Borrachera cuento de Arturo Sergio Visca |
La atmósfera de la noche está pesada de humedad, como si el aire, estremecido por algún desconocido espanto, sudara. No obstante, una luna de un intenso amarillo rojizo, fija en un cielo de misteriosas tonalidades, se yergue hierática y tremenda por delante de una nube que amenaza cubrirla. Parece esperar, rígida y orgullosamente, la embestida. A ras del suelo la humedad es pegajosa y densa. Se adhiere a los zapatos, a la ropa, a las paredes. Oleaginosamente. Con ansia de pulpo. Y el silencio, un silencio de muerte, ahogante, hace más pesada la humedad, que se constriñe en un esfuerzo inaudito por atravesar la invulnerabilidad de la piel. Tendido en el suelo, entre el silencio y la humedad, el viejo recobra el conocimiento. Percibe, primero, como llegando a través de tensos hilos eléctricos, una respiración jadeante y otra más pausada. Luego, un murmullo de palabras que rápidamente se acalla. Pero ya no siente ni el dolor del golpe, ni la humedad que se le pega al cuerpo envolviéndolo en una laxitud acogedora. La cabeza sobre una piedra, el cuerpo y las piernas sobre el duro suelo, todo él esta aquietado, como sumergido en un baño de agua tibia. De
un bar cercano, y no obstante misteriosamente invisible, llega una música
grave, que hendiendo la noche se enrosca por todo su cuerpo. Queda
con los ojos duros clavados en la luna.
Al
principio todo había sido muy sencillo. Los tres hombres, sentados en
torno de la hoguera, estaban en la casa semi-destruida. La casa sin techo,
abierta a la noche, y de la que sólo recordaban la forma de una casa, los
restos de paredes blanqueadas y sucias, con sus venas, en parte, de rojos
ladrillos, y los ojos de las ventanas abiertos ¡innecesariamente a la
noche. -Ya
va'star, -dijo uno. Y
un brazo musculoso removió una lata de aceite colocada sobre la hoguera.
Era El Cumbre. Lanzó un potente salivazo por encima del fuego, y miró al
Irlandés que contestó con un gruñido. Con infinitos cuidados, como si
meciera a un recién nacido, armaba un cigarrillo. Miró a El Cumbre con
sus ojos grises e inexpresivos, que miraban y parecían no mirar, y siguió
armando. El Cumbre se dirigió al tercero: -¿Y
vos qué decís, viejo? ¡Vos sos más sonso que una mosca! El
viejito, no le contestó. Con la mirada quieta en la hoguera, veía a las
brasas arrojar al suelo, difundiéndose en la noche, su violento rojo.
Miraba con sus pequeños ojos, constantemente avergonzados, que parecían
siempre pedir disculpas, y que se ceñían, al sonreír, de unas tristísimas
patas de gallo. Ojos de alcoholista que lucha tenaz e inútilmente contra
el vicio que lo traga. Pero esta noche iba a beber poco de la mezcla de
alcohol azul y azúcar cortada con limón, que ahora se calentaba
en el fuego. Lo suficiente como para, hundido en recovas de silencio,
poderse explicar lo inexplicable. A
través de un hueco de la pared, veía un tranvía detenido en la calle,
contra un vicio depósito de grisáceas paredes llenas de revoques. Y
contemplaba a la noche, llena de matices rojos que, desde las luces del
tranvía, ascendía hasta el cielo, como el duro perfil de un hombre. -Tomá. La
mano de El Cumbre le alcanzó la lata con el brebaje ya preparado. Bebió
el primer sorbo. Luego
las cosas se habían complicado. Ya el alcohol hacía efecto sobre los
tres hombres. El Viejito sonreía, cabalgando por el aire arrastrado por
un ala sutilísima, escondida entre la noche. El Cumbre sentía como
siempre una furia reconcentrada que lo ahogaba. Una ira más suerte que su
pecho y que le golpeaba el pecho, como queriéndolo hacer reventar. Se
revolvía inquieto sobre la piedra, y arreciaban los salivazos,
sobre el fuego. El Irlandés, perdido ya dentro de los cerrados campos de
su mutismo, tenía fija la mirada sobre El Cumbre. Los ojos de los tres
hombres adquirían un brillo extrañamente nublado. El
Cumbre había dicho: -
A vos, Irlandés, te volteo con una mano atada. ¿Tamo o no stamo? El
Irlandés no había contestado. Pero seguía con la mirada fija en el
otro. Y ni siquiera lo veía. Estaba perdido en una noche helada y lejana,
cuando era marinero. Recordaba a la muchacha, pero no recordaba como se
llamaba, n¡ en qué puerto fue. Trataba de ubicarla con líneas más
precisas en su mente. Era... No
me mirés fijo. En
la voz había habido una implícita amenaza. ...
por el norte. Había nieve. Eso sí, sabía. -Qué
no me mirés fijo te digo! Y
la amenaza implícita en la voz se había trocado en acto. El Cumbre se
había levantado. El Irlandés lo seguía mirando fijamente. Pudiera ser
que se llamara.... -¡Hijo
de mil perras! El
Cumbre había dado un primer golpe. Un golpe preciso y seguro en el mentón.
Y El Irlandés, que había tenido estrictamente el tiempo necesario para
ver llegar a su rostro el puño y el brazo, que le habían parecido
inauditamente gigantescos, había caído al suelo sentado. El Cumbre,
lenta pero intransigentemente, con una certeza brutal fija en sus ojos
duros como dos bolitas de acero, se había acercado al otro, que era un
indefenso muñeco ya. Lo había levantado con la mano izquierda, y con la
otra mano, abierta, había empezado a darle, metódica y lentamente,
feroces cachetadas. Pero como si hubiera estado sujeto por una mano más
tenaz que la del otro, que lo hubiera aquietado por dentro cercándolo de una
intangibilidad más poderosa que los golpes, El Irlandés, había
permanecido inmóvil. Su cara había adquirido una perfecta inmutabilidad,
y sólo un reflejo de emoción, -pudor o miedo-, se había traslucido en
su rostro, a través del rojo grisáceo que le había coloreado la frente. -¡Y
ahora te voy a dar a vos! Y
dejando al Irlandés, que, otra vez, impasible, con la implacable serenidad
de un ídolo, se había sentado en el suelo, El Cumbre se volvió
hacia El Viejito, llenándolo de injurias que el otro había soportado
sonriendo, como si las palabras le fueran ajenas y lo rozaran
apenas, resbalándole sobre la piel sin tocarle los nervios.
Pero la sonrisa, con su idiota y bondadosa resignación, había
enfurecido más a El Cumbre que con los puños en amenazante tensión, se
había dirigido hacia
donde estaba El Viejito. -¿Qué? La
palabra más que una interrogación, había sido la expresión de una
atemorizada sorpresa. El Viejito se había levantado. -¡No! Pero
el puño le dio de lleno en
el pecho. La cabeza al caer golpeó contra una piedra.
Los ojos inocentes y suplicantes y llorosos, quedaron vueltos hacia
el cielo. En torno se durmió la noche. Sintió que se hundía,
vertiginosamente, en su humedecida oscuridad. Ahora,
con los ojos duros clavados en la luna, escucha la música grave que,
hendiendo la noche, se le enrosca por todo el cuerpo. Siente las notas
lentas subirle por las piernas, con la febricitante y calmosa avidez con
que se chupa la primer pitada de un toscano. Y le suben, como ese humo
picante, por el vientre, le atraviesan el tórax y le atan un nudo de
angustia en la garganta. La música lo yergue por encima de su miseria.
Como si lo arrancara, con la mugre vuelta limpia de golpe, del suelo donde
está tendido. Y lo eleva, con alas en rápido pero suave ascenso, hasta
allí donde olvida la memoria de su carne. La música lo
mece en una rápida sucesión de imágenes.
Siente, eso sí, el inmenso palpitar del corazón, como un bicho
enjaulado. Pero es un bicho tiernísimo y doloroso, con enceguecidos ojos,
bebiendo sangre. A través del hueco de la pared ve la imagen lejana del
viejo depósito de la Aduana, recortado difusamente en la neblina, que
parece balancearse. Y el depósito, le es ahora amigo y familiar, como si
todo él cupiera en su corazón que palpita tremendamente. Se siente viejísimo.
Casi anterior al mundo y a las vastas noches que el mundo abarca.
Desciende ahora con las alas que lo habían elevado. Pero desciende hacia
atrás en el tiempo. Como si el tiempo, en violentos e innumerables
golpes, fuera arrojando los incontables minutos y segundos que compusieron
su vida. Llega hasta su infancia. Y su infancia transcurrió cuando el
mundo aún no existía. Su infancia es un conjunto de vertiginosos minutos
y segundos, todos unos, blancos, inmaculados de podredumbre y piojosa
barba. Con una limpidez en la que no se eleva un recuerdo. Tendida en una
línea donde quizás el único resorte aun viviente es una tremenda y
ciega maternidad. Allí,
sobre su infancia límpida reposa. Su cabeza no está
sobre la piedra en que, está. Sus
piernas no calzan estos duros pantalones. El Viejito es un niño. Un
tremendo e inmaculado niño puro. -Tas
callado, viejo. La
escupida le pasa rozando la cara. Pero la voz gangosa, las palabras
entrecortadas saliendo de la garganta borracha, son, para Viejito, apenas
un pequeño arrullo lejano. Lejanísimo
como una flor en el cielo. Un sonido tal como el de un montón de
estrellas que chocaran. Que chocaran... -Contestá,
ché viejo. ¿Tamo o no stamo? La
música de la radio ha callado. Se constriñe el silencio de la noche. El
mundo parece dormir. Se oye de golpe elevarse y perderse en el aire la voz
aflautada y débil de una muchacha, y el taconear en la vereda de una
invisible pareja. -Ta
bien. El
salivazo le pega en la frente. No lo siente. Cierra los ojos y parece
quedar dormido. Y su rostro
adquiere súbitamente una cualidad casi infantil. Transfigurado, ceñido a
sus líneas más puras y definidas, se aquieta en una infinita serenidad.
Hasta la noche parece apretar el silencio sobre su cuerpo. El Viejito está
muerto. La
absoluta inmovilidad del cuerpo atrajo la atención de El Cumbre, que lo
miró fijamente. Bebió otro sorbo de la lata y se acercó a El Viejito
tocándole bruscamente un brazo. -Viejito!
... Escuchá, viejo. El
Cumbre quedó rígido. Miró al Irlandés, que ya dormía, roncando
sonoramente. -¡Viejito!,
-repitió, y su voz se hizo quebrada y dura como las notas de un órgano
descompuesto. La borrachera se le concentró íntegramente en los ojos,
acerados y duros, con un brillo que parecía apagarse tras una tenuísima
capa de lágrimas no vertidas. Y de golpe comprendió, poseído de un
indomable e interno estremecimiento.
Los labios aterrorizados se le afinaron en una sola línea. Rectos
e impotentes para el sollozo. -¡Hermano!
Pero, hermano, yo también te quería! Sacudió
ahora bruscamente la cabeza del muerto, con rabia, con concentrado ruego,
como queriéndolo volver una vida ya imposible de darle. Cuando soltó la
cabeza, esta retumbó sobre la piedra sordamente. Y El Cumbre miró al
cielo, cada vez más rojo de tremenda humedad. -¡Hermano!
¡Qué hiciste, hermano! La
muerte del Viejito le parecía tan imposible, como imposible era una súbita
dicha. Tiró la lata que aún tenía en la mano izquierda, sintiendo
que toda su carne miserable y sucia se le hacía diáfana, poseída por
una tremenda piedad. Una piedad sin límites.
Pero al mismo tiempo, un odio inmenso, un odio que no sabía contra
quien se dirigía, se asociada a su piedad y le deshacía el pecho. Y
ardientes, cálidas lágrimas cayeron por sus mejillas, dejando trazos
horribles de humedad y mugre. -¡Viejito,
venga, Viejito! Y enloquecido de alcohol y de amor, transfigurado, con una expresión dolorosa qu le endurecía los rasgos de la cara, se inclinó sobre el muerto, y levantándolo en sus brazos, besó aquel rostro serenísimo de sufrimiento ya calmado. -¡Se
murió! Y era bueno, bueno, bueno. Salió
a la calle, gritando. En la noche bañada por la luz triste de la lana que
se volcaba lenta y fría, la sombra del hombre con el muerto en los brazos
como si fuera un níño, se alargaba sobre la vereda húmeda. Y El Cumbre
sentía, entre los círculos negros de su borrachera, que algo dulcísimo
y puro lo bañaba. Sus lágrimas le aplacaban el odio y su piedad se hizo
tierna como un niño muerto. Caminaba
a grandes pasos por la calle dormida en el silencio. El Cumbre sintió que
bajo su pecho crecía y lloraba un hombre. Un verdadero hombre. Sentía
que era bueno. Que era como si hubieran ahorcado con una áspera, soga a
El Cumbre de todos los días, y hubiera nacido, en una trasmutación
instantánea, un nuevo Cumbre. La humedad que se le pegaba a la carne y a
la ropa era una cálida mano. Caminaba, poseído por una intransferible
emoción, y acuciado por los huesos y la sangre del nuevo Cumbre, hacia no
sabía donde. -¡Se
murió! ¡Y era buena, bueno, bueno! En la noche recogida sobre si misma, encerrada en si misma como la pulpa de una fruta en la cáscara, cada sílaba era un latigazo. Gritaba fuerte. Tan fuerte, que no escuchó la larga pitada de auxilio del agente de policía que hacía guardia en la esquina y que, atemorizado, lo miraba. |
Cuento de Arturo Sergio Visca
Asir Nº 19 - 20
diciembre/enero 1950/51
Mercedes - Uruguay
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Arturo Sergio Visca en Letras Uruguay
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