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Lairina e Ismael caminaban como todas las mañanas por la costa, a orillas del mar, en la isla donde pasaban sus vacaciones. La abuela de Lairina, siempre les prevenía: "No se acerquen a los acantilados del lado norte. ¡Es peligroso!"
Nunca les dijo por qué. Aunque eran muy jóvenes, tenían conocimiento de lo que se decía del lugar. Muchas veces se habían visto cerca de las rocas, en la parte más alejada, seres animales, o personas extrañas, largos, chicos, grandes, de colores y formas raras...
Eso era parte de la fantasía, y agorerías de las gentes del lugar. Porque nunca nadie vio nada de cerca.
Lairina e Ismael, acuciados por la curiosidad, más sentían el deseo de acercarse al sitio prohibido, bajaron los acantilados, atando una gruesa cuerda en una firme y saliente roca. Hacía tiempo que tenían preparada una mochila con todo lo necesario para realizar esa aventura.
Como salieron de mañana temprano, tendrían todo el día para investigar. Calzaron fuertes zapatillas y guantes de cuero, para bajar por los nudos de la cuerda.
Sin problemas, un poco cansados, llegaron al pie del acantilado. Empezaron a caminar porque el día se acortaba. Encontraron muchas cosas bonitas y raras en la arena, como en la vegetación que rea muy tupida.
De pronto Lairina dio un grito de sorpresa, al encontrar entre las enormes plantas una cueva, con señales muy claras de que alguien o algo entraba y salía por allí. Ismael llegó corriendo hasta el lugar, y observaron que a pesar de estar cerca del mar, todo estaba completamente seco, y que el piso de entrada de la cueva, así como el techo, eran de piedra caliza, de todos los colores.
-¡Qué hermoso!- Dijo la muchacha.- ¿Te atreverías a entrar?-
-No sé...- Dijo Ismael.- Mira que la Abuela nos advirtió que no nos arrimáramos tanto, y ya pasamos los límites...-
-¡Anda, no seas miedoso!-
-Bueno, vamos rápido, antes de que sea de noche.-
La cueva bajaba en hermosos y coloridos escalones. Un resplandor de verdes, naranjas y turquesas, que los deslumbraba; los maravillaba a cada momento.
-¡Pero, ahora me doy cuenta que estamos bajo el mar!- Dijo Lairina.- No sé si podremos seguir andando. No sabemos adonde vamos a llegar...Me da un poco de miedo.-
De pronto vieron un pequeño lagarto, que sonriendo los invitaba a seguir hacia una puerta, al final del túnel. La puerta, tenía incrustados caracoles de nácar y cintas coloridas de algas.
Al abrirla, el joven lagarto, quedaron encandilados por los claros resplandores del sol y del mar. Enseguida que se les pasó el susto, entraron seguidos de un séquito de hermosos habitantes del lugar.
Ese era otro mundo. Un mundo donde no sólo habitaban lagartos de todas formas, quienes eran dueños del lugar, sino que también "compartían" con alegres tortugas, bellos peces y pájaros de traslúcidas alas y picos dorados.
Los invitaron a recorrer su ciudad y sus hermosos lagos, y para eso trajeron grandes lagartos negros, adornados con toda clase de caracoles y corales, sobre finas telas fabricadas de hojas de plantas.
Eran sus casas, hechas en las rocas, con espléndidos jardines, con plantas y árboles frutales, que eran el principal alimento de todos sus habitantes.
Lairina e Ismael, estaban sorprendidos e incrédulos.¿Vivian bajo el agua? ¿Y ellos qué hacían allí? ¿Cómo saldrían? Era todo tan increíble. Eran seres tan fantásticos y tan alegres. Los trataron como si ellos fueran, uno más, de ese mundo y esa civilización; de quienes tenían que tomar ejemplo de armonía y convivencia.
Los invitaron con frutas y bebidas, y se despidieron, acompañados por el canto de sirenas y el arrullo del mar.
Cuando llegaron a su casa, ya alumbraba la luna y las estrellas.
Ismael y Lairina eran poseedores de un enorme secreto, que pronto olvidarían, porque los seres de ese otro mundo les habían ofrecido, para que saborearan, los frutos del árbol del
olvido. |