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Tipos orilleros rioplatenses Taitas, compadres y matones Crónica de Daniel Vidart Suplemento dominical del Diario El Día Año XXIV Nº 1174 (Montevideo, 17 de julio de 1955) .pdf Inédito, en formato htm, al día 8 de oct de 2025
Dibujo de Mayol para “Caras y Caretas”, 1905. |
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Soy del barrio´e Monserrá, Donde relumbra el acero. Lo que digo con el pico, Lo sostengo con el cuero. La figura del compadre, exaltada en el arrabal y vilipendiada en el “centro” de las ciudades rioplatenses, está más allá del amor y el odio: es un producto sociológico que debe analizarse a la cruda luz del pensamiento puro. Por manejar al tipo como a una marioneta temible, los retablistas criollos, salvo honrosas excepciones, sólo han movido los hilos de lo adjetivo, presentándonos, más que un retrato psicológico del mismo, un espantapájaros esquinero. Sin embargo quienes como Martínez Estrada, Borges, Sáenz y Quesada, Quintana, etc., en la vecina orilla y como Zum Felde entre nosotros se asomaron en la fabulación del espíritu orillero encontraron en el algo más que peringundines, conventillos y gente de avería. Tras el ademán excesivo de los guapos se emboza un estilo de vida, una concepción del mundo, una modalidad psíquica, en fin, una cultura tan legítima como la que distingue a las "élites” urbanas. -oOo- Para ubicar correctamente al compadre hay que efectuar una aclaración previa: no se le debe confundir con los lunfardos, esto es, con los ladrones. El lunfardo, producto del hampa rioplatense, inauguró una modalidad lingüística que el arrabal fue asimilando poco a poco. La palabra lunfardo vino así a designar indistintamente al tipo humano y al “argot” canallesco. Con el tiempo el compadrito llegó a utilizar la pintoresca jerga pero no se identificó en ningún momento con el inventor de la misma. Malevos y malandras, pues, son cosas distintas. No puede emparejarse al guapo, moralista a su modo, con el punguista (ladrón bolsillero), el escruchante (ladrón de viviendas) o el biahista (ladrón que castiga — “le da la “biaba” — a la víctima) . Y antes de que se popularizara el lunfardo ya existían pesados en las orillas, hablando al estilo campero y actuando bajo el imperio de una sangrienta tradición. El lunfardo, como dice Borges en El idioma de los argentinos (Buenos Aires, 1928) es una “jerigonza ocultadiza”, un “vocabulario gremial”, “la tecnología de la furca y la ganzúa” mientras que el coraje criollo exaltado hasta la desmesura, el donjuanismo agresivo del bajo y la cuchillería cósmica del arrabal son el resplandor suburbano del gaucho. Pero no nos adelantemos y antes de intentar el psicoanálisis del compadre hagamos la geografía humana de las orillas. -oOo- Las orillas constituían la imprecisa zona donde el campo crudo y la ciudad indiana dialogaban hasta confundir sus voces. La vivienda se desasía del cuadriculado abrazo de las manzanas y cambiaba la solidaridad geométrica por la improvisación individual; los yuyos humildes venían al trotecito desde el fondo del horizonte a lamer los umbrales de tierra; la casa se desnudaba de ladrillos y balcones y se quedaba en cueros de rancho; las cañadas hacían viborear sus corrientes entre los cercos de cina~cina y las paredes de adobe. -oOo- En estas orillas vivían las familias de los soldados del vecino cuartel, los naciones (italianos) recién llegados, los paisanos lanzados por el trampolín de la pampa y las cuchillas hacia la sede de una industria recién amanecida, constituyendo todos el populus minuto o el sabalaje, como dirían los Nebrijas del arrabal, el pueblo escaso de dinero y rico de risas, de intención y de dialéctica zumbona. A las orillas llegó la derrotada progenie del gaucho a cambiar de signo pero no de condición. El proletariado de la estancia, desalojado a partir del 1875 por el alambrado, encallaba en la aureola miserable de la ciudad para intentar una difícil adaptación. La ciudad, en efecto, era el dominio de la extranjería, de las novedades, de la palabra. Y el campo que traían a cuestas aquellos orgullosos despojador era aún la ciega tierra americana, los fogones llenos de leyendas y el mutismo del hombre de a caballo. Esa gente rural desdeñada en las orlillas no renunció al rancho, ni a la haraganería setenaria, ni al mate, ni al bailongo, ni a la fariñera, ni al amor violento, ni al azar del juego y de la vida. Tuvo que renunciar en cambio a la naturaleza plena, a la abundancia cimarrona, a la seriedad ecuestre, a las soledades planetarias. Pero la soledad interior no la abandonó nunca. Ni la indigencia espiritual halló posibles compensaciones pacificadoras. Y entonces, en la pobreza mistonga del arrabal gaucho degradado cambió la bota viborera por el zapato de taco militar, la golilla por el lengue, la bombacha raída o el chiripa rotoso por los leones abombillados, el poncho por el saco negro entallado, el chambergo por el funyi de copa vertiginosa y sombría. Sobre les cenizas del paria rural había nacido el compadre que no se resignó a su destino y procuró fundar, frente a las castas plutocráticas del centro, una casta de señorío intimidatorio y carnal. |
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-oOo- Los malevos de las orillas constituyen un grupo humano de carácter marginal. No son más hombres de campo ni pueden tampoco ser hombres de ciudad. Privados de un pasado que ya no les pertenece y de un futuro urbano al que no pueden aspirar por esencial inadaptación sólo les queda el desesperado presente de la prevalencia física. El guacho ejercitaba sus dotes hazañosas en un escenario natural y zoológico: si tropero, luchaba contra el ganado y los poderes del cielo; si domador, lidiaba con los potros; si baqueano, combatía con la noche y el espacio infinito. El guapo del arrabal tuvo que afianzar su hombría a costa de sus propios semejantes. No tenía catarsis posible. Despojado de la gramilla y de los toros sólo restaba el rebaño humano para asentar sobre él su insolencia persuasiva. El hombre de todas las civilizaciones complejas y de las comunidades diferenciadas tiene muchas oportunidades para afirmar su personalidad. Quien no se dedica a un oficio triunfa en las artes, se planta detrás de un mostrador o se doctora en una profesión liberal. Pero quien tiene en su derredor la pobreza, la sordidez, la monótona niebla de la ignorancia, debe imponer su yo a fuerza de músculos y sangre, a fiyingo desnudo y a coraje limpio. Y así razona el malevo monologante de Borges: “Me quedé mirando esas cosas de toda la vida — cielo hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos — y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿Qué iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao, más obligación de ser “guapo". (Historia universal de la infamia, Buenos Aires, 1935) -oOo- El malevo, además de ser un individuo marginal, es un resentido. En su desplante excesivo se agazapan un trauma psíquico y una protesta social. Desde el aristocrático jailate (de highlife) de las calles céntricas que porta galera y gasta yuguillo (cuello de la camisa), al susheta novelero lleno de berretines, al chitrulo sin experiencia en la carpeta o en el trato con el bramaje (hembraje), al pituco afeminado que moteja de ministro (de mino), al contemuse dicharachero, al chantapufi que no paga sus deudas, todas variedades de la fauna urbana. |
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No tiene tampoco simpatía por el paisano que carece de su hieratismo taimado, de su garbo elástico, de su lenta elegancia, de su gratitud oprobiosa. El campesino es el grébano, el canario angelito, el payucano zonzo, el hombre sin clase orillera que no sabe bailar tangos ni chamuyar debute (hablar bien) ni manejar el vaivén (cuchillo) con corte y quebrada. Y finalmente desprecia, como buen xenófobo que es, a los tanos lacrimosos, a los franchutes amigos de la pichicata (la cocaína), a los gaitas aplicados al laburo, a todos los extranjeros rantilusos (humildes, sin importancia). Pero su patriotismo se detiene ante las primeras calles de la ciudad. Su espíritu localista no trasciende el barrio mishio (pobre) que lo vio nacer. Engarzado entre un campo que ignora y una urbe que desestima levanta en el tenue cinturón del arrabal su prepotencia sin esperanzas y su dramática esterilidad. -oOo- En la familia de los hombres tauras hay algunos subtipos. Están el taita, el compadre, el compadrito y el compadrón. Taita es una palabra de origen español que significa padre, muy conocida entre nuestra gente de campo, pues de ella ha derivado tata. El taita es el dueño del arrabal, el cacique de la tribu de un barrio, el sultán del serrallo de chiruzas que con el andar del tiempo se convertirán en minas, el hombre que no gasta su coraje en partidas vanas, el que impera sobre la mersa anónima e intimida a las diversas jerarquías de malevos que a su sombra crecen. En definitiva, es el patriarca filoso de la última palabra y de la primera acción. El compadre, en buen romance, es el deudo espiritual de los padres de su ahijado. En campaña se usó la voz, con un sentido más amplio, para tratar a personas merecedoras de afectuosa confianza. Y en el arrabal, compadre fue el equivalente a pobretón primero y a guapo después. |
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El compadre como expresa Borges, es la conjunción de muchos énfasis: de la rudeza, simulación enfática del vigor; de la cursilería, simulación enfática de la elocuencia; del matonismo, énfasis del coraje. El compadre guapea con machacona insistencia porque necesita creer en sí mismo y afirmar su tambaleante yo en la reiteración de la balandronada. No tiene el sereno estilo del taita. Es más ornamental, menos misterioso. Se juega el pellejo si llega la ocasión pero prefiere el visteo a la pelea real y el relato de batallas entre malevos a las batallas mismas. Frente al guapo de otro barrio se agranda, pero ante el taita local, toruno e imperioso, se achica sin remedio. El compadrito es un compadre en tono menor, un mozo de clavel en la oreja y de piropo vivaz, que camina como bailando tangos, que foguea su espuela en entreveros hasta que un día saca patente de guapo al destronar a un compadre diquero. El compadrón, finalmente, es un valiente de talabartería, el “as de cartón" del canto de Carlitos Gardel, el vivillo disfrazado de malevo, el esquifuso (ruin) que domina los efectos atemorizantes de un lenguaje lesivo pero que hurta el cuerpo cuando lo convidan a seguir conversando con el puñal en la mano. Por el compadrón el reino linajudo de los guapos limita con la Corte de los Milagros del delito y la vagancia. Pero el compadrón es una caricatura, un ser aberrante que nada tiene que hacer en la familia de chulos y perdonavidas de todas las latitudes. En los compadres está muy desarrollado el sentimiento tribal respecto a la comunidad y el endogámico respecto a las mujeres casaderas. El arrabal tiene espíritu de cuerpo, es solidario en sus alegrías y dolores y no permite que a las percantas las afilen los de afuera. Silva Valdés, en su drama “Barrio Palermo", reconstrucción literaria de un novecientos que aún perdura nostálgicamente en la memoria de los montevideanos, ha captado bien este rasgo exclusivista. Las muchachas orilleras no podían tener festejantes fuera del círculo mágico del arrabal porque las sanciones eran tremendas. En efecto, si un enamorado llegaba a un zaguán, los chiquilines, amartillados en las esquinas, lo curtían a insultos primero y a pedradas después. Si el galán recalcitrante se animaba a volver después del titeo y la pedrea, aparecía entonces la patota de adolescentes, el segundo cinturón de virginidad, que no se andaba con chicas y le propinaba al pobre Romeo un amasijo en forma. Esa misma patota, resabio desfigurado de la montonera, dejará un día los estrechos límites del barrio y, excedida en sus funciones, cometerá salvajadas en otras zonas de la ciudad atacando al peatón indefenso o vejando a la mujer desamparada. Por ultimo, si el enamorado se animaba a “pararle el carro” a la patota, cosa que sólo los muy agalludos podían hacer, entonces le tocaba el turno al taita, que caminando con estudiada desgana, se acercaba al intruso para invitarlo a un duelo criollo, dignamente, sin muchas palabras, hasta con el respeto que todo varón le debe a otro de su laya. Este esquema de la preservación de los elementos femeninos del arrabal nos ayuda a comprender que el guapo legítimo no era un patotero. La patota es un grupo de edad, como dirían los etnólogos, una colectividad de aprendices, una escuela de agravios al botón representante de la autoridad odiada, al bachicha recién inmigrado, al bacán de camisa de plancha. El guapo es un fruto maduro del árbol orillero, es un hombre que se corta solo, que en soledad provoca y que en soledad triunfa o muere. El prurito individualista, el escozor egolátrico, fue, a su vez, el causante de los más famosos duelos de las orillas. Cada barrio tenía su taita y en el estrecho carromato de la gloria arrabalera sólo podía caber un conductor. Era inevitable entonces probar quien “era más”. El dueño de una cancha salía una buena noche de copas y guitarras a buscar a su rival, rodeado de sus lugartenientes fieles, o se largaba solo, como un fantasma enloquecido, a tirar la taba del coraje en una guarida ajena. Otras veces, para otorgarle al duelo publicidad ostentosa enviaba a unos compadres personeros que ataban con el taita del Bajo, de Tajos y Puñaladas, del Sur o de Belgrano — mentados barrios montevideanos o bonaerenses — el día y el lugar de la pelea así como el tamaño del cuchillo a emplear en la misma. Y cuando el día y el momento del duelo eran llegados, dos pequeños mundos contemplaban la coreografía sudorosa y mortal de los cuchilleros hasta que uno de ellos caía en el doble charco de su sangre o de la luz de un farol. -oOo- En el compadre confluyen las etnias del gaucho, del indio y del negro. Del gaucho recibe el coraje loco y el cuchillo cuerdo; el negro le aceita las bisagras para la sensual danza orillera, y el indio le dona una cara y una sentimentalidad lampiñas que patrocinarán su nombre de caralisa. Estas tres sangres sostuvieron el pulso del compadre y las tres se agazapan tras su antropología física y su antropología cultural. El ámbito donde floreció el malevaje fue el común asiento del pobrerío, de la gente cuartelera, de las formayinas de la Casa Mala y de los elementos antisociales de ínfima categoría. El contacto con el prostíbulo, al tiempo de crearle una mentalidad masculina particular, le otorgó una fuente de ingresos al desocupado señor de las esquinas. El cuartel más de una vez lo atrajo con sus dianas runfleras. Y el prístino tipo primitivo fue lentamente fermentando y cambiando su escala de valores. El compadre puro, enemigo del trabajo, escolasador (jugador), ducho en el manejo de las bremas (naipes) y en el vareo de los gallos de riña, taciturno Agamenón de los boliches, eterno rondador y explotador de las mujeres, peleador por fantasía y pobre de solemnidad, con el tiempo se fue abacanándose, convirtiéndose en un canflinflero a la gurda (proxeneta de relumbrón), aprendiendo las malas artes del chorro y del guitarrista. Utilizado como guardaespaldas por los políticos y contratado como marciano en las elecciones, corrompido por la transformación del burdel criollo en lenocinio internacional, desvastado por el alcohol que siempre escabió (bebió) en abundancia y desnaturalizado por el “argot” lunfardesco, el arrogante guapo del 90 se convirtió en capanga, en cafisho, en ciruja (abreviatura de cirujano, extractor de huesos de los basureros), en espiantador (estafador), en tintorero (ladrón, porque el tintorero limpia la ropa...), en monedero falso. Pero cuando derivó hacia estos oficios dejó automáticamente de ser compadre. -oOo- Las orillas, además de acuñar la efigie agresiva y donjuanesca del compadre, fueron la cuna del tango y del “idioma rioplatense”. En el tango y en la jerga arrabalera el espíritu malevo reaparece y brilla con autenticidad dichosa. Hombre, música y lenguaje forman una trilogía. Por esto me declaré en deuda con el lector y prometo ofrecerle en dos próximas notas la ética v estética del tango y la picardía semántica del lenguaje orillero. |
Crónica de Daniel Vidart
(Especial para EL DIA).
Suplemento dominical del Diario El Día
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Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
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Daniel Vidart en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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