El hombre, ciudadano de dos mundos |
Lo que se trata de demostrar en estos capítulos es que en la esencia de lo cómico figura como elemento determinante —y precipitante— la degradación de valores. Resulta cómico decir que eran un novio y una novia tan gordos que debieron casarlos entre dos curas. Resulta cómico decir, al contrario, que el tipo era tan flaco que cuando subía a la balanza, la balanza marcaba para atrás. El tipo pesaba dieciocho kilos bajo cero. La gente ha reído oyendo mencionar el caso de aquél que tenía la voz tan gruesa que si no hablaba con la boca abierta la voz no le salía. O de aquel tan alto que tenía una nube en un ojo; hermano de otro, también tan alto, qué lo llamaban "chupatecho". En todo esto se advierte la desvalorización estética del sujeto. En el próximo capítulo, donde se habla de la diferencia que hay entre la risa y el juego, hemos de ver cómo en el juego, como medio de competición, el tipo tiene el orgullo de sentirse superior al otro cuando gana, en cambio el desahogo que produce lo cómico está determinado por el sentir inferior al otro. Hemos de ver, asimismo, cómo en el juego el tipo demuestra cierta predisposición a lo heroico (el juego es un sucedáneo de la aventura, el tipo que juega se compensa, jugando, de su incapacidad para descubrir otros continentes—que a lo mejor hay sin que se sepa- o de ir a cazar leones a África —que ya no hay porque todos los leones están presupuestados). En cambio la risa es una especie de venganza. El tipo ríe cuando siente, con respecto a si mismo, la inferioridad de aquello que, por inferior, le produce una sensación placentera. Cuando hablamos de la risa como gesto, como expresión simbólica hemos de ver también, por qué el reír consiste en mostrar los dientes. La malignidad que hay en el fondo de toda risa, ya fue aludida por Platón en el "Philebo", uno de los últimos diálogos escritos por el filósofo de la Academia y en el que, como lo hace notar Víctor Brachard, en su exhaustivo estudio sobre Sócrates y Platón el sabio de "La República" consiguió superarse a si mismo. ¿Por qué hay malignidad en lo que podríamos llamar la entraña de la risa? Porque justamente el tipo ríe, como quedó dicho antes, de aquello que considera inferior. De aquello cuyo valor ve degradado. Los filósofos alemanes del siglo XVIII en vez de referir las causas de la risa —o mejor dicho la estructura de lo cómico— a una degradación de valores, hablaron del "contraste lógico". Pero hablaron del contraste lógico en sí, sin advertir que hay en él, lo mismo que en la desvalorización estética o moral, una caricatura de la mentalidad de quien incurre, por vía de un razonamiento defectuoso, en ese contraste. Si en vez de hablar de gordos o de flacos, de pelados o de porrudos, decimos, por ejemplo, que había una vez un ómnibus tan pesado que pisó un caballo y dejó una sota, se obtiene el efecto cómico por una alteración de la lógica tradicional. De la misma manera que si se dice que el troley es el único echado para atrás que lleva la corriente o que era un barco tan viejo que los ojos de buey usaban lentes, o que era una señora tan distraída que batió la mayonesa con un tenedor de libros, o que el lagarto es un animal que tiene que hacer cola para llegar a sí mismo. Mediante el efecto cómico de lo expuesto, se advierte que la teoría de que lo cómico proviene de una degradación de valores, ya apuntada por Aristóteles en su "Poética", no queda anulada, sino confirmada por las teorías de Schopenhauer en el sentido de que lo cómico resulta de la incongruencia,—expuesta en su obra "El Mundo como voluntad y representación", de Lilly que dice que lo cómico es una negación irracional que despierta en la mente una afirmación racional, expuesta en su obra "Teoría del ludibrio", de Melinaud que considera cómicas a ciertas formas de lo insólito, de Penjon que dice que es cómico lo que escapa a toda ley, de Bergson que sostiene que lo cómico surge de la presencia parasitaria de lo mecánico en lo viviente, o sea del automatismo instalado en la vida. Sería tremendo citar uno por uno a quienes ensayaron la definición de lo cómico. Ruega uno que se tenga confianza en la declaración de que todos los tratadistas de lo cómico, digan como digan sus cosas, conviene, en el fondo, en que lo cómico surge de una degradación de valores. Y esto es fundamental para ensayar la explicación, como primera etapa hacia su comprensión, del fenómeno de la risa. Apelando, de nuevo, a las observaciones personales, puede asegurar uno, que ha visto reír a la gente de referencias como éstas: las chicas llenitas rompen los ojos, porque las miradas patinan en sus curvas y caen a la cuneta; tenía unos ojos tan dulces que las niñas eran diabéticas; el andamio es un piso que sirve para caminar por la pared; la nata es el pellejo de la leche; una vez había un señor al que le gustaba el salchichón tan fresco que se lo hacía cortar con el ventilador; los trajes colgados en el ropero parecen personas huecas que estuvieran haciendo cola; cuando la vaca se enoja con el toro le da un bife; la banana no tiene carozo, porque todos los que le probaron le quedaban cortos; cuando los tacos están gastados, las carambolas salen chuecas; la torre de Pisa está inclinada porque abajo se le zafó una porción; y después estaba el caso de aquel muchacho tan mamón que al final tomaba el pecho con croisanes y mermelada; y el de aquel señor, que sufría de reumatismo y tenía una señora tan celosa que una vez en que él, estando en un picnic se le ocurrió ir a nadar un rato, ella le hizo una escena espantosa cuando lo vio salir con Dolores del Río. Y hubo otro al que lo llamaban El Tero porque la mujer era latera y otro al que le llamaban "El pucho", porque la mujer lo había fumado. Hay una degradación de valores mentales en los razonamientos de los primeros ejemplos y una degradación de lo moral conyugal en el último de ellos. Sólo después de aceptar que lo que suscita la risa es la desvalorización del prójimo, puede estarse en condiciones de pretender una comprensión más o menos completa de la risa. Y es a esta altura que el tema empieza a responder a su título: el hombre, ciudadano de dos mundos. El de dentro y el de fuera. El mundo de dentro donde alienta el ideal de un yo que nunca se alcanza; el mundo de fuera hacia el que el tipo tiende sus manos anhelantes y casi siempre las recoge vacías... El tipo, a veces sin confesárselo, se afana en buscar su verdad. Pero causa la misma impresión que si buscara un gato negro en un cuarto oscuro donde el gato no estuviera. No tiene uno el propósito, por consideración personal para con los lectores, de buscar hasta lo más hondo del espíritu del tipo a fin de desentrañar las razones de su comportamiento. De manera que para que el asunto resulte menos tupido, dirá, uno así, en vez de abocarse a la observación del tipo desde el punto de vista de la psicología abismal—psicoanálisis de Freud, psicología del individuo de Adler, tipos psicológicos de Jung— lo hará desde el punto de vista del llamado "behaviorims" de Westson. Objetivismo. Psicología de la conducta exterior. El tipo, desde las épocas más primitivas, fue un reprimido. Siempre se impuso un límite a sí mismo. Antes de que existiera la policía y el matrimonio, el tipo tuvo un freno, por ejemplo, en el tabú. Parecería que le temiera el tipo a la libertad, parecería que en mismo se trazara ese límite en torno para no desparramarse; muchas veces uno ha pensado que ese límite es el resultado de cierta actividad del instinto de conservación. Las tres teorías más importantes sobre el impulso vital son por lo que no se ha informado, la de Freud que dice que el elan vital es la libido, o sea el instinto de reproducción, la de Adel, que dice que la protoenergía es el afán de prestigio y de poder y la del profesor Austregesillo que dice que aquel clan vital, el estímulo supremo en el hombre, es la fames o el instinto de nutrición. Según Austregesillo si al tipo le dan a elegir entre un Ministerio del Interior, Silvana Pampanini y una milanesa con papas, el tipo elige, primero, la milanesa con papas. Es triste pero es científico. Sin embargo, habrá podido entenderse que tanto el instinto sexual, que tiende a la reproducción, como el afán de prestigio, que tiende al poder sobre los demás, como el instinto de nutrición, son formas del instinto de conservación. Y ese instinto de conservación es lo que ha mantenido frenado al hombre desde las primeras épocas. La recia naturaleza de aquel mundo flamante despertó una serie de temores en el hombre feral, en el auténtico tarzán. Y ese hombre se protegió (de fuerzas que creía desatadas para dañarle), con el miedo. No hay cosa más segura que el miedo. Y es el miedo, justamente, lo que aveza a los mecanismos inhibitorios para que el tipo quede quieto, para que no haga lo que le gustaría hacer si no considera que, el hacerlo, resultaría peligroso. Maximiliano Beck, en su Psicología —la psicología fenomenológica de Beck es una de las obras más importantes e inquietantes que se han publicado sobre el tema en estos últimos tiempos— distingue dos formas de apetencia en el tipo. Más bien dicho, dos actitudes frente al mundo que le rodea: el aspirar y el querer. El aspirar es la tendencia del tipo hacia las cosas. Podríamos decir que el tipo aspira a las cosas que se hacen querer. Los alemanes, en su intensa terminología, tienen una palabra sin traducción exacta al castellano, y que se emplea mucho en la teoría de la necesidad incorporada a la Psicología de la Forma. Esa palabra es aufforderungscharakter. Aufforderungscharakter es el llamado, la atracción, la exigencia, la solicitación de las cosas. El tipo las desea y ellas se hacen desear; pero la mayoría de las veces —ya se trate de la mujer del vecino, ya se trate de darle con un fierro al que se le subió al tipo sobre el pie en la plataforma— se renuncia a la satisfacción del deseo. Vale decir, el tipo se reprime. La represión es la seguridad. El tipo se reprime obligado por su instinto de conservación. Resulta mucho más seguro resignarse a no tirarse el lance con la señora X y decir "no es nada" cuando el pisador pide disculpas, que exponerse a la reacción del esposo de la señora o al contragolpe del mal pasajero. Pero esas inhibiciones van acumulando agresividad en el interior del tipo. Y esa agresividad busca cada tanto una válvula de escape. Y la válvula de escape menos comprometedora es la risa. El inglés Herbert Spencer ya había sostenido que la risa era una descarga de energía psíquica contenida; es extraño, sin embargo, que de él hasta Freud -que en su obra "El chiste y su relación con lo inconsciente" dice "no sabemos, realmente, por qué reímos"—, es extraño que nadie, en lo que va de uno a otro de los sabios citados ninguno haya ahondado en la índole de esa energía sobrante que se descarga mediante la risa. Para la no autorizada, pero de todos modos optimista, opinión de uno, la de tal energía proviene de la agresividad que el tipo contiene. El tipo es un frenado: primero soporta la autoridad de los padres, luego la de los maestros, y, sucesivamente la del gerente, la del policía, la de la mujer, de la enfermera. De ahí que Platón, en su citado diálogo "Philebo" –y, aun, en el Cratilo (tan pocos conocidos ambos incluso por quienes se ufanan de haber leído a Platón)— hubiera intuido que hay malignidad en la entraña de la risa. Malignidad porque la risa es en cierto modo, una venganza del hombre contra el mundo al que no puede colonizar en sus deseos por los obstáculos que a eso se oponen. La risa, desde el punto de vista axiólogo, —desde el punto de vista de la teoría de los valores— es un juicio de valor negativo. La capacidad de enojarse en el animal es la más vieja. En un libro muy completo de Paul Thomas Young titulado "La emoción en el hombre y en el animal" cita el caso de animales—perros y monos— que, desprovistos de su corteza cerebral, o sea de la parte del cerebro de más reciente adquisición en el ciclo evolutivo, lo mismo tenían reacciones iracundas. Si tuviera uno, tiempo de hablar sobre la psicología de la ira veríamos que es más interesante aún que la de la alegría. El ya aludido tratadista —Young— cita, por ejemplo, el caso de una tortuga que nació con dos cabezas. Dos cabezas y un solo cuerpo. Y se obtuvo de ella una fotografía en el momento en que las dos cabezas peleaban a mordiscones por un trozo de alimento que, al fin y al cabo, lo comiera la cabeza que lo comiera, iba a ir a dar al mismo estómago. La ira —el gigante rojo, llamado así por Emilio Mira y López en su libro "Cuatro gigantes del alma"— es un impulso tremendo que pocas veces llega a formalizar el tipo en la actitud que lo descargue. Por seguridad —a veces por pereza, otras por comodidad—, pero por seguridad casi siempre, el tipo se contiene. Se reprime. Se frena. Si—como lo reconoce Max Scheler en una obra magistral que se titula "El resentimiento en la moral"— es así que hay en el fondo de todo ser humano un inconfesado, pero activo, resentimiento contra el mundo. Una agresividad sujeta por fuerzas inhibitorias que el tipo utiliza interiormente para no arrostrar los peligros que supone que le acarrearía su desborde. De manera que cuando otro patina en la cáscara de banana o, por ser extranjero, habla mal el idioma o, por casado, la mujer lo engaña o, siendo soltero, está por casarse, el tipo, al ver degradado un valor —el valor estético del que tropieza y cae, el valor estético del idioma, el valor moral del matrimonio, el valor de la libertad que el soltero está a punto de perder—el tipo ríe porque su impulso agresivo se ve satisfecho simbólicamente con el daño del prójimo. Ya hemos de ver en uno de los próximos capítulos, cuando hablemos de la risa y el llanto o de la diferencia que hay entre lo cómico y lo trágico por qué, pese a ser una desvalorización de la salud, no hace reír un enfermo; y por qué hace reír la degradación de un valor, pero no la pérdida de un valor. Por ejemplo, si el que patina en la cáscara, Dios libre y guarde, en vez de caer sentado, se desnuca y muere, quien lo ve no ríe, porque ahí no se ha degradado sino que se ha perdido un valor. Y el tipo siente la posibilidad de eso para él, se proyecta en el otro. Lo compadece. Compadecer, es padecer con el otro... Es una verdadera pena que el tipo ocupado en sacar cuentas, en contar los vueltos y en discutir el fútbol, viva dándose la espalda a sí mismo, y ande siempre para adelante —que es como andan, también, los caballos— en vez de ahondar un poco en su tremenda y maravillosa realidad. Diríase que apenas le ha llegado un puñadito de la luz que salió de Dios hace un millón de años para que le encendiera de estrellas la tiniebla de sus cielos. |
Wimpi
La Risa
Editorial Freeland (Bs. As.) - 1ª edición 1973
Ir a índice de Humor |
Ir a índice de Wimpi |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |