Tres imágenes de la soledad

Crónica de Daniel D. Vidart

Suplemento dominical del Diario El Día pag 3

Año XXI Nº 1025 (Montevideo, 7 de setiembre de 1952).pdf

"A mi soledades voy.

de mis soledades vengo,

porque para estar conmigo

me bastan mis pensamientos".

                                       Lope de Vega

Un hombre solitario no configura una imagen de la soledad porque el hombre siempre está solo. En medio de las olas del océano colectivo las madréporas del alma humana fabrican ensimismadas islas de soledad. En esas islas el Zoon politikon de los sociólogos comulga con sus pensamientos no expresados, con sus deseos reprimidos, con sus vivencias absolutamente intimas e intransferibles. Y más aliá del microcosmos psicológico, la soledad, al ser pulsada como la cuerda de un arpa, entona la melodía excelsa de la creación.

Soledad es plenitud contemplativa y éxtasis panteísta. Soledad es solidaridad mítica con el insecto de antenas de oro, con el erizo del mar que emprende viajes misteriosos, con las ágatas que sonríen con sus labios de miel, con los álamos que suspiran en el viento, con la estrella que arde sobre los pantanos, con lo animado y lo inanimado, con las moléculas y los arcángeles. Soledad es confluencia reminiscente de mundos que han sido y trance premonitorio de mundos que serán, enfrentamiento del ser con las fuerzas pánicas del instinto, de los apetitos de la sangre, de la primavera victoriosa.

Porque estamos solos es que llevamos a cuestas, como caracoles metafísicos, esa muerte propia de que nos habla Hilke. Porque estamos solos es que "el alma se alimenta de sueños del mismo modo que un gran buey inmortal se nutre con la dulzura de la hierba”, corno nos dice el escritor ingles John Cowper Powys, uno de los pensadores que mejor han sistematizado la filosofía de la soledad.

John Cowper Powys, para quien el hombre es un eslabón entre la vida de las plantas y la vida de los dioses aboga por la soledad como esencia y como método.

Para este nuevo presocrático únicamente en la soledad se cumplen a la vez el acto ontológico fundamental y la exaltación de las cosas más simples: el agua, la arena, la abeja, la nube, la brizna de pasto. El "yo ictiosaurio” linda entonces con los dioses del Empíreo; el hombre se convierte así en la raíz y en la flor del universo.

La soledad con amor es rica; la soledad sin amor es pobre. Pero siempre es soledad. Los amantes están aislados de los otros seres por un abrazo planetario, separados del mundo por un muro de cristal. Entre ellos mismos lo que tiene la última palabra es la soledad, el silencio de la gran mirada ardiente, del beso profundo, de la conjunción de espíritus y cuerpos. Y si el amor es el jubileo de la soledad, la muerto es la consumación de la misma.

Soledad por todas partes, pues. Anillos concéntricos de soledad y, en el medio, nuestro ego, sumergido aun en el regazo de la prehistoria y perfeccionando el superhombre del porvenir.

Pero ¡qué terrible es la soledad de las obras técnicas del hombre! No la de las obras arquitectónicas antiguas, alveoladas en la naturaleza como una confirmación de la misma, sino la de las obras mecánicas contemporáneas erguidas frente al contorno como una fauna agresiva y discordante.

Aquellas, prodigiosas fábricas que derribaron las catástrofes militares o las inclemencias del tiempo, tienen aureola romántica, prestigio sentimental, todo el encanto evocador de las ruinas. Sobre sus doloridas frentes florecen las leyendas y en sus flancos venerables dialogar, loa fantasmas de los héroes fenecidos. Poseen, en suma, una esplendorosa soledad.

En cambio las máquinas, audaces sistemas de abstracción y de mecánica simetría, cobran en soledad el aspecto de una monstruosa paradoja. Sin la presencia vital de su creador, frente a la naturaleza ayuna de sofismas, abandonadas a su desnudo geometrismo, ellas se levantan el el paisaje como símbolos de infinita impotencia y desolación .
Yo sentí de modo punzante este contraste en el muelle de Santo Domingo de Soriano, en una ya lejana tarde estío, frente a una grúa solitaria.

Grúa en el muelle de Santo Domingo de Soriano

Palmera en la Vuelta del Palmar en Rocha

Era el cielo una azul redoma ardiente; en el medio del río, las islas del Vizcaíno y Naranjo encallaban sus barcos botánicos tripulados por serpientes lánguidas sobre la arena color limón; las aguas, cargadas de sol, de jugos de zarzaparrilla, de sales petrificantes, brillaban como la armadura de un guerrero; y el Hum gigantesco, aceitoso, aindiado, te acostaba con pereza entre las riberas reverberantes, encima de sus peces dormidos, en medio de sus cardenales incendiados, de sus calandrias espirituales, de sus garzas pensativas, de sus becasinas sedientas.

Jadeaba el pulmón de la siesta. El esmeril de las chicharras pulía las aristas retobadas del sueño. Las manos del aire se habían puesto guantes de oro. Sudaban las orillas bajo un verde chaleco de pana. El horizonte se derretía como la argolla de un inmenso lazo de sebo.

Y cercada por esa naturaleza llena de alusiones calidas, de perfumes crepitantes, de cantáridas vagabundas, sobre el muelle de criolla madera compacta, una grúa sesgaba con su hipotenusa la plenitud pagana del paisaje.

Oblicua, artificial, entraña a la armonía cósmica de los elementos circundantes, sin calor, sin cansancio, sin piedras y sin flores, la esclava del hombre sostenía con su inmóvil polea el peso del cielo y con su dentuda rueda hería el candor plácido de las islas y la turbia esmaltada del río.

Entonces, en ese instante virgen de toda sabiduría libresca, se me reveló el karma de la máquina, la tragedia  del hombre contemporáneo, la esencia de nuestra civilización.

El hijo de la soledad, añorando la perdida edad áurea que rendía fáciles frutos a la mano descansada, quiso reconquistar aquel ocioso paraíso. E inventó la máquina para que trabajara en su lugar y él pudiera seguir atesorando soledades. Pero al crearla a su imagen y semejanza se olvidó darle un alma. Y por ese olvido la máquina nos robó la muestra y sustituyó con su estrépito el antepasado y sereno canto del humano corazón.

La soledad del árbol

Homo es arbor inversa, decían los antiguos. El hombre es un árbol al revés. Y el joven poeta, deslumbrado por la semejanza recién advertida, glosa el pensamiento de Aristóteles con sus versos didascálicos, cantándole así a un árbol:

No por baja le falta entendimiento

ni por ir al revés tu testa yerra,

que tú buscan hundiéndola en la tierra

la virtud, el saber y el alimento.

 

Tu cuerpo medianero igual portento

que el humano en sus músculos encierra

y erguido centinela libra guerra

con el hacha y los húsares del viento

 

Felices son tus pies de verde planta

que en nocturno rondar quiebran estrellas

y se doran con polvo de los días;    

 

caminar hacia el cielo les encanta

mas detienen su marcha sin querellas

pues cambian su ascensión por melodías.

Desde el año 1945, fecha en que escribí este soneto, he seguido pensando lo mismo sobre los árboles aunque haya cambiado mi opinión sobre la poesía. Pero ¿es el hombre un árbol invertido? ¿O es el árbol un hombre al revés? Tanto monta. La armonía vital no tiene derecho ni revés, arriba ni abajo. Es un equilibrio entre infinitudes, el fiel de la balanza de los mundos.

Por eso, ante un árbol solitario, apartado del bosque, preso en su cárcel de tierra, individualizado en el contorno por su estatura egregia, brota de mi soledad errante un  sentimiento de angustiado amor.

¡Oh gentil hermano, florido cayado de la brisa, columna del templo del cielo, cómo te conmueve tu gloriosa soledad? ¡Con qué pura unción la soportas, con qué recatado lenguaje la alabas, con qué honda ternura la recibes!

Y si ayer te di mi humilde canto, escucha hoy la parábola de tu propia soledad divinizada.

Iba yo una madrugada rumbo a Castillos, acompañado todavía por el rebaño azul de las estrellas, cuando divisé junto al alambrado una palmera altísima, de grácil apostura, levemente inclinada por el soplo de los huracanes del sur. En la media sombra del alba su cuerpo cobraba dimensiones desmesuradas. El remoto plumero de su copa limpiaba la cristalería de los últimos astros y aventaba el polvo de las constelaciones; su tronco busca como una escala de Jacob la oscura tierra con el firmamento  pálido; el paisaje entero se concentraba en el silencioso clamor de su bordona heroica.

Entonces me acerqué a su tronco que por dentro celebraba el recital de la savia, la apoteosis de la miel y aguardé a su lado el nacimiento de la mañana.

Y cuando el día se hizo, volviendo las cosas a su condición verdadera, la palmera, estremeciéndose jubilosamente, vibró herida por el arco de la luz como una enorme viola, entreabrió su follaje con ruido de puerta celeste y de su mano volaron, rumbo al sol niño, las flechas emplumadas de sus pájaros.

Y yo, heredero orgulloso de la tradición humana, me sentí en ese instarte tremendamente pequeño frente al milagro de la vegetal doncella solitaria.

La soledad de la piedra

Cortado por una cimitarra geológica ya ve a la vera del camino un gris puño da piedra. Allá atrás quedó el brazo mutilado, sumergiendo su muñón de granito en un arroyo mientras un reguero de margaritas escribe sobre el pasto una silvestre y elocuente historia. Y a lo lejos, desangrándose en la tarde se derrumba el cuerpo del manco Anteo Serrano, amortajado por amarillos ejércitos de girasoles que siguen con sus redondas cabecitas la carrera del mariscal del día.

El puño barroqueño aprieta un haz de árboles enjutos, retorcidos, que con ademanes de bandoleros saquean los intersticios de la roca en busca de tierra, de agua, de limo, de los sagrados tesoros de la vida.

E indiferente a la tragedia geológica, a la lucha por la existencia, al duelo entre el mineral y el vegetal, se dispara hacia lo alto un Índice profético, un dedo de piedra que el sol crepuscular baña con el rojo llanto de su melancolía.

Pienso sin quererlo en el gesto de un San Juan Bautista en la soledad, de un predicador que entra en los desiertos de la noche con su anuncio de otros mundos, de otros seres, de otra vida que no es la de la sangre ni la de la savia sino la de la espesa carne de la roca, la de su temblor metamórfico, la de sus divinas geometrías de cristal, la de su tenebroso sueño de siglos.

El dedo rupestre es una llama inmóvil en medio de la ceniza de los campos; arde simulando la túnica de un druida, semejante a un menhir levantado por los duendes del crepúsculo.

Monolito granítico en las Sierras de Minas

Las verdes estrellas de la espina de la cruz, aferradas a la piedra, brillan extrañamente al ser iluminadas por los últimos rayos del sol; las nieblas del liquen tratan en vano de empañar la lumbre del granito; y la mole entera, trascendida, sublimada, erguida como los santos de las catedrales góticas, como los obeliscos de los templos del Nilo, como los pináculos de las pagodas, me revela el espíritu de dios de la Soledad, la religión de la gran sustancia primitiva.

Un churrinche retrasado, herido quizá, en vuelo hacia su nido, posa su brasa alada sobre el dedo titánico. Pero ni la espina, ni el ave, ni siquiera el rumor de mi propio corazón, poseen la vida que estalla en la piedra que transfigura su entraña y que sube, con resplandeciente impulso, hacia la quietud solemne de loa cielos.

 

Crónica de Daniel D. Vidart

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXI Nº 1025 (Montevideo, 7 de setiembre de 1952).pdf

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

Ver, además:

                       Daniel D. Vidart en Letras Uruguay

 

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