Cada domingo hay feria, excepto si éste coincide con una fecha de elección nacional o con las de Navidad, Año Nuevo o el Día de los Trabajadores que se celebra cada primero de mayo, con lo que invariablemente, en esos casos, se la adelanta para el sábado anterior.
Como esta tradición se remonta a los primeros años del siglo XX, bien nos podría conducir al error de pensar que en ese lugar eternamente hubo feria dominical; pero ello no es así. Si bien intuitivamente las tradiciones casi centenarias del lugar nos dan la casi certeza de ininterrumpida continuidad, no siempre hubo feria en Tristán Narvaja, y ni siquiera la calle Tristán Narvaja fue siempre Tristán Narvaja. Veamos los pequeños detalles del desarrollo de esa historia.
En la legislación republicana, que luego de la independencia sustituyó al régimen colonial español, las funciones municipales que ejercía el Cabildo pasaron a ser desempeñadas, aunque con menor alcance, por las Juntas Económico-Administrativas. Esta es la forma jurídica de institución pública que antecede a la actual de Junta Departamental en su función de parlamento local; en ella durante toda una centuria que va desde su creación en la Constitución de 1830 hasta el posterior reemplazo en la reforma creada a partir del golpe de estado de Terra en 1934, priva más el propósito del fomento a las actividades productivas que el de debate de los asuntos departamentales. Seguramente ello se deba a que las funciones legislativas locales estaban muy disminuidas en esa época de fuerte centralización, anterior al batllismo, que privilegiaba al poder ejecutivo local en la figura del "Jefe Político": un funcionario designado directamente por el gobierno nacional.
No obstante, aquel cuerpo legislativo comunal dejó muchas obras en virtud de haber albergado en su seno a ilustres personalidades con verdadero espíritu de iniciativa. Una de ellas fue la de Luis de la Torre, cuyo nombre lleva una calle de Punta Carretas, que propuso en su Comisión de Agricultura la creación de ferias semanales agrícolas. Así, el domingo 15 de abril de 1878 con la presencia del Gobernador Lorenzo Latorre y sus ministros, fue inaugurada la primera feria semanal en la Plaza Independencia. La misma que con el tiempo se extendió por el comienzo de la Avenida 18 de Julio, tenía por entonces dos elementos característicos que hoy nos resultan particularmente extraños: el primero era que a las diez de la mañana un rematador subastaba todos los productos no comercializados y el otro era que existía en la feria una sección destinada para que los propios agricultores que venían a ofrecer sus frutos pudieran comprar allí mismo los insumos que demandaba su tarea: semillas, granos, instrumentos de trabajo y hasta literatura agrícola. Pronto se vio que para hacer posible esta especie de utopía finisecular, mezcla tempranera entre feria y remate, se necesitaba de mayor flexibilidad tanto en el horario -que fue acercando su finalización hacia el mediodía- como en una forma de comercialización que sustituyera a la rígida subasta.
Por aquellos tiempos la feria era principalmente eso, una feria. En ella, además de un mercado, permanecía el recuerdo de la tradición europea de las ferias medievales concentradoras de todas las novedades del mundo conocido. Daniel Muñoz -quien luego sería el primer Intendente de Montevideo al crearse el cargo en 1909- escribió en 1884, bajo el seudónimo de Sansón Carrasco para el diario liberal "La Razón", coloridas crónicas de costumbres que incluían las de una feria que bien poco difiere de la actual:
Desde la medianoche del sábado la ancha calle del 18 de Julio empieza a vivir a la luz de su doble hilera de faroles formados en ala a la orilla de la acera, astros fijos en torno de los cuales giran otros con indecisa marcha, linternas que van y vienen, farolillos de luz mortecina, fósforos que destellan viva claridad por un momento y que se extinguen en seguida como esas exhalaciones que en las noches serenas cruzan el fondo negro del cielo.
Desde el arranque de la gran avenida hasta la bocacalle de Río Negro, se instalan los puestos a uno y otro lado, en mesas, estantes y en el suelo, sin desperdiciar una pulgada de terreno, afanosos todos de colocarse lo más cerca posible de la Plaza Independencia. Los que más madrugan consiguen los sitios de preferencia, mientras que los tardíos van quedando rezagados a los extremos, disputándose el derecho a la ubicación de la que en gran parte depende el éxito de la venta.
A las nueve de la mañana, la feria está en su auge; por todos lados movimiento, bullicio, gritos, cantos de pájaros, cacareos de gallinas, gruñidos de cerdo, y dominando todos los ruidos, la voz del rematador que grita: ´¿No hay quién de más? Se va, señores, se va la rica botonadura de camisa ¡por cinco centésimos!'
Los que vienen de misa y van a misa pasan por la feria; a la feria van los que tienen novia o la buscan; allí hay de todo (...) Aquí hay un ciego que canta, allí un individuo que imita el canto de los pájaros y todos porfiando vender con más ahínco a medida que el tiempo avanza y se acerca la hora de terminar la venta, a las once de la mañana.
Cuesta hacer levantar los puestos a los vendedores, tanto como cuesta hacer levantar de la cama a los muchachos remolones; dan vueltas, guardan la mercancía todo lo más lentamente que pueden, se dejan estar con los compradores de última hora para dar tiempo a que lleguen otros, pero al fin los policianos activan el desalojo, y de todo aquel encumbramiento de plantas, de flores, de legumbres, de condimentos, de pájaros, de animales y de aves, no quedan más que los desperdicios inútiles, pisoteados, enlodados, hasta que los barrenderos borran ese último vestigio del activo comercio matutino y vuelve la calle a quedar limpia y despejada.
La feria de antaño era una verdadera feria de novedades. Naturalmente se vendía de todo, pero además existían atracciones en teatrillos o se hacían demostraciones de forzudos, se tiraba al blanco y se exhibían placas fotográficas estereoscópicas que la mayor parte de las veces eran de dudoso gusto. Este sistema cayó pronto en desuso por lo que las autoridades intentaron alejar la feria hacia los suburbios, disponiéndose el cambio primero a las inmediaciones de la Plaza Cagancha (primero en la calle Queguay, llamada Paraguay luego de 1915, y con posterioridad en la calle Ibicuy al Norte que hoy es denominada Rondeau) y luego a un terreno baldío que existía donde hoy se levanta el Palacio Municipal, antes de dividirla en dos aún más alejadas. A partir del domingo 3 de octubre de 1909: una se extendería por la calle Cuareim desde Avenida Agraciada (hoy, en ese tramo, llamada con el interminable nombre de Avenida del Libertador Brigadier General Juan Antonio Lavalleja) a la calle Guatemala en el barrio de La Aguada, la otra desarrollada en el barrio del Cordón por la calle Yaro desde 18 de Julio a La Paz no es otra que nuestra mismísima feria antes de que las calles de la zona de los alrededores de la Facultad de Derecho cambiaran su denominación primitiva, de naturales nombres indígenas de origen guaraní, por otros propios de algunos juristas de mérito.
De esa forma la nomenclatura de Yaro se refería a una tribu de indígenas "charrúas" perteneciente a la gran nación de los guaraníes que en forma nómada habitaban particularmente el suroeste del país, en tanto que la de Tristán Narvaja rinde homenaje a quien fue un destacado hombre de leyes, autor de la Ley de Hipotecas y del Código Civil de 1869. Nacido en la República Argentina en 1819, más precisamente en Córdoba, pero radicado desde los veinte años en el Uruguay, al que llegó buscando refugio de la policía rosista. Se incorporó muy temprano al foro nacional, fue catedrático de Derecho Civil en la Universidad y redactó el Código Civil de la República de 1868 que lleva su nombre, siendo actualmente reputado como de muy avanzado para su época. Este hecho le valió como mérito suficiente para ser declarado ciudadano legal uruguayo por decreto del Gobernador Provisorio General Venancio Flores de febrero de ese mismo año. Partícipe también de la vida política, ejerció posteriormente los cargos de Diputado y Ministro de Gobierno.
Narvaja, que había sido religioso franciscano y Doctor en Teología, fue durante toda su existencia un celoso practicante católico tanto como hombre de leyes, a tal punto que curiosamente ese nombre de Tristán que nos resulta tan familiar no era su nombre original. Conforme a su partida bautismal sus nombres eran José Patricio, los que decide cambiar por un nombre electivo al recibir el sacramento de la confirmación.
Ciertamente no era común por entonces andar cambiando de nombre, como no lo es ahora, pero sí era perfectamente legal. Tanto que con él vivió su vida y pasó a nuestra historia.
El memorioso historiador y genealogista Ricardo Goldaracena, nos ha brindado una de las pocas constancias de la presencia física de nuestro personaje en el curioso aporte anecdótico que da cuenta de Narvaja escribiendo sus trabajos jurídicos en una habitación cedida a tales efectos de la centenaria mansión aún existente en la calle 25 de Mayo 512 esquina Treinta y Tres, que la familia Gil había construido en los tiempos de la Guerra Grande.
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