Significado y necesidad de la risa |
Nunca
pudo uno olvidar unos versitos de encantadora sencillez, al parecer muy
humildes, que escuchó hace mucho, ya. Al tiempo de ofrecer un enamorado
las flores recogidas en lo alto de la montaña, le decía a la mujer bien
querida: "Yo las más altas quería /ya trepar las sierras fui /que
si en las cumbres había / de las cumbres las traería /puesto eran para
ti". Al
parecer muy humildes y, sin embargo, hay en eso una como exaltación
heroica del propio yo, que es lo que le trasmite importancia a la ofrenda.
Aun en la esfera del amor, -y amor consiste en la entrega más cándida y
total- el yo prevalece significativamente sobre todo lo demás. Recuerden
ustedes lo de "Yo he de traerte rendidos / diez corazones heridos /
en el razón suspendidos / de mi caballo alazán". Siempre el yo, el
personaje principal. Cuando antiguo caballero había matado a veinte para
dejarse libre el camino hacia los pies de su dama, al hincarse ante ella y
decirle, como le decía "perdonad, señora, si fueron tan
pocos", no conseguía, no con eso, disimular su fanfarronería;
cualquiera habría adivinado que él, por dentro, pensaba "¡no te
das cuenta que soy un fenómeno!". George Simmel, en un libro
titulado "La intuición de la vida", que rezuma pensamiento y
sentidos, va más lejos en la exposición de la experiencia de propiedad:
En vez de hablar de la propiedad de un mérito (propiedad que se concede
para reafirmar su propio yo, el que alude a su hazaña) Simmel habla de la
propiedad de una pelota. Y pone a un niño, como protagonista del ejemplo,
porque en el niño no está enmascarada la estridente afirmación del yo.
El niño es el dueño de la pelota y otro niño desconocido quiere
recogerla del suelo para jugar con ella. El dueño de la pelota gritará
entonces, sin disimulo alguno: "Esa pelota es mía". Aparece
el yo en su presencia global e inespecificable. Inespecificable, porque no
podría decirse que el yo es la suma de un cuerpo, de unas manos, de unas
piernas, de una cabellera, de unas vísceras. El
yo es otra cosa total, ante el que tanto los psicólogos como los filósofos
se han visto traicionados por el lenguaje cuando quisieron definirlo. Pero
lo importante es que el niño de la pelota no se aparta de la afirmación
de su propio yo ni aún cuándo resuelve prestársela al otro: "Yo te
presto esta pelota que es mía, pero sabe bien que soy yo quien te la
presta, porque quiero, y que yo puedo quitártela en cualquier momento si
me da la gana". Quiere
uno evitar en lo posible las citas de los tratadistas del yo, desde Freud
a Gabriel Marcel, para tratar de facilitar, también en lo posible, una
noción que resulta absolutamente necesaria a esta altura del tema.
Hay
que distinguir muy bien entre el "yo" y el "mi".
"Mi" dolor de cabeza me duele a mí, pero no es el yo. Además,
el "yo" no es una cosa como no es, tampoco, una cosa el tú. Se
ha establecido una diferencia fundamental entre el yo, el tu y el eso. El
tú, sólo llega a ser eso, cuando se transforma en objeto de observación.
En cosa. Diríase que hasta en la conversación corriente surge esa
diferencia ya que cuando uno, al referirse a otro, dice "ése",
hay siempre, en "ése", sino una intención por lo menos un
inevitable tono despectivo. Porque el eso, es la cosa. Referirse
a otro diciendo "ése", parecería que consistiera hasta en
quitarle su condición de prójimo. El
yo no es una suma de elementos, es una realización constante. Es una
unidad mantenida, que asume el pasado y se sitúa frente al futuro. El yo
es la mismidad. Aquel
filósofo místico alemán Enrique Eckart, llamado "el maestro
Eckart" -una especie de Hegel católico- escribió algo una vez que
puede ilustrar lo que uno acaba de decir. Eso de Eckart es así: "El
que yo sea un hombre eso lo comparto con otro hombre. El que vea y oiga y
el que coma y beba, es lo que por igual hacen todos los animales. Pero el
que yo sea yo, es mío exclusivamente y me pertenece ya nadie más, a ningún
otro hombre". El
hombre -su alma- así uno solo, irreemplazable, único, se encuentra,
empero, frente al eso, que son las cosas y frente al tú, que es el prójimo.
Veamos primero la posición del hombre frente a las cosas. Cada una tiene
su valor. La manera más sencilla en que puede definirse al valor, es
decir que valor es la propiedad que tienen las cosas deseadas. Las
cosas no vienen hacia el hombre, es el hombre quien va hacia ellas. Y no
se adapta a la ausencia de las cosas deseadas, de su vida. El modo de
adaptación del animal a su mundo, permanece siempre inalterable, si el
instinto del animal no es, en un momento dado, apto para ajustarse con éxito
a los cambios del ambiente, la especie se extingue. El animal es una parte
fija e invariable de su mundo: su alternativa es la de adaptarse o morir;
El hombre surge en el mundo, en cambio, dotado de nuevas cualidades que lo
diferencian fundamentalmente del animal: el hombre se advierte a sí mismo
como una entidad separada, recuerda el pasado, vislumbra el futuro, con la
imaginación llega más allá del alcance de sus sentidos. El
hombre es para Heidegger y para Jaspers un "poder ser", un
impulso, un salto, un ser por delante de sí. Es a ese movimiento qué los
existencialistas le llaman la "trascendencia" del hombre. La
conciencia de sí mismo, la razón y la imaginación, han roto la armonía
con el ambiente que caracteriza la existencia animal. Bien
dice Erich Fromm en su libro titulado "Etica y psicoanálisis"
que esa conciencia de sí mismo, esa razón y esa imaginación, han hecho
del hombre una anomalía, una extravagancia del universo. Es
parte de la naturaleza, sujeto a sus leyes físicas e incapaz de
modificarlas y, sin embargo, trasciende al resto de la Naturaleza. Lanzado
a este mundo en un lugar y tiempo accidentales, está obligado a salir de
él también accidentalmente. Teniendo conciencia de sí mismo, se da
cuenta de su impotencia y de sus limitaciones. Volviendo al citado libro
de Fromm, ha recogido uno, de él, una observación interesante: lo mismo
que hizo la bendición del hombre, lo mismo que lo hizo amo de la Creación
con respecto a los demás animales, constituyó su maldición. Esto que
vamos a repetir de Sartre, parece complicado; pero no lo es: el hombre,
aunque todavía no sea lo qué será, ya es, en el momento, más de lo que
es. Porque la imaginación le hace saltar sobre su límite y, antes de
haberse realizado, ya encuentra otro límite más adelante. Parece
un juego de palabras esto otro que dice Sartre y, sin embargo, si piensan
ustedes un poco, lo encontrarán oscuro, sí, pero transparente, como un
negro envuelto en celofán: el hombre es el ser que no es lo que es y es
lo que no es. Ahora
veamos en qué forma se ve enfrentado con las cosas. Uno cree, que los
hombres no están en desacuerdo entre ellos porque quieran cosas distintas
sino precisamente, porque quieren las mismas: o el mismo cargo o la misma
butaca o el mismo petróleo o la misma mujer. Habría que insistir un poco
acá en las diferencias que hay entre el aspirar y el querer. Entre
el anhelar y el desear. Las cosas tienen una categoría, la diferencia de
categorías de las cosas son los valores: el hombre se sitúa frente a
esos valores. Y
escoge. Y bien, cuando la gana se formaliza en actitud, el hombre quiere;
cuando el anhelo se diluye en sueño, el hombre aspira. Hace notar Beck -y
no tiene uno más remedio que volver a alguien con más autoridad para
reafirmar lo que dice- que aun el gesto exterior del que quiere -la tensión,
el vigor, la rapidez de los movimientos- contrasta con el exterior del que
sólo aspira, del que sólo anhela: el que quiere tiene poder sobre sí
mismo, el que sólo anhela se deja ir. Además, el querer no puede sino
dirigirse a algo posible; pero puede anhelarse algo imposible, utópico,
fantástico. El
yo que aspira, se anticipa vagamente la posesión de lo aspirado en el
aspirar mismo; el yo que quiere buscar lo que quiere y lo agarra con
fuerza. El hombre que quiere, para emplear el lenguaje más corriente,
"va derecho viejo", el hombre que aspira, es aquel del que se
dice que "no sabe lo que quiere". Y bien: debemos reconocer que
siempre ha sido mayor en el mundo el número de los que no saben lo que
quieren, que el de los que pudieron conseguir lo que querían. Los
que habían querido una cosa y no pudieron obtenerla porque les fue
arrebatada, transforman el querer preciso, en un vago aspirar; pero sin
duda alguno, quedan resentidos. Los que obtuvieron la cosa, por lo general
deben engañarse a sí mismos, simular
ante los demás y enmascararse para comparecer ante la propia conciencia,
es el deguismán, el disfraz de que habla Adler. Y también quedan
resentidos. En ambos casos hay una represión violenta. Dice Scheler que
el resentimiento es un "re sentir". Un
volver a sentir. Quizás la palabra "rencor" fuese la más
apropiada para indicar él elemento fundamental de este movimiento dé
hostilidad que es el resentimiento. El resentimiento es una autointoxicación
psíquica; es una actitud permanente que surge al
ser reprimidas sistemáticamente las descargas de ciertas emociones las
cuales son en sí normales y pertenecen al estilo, al fondo de la
naturaleza humana. Pero el hombre reprime la descarga de esas emociones
que suscitan en él la lucha con las cosas, y la lucha con el prójimo por
las cosas, por seguridad personal como se dijo con anterioridad. Además,
se ha visto que el hombre es, de entre todos los animales, el de más difícil
adaptación, el menos conformable. Quiere una cosa y quiere, al mismo
tiempo, que sea esa y no otra. Cuando fracasa en la demanda, se indigna y
reprime su emoción. Así sé va formalizando aquella actitud de
resentimiento. (Ya dijo uno, que
cuando cita a los sabios no es de ninguna manera, por la pobre vanidad de
hacer ver que los ha leído, los cita antes bien para no pasar por
demasiado modesto atribuyéndose, uno, lo que ellos dijeron). Y bien:
viene a quedar confirmada la teoría de que la risa tiene su origen en el
resentimiento -en la descarga del resentimiento ante la degradación de un
valor- viene a quedar eso confirmado en uno de los pocos descubrimientos
que se han hecho sobre el origen de los juicios morales de valor, y que es
el de Federico Nietzsche cuando dice, en "Genealogía de la
Moral", que el resentimiento es una fuente de tales juicios de valor. Y
la risa, como se ha dicho en el segundo capítulo, es un juicio de valor
negativo. Es un juicio de valor negativo: porque es la sanción, diremos
así, de una desvalorización. Algo
que pudo uno, observar personalmente es que los estallidos de furor no
llegan a neutralizar el resentimiento moral del tipo. Siempre queda la raíz
del resentimiento intacta, de la que vuelve a nacer la actitud psíquica
permanente a la que antes nos habíamos
referido; Ortega y Gasset habló una vez de la funcionalidad simbólica.
Es esa actitud de descargar en una cosa el estrilo que ha producido otra.
Al hombre lo atropellan por la calle, le hacen caer el portafolio y cuando
el otro le pide los famosos mil perdones, el hombre responde con el también
famoso "no es nada". Pero cuando llega a la casa le da un
puntapié al perro, que fue a recibirlo, contesta mal al saludo de la
familia, come sin hablar, protesta por la comida y, todavía, al día
siguiente en el baño mientras se afeita palabrotea solo, mirándose al
espejo, contra el que lo había atropellado. Pero eso no es suficiente
para curar al tipo del resentimiento. Son muchas las cosas que debe callar
un día tras otro; el hábito no consigue sino muy por fuera avezar al
hombre en su lucha contra la permanente hostilidad del medio. En lo hondo
queda el resabio de lo que se padece y de lo que se aguanta. Habíamos
dicho antes que correspondían, asimismo, dos palabras –luego de estas
sobre el hombre ante las cosas- referentes al hombre frente a su prójimo.
Cree uno que a pesar de haber sido prolijamente estudiado lo que Heidegger
llama en alemán mit sein, coexistencia o "ser con
otros", no se dijo nada aún de la mirada del otro, como productora
de resentimiento. La
mirada no es "una cosa" como todo lo demás que se le ve al
tipo. La mirada es la aparición del espíritu bajo una forma concreta. Es
la mirada del otro lo que determina, casi exclusivamente, las reacciones
del tipo. Aquel que habló del impudor de los cadáveres quiso señalar la
indiferencia de un cuerpo, en cuanto cuerpo, a la presencia de la mirada. Hace
notar Vicente Fatone, en un libro sobre existencialismo y libertad
creadora, que incluso la imaginada mirada de un retrato o ante el recuerdo
de una mirada, hacen nacer en el tipo el pudor. Hay una coplita de Manuel
Machado que dice: "El ojo que
ves no es -ojo porque tú lo miras- es ojo porque te ve". Pero todos,
yo y el otro, podemos decir lo mismo. De manera qué lo principal es la
mirada. La mirada del otro desnuda y esclavizada, sorprende y descubre. La
mirada del otro consigue tomar un punto de vista sobre el tipo, cosa que
el tipo no puede hacer consigo mismo. Se le ocurre a uno ahora que ya los
primitivos presentían algo de esto que ahora se analiza con tanto
apasionamiento por parte de también tantos investigadores, porque creían
que la mirada del otro dañaba. Antes de la superstición del mal de ojo,
ya se admitía que la mirada podía comer una presencia. De ahí que
estuviera prohibido mirar a ciertos jefes del clan. La mirada del otro
convierte al tipo en objeto, por eso es que a nadie le gusta ser mirado
por el otro. Más bien ser "observado" por el otro. El que sólo
miraba -si es que alguien miraba sólo mira sin observar en absoluto- está
situado como un Adán, ingenuamente, inocentemente ante los demás. Pero
el que observa hiere. El que observa se apodera del observado, cuando el
observado advierte que le observan. Pero
no puede protestar, no puede entablar querella alguna porque a su vez, él,
sólo en la mirada del otro encuentra al otro. Y en el otro, observado, se
despiertan, allá en el fondo último, las mismas reacciones que en el
tipo, reacciones que son reprimidas y que acumulan más resentimiento aun.
Y lo interesante --lo interesante y lo tremendo- es que necesitamos de la
mirada del otro para ser realmente nosotros. La mirada en el espejo, sólo
revela un rostro en el que, si aflorara a nuestra conciencia lo que
revuelve esa visión en el alma, sería un rostro en el que cada día nos
reconoceríamos menos. El espejo es una ventana a la que el tipo se asoma
para verse como querría ser, que es como nunca les parece a los demás. La
mirada del otro domina nuestra libertad, nos quita algo, nos desvaloriza.
Cuando el otro lo mira, el tipo se compone, camina de otra manera, hace
otros gestos. Y
aquellos que se precian de cumplir con el viejo refrán de que hay que ser
caballeros cuando nos miran y cuando no nos miran, es porque imaginan,
estando solos, que podrían ser mirados. El poder de la mirada sobre el
otro, para ir terminando, surge de
lo que decía, en cierta ocasión, un hombre muy propenso a apocarse y
avergonzarse ante los demás: Decía, "cuando una persona me inspira
demasiado respeto,
me la imagino sin ropa ninguna, con sombrero Panamá y buscando dos reales
debajo del ropero. Le perdía el respeto en seguida". Hasta aquí cuanto ha podido decir uno, más o menos prudentemente, sobre las causas del resentimiento. En el próximo capítulo, que es el último, aclararemos, en una síntesis general de los temas que se han desarrollado, el supuesto de que el resentimiento es una fuente de juicios de valor moral. Sólo cuando los hombres no necesitaran reír, como vinieron necesitándolo imperiosamente hasta ahora sobre la tierra, podríamos decir, con razones de peso, que los hombres viven contentos en el mundo. |
Wimpi
La Risa
Editorial Freeland (Bs. As.) - 1ª edición 1973
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