Correspondencia íntima de Delmira Agustini por Arturo Sergio Visca
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El doble mito La personalidad humana y la literaria de Delmira Agnstini, e independientemente de las mayores o menores calidades perdurables que se otorguen a la segunda, se cuentan, sin duda, entre las más atractivas e incitantes para el análisis psicológico y literario entre las personalidades de las letras uruguayas. Su personalidad humana, a la luz de los testimonios de quienes la conocieron y según la que arrojan algunos documentos, está ceñida, más que otras vidas, de un halo de misterio y parece constituir un nudo de contradicciones, que las circunstancias que rodean su trágica muerte acentúan; su poesía, tan dispar en calidades, que congrega desde el poema que no resiste el más ligero análisis, hasta algunos de indudable excelencia y en la cual no faltan poemas en los que, en medio de un mar de trivialidades, esplende una metáfora deslumbrante, presenta para el lector y el crítico un conjunto de problemas de interpretación y valoración, no fáciles de resolver. La poesía de Delmira Agustini, reflejo y eco de su vida, también se ciñe de un halo de misterio. Es explicable, pues, que esta situación haya generado, a través de sucesivos enfoques críticos, lo que me atrevo a llamar el doble mito de Delmira Agustini: el de su vida y el de su obra. La crítica, en general, ha visto en Delmira Agustini una doble personalidad: la de una niña poco menos que ingenua, sometida al rigor de la casi despótica autoridad materna, y cuya vida, despojada de experiencias vitales intensas —hasta el momento de su casamiento con Enrique Job Reyes y la dramática situación posterior— se deslizó plácidamente en medio de la más vulgar calma burguesa; la de la mujer que, en la soledad y en contradicción con su personalidad de todos los días, escribía, en afiebrados arrebatos, poemas traspasados de candente erotismo. Es éste el mito vital. El segundo mito, el que se refiere a la obra, consiste en ver en esa poesía erótica un acto casi místico, una especie de embalamiento hacia lo trascendente. Habría allí más religiosidad que erotismo y sería expresión más que de un fuego de la carne de un angustiado estremecimiento del espíritu. Es éste el mito estático. “Esta doble personalidad —escribe Clara Silva, y valga esta trascripción como ejemplo de la primera de las posturas señaladas— se manifiesta desde temprano, separando su vida de su arte. En la vida es “La Nena”, esa señorita hogareña, bajo la tutela de la madre, apartada del mundo, sin amigas, que no concurre a fiestas ni reuniones que ,no sean estrictamente familiares y que recibe de vez en cuando la visita de algún escritor que admira sus versos. Y con un novio simple y reglamentario. En la soledad de su cuarto era donde surgía la otra, la introvertida, la inspirada, la que pensaba y escribía cosas que nada tenían que ver con aquélla[1]. Por su parte, Alberto Zurn Felde, con todo el peso de su autoridad, y valga como ejemplo de la segunda de las posiciones críticas indicadas, escribe: “(...) no se la juzgaría bien si se la tomara simplemente como una poetisa erótica, en el sentido corriente de este término. Eso sería juzgarla no sólo superficialmente, sino con cierta torpeza. Su erotismo es de hondura metafísica, y está sublimizado por las ansias y la tortura del espíritu; la voluptuosidad se torna en ella dramática y sombría; y su pasión suprema de la vida se alimenta más del sueño evasivo que de la realidad concreta”. Y agrega luego: “Este sentido trascendental de su sexualidad es lo que diferencia sustancialmente su poesía de (a poesía erótica conocida hasta entonces. En la poesía de Delmira Agustini hay sexualidad apasionada y desnuda, pero no hay propiamente sensualismo. El deseo amoroso, el goce carnal, no aparece nunca como una finalidad en sus poemas; son como un camino hacia el más allá de sí misma, tienen el sentido trágico y casi religioso de un rito sacrificial. Son sacrificios a un dios: Eros, del cual ella es la sacerdotisa”[2]. Estos dos mitos, el mito vital y el mito estético, tienen, sin duda, algún fundamento en la vida y obra de Delmira Agustini. Y las palabras transcriptas de Clara Silva y Alberto Zum Felde postulan posiciones críticas que deben ser tenidas en cuenta. Pero no creo que las observaciones de Clara Silva —mito vital— correspondan estrictamente con la realidad, ni comparto totalmente, y a pesar de mi admirativo respeto por la obra del crítico uruguayo, la postura interpretativa y axiológica —mito estético— asumida por Zum Felde ante la obra de Delmira Agustini. La correspondencia que aquí se publica, y que en algunos aspectos debe ser vinculada con la obra de la poetisa, permite algunas consideraciones sobre el doble mito señalado y del cual no son los dos escritores citados los únicos representantes. Toda una corriente crítica lia alimentado y se ha alimentado de esc doble mito. Y no deja de tener interés efectuar algunos replanteos al respecto. Las conclusiones sobre la personalidad humana de Delmira Agustini no podrán ser definitivas. (¿Quién llega al fondo de un alma?). La posición crítica ante su obra sólo tendrá el valor de una posición más, interpretativa y axiológica. Pero siempre resulla fértil el enfrentamiento de posiciones contrarias. El Epistolario El presente epistolario congrega ochenta y cuatro piezas, que han sido distribuidas en cinco secciones: 1) Cartas de Delmira Agustini a Enrique Job Reyes, conjunto que, entre cartas, tarjetas postales y breves misivas, reúne cincuenta y una piezas; 2) Correspondencia Delmira Agustini - Manuel Ugarte, formada por ocho cartas y misivas de Ugarte y seis cartas y un poema de Delmira Agustini; 3) Correspondencia Delmira Agustini - Rubén Darío, integrada por dos cartas de Delmira Agnstini y dos y una breve misiva de Rubén Darío; 4) Correspondencia Delmira Agustini - Alberto Zum Felde, que incluye una carta y tres misivas de Delmira Agnstini y dos cartas de Alberto Zum Felde; 5) Cartas de N. Manino y Ricardo Más de Ayala, de las cuales una pertenece al último y cuatro —y un soneto— al primero. Corresponde ahora señalar que una gran parte de estas cartas carecen de indicación sobre el lugar de procedencia y que la mayoría de ellas no están datadas, lo cual ha originado, frecuentemente, dificultades para su ordenación. Se ha procurado en todos los casos la ordenación más lógica según el contenido de las cartas, aunque, desde luego, esa ordenación, desde un punto de vista estrictamente cronológico, sea, en algunos casos, sólo conjetural. El caso más difícil ha sido el de las cartas dirigidas a Enrique Job Reyes. El estudio de las mismas ha permitido, sin embargo, ordenarlas en cinco grupos: el grupo a) contiene diez postales y una carta enviadas desde Buenos Aires en 1908, más dos postales y una carta, que, a pesar de no tener la misma procedencia, se ubican aquí por su identidad de tono con las anteriores; el grupo b) está formado por tres postales dirigidas desde Minas; el grupo c) se integra con ocho postales y tres cartas, correspondientes a un segundo viaje de Delmira Agustini a Buenos Aires, en 1909; el grupo ch) abarca seis cartas que podrían denominarse correspondencia secreta, ya que su contenido evidencia que no sólo fueron escritas con desconocimiento de los familiares de Delmira Agustini (léase: su madre) sino con el temor de que esa correspondencia fuera descubierta por ellos; el grupo d) comprende diez y siete piezas escritas durante el noviazgo[3]. Una parte de este material ha sido ya divulgado, a través de publicaciones periódicas o de libros. De éstos, los más significativos son el de Ofelia M. B. de Benvenuto, titulado Delmira Agustini[4], y el ya mencionado de Clara Silva. El primero de los libros citados da a conocer las cartas de Delmira Agustini a Enrique Job Reyes. Pero las da a conocer parcialmente, ya que sólo recoge treinta y siete de las cincuenta y una que este volumen reúne. Además, se le pueden anotar numerosos errores de lectura y la ordenación es totalmente arbitraria, con lo cual el conjunto pierde sentido. Por otra parte, y salvo un texto de Rubén Darío, el libro desconoce el resto de la correspondencia de Delmira Agustini. En cuanto al libro de Clara Silva, solamente incluye, a modo de ejemplo, dos de las cartas de Delmira Agustini a Enrique Job Reyes; de la correspondencia Delmira Agustini - Alberto Zum Felde, publica sólo una de las cinco piezas, y da, asimismo, una sola de las cuatro cartas dirigidas por N. Manino a Delmira Agustini. La publicación en este volumen de las ochenta y cuatro piezas que lo integran procura —y sirvan como justificación las observaciones antes apuntadas— dos fines: continuar con la publicación del rico conjunto de cartas a y de Delmira Agustini que custodia el Departamento de Investigaciones de la Biblioteca Nacional, publicación que fue iniciada en “Fuentes”[5], donde se reunieron diez y ocho cartas dirigidas a Delmira Agustini —menos una, de Eduardo Acevedo Díaz— relacionadas con su obra literaria; completar y ordenar en forma coherente todo ese material relativo a la vida personal íntima de Delmira Agustini que se ha hecho conocer en forma incompleta y dispersa —y en ocasiones, deficiente— en libros o publicaciones periódicas, Es visto en conjunto y ordenadamente que estas cartas arrojan verdadera luz acerca de la vida de la poetisa uruguaya. El mito vital La crítica, en general, ha visto en Delmira Agustini —reitero— una doble personalidad, cada una de las cuales parece imposible conciliar con la otra. Por un lado, la señorita de vida apaciblemente burguesa, que vive bajo la tutela maternal; por otro, la poetisa que en raptos de inspiración, que nada tenían que ver con su vida normal, escribía sorprendentes poemas de quemante erotismo. Lo curioso es que los mismos críticos admiten —sin advertir que se contradicen— que en Delmira había un alma angustiada, como torturada por demonios interiores y que en su poesía es ostensible una premonición de su trágica muerte. La verdad es que en Delmira Agustini coexisten no dos sino tres personalidades: una, la de la apacible burguesa, máscara que oculta su yo profundo; otra, la de la mujer que no carece de una intensa experiencia interior y a la que no es ajeno un intenso erotismo real y no meramente poético, y que, sin duda por efecto de la presión de la tutela y del medio social, se debate en la angustia y bordea, por momentos, la neurosis; la poetisa, por fin, que cía expresión intensa, en sus mejores poemas, a ese yo profundo y real. Son estas dos últimas personalidades, nada incomunicables entre sí, las que se relacionan, y no la tercera con la primera que —repito— no es más que una máscara, una ficticia personalidad sobrepuesta por imposiciones ajenas al yo profundo de la poetisa. De este modo, el mito vital creado por la critica se destruye. El conjunto de cartas que este volumen reúne, con el agregado de algunos datos complementarios, corrobora, a mi juicio, las anteriores afirmaciones, y sorprende que siendo en gran parte conocidas no se haya visto con claridad en la situación Delmira Agustini. Conviene advertir, por otra parte, que no hay en lo dicho con respecto a la poetisa un enjuiciamiento moral sino simplemente una comprobación objetiva. La necesaria brevedad de estas páginas impide un análisis en profundidad del problema. Cabe, sí, formular algunas observaciones que fundamenten las anteriores aseveraciones. Las cartas dirigidas por Delmira Agustini a Enrique Job Reyes ofrecen varios puntos de interés. Destaco dos. El primero es que permiten —y según la ordenación en este volumen establecida— seguir con precisión las distintas etapas de las relaciones de la poetisa con Enrique Job Reyes. Las cartas de los dos grupos iniciales —las que corresponden al primer viaje, en 1908, de Delmira Agustini a Buenos Aires y las que envió desde Minas— denotan que entre la autora de Los cálices vacíos y Enrique Job Reyes se da esa situación que, exteriormente, aparece como una vinculación meramente amistosa, pero en la cual, interiormente, se insinúan elementos afectivos que van mucho más allá de la mera amistad. Pero el tono de estas cartas es cauteloso. No aparece nunca el tuteo, y, salvo en la 1/2 (dos), en la que la poetisa se permite algunas expansiones, se percibe el esfuerzo por contener la expresión clara y directa de cualquier estado afectivo intenso. En el segundo grupo —el que reúne las cartas enviadas por Delmira Agustini en ocasión del segundo viaje, en 1909, a Buenos Aires— la situación es muy distinta. En apariencia, son las cartas de una amiga a un amigo; en realidad, son las de una mujer ligada por vínculos amorosos a su destinatario, pero que, por imposición de alguna circunstancia, debe mantener ocultas esas relaciones. En el caso de Delmira, esa circunstancia se llamaba doña María Murtfeldt Triaca de Agustini, madre de la poetisa. Estas cartas podrían utilizarse para inferir algunas normas para elaborar un arto del disimulo. Se excluye el tuteo. Se cuentan trivialidades con un tono de infantil ingenuidad. Pero cualquier lector atento percibe lo qué hay por debajo del texto directo (aunque, según parece no lo percibió doña María). En cierto modo, son cartas escritas en clave. Pero hay más. Porque en los márgenes de muchas tarjetas postales, y con letra tan minúscula y disimulada que es preciso descifrarla con lupa hay expresiones que revelan claramente la situación real. Baste un ejemplo suficientemente esclarecedor: en la carta 1/28 (veintiocho), la anotación al margen es la que sigue: “Quique mío terido mi vida: La Nena siempre para tí, te tiere sempe más, y está loquita por verte”. La conclusión que se extrae de estas cartas es muy clara: Delmira Agustini vive, ante su madre, una situación de enmascaramiento. Se enmascara en ese ser ficticio que es “La Nena”, como la llamaban siempre sus familiares. Pero esa “Nena” -—la cándida, la ingenua, la de la muñeca famosa— tenía, por debajo, otra vida que su madre no sólo ignoraba sino que ni siquiera sospechaba. No está de más indicar que no veo nada demasiado grave en esas ocultas relaciones de la poetisa con Enrique Job Reyes. Lo que importa es la actitud de enmascaramiento subrayada. Sobre ella volveré más adelante. Paso ahora a considerar el cuarto grupo de cartas, en las que la situación cambia y avanza. Estas no son ya cartas con contenido visible para la madre y secreto para el destinatario. Estas cartas son ya “correspondencia secreta”, como escribe la misma poetisa en la carta 1/29 (veintinueve). El tono cambia. No se emplea ese lenguaje simuladamente infantil destinado a enmascararse ante la madre. Las cartas son la revelación plena del amor. De un amor secreto para los demás. Además, la carta 1/3 (tres) permite sostener que en estos amores ocultos no faltaban las entrevistas secretas. Allí se lee, en la cara posterior, y escrito con letra nerviosa e irregular lo siguiente: “Esta tarde no voy a poder salir sola me parece. Perdóname y espérame mañana a la misma hora y en el mismo sitió”. En nuestros días, es evidente, el hecho carecería de significación. Pero piénsese en la suma de audacia que suponía hacia 1910, cuando la misiva fue escrita. En cuanto al último grupo de cartas, corresponden al período del noviazgo oficial, De acuerdo con algunos ole los textos, es claro que muchas san misivas preparadas de antemano y que los novios se intercambiaban al finalizar las visitas de Enrique Job Reyes. Y aquí aparece el segundo punto que deseaba destacar. Casi todas las cartas están escritas en ese lenguaje simuladamente infantil que aparece ya en las cartas del grupo tercero. Se ha visto en esto una puerilidad incomprensible en Delmira Agustini y una nueva prueba de la existencia en ellas de esas dos personalidades sin explicable comunicación: la de todos los días y la de la poetisa que a sí misma se descubría en algunos raptos de inspiración. No creo que así sea. A mi juicio, se evidencia aquí otra manifestación de la ya mencionada voluntad de enmascaramiento que caracteriza tantos aspectos de la vida —y de la obra, como se verá después— de la autora de Los cantos de la mañana. Para su madre, se enmascara en “La Nena”; pero también se place en jugar, para su novio, al juego del candor, la ingenuidad y el infantilismo. ¿Por qué y para qué? Es difícil contestar a estas interrogantes. Es, sin duda, uno de los misterios de esta alma compleja y convulsionada. La correspondencia Delmira Agustini - Manuel Ugarte[6] plantea una situación precisa y, a la vez, una difícil interrogante. Manuel Ugarte fue —y es ésta la situación precisa— para Delmira Agustini no sé si el gran amor de su vida pero sí, con toda certeza, uno de sus grandes amores. Todas las cartas que dirigió al autor de Mi campaña hispanoamericana así lo evidencian. Pero hay una, la 2/10 (sesenta y uno), donde esa evidencia adquiere una total plenitud. Una plenitud que, además, da a la situación tintes dramáticos y desgarradores. Conviene destacar aquí algunos pasajes de esa caria: yo debí decirle que V, hizo el tormento de mi noche de. bodas y de mi absurda tuna de miel... Lo que pudo ser a la larga una novela humorística, se convirtió en tragedia. Lo que yo sufrí aquella noche no podré decírselo nunca. Entré a la sala como a un sepulcro sin más consuelo que pensar que lo vería. Mientras me vestían pregunté no sé cuántas veces si había llegado. Podría contarle todos mis gestos de aquella noche. La única mirada candente que tuve, el único saludo inoportuno que inicié fueron para V. Tuve un relámpago de felicidad. Me pareció un momento que V. me miraba y me comprendía. Que su espíritu estaba bien cerca del mío entre toda aquella gente molesta. Después, entre besos y saludos, lo único que yo esperaba era su mano. Lo único que yo deseaba, era tenerle cerca un momento. El momento del retrato... Y después sufrir, sufrir hasta que me despedí de V. Y después sufrir más, sufrir lo indecible. No es necesario más. La situación pasional de Delmira Agustini es bien ostensible. Los pormenores anecdóticos de las relaciones entre la poetisa de El libro blanco y el autor de El dolor de escribir no son bien conocidos, y se ignora, incluso, si todo quedó reducido a un simple intercambio epistolar. Pero no es esto lo que plantea la difícil interrogante a que me referí. Ella surge de la situación íntima de la poetisa. Casi todos loa críticos -—y especialmente las críticas— se han sentido pasmados ante el hecho de que una mujer de excepción, como Delmira Agustini, se hubiera enamorado de un hombre vulgar, como Enrique Job Reyes. No encuentro sorprendente que una mujer de excepción se enamore de un hombre vulgar, o, a la inversa, que de una mujer vulgar se enamore un hombre de excepción. El hecho ,no es tan inhabitual, Lo sorprendente es que una mujer de excepción, Delmira Agustini, se case con hombre vulgar, Enrique Job Reyes, estando, al mismo tiempo, pasionalmente enamorada de otro hombre de excepción, Manuel Ugarte. Y para enredar más la situación, ya de por sí compleja, conviene recordar que no es dudosa la atracción, carnal y/o afectiva, que Delmira Agustini experimentaba por Enrique Job Reyes. Los encuentros de ambos con posterioridad al divorcio no dejan dudas al respecto. Los testimonios abundan. Las crónicas de los diarios de la época, al informar sobre la muerte de la poetisa, mencionan esas entrevistas y aluden a las cartas que ella enviaba a su ex-esposo[7]. Piénsese ahora que la pasión de Delmira Agustini por Manuel Ugarte es anterior a su casamiento y que la correspondencia que aquí se publica es posterior a su divorcio. Esto es: mientras mantenía entrevistas de amor —de un amor nada platónico— con su ex-esposo, confesaba su pasión a Manuel Ugarte. Debe agregarse aúnque, simultáneamente, mantenía con otros corresponsales un intercambio epistolar de tono subidamente erótico, tal como lo certifican las cuatro cartas de N. Manino que integran la última sección de este volumen[8]. Por los mismos días, tampoco esquivaba otros galanteos, hecho que la carta de Ricardo, que completa la citada sección, comprueba. Hasta es posible, según algunos testimonios, que con él mantuviera entrevistas secretas. Y se afirma, incluso, que él fue el determinante de la tragedia, ya que Reyes sorprendió a la poetisa en momentos en que ella mantenía una entrevista con Ricardo[9]. Todo este intrincado laberinto de relaciones amorosas es suficiente, sin lugar a dudas, para esfumar definitivamente el mito de la apacible vida burguesa de Delmira Agustini y para abrir la difícil interrogante antes mencionada, ¿qué hay en la interioridad de Delmira Agustini cuando así procede? ¿De qué compleja sustancia está hecho su yo profundo? ¿A quién realmente amaba? No hay mirada que pueda penetrar hasta el fondo último de un alma. Y no pretendo hacerlo. Pero hay algo que, a mi juicio, es indudable: con estas actitudes se configura un comportamiento contrario al de la voluntad de enmascaramiento antes apuntada. El signo de estas actitudes es el de la liberación. Es un alma, diré así, que muestra a plena luz la violencia de una explosión vital, antes como contenida y sólo subrepticiamente manifestada. Por otra parte, este desenmascaramiento de la supuesta ingenua que escribía cartas con dicción infantil, se dio también ante el novio. En una carta dirigida por Reyes a la poetisa, después de su divorcio, le dice: “Te recordaré dos casos en que te mostré mi caballerosidad y buen proceder: uno, aquella noche en que quisiste ser mía y que yo me negué diciendo que jamás haría eso sin que primero fueras mía ante la ley y ante Dios. Tú, muchas veces, me recordaste esa noche, diciéndome que había sido noble y caballero contigo. Paulina fue testigo de esa noche de nuestra entrevista. La otra, fue aquella ves que me esperaste pronta para irte conmigo, y que yo también me negué a ceder a tus súplicas y te dije que jamás mancharía tu nombre y tu honor, cediendo a fogosidades de tu temperamento”[10], Es notorio que estos dos hechos tienen que ser ciertos, ya que es imposible imaginar que Reyes los inventara dirigiéndose a la misma Delmira Agustini. Y esto destruye del todo el que he llamado mito vital. ¿Es posible seguir sosteniendo que la de Delmira Agustini fue una apacible, inmaculada vida burguesa, carente de experiencia erótica. Tanto las cartas a Enrique Job Reyes como lo que éste expresa en la suya, hacen difícil seguir sosteniendo, como se ha hecho, que Delmira Agustini sólo soñaba con un amante ideal, quimérico e inalcanzable. Deseaba, indudablemente, un muy real amante de carne y hueso. Y que la vivencia real del amor —y no solamente poéticamente soñada— la tuvo no sólo con Enrique Job Reyes lo hace ostensible el conjunto de esta correspondencia. Y desde otro punto de vista, esta situación, que, como se verá más adelante, tiene su equivalente en la evolución de su quehacer poético, encuentra confirmación en las cartas intercambiadas con Rubén Darío[11]. Las dos cartas dirigidas al poeta, por quien experimenta visiblemente una especie de enamoramiento mental, son un verdadero desnudar el alma ante los ojos ajenos. No es preciso un mayor comentario a estas cartas. Ellas hablan por sí solas de un alma torturada, en la cual los desgarramientos de la angustia se convierten en neurosis y casi lindan, según la misma poetisa, en demencia. “Yo no sé —escribe— si usted ha mirado alguna vez la locura cara a cara y ha luchado con ella en la soledad angustiosa de un espíritu hermético. No hay, no puede haber sensación más horrible”, ¿Para qué comentar o transcribir más? No es necesario. Cabe, en cambio, subrayar la maravillosa calidad humana que irradian las cartas de Darío. Para la angustia de la poetisa tiene palabras que destilan, en su serena sabiduría, el zumo más hondo de una vida. Son, en verdad, la expresión de una dolida experiencia vital. Pero lo realmente estupendo es que esas palabras tan serenas y reconfortantes fueron escritas por quien también vivía en un estado de dolorosa angustia: “Enfermo, abrumado de nervios, escribo estas líneas para decir mis agradecimientos a Dafne. Dafne?” — escribe Darío en la carta 3/5 (setenta y dos). Subrayo, asimismo, la calidad literaria de estas cartas, donde todo está tan bien, profunda y brevemente dicho[12]. Un resumen de lo hasta aquí expresado, previamente a la consideración del mito estético, es ahora necesario para que queden precisadas con nitidez las ideas sustanciales que articulan estas páginas. Ese resumen puede sintetizarse en tres observaciones. Primera. La crítica, reitero, ha visto en Delmira Agustini una escisión en dos personalidades incomunicables entre sí: la de la ingenua niña burguesa que vive una apacible vida despojada de toda experiencia vital honda y la de la poetisa arrebatada por un numen que le dicta poemas de intenso erotismo. A mi juicio, la correspondencia que aquí se publica y los datos sobre la vida de la poetisa que este prólogo recoge son más que suficientes para destruir esa falsa imagen. Segunda. No dos sino tres personalidades pueden discernirse en Delmira Agustini, tal como se ha indicado antes. Una personalidad que es pura superficie o apariencia —mera personalidad social— conformada por la presión del ambiente y de la tutela materna (que sólo quiere que Delmira Agustini sea “La Nena”); la personalidad que corresponde al yo profundo de la poetisa, rica en experiencia interior, que no desconoce la experiencia amorosa e, incluso, la intensamente erótica; la personalidad poética, que resuelve en creación las vivencias de la segunda personalidad, nada incomunicable con la última. Tercera. En la vida de la poetisa uruguaya son bien claramente perceptibles dos períodos: uno en el que su personalidad real, su yo profundo, se cautela en su personalidad ficticia, social; otro, al final de su vida, en el que esa cautela desaparece. Un período, pues, de enmascaramiento —ante la madre, ante el novio, ante la sociedad— y otro de liberación —en el que la máscara es arrojada a un lado y se muestra sin reticencias el rostro verdadero. Esta pendulación de enmascaramiento a liberación se da, asimismo, en la creación poética de Delmira Agustini. A esa correlación entre vida y obra, entre enmascaramiento y liberación y creación poética, me referiré más adelante, al llegar a las conclusiones finales de este trabajo. Antes, es imprescindible enfrentar el otro gran mito creado en tomo a la poetisa de Los cálices vacíos: el mito estético. Deberé hacerlo muy someramente. Pero un mínimo de consideraciones al respecto son inevitables. El mito estético Tres son los libros publicados por Delmira Agustini: El libro blanco (1907), Cantos de la mañana (1910) y Los cálices vacíos (1913). Este último se compone de tres secciones: la tercera antologiza 30 de los 51 poemas del libro de 1907; la segunda reproduce íntegramente el libro de 1910; la primera reúne 21 poemas inéditos que, según una advertencia Al lector, son un adelanto de un libro futuro, Los astros del abismo, el cual, en el sentir de la poetisa, sería “cúpula” de su obra. Esta tercera sección, y prescindo de un olvidable poema en francés que inaugura el libro, se compone, a su vez, de tres partes: Los cálices vacíos, Lis púrpura y De fuego, de sangre y de púrpura. Diez años después de la muerte de la poetisa se publicaron dos tomos, que reúnen sus poesías completas, y a los que se tituló El rosario de Eros y Los astros del abismo.[13]. Estos dos tomos recogen todos los poemas de los tres libros publicados por Delmira Agustini y agrega algunos otros que permanecían inéditos. De estos, hay algunos compuestos entre los diez y los quince años, que no tienen otro interés que el sicológico de demostrar que la vocación poética de la autora de Los cálices vacíos fue una eclosión precozmente infantil; otros continúan la línea de los 21 poemas inéditos incluidos en el libro recién citado. Fueron escritos en el último año de vida de la poetisa y debían formar parte, sin duda, del anunciado libro Los astros del abismo. Algunos de éstos sus últimos poemas se incorporan al conjunto de los mejores escritos por la poetisa. Todo este “pus” poético puede escindirse, sin esfuerzo, en dos vertientes: la primera, que admite la denominación de poesía no-erótica, comprende 44 poemas de los 51 de El libro blanco, algunos de Cantos de la mañana y dos o tres de los póstumos (dejó de lado, naturalmente, los poemas infantiles carentes de significación); la segunda, que debe denominarse poesía erótica, se forma con los siete poemas que, bajo el título Orla rosa, constituyen la parte final de El libro blanco, algunos de Cantos de la mañana, los 21 inéditos de Los cálices vacíos y la casi totalidad de los postumos. Si Delmira Agustini hubiera escrito sólo los poemas de la vertiente no-erótica, sería no más que un interesante poeta menor dentro del modernismo literario del Río de la Plata[14]. Los poemas de la vertiente de poesía erótica, no obstante los altibajos de calidad ostensibles incluso dentro de un mismo poema, son, en cambio, una de las expresiones perdurables de la poesía uruguaya del novecientos. Y algunos de sus poemas pueden situarse entre los culminantes de la lírica femenina de lengua española. El poema inicial de Los cálices vacíos está dedicado a Eros, a quien la poetisa ofrenda el libro. Y Eros, en verdad, desde los poemas de Orla Rosa basta los finales, es el dios inspirador de lo mejor de su creación poética. Este Eros de Delmira Agustini es dios que babita y enardece la Carne, aunque ésta, a veces, se disfrace de Alma, cuando, por la misma intensidad del ardor erótico, siente que se trasciende a sí misma. A Eros, la poetisa pide, para el Amante, el frenesí de la posesión, y para la Amada, el delirio de la entrega: Eros, yo quiero guiarte„ Padre ciego, Pido a tus manos todopoderosas su cuerpo excelso derramado en juego sobre mi cuerpo derramado en rosas, (Otra estirpe). Eros, asimismo, procura constantemente la embriaguez del deseo: Y era mi mirada una culebra apuntada entre zarzas de pestañas, al cisne reverente de tu cuerpo. Y era mi deseo una culebra glisando entre los riscos de la sombra a la estatua de lirios de tu cuerpo. (Visión). Este Eros intensamente carnal es, en fin, el motor que dinamiza la parte mejor de la creación poética de Delmira Agustini. Para ella, todos los caminos conducen a Eros, o, a la inversa, de Eros arrancan todos los caminos que conducen a estados de plenitud vital. Basta con la lectura de dos de sus poemas culminantes, Plegaria y El cisne, para hacer sentir cómo es Eros, el más carnal de los dioses, el corazón mismo de esta poesía. En Plegaria, la poetisa utiliza la estatua, como en otros poemas, con un valor simbólico. En este poema, la actitud de la poetisa ante las estatuas es doble. Por un lado, y en tanto que son un símbolo “solemne de la calma”, —de esa calma que fue, sin duda, siempre elusiva para la poetisa—, la fascinan hasta hacerle velen ellas “crisálidas de piedra / de yo no sé qué formidable raza / en una eterna espera inenarrable”. Pero, por otro lado, y en tanto que desconocen los “frutos deleitosos de la Carne”, solamente pueden inspirarle piedad. Y piedad es lo que pide a Eros para estos “sexos sacrosantos / que acoraza de una / hoja de viña astral la Castidad”. No es preciso ser Freud para saber qué se oculta tras la alegoría, ni de que son símbolo esas estatuas. Lo que apiada a la poetisa no es que las estatuas en su significación simbólica carezcan de Vida sino de Eros, porque, en rigor, para ella, sin Eros no hay vida. En El cisne, no se menciona a Eros, pero de todos los poemas de Delmira Agustini, quizás sea éste el más ardientemente erótico, el más traspasado de delirio desnudamente sexual, que la forma simbólica que adopta no oculta sino que hace más incisivamente evidente. Todo el poema canta y hasta analiza —a través de la resurrección del mito de Leda y el Cisne— el arder de la carne incinerada por el fuego erótico. ¿Cómo se explica que este nunca disipado ardor erótico que irradian los mejores poemas de Delmira Agustini haya sido visto como un estado de exaltación casi mística, con aperturas a lo trascendente y derivaciones metafísicas, e, incluso, religiosas? ¿Cómo se explica lo que en las páginas iniciales llame mito estético? Varias causas pueden explicarlo. Me detengo sólo en una que está dentro de la poesía misma de la autora de Los cálices vacíos. Para ella, toda la Vida se le hace Eros. Lo que equivale a que Eros y Vida sean una misma cosa. Son, para la poetisa, intuiciones intercambiables. Ocurre, entonces, que al cantar a Eros, se trenzan en su canto todo un conjunto de temas que, fatalmente, se engarzan en toda meditación sobre la Vida. Su poesía está sembrada de alusiones a la Muerte, al Tiempo, al Dolor, al Misterio... Esas alusiones no pasan de meras alusiones, que, en los mejores momentos, dan origen a alguna metáfora hermosa o sorprendente: “No hay lágrimas que laven los besos de la Muerte “El límpido silencio se creería / la voz de Dios que explicara el Mundo”. Pues bien: esas alusiones y metáforas pueden inducir al error de creer que muy debajo de esta poesía tan crudamente carnal un elemento metafísico, Pero ese elemento no existe. O se da, todo lo más, como una confusa virtualidad, como una apetencia nunca alcanzada. En Lo inefable, donde la autora dice que la mata “un pensamiento mudo como una herida”, pensamiento que devora “alma y carne, y no alcanza a dar flor”, es la poetisa misma quien confiesa su impotencia metafísica. Alusiones. Larvas de temas trascendentes. He ahí lo que puede rastrearse en la poesía de la uruguaya. Pero no esa metafísica implícita (que no por implícita deja de ser clara, distinta y coherente) que Antonio Machado sostenía encontrarse en la obra de todo gran poeta. Hay otra causa que ha permitido sentir esta poesía aureolada de un aire místico y trascendente. En muchos de sus poemas, Delmira Agustini parece cantar a un amante más soñado que concreto. O, por lo menos, oculta al amante real tras la alegoría. De este modo, su poesía adquiere, en algunos poemas, un tono de oración o ruego dirigidos a Eros. Y ese tono puede confundirse con un estado próximo al éxtasis. Puede confundirse pero nunca asimilarse a él. Porque la poetisa está muy lejos de dirigirse a una realidad trascendente al mundo. Por lo contrario, está muy inmersa en él. Hay, sí, en sus poemas más intensos, una embriaguez vital tan poderosa que parece imantada por una divinidad. Pero se trata sólo de un espejismo: en la poesía de Delmira Agustini no hay ni metafísica, ni mística ni religiosidad; hay sólo una ardiente embriaguez erótico-vital. Esta embriaguez se articula con el yo profundo de la poetisa, con la experiencia vital e interior que muchas veces se le ha negado, creando el falso problema de cómo pudo construir un mundo poético ajeno a toda experiencia de base real. Enmascaramiento y liberación En la trayectoria vital de Delmira Agustini, señalé antes, se perciben claramente dos períodos: uno de enmascaramiento y otro de liberación. Estas dos vertientes vitales tienen su correspondencia en la creación poética de la autora de Los cálices vacíos. Esa correspondencia es ostensible a través de los procedimientos con que elabora su mundo poético. Para comprobarlo, sólo es necesario realizar ima rápida recorrida del itinerario que traza el tema erótico en las distintas etapas de su creación poética. En los seis poemas que forman la parte final, Orla rosa, de El libro blanco, el tema se presenta por primera vez. Pero lo hace cautelosamente, con la tenuidad de una luz inicial. La Carne se disfraza de Alma. Todavía hay más Amor que Eros, aunque Eros no está ausente: es como una presencia oculta entre las sombras. En dos poemas. Amor y El intruso, la presencia de Eros se hace ya más nítida, pero no con la pujanza excluyente con que se presenta en los posteriores poemas de Delmira Agustini. En general, el tono de estos poemas está dado en dos estrofas, la primera y la última, del poema Intima: Yo te diré los sueños de mi vida, en lo más hondo de la noche azul... Mi alma desnuda temblará en tus manos, sobre tus hombros pesará mi cruz. .............................................. Vamos más lejos en la noche, vamos donde ni un eco repercuta en mí, como una flor nocturna allá en la sombra yo abriré dulcemente para ti. En los poemas eróticos de Cantos de la mañana y Los cálices vacíos, el tema alcanza su mayor intensidad. Eros es ya una presencia que esplende a plena luz. Pero, entonces, de dos cosas ocurre una: o el amante es meramente soñado (Visión) o el poema adquiere formas alegóricas o próximas a ellas (Fiera de amor, El cisne, Plegaria). Con lo cual hasta el yo de la poetisa queda como cautelado o disimulado. En pocos poemas se concreta un amante real; el yo lírico no se manifiesta directamente. Y estos poemas no son los más intensos. Por consiguiente: en toda esta zona de la poesía de Delmira Agustini, hay modo de enmascaramiento lírico. Eros se enmascara en Alma; Eros se enmascara en Sueño; Eros se enmascara en la forma alegórica. Muy distinta es la situación de los poemas publicados póstumamente y que debían, sin duda, formar parte del anunciado libro Los astros del abismo. Escritos seguramente en el último año de la vida de, la poetisa, corresponden de lleno a su período de liberación. Y en ellos todo enmascaramiento del tema erótico desaparece. La poetisa no cautela ya su yo: es ella misma la que canta y a un amante bien real y concreto La intensidad del tema erótico no procura disimularse y se entrega en plenitud([15]. Y entre estos poemas, hay uno, Mis amores, en el cual no sólo se dan los trazos indicados sino que también vale por una confesión, que contribuye a diluir el mito vital. Es evidente que la poetisa no se refiera a sueños sino a realidades cuando —transcribo unos fragmentos aislados— canta en Mis amores: Hoy han vuelto. Por todos los senderos de la noche han venido a llorar en mi lecho. ¡Fueron tantos, son tantos! Yo no sé cuáles viven, yo no sé cuál ha muerto. Me lloraré yo misma para llorarlos todos. La noche bebe el llanto como un pañuelo negro. Sobre toda su luz; sobre todas sus llamas, se iluminó mi alma y se templó mi cuerpo. Con tristeza de almas se doblegan los cuerpos sin velos, santamente vestidos de deseo. Imanes de mis brazos, panales de mi entraña como a invisible abismo se inclinan a mi lecho. Admito que, como en toda creación poética, hay en este poema una intensificación de la realidad. Pero es indudable que —léase el poema en total— él está cargado de sustancia íntima autobiográfica. Y hasta aventuraría la conjetura de que, cuando en la parte final del poema, se dirige a un solo ser amado, éste puede ser Manuel Ugarte. Para finalizar Estas páginas solamente procuran fijar una imagen de Delmira Agustini que, a la luz de la documentación que sigue, creo más real, en algunos aspectos, que las que se han esbozado hasta ahora. Entiendo que no es irreverencia entrar en la intimidad de un creador. Esa intimidad, sin lugar a dudas, arroja luz sobre su obra, la ilumina y la hace comprender mejor. Por otra parte, en muchos casos, es un aporte interesante para esa ciencia que Ortega y Gassett llamaba “conocimiento del hombre”. Notas: 1) Silva, Clara. Genio y figura de Delmira Agustini. Buenos Aires, E.U.D.E. B. A. 1968. (2) Zum Felde, Alberto. Proceso intelectual del Uruguay y crítica de su literatura. Montevideo. Imprenta Nacional Colorada, 1930. Cabe agregar que A.Z.F. no niega la intensa carnalidad del erotismo de la poesía de D. A. y manifiesta que no puede asimilarse a estados místicos, Pero afirma que la trascendentalización de lo carnal es lo sustantivo de esa poesía. [3] Las piezas que se incluyen en este volumen son custodiadas en el Departamento de Investigaciones de la Biblioteca Nacional Fueron donadas por o adquiridas a Magdalea Badin de Agustini, Alina Reyes, Antonio M. Trabal y Hugo D. Barbagelata. Los originales de las dos cartas de D.A. a R.D. actúan en el “Archivo Rubén Darío” de Madrid. Todos los originales, tanto los de D.A. como los de los otros corresponsales son manuscritos, y en muchos casos, especialmente las cartas de D.A. a E.J.R., han presentado graves dificultades de interpretación.
[4] Benvenuto, Ofelia M. B. de. Delmira Agustini. Montevideo, Editorial Ceibo, 1944.
[5] Fuentes. Órgano del Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios. Año I, N° 1, Agosto 1961.
[6]
Las cartas de D.A. a
M.U. fueron entregadas, muchos años después de escritas, por el
destinatario al escritor uruguayo Hugo D. Barbagelata. En artículo
publicado en Cuadernos Americanos (México, setiembre-octubre,
1953), H.D.B. expresa que otras cartas de D.A. a M.U. fueron quemadas,
en un arrebato de celos, por la esposa del escritor argentino. [7] Tanto la prensa uruguaya como la argentina, al informar sobre el homicidio, hacen reiteradas alusiones a estos dos hechos. No se efectúan aquí transcripciones, ya que es material reservado para el volumen indicado en la nota (6). Por otra parte, en el Departamento de Investigaciones se custodia el sobre de una carta dirigida por D.A. —la letra es sin duda alguna suya— a E.J.R. y con la dirección —Andes 1206— donde vivía E.J.R. y en la que se realizaban las entrevistas amorosas de los dos ex- esposos. Esto confirma de modo indudable que, con posterioridad al rompimiento, D.A. escribía "a E.J.R.
[8] Quien era este N. Manino no se sabe. Pero es incuestionable el interés de estas cartas no sólo como testimonio de un aspecto de la vida de D.A. sino también porque permiten intuir un personaje pintoresco en el autor de las mismas. La brevedad impone no detenerse a comentar estos cuatro textos. Y, sin embargo, sería interesante hacerlo. Las cartas adquieren por momentos un tono casi delirante.
[9]
Este Ricardo era
Ricardo Más de Ayala, conocido en la sociedad montevideana por sus
aficiones donjuanescas. Las crónicas periodísticas del crimen sostienen
que el arranque homicida de E.J.R. tuvo su causa en que sorprendió a D.A.
con un cortejante. Algunas crónicas, aunque se refieren detalladamente a
este cortejante, no mencionan a R. M. de A. directamente (por ejemplo:
“La Tribuna Popular” del 7/VII/1914, que informa extensamente sobre la
tragedia bajo estos titulares: El amor que mata. - La poetisa Delmira
Agustini ha muerto trágicamente. - Ayer, su esposo, Enrique J. Reyes, la
ultimó a balazos. - Y luego se suicidó descerrajándose un tiro en la
cabeza. - Detalles completos del sangriento episodio). Pero alguna
menciona directamente a Más de Ayala “(Crítica”. 7/VII/1914). [10] Esta carta, cuyo texto íntegro puede leerse en el citado libro de Clara Silva, se reserva para una publicación futura que reunirá material sobre el divorcio y muerte de D.A. Conviene advertir aquí que no se incluye en el cuerpo de esta correspondencia una carta de D.A. a E.J.R,, cuyo texto es el siguiente: Enrique: he resuelto suspender toda explicación, Así que no vengas esta noche. Sería inútil porque no estaré en casa. Y mañana, por mi gusto, por resolución mía me voy a Sayago, dando por terminado el asunto. Mi resolución es irrevocable, inútil toda tentativa. Delmira”. Se trata de un pliego de dos hojas. En la cara posterior de la segunda se lee: “Pasado mañana en Villa Delmira”. La exclusión de este texto se debe a que es dudoso si pertenece al período del noviazgo o si es posterior al casamiento.
[11] La relación personal entre D.A, y R.D. se inició en 1912, en oportunidad de la gira por países sudamericanos del poeta nicaragüense, organizada por los hermanos Alfredo y Armando Guido, editores de la revista “Mundial”. El 13 de julio de 1912, R.D. visitó a D.A. El encuentro personal acreció la admiración que la poetisa sentía por el autor de Cantos de vida y esperanza y la incitó a confesarse ante él, iniciando así el diálogo epistolar. En una breve página inédita, que se custodia en el Departamento de Investigaciones, D.A. ha consignado un recuerdo de la visita de R.D. a Montevideo. Estas líneas, tituladas Para la historia, dicen así: ‘'Hoy domingo 6 de octubre a las 10 y 2 a.m. (hora de la matriz) abordo del vapor holandés “Zeelandia” titi'acado a la dársena A, vi al Sr. Rubén Darío. Vestía un traje color “piel de pantera", llevaba gorrita a (o maquinista; las manos en la espalda y se chupaba los labios y la lengua, indefinidamente; miró la ciudad unos cuantos minutos y volvió a la cámara. A las 10 y 32 sonó la primer pitada. A tas 10 y 36 en la calle Solís, pasado Piedras, encontré al académico Rodó que llevaba dirección al puerto. Me miró; (con horrible genuflexión de su rostro encantador...”).
[12]
Sobre la
correspondencia Delmira Agustini - Alberto Zum Felde, unas pocas
palabras. No es visible allí una relación amorosa. Aunque postulan una
atmósfera de amistad intelectual muy caldeada de temperatura afectiva.
“Yo no sé porqué presentí siempre —escribe D.A.— que habíamos
caído a la vida desde la misma estrella’’. Estas palabras figuran en
la carta inicial, sin duda la más importante de esta sección del
epistolario, por lo que tiene de carácter confesional. Como detalle
descriptivo pintoresco se puede señalar que una de las misivas de D.A.
se halla escrita a lápiz en trozo rectangular de seda de la mejor
calidad, y las otras, en lujoso papel japonés, con un llamativo grabado
en colores en el ángulo superior derecho.
[13]
[14] Los más destacables de estos poemas son algunos de Cantos de la mañana y El poeta leva el ancla .... La sed, de mi numen a la muerte, Mis ídolos, Mi oración y La siembra, de El libro blanco. (15) Advierto que éste no es un juicio de valor sino simplemente una caracterización. No sostengo que estos poemas sean superiores a los mejores de Los cálices vacíos. |
por Arturo Sergio Visca
Publicado, originalmente, en: "Ensayos sobre literatura uruguaya"
Este libro pertenece al plan de publicaciones
de la BIBLIOTECA NACIONAL realizado a través de la Comisión Nacional de Homenaje
del Sesquicentenario de los Hechos Históricos de 1825.
Publicaciones de la Comisión Nacional de Homenaje del Sesquicentenario de los
Hechos Históricos de 1825 - Montevideo - 1975
Link del texto: http://www.autoresdeluruguay.uy/biblioteca/Arturo_Sergio_Visca/lib/exe/fetch.php?media=asv_-_ensayos_sobre_literatura_uruguaya_red_.pdf
Ver, además:
Delmira Agustini en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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