzzzz!!", agregándoles
breves íes que sólo expresaban mi propia angustia. Fueron apenas unos
segundos. El pajarito voló hacia mí, bajó, se posó en mi dedo índice
y salió disparado por la puerta, chillando de alegría. Su pareja acudió
de inmediato y sosteniéndose, quietos, vibrando en el aire bajo el tibio
sol, los vi besarse. Y digo que sé de colibríes más que muchos, porque no creo que mucha gente haya tenido a uno de ellos, posado en su dedo índice, siquiera por un brevísimo instante. Su peso era el de un alma. |
El País Cultural Nº 279
10 de marzo de 1995
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