El humanismo bien entendido es aquella confluencia de la sensibilidad artística y el rigor científico, destinada a dinamizar el espíritu inquieto del hombre occidental. Muchas veces esa inquietud lleva a la búsqueda, al encuentro, a la investigación de lo encontrado y a la posterior reflexión que arroja dicha actividad. Por eso, al igual que en el Renacimiento -que más que una época de Occidente es una postura vital y estética- en esto que muchos se aventuran a llamar posmodernidad, no es curioso aunque sí difícil de considerar como habitual, encontrar entre los uruguayos -transculturizados; arribados hace mucho de la vieja Europa y trayendo a cuestas el difícil arte de ensamblar lo heredado y lo adoptado en "tierras del indio", al decir de aquellos guerreros del siglo XVI venidos de lugares remotos como Castilla o el País Vasco-, a un profesor de matemáticas y archivólogo, autor de una Introducción a la geometría métrica (1982) y una Introducción a los campos numéricos, metido ahora a investigador y memorialista de uno de los aspectos más populares del cotidiano uruguayo: la feria; y en este caso la casi legendaria Feria de Tristán Narvaja. Al igual que el festival de Woodstock (1969) o el Mercado de la Pulgas en París (hoy un pálido reflejo de lo que fue en los años 60 e incluso en el siglo pasado), la Feria de Tristán Narvaja transita caminos de realidad y fantasía: está lo que es en la actualidad; está lo que fue y por último -pero no menos importante- está lo que los uruguayos hicieron de ella: un elemento más del inconsciente colectivo, asimilado a la nutrida telúrica ciudadana en la que se dan cita, entre otros, Gardel, el candombe y tipos populares como aquel Fosforito hombre sandwich que Alfredo Vivalda se encarga de rememorar.
Pero La Feria de Tristán Narvaja no es sólo un paseo en páginas a lo largo de ese domingo y por una calle que arranca en la Av. 18 de Julio y va ondulando hasta la calle La Paz en medio de los tantos caminares, el cacareo de las aves de corral, la música que viene de viejos gramófonos o las vidrieras atestadas de muebles de estilo en las tantas casas ocupadas en el ramo "antigüedades" que flanquean los puestos, los stands, y hasta el simple paño que alguien extiende sobre una porción del asfalto y en donde irá depositada toda esa mercancía que quizás para el siguiente domingo ya no esté; La Feria de Tristán Narvaja se asocia directamente a todo el desarrollo histórico de esa zona de Montevideo llamada El Cordón. Por eso, con absoluto rigor investigativo, Vivalda arranca de una acontecimiento referencial para entender mejor el porqué de esa zona que antes se llamó "El Cardal" y donde el 20 de enero de 1807 tuvo lugar la batalla del mismo nombre entre las tropas inglesas sitiadoras y las fuerzas españolas. En 1807 su autor, Juan Carlos Pedemonte -memoralista y diplomático uruguayo de vasta trayectoria- recuerda, como preámbulo el desarrollo del combate de "El Cardal": "Se conocía como 'el cardal', a la prolongación del Cordón añosísimo. El Cordón, comarca poblada de chacras, de hornos de ladrillos, de mataderos, con algunas pulperías a la vera del Camino Real que lo dividía en dos partes, y cuyo perímetro estaba señalado desde el Ejido a las Tres Cruces y desde los confines de la Aguada hasta la solitaria Batería de Santa Bárbara (...) Población de extramuros, del Cordón han quedado para la posteridad, una docena de nombres de habitantes primitivos. Los mismos que vieron, entre asombrados y miedosos, la marcha de los soldados que vestían uniforme encarnado y hablaban una lengua foránea e incomprensible". Cuarenta y nueve años después del enjundioso libro de Pedemonte sobre las invasiones inglesas en la Banda Oriental en particular, Vivalda, refiriéndose al mismo acontecimiento expresa: "Los disciplinados invasores británicos penetraron en la ciudad el 3 de febrero siguiente, pero el combate de El Cardal queda en la historia tanto como ejemplo de dignidad como por la participación que en él tuvieron Maciel y el entonces oficial ayudante José Gervasio Artigas, que hacía sus primeras armas antes de ser el Jefe de los Orientales".
Nada de lo atinente al entorno -pasado y presente- y a la feria escapa a la investigación del autor. Así entonces, el lector se encontrará con prácticamente la génesis de una zona absolutamente contrastante, ya que a la feria en sí es preciso agregarle la mención a aquellos edificios absolutamente concluyentes para la comprensión del "barrio" y de su encuentro dominical más populoso. Allí están la Universidad Mayor, la Biblioteca Nacional, el Instituto Alfredo Vázquez Acevedo, el ex Teatro Stella d'Italia hoy Teatro La Gaviota ... testimonios no ya vinculados sólo al aspecto edilicio que rodea la Feria de Tristán Narvaja, sino sobretodo a la evolución social, espiritual, artística e intelectual de los uruguayos. Cada nueva mención -por ejemplo a la vieja Facultad de Humanidades y Ciencias (hoy dividida en Facultad de Humanidades y Facultad de Ciencias, independientes una de la otra como no era el propósito del Dr. Carlos Vaz Ferreira cuando impulsó su creación en 1945).
El acierto de este libro ameno, dedicado a otra realidad histórica -al menos en lo que atañe a Montevideo-, estriba en que al dato riguroso se le suma un cuasi impresionismo poético, cuando el autor reflexiona acerca de la tremenda importancia que revisten por ejemplo los herrajes añosos de muchos de los balcones de las casas que miran hacia la calle Tristán Narvaja, en contraposición al dudoso gusto estético de quienes en la actualidad mandan colocar barandas de aluminio en el fenómeno "torre" que ya hace unos años empezó a pulular por diferentes zonas de la capital y en donde sin embargo la "amplitud" y la "practicidad" no dejan lugar a la imaginación producto de determinada voluta en el bajorrelieve de una pared, en el rostro de un querubín adornando la aldaba de una puerta de calle, el fragmento de balaustrada sobre el cual las mujeres de antaño veían pasar la vida, ansiaban el amor o se dejaban llevar por los sueños.
La Feria de Tristán Narvaja es un valioso aporte a esa otra historia no-oficial, que sin embargo ayuda, muchas veces, a comprender mejor el desarrollo de una ciudad y de sus pobladores que cualquier texto "aprobado por .. .". Y así como Mark Twain decía que el mejor ornamento de una casa son los seres que la habitan, así también podemos parafrasear al autor del Huckleberry Fynn diciendo que la mejor manera de comprender lo íntimo que motiva a una sociedad y que le da su sello distintivo es dejarse llevar por la lectura de aquellos libros que sus propios componentes han escrito, escriben y escribirán sobre esa sociedad y sus tradiciones. En fin: sobre ellos mismos.
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