Gauchos de las cuchillas y vaqueros de las praderas
ensayo del Prof. Daniel Vidart

Gaucho - Domador y Baguales
obra de Juan Manuel Blanes

Desde hace mucho tiempo, por no decir desde siempre,  me han  interesado los caballos, ya como trasunto de una larga y deleitosa  experiencia vital, ya como tema recurrente en mi obra de escritor e investigador.  Durante mi niñez, adolescencia y juventud supe gustar de esa centáurica relación que se establece de a poco, a lo largo de un creciente entendimiento, que es el corolario de un mutuo afecto, entre el hombre y la bestia, y digo así porque de tal modo designan el caballo los llaneros colombo - venezolanos, hoy evocados una y otra vez por mis recuerdos, al igual que el inmenso escenario de hatos, sabanas, caños y morichales por el que me tocó galopar en las soledades del Casanare.

Además de la misteriosa comunión que en el corral o en el establo se inicia con el caballo mediante su mirada, sus movimientos de cabeza, sus revoleos de cola y sus blandos relinchos, tuve la dicha de conocer otras emociones y otros desafíos cuando, enhorquetado en su lomo, sentí en el rostro y en el pecho el soplo de esa jubilosa libertad atmosférica que nos hace mas audaces y mas resueltos, mas dueños de nosotros mismos y del mundo en derredor. No puedo olvidar, ahora que los años me han apeado, aquellos momentos de tácita complicidad, cuando mi caballo se tendía a todo galope, sin que yo lo apurara con la espuela o al talero, porque sus instintos habían sabido adivinar las apetencias de mi  alma y los reclamos de mi cuerpo, livianos los dos como la brisa que viene desde los cerros a la caída de la tarde.  

Recuerdo también que  al ejercer el suave dominio que va desde la mano al freno a lo largo de las riendas, tenía la intuición de que tiempo y espacio eran una misma cosa en la tensión dialéctica establecida entre las tardanzas y las lejanías, entre las estrellas titilantes y las luciérnagas de los pastizales, entre  el hombre que ordena y el caballo que responde a lo que dicta la voluntad del montado.

Sentado ante el ordenador y escribiendo estas líneas, el Clavileño de mis evocaciones me devuelve a los distintos aires de marcha con que Chingolo, un zaino ratón, criollo de pura raza, y Chifula, un oscuro tapado de media sangre, me allegaban al soleado corazón del campo, en el camino de ida, o a la frescura sombría de las casas, en el camino de regreso. Entonces me vuelvo a sentir enfrascado en el viejo diálogo que convertía en una sola cosa el afuera y el adentro, la ausencia y la querencia. El Chingolo, nacido en  tierra sanducera, tenía  el galope corto y el aliento largo, y su sobrepaso llevaba como en andas, con esa ágil suavidad propia de un aire rendidor, sin sacudones, semejante al caminar parejo y veloz de los "aguilillos", los caballos costeños peruanos. El Chifula, en cambio, era un andador, es decir, sabía armar, al tirarle de la crin del medio, ese singular aire de ambladura, semejante al del mehari, el camello, llamado la nave del desierto porque  se mueve de lado a lado, dando bandazos de babor a estribor. Pero si no se le aleccionaba para que  alternara el movimiento conjunto de su mano y pie derechos con el de la mano y pie izquierdos, suerte que le habían enseñado un domador de Florida, iniciaba por sí solo un trote chasquero, de sacudido ritmo, de larga brazada, y entonces aquel relámpago de sombras con forma equina devoraba legua tras legua sin que le faltara el resuello.

Con y por el caballo, y no de los libros, no de las relaciones de viejos chalanes, aprendí la lección corporal y anímica que desde hace cinco milenios nos ha dictado la vida ecuestre. Por experiencia supe entonces de los vínculos recónditos que se establecen entre el hombre, un ser razonante, y el caballo, un ser irracional según nuestro orgulloso centripetismo, pero lleno de intenciones e intuiciones, como las tenía  la mitad animal de Quirón, el centauro. Sea como fuere, este auxiliar y deudo, este lazarillo y sirviente a la vez, constituye un ente animado y sensible, un  compañero confiable al que se le habla y acaricia en retribución a su nobleza y al que se le exige a sotera y espuela cuando la ocasión obliga .

Es por ello que de tanto en tanto, haciendo un hueco en mis inquisiciones sobre las identidades reclamadas por el homo uruguayensis en los distintos momentos de su atormentada historia, retorno al tema de los caballos, de mis caballos, el Chingolo y el Chifula, cuyos huesos ya fueron devorados por las humedades de los días o volaron con las luces males de las noches. Gracias a ellos pude disfrutar las  sensaciones de júbilo y de fuerza que gratificaron mis años juveniles al trotar o galopar enhorquetado en aquellos que no eran ni fletes ni matungos, sino caballos del medio, tanto en alzada como en cualidades. Lo importante, en el caso, no fue la pureza de sangre o  la velocidad, o la resistencia, o la abnegación de mis pingos -que la tuvieron- sino la cultura de la equitación que, a horcajadas, adquirí en aquellos felices y despreocupados días.  

Acuarela de don Adolfo Artagaveytia

De tal modo, porque me lo han pedido hombres de a caballo como yo y mi progenie sanducera que se inicia con una hija de Artigas, aquella amazona que se llamaba María Escolástica y fue chasque de Oribe, otra vez voy a meterme en el universo andante de los caballos y los jinetes que habitaron los perdidos mundos del aire libre y la carne gorda, esas extensiones de relieve casi femenino -las cuchillas son como las mórbidas curvas  de una interminable mujer yacente- donde, calcinadas por el sol o enfriadas por la luna, conversaban la historia con la geografía. Y para ello invito a los lectores a realizar un viaje con la imaginación y la memoria, esas hermanas que se pasean, tomadas de la mano por el patio trasero de los recuerdos, hacia un doble escenario terrestre: por un lado nos asomaremos al paisaje familiar de los pagos  rioplatenses, en América del Sur, y por el otro le echaremos una ojeada inquisitiva a las extensas praderas del Far West, en América del Norte. Allí nos esperan, como fantasmas simbólicos, los caballos y

jinetes de los siglos XVIII y XIX para contarnos sus peripecias vitales, las hazañas y las desventuras de los gauchos y los vaqueros, los prodigios y travesías de los caballos criollos y los caballos mesteños, que en inglés se les llamó mustangs.

Caballos y jinetes, dije. Pero ¿cuántos se han preguntado que quiere decir caballo y de donde proviene esta voz? En latín el caballo se designó con el término equus, pero dicho denotatum se reservaba al noble ejemplar de monta, de paseo, de pelea. El ordo equester estaba formado por las tropas de caballería. Eques se denominaba al caballero romano, un personaje  de alto rango social, al punto que  en los teatros se les destinaba la equestria, las gradas de preferencia. El caballus, en cambio, es un ejemplar disminuido, un animal de baja categoría: bien jamelgo de carga, bien rocín de tiro, bien bestia de ensillar, siempre será un obrero ordinario.

Pero el destino de las palabras cambió en los idiomas romances: ilcavallo, le cheval y el caballo se transformaron en nombres genéricos. Quedaron en cambio separados, y a veces enfrentados, los estamentos sociales del caballista y el caballero, el uno del montón y el otro perteneciente al orden de caballería.

De igual modo que los de otros siglos y otras sociedades ecuestres, el caballero de la Edad Media -cuyo señorío emanaba de su capacidad económica para mantener caballos y cuya riqueza provenía de los productos de los feudos y el trabajo de los siervos de la gleba- se destaca sobre sus servidores. Raimundo Lulio (l235 - l315), en el Libro del Orden de Caballería expresa lo siguiente: "Para el alto honor que recibe el caballero aún no bastan la elección, el caballo, las armas y el señorío; porque también conviene que se le den escudero y garzón que le sirvan y se ocupen de las bestias, y conviene también que las gentes aren y caven y limpien de cizaña a las tierras para que den los frutos de que deben vivir el caballero y sus bestias. Y que el caballero cabalgue y señoree, con lo cual halla bienandanza en aquellas cosas en que los hombres trabajan tan duramente"

El caballero está muy por encima del peón, el apeado que lo sirve, y del patán, el campesino que va a pata, el hombrecillo de groseras maneras y peor lenguaje, según el modo de ver clasista, propio de una nobleza ociosa y a un tiempo marcial, que vive de lo obtenido por el sudor ajeno.

El caballo, si bien es originario de América y se fue por el puente de la Beringia en busca de la horda mongólica que mucho tiempo después  le confirió dignidad y destino, fue domado y domesticado por vez primera tres mil años antes de la era cristiana, en el corazón estepario del Asia Central. Desde allí partieron los primeros caballistas hacia el Oriente, provocando la construcción de las muchas murallas chinas,  y hacia el Occidente, y sus incursiones guerreras  tuvieron un transfigurador efecto sobre las sociedades agrarias constituidas a partir del cultivo del cereal por los pueblos apeados. Por un lado arrasaron con las vidas y los  bienes de los agricultores, pero por el otro les legaron nuevos horizontes axiológicos, nuevas técnicas, nuevos géneros y estilos de vida. La hípica y la épica transforman el quietismo de las viejas civilizaciones aferradas a la Madre Tierra. De ese choque surgen fecundos mestizajes culturales y distintas visiones del mundo en torno. Ha comenzado el reino de los jinetes, ya los de los centros, que se imponen sobre los antiguos labriegos y se convierten en sus amos, ya los de las periferias, que inauguran las democracias ecuestres de merodeadores y guerreros nomádicos, cuyas incursiones muerden, y a veces dolorosamente, el limes de los grandes imperios.

Así como hemos descifrado  la etimología de la voz caballo corresponde hacer lo mismo con la voz jinete. No todo caballista es un jinete. La jineta, antes de constituirse en una escuela, fue una modalidad norafricana de cabalgar, y tuvo  que ver con la longitud de las estriberas  y la posición de las piernas del hombre ecuestre. En efecto entre los berberiscos había una tribu llamada Xeneta o Zeneta, muy renombrada por la velocidad en el ataque  y la ferocidad desplegada por los integrantes de la caballería ligera. Lo zenetes entran en España en el año de 1263 para reforzar las defensas del reino moro de Granada, muy golpeado por los reconquistadores cristianos. Sus incursiones inesperadas, su  capacidad de maniobra y su rapidez para cargar sobre el enemigo los hicieron temibles y a la vez famosos. La voz zenete emigra al catalán genet y de ahí pasa al castellano. El jinete es el "soldado de a caballo que peleaba con lanza y adarga, y llevaba encogidas las piernas, con estribos cortos", como transcribe Corominas, hombre de biblioteca al fin, que confunde el estibo con las estriberas En cambio el caballero medieval montaba con estribera larga, a la estradiota, nombre que deriva de los estradiotes, caballistas mercenarios de Dalmacia y Albania que emplearon los venecianos para combatir a los turcos. El caballo de estas panzer divisionen medievales, de constitución robusta, ensillado con un basto que aprisionaba al montado por delante y por atrás con borrenes altos y resistentes, se guiaba con el freno y la espuela. En cambio el jinete, enhorquetado en los esbeltos y veloces caballos berberiscos, utilizaba las rodillas y las pantorrillas, dejando así libres las manos en el momento del entrevero. Tanto la indumentaria del jinete como los aperos de la bestia son livianos. Y la táctica ya no es cabalgar en línea recta, metido el caballero en una pesada armadura y empuñando la lanza, cuando no la tizona de diez y más quilos, sino embestir sorpresivamente y huir si encontraba resistencia, para volver a cargar por otro flanco. De tal modo la antigua caballería pesada es enfrentada, victoriosamente, por la caballería ligera. Y a partir de entonces se definen  las escuelas de la estribera larga y la de la estribera corta. De la síntesis de ambas surge la escuela a la bastarda, que más tarde se conoció como escuela a la brida, una modalidad española de la estradiota. Como dato histórico interesante puede señalarse que la estribera corta fue tempranamente utilizada por los asirios, tal cual aparece en los bajorrelieves. Seguramente esta forma de cabalgar fue anterior todavía, quizá impuesta a los pueblos mesopotámicos por los invasores kassitas. Pero eso sucedió mucho antes que surgieran los jinetes berberiscos, lo cual hace difícil identificar los eslabones de la cadena transmisora, si es que no hubo invención independiente.

Dicho lo anterior, que ayuda a situar el tema en el universo de los significados, pasemos a la comparación de aquellos prototipos ecuestres de los extremos sur y norte del doble continente americano, cuales fueron el gaucho y el cow - boy.

Estos dos personajes pertenecen, como nos enseña la historia, a la gran familia de los hombres de a caballo. Como tales poseen una cultura hípica que no solo se relaciona con el arte de bien cabalgar sino con formas de ser y proceder, de contemplar y experimentar el entorno y el contorno, de vivir y morir. El jinete posee una filosofía, o mejor dicho, una visión de la propia vida y de la vida ajena, que hace parte de lo que los alemanes llamarían wanderleben (vida errabunda) de las comunidades ecuestres y los norteamericanos movingsprit  o restlessness, la primera  voz empleada para caracterizar el ánimo andariego y las otras para dar cuenta de la inquietud, de la impaciencia  de un talante  no acostumbrado a la existencia sedentaria.

Pero, además, el jinete exhibe un sentido señorial de su condición, situada en un rango superior al de los cultivadores de hortalizas ("el verde es pa´ los animales" decían nuestros paisanos ganaderos de otrora) y al de los destripaterrones apeados, los sodbusters  despreciados por los vaqueros. Tal desprecio emana de una condición de privilegio con respecto al derredor natural y humano: velocidad y resistencia para vencer las distancias, altura para mirar más allá del horizonte que contemplan los apeados, alianza con el animal para la lucha con el otro y, sobre todo, el puro, el gratuito placer de la equitación. Ya lo había dicho Raimundo Lulio en el libro antes citado: "...se da caballo al caballero en significación de la nobleza de su valor, para que cabalgue más alto que los demás hombres y sea visto desde lejos, y más cosas tenga debajo de sí; y para que se presente enseguida, antes que otros hombres, donde lo exija el honor de la caballería". Estas cualidades determinan que el hombre a caballo haya podido construir un concepto itinerante del espacio -la extensión es generada por el desplazamiento de un móvil- y  una peculiar conciencia del tiempo -la duración de las travesías y el remanso de los ocios, que desmontan y apean al montado, pautan, al margen de la cronología mecánica del reloj, el tempo subjetivo, vivencial, del alma   itinerante y el regocijo social que transcurre alrededor del asado, del juego o del canto. No tiene paciencia para permanecer muchos días en un lugar ni apuro por llegar a destino. Y esta doble actitud, activa la una y morosa la otra,  parece cobrar su plena dimensión cuando el viento le da en pleno rostro, al compás entusiasta del galope, o en la languidez de la marcha, cuando el hombre ensimismado y el animal cansino emparejan las evocaciones nostálgicas del jinete con la pachorra crepuscular de cabalgadura. Pero mañana, luego del descanso nocturno y los mates del amanecer, se encenderá de nuevo la llama del desarraigo y otra vez el camino será mas grato que la posada .

El jinete de las praderas estadounidenses y el gaucho de los pagos orientales constituyen una entidad centáurica con el caballo: se zoologizan para convivir con la bestia al tiempo que la antropologizan de a poco, para entenderse con ella de por vida, o por lo menos durante su pasajera utilización. No siempre nuestra campaña pecuaria fue, como escribió el cónsul francés Baradère en el siglo XIX, "un paraíso para los jinetes y un infierno para los caballos". El hombre de a caballo ama a su flete favorito, se siente orgulloso de su estampa y su brío,  le hace "armar" el cuello cuando quiere lucirse ante las miradas femeninas, lo enseña a  "cortar chiquito", a girar como un trompo, a caracolear con gracia y presteza, a marcar su presencia con el chirrido hueco, como de metal subterráneo, que brota al lengüetear las coscojas del freno.

Tanto en el gaucho como en el cow-boy la hípica y la épica van juntas, y con ellas caminan los atributos, convertidos ya en estereotipos, de la hospitalidad, del coraje hasta la desmesura, de la convivencia democrática que empareja lo alto con lo bajo -"naides es mas que naides" - y del tradicionalismo terruñeromas conservador y misoneista que pueda imaginarse.

Juntos también cabalgan el gaucho y el cow-boy en el tránsito que va desde una cruda realidad histórica al dechado de virtudes que les atribuye la leyenda. En efecto, tanto el uno como el otro, hijos del complejo cultural del ganado vacuno y del caballo que determinó su destreza ecuestre y su notable manejo de la ganadería cimarrona, han experimentado un proceso de mistificación. Este proceso de exaltación chauvinista, que opera en el orden mental, en nada opaca un notable repertorio de efectivos conocimientos y habilidades, a saber: el dominio de la naturaleza circundante, la doma a campo abierto, el arte de enlazar y de pialar, la equitación virtuosa y la destreza para caer parado si rueda el animal, el lento trajinar de la tropeada y los desplantes lujosos del rodeo, dos actividades que exigen resistencia física y anímica, valentía fatalista y eficacia operativa.

De parias rurales, como fueron ambos a lo largo de una azarosa historia, se han convertido en arquetipos de las respectivas identidades nacionales de los EE.UU. y los países rioplatenses, incluyendo en ellos al Estado brasileño de Río Grande do Sul. Pero debo advertir que en los tiempos actuales se registra una variante en nuestro medio. Mientras los norteamericanos mantienen al cow-boy como un fuerte símbolo de unidad nacional, el interés existente en el Uruguay por la figura emblemática del gaucho ha sido desplazado por el tardío "descubrimiento", llamémoslo así, de las hondas raíces indígenas que efectivamente tenía un país que en la actualidad carece de indios  tribalizados o convertidos en campesinos. Tampoco este Uruguay venido a menos, que hoy transita por un túnel sombrío hacia la inopia económica y la intemperie moral,  no encierra prisioneros folclóricos en reservaciones peores aún que las cárceles, como sucede en los EE.UU. o el Canadá, países altamente industrializados. Es cierto, no subsisten en la actualidad indianidadesetnicas, ni indianatos enquistados, ni indiamentas vilipendiadas, pero los antepasados genes, los de los pocos charrúas y los miles de guaraníes llegados torrencialmente desde las Misiones luego de la expulsión de los jesuitas en el año l767 y otras migraciones posteriores, a las que enumero en otro capítulo de este libro, andan cuerpo adentro de cientos de miles de  compatriotas, sin que ellos lo sepan y que cuando lo saben los niegan.

La música country, el rodeo como generalizado espectáculo en las que ayer fueran las cow-towns, el sombrero tejano y otros atributos en los modos de ser y hacer se mantienen en los EE.UU, siquiera como mimesis tradicionalista, como inercia cultural que no va mas allá del signo visible, vaciado del pretérito símbolo y sus connotaciones. Llamar cow-boy a un apeado urbano, constituye hoy por hoy, como se muestra en las películas, un ambiguo tratamiento que oscila entre lo afable y lo desdeñoso. De idéntico modo la gauchada califica entre nosotros una ayuda que burla la barrera de lo prohibido, una permisividad amistosa que a veces orilla los límites de la ley, y también, un favor muy especial que solo los buenos amigos, a costa suya a veces, se avienen a realizar. Pero salvo los melancólicos carnavales internos de las sociedades criollas, donde se miman los indicadores externos de la gauchería, la figura del gaucho ha desaparecido del imaginario urbano nacional. En efecto, el atuendo del gaucho y  los aperos de lujo aparecen, solitarios y desfuncionalizados, en las sociedades gauchófilas de disfrazados domingueros que fingen por unas horas, ensillando pingos, churrasqueando y evocando antiguas tradiciones, ser como los  mozos sueltos de la campaña, ya liquidados por los terratenientes que no quería vagos ni abactores en los limes de sus estancias. Estos gauchos de hojalata, si cabe el término, procuran  escapar de tal modo a la rutina, a los grises papeles sociales impuestos por el trabajo en la sociedad de masas, al stress que agobia a los empresarios y profesionales durante la semana. Tambien los herederos rurales de los gauchos lucen sus prendas y sus pingos en las caravanas conmemorativas de las fiestas patrias o en las domas programadas de la Semana Criolla. Durante esta última celebración, hincada como una espuela nazarena en la Semana Santa,  los desteñidos representantes de una antepasada baquía ecuestre procuran evocar las destrezas del gaucho verdadero entre corcovo y corcovo, montando dudosos "reservados" en bastos o en pelo, mientras, a  grito pelado y altavoz  pujante, payada va y payada viene, se expande el sonido comercial de la sociedad de consumo. Pero esas evocaciones de tiempos ya idos y personajes clausurados por  la civilización industrial, lo que en definitiva logran es decorar con tatuajes pintorescos la epidermis de un cuerpo ya sin alma.

El gaucho propiamente dicho desaparece como ser errante sin compromisos laborales  ni obstáculos naturales al iniciarse  el alambramiento de los campos en el último tercio del siglo XIX. Paralelamente a esta manea tecnológica que inmoviliza el deambular de los caballos y la libertad, o si se prefiere, la gana de los jinetes, la estancia cimarrona se transforma. Ya había comenzado a cambiar durante la etapa del saladero, pero ahora se apronta para la del frigorífico. Debe producir carne como si fuera una usina a cielo abierto. Es preciso modificar los métodos de cría y alivianar de gente no productiva los últimos reductos de la comunidad patriarcal. Se acaba con los viejos narradores, y con ellos se irán el chinerío, la gurisada, los agregados y toda la caterva "inútil" que se amontonaba en derredor de los fogones, donde, según el juicio de la nueva economía exportadora, se desperdiciaba la carne gorda.. De idéntico modo desaparecen los  puesteros, aquellos cercos humanos de las estancias, al par que se racionaliza la contabilidad, y se pesa, se mide y se refina lo que era antes un don gratuito  de los potreros, es decir, la procreación vacuna a cielo abierto.

Muchos de los desplazados se instalan en los rancheríos, los tristes "pueblos de ratas" que surgen como los hongos a la vera de  los caminos, y otros rumbean para los arrabales de las ciudades departamentales o a las orillas de la floreciente Montevideo. Estos desplazados del área ganadera se encuentran allí con los recién llegados desde Europa, con los inmigrantes que tambien habían dejado atrás tradiciones milenarias  y paisajes maternos. Estas dos humanidades  en orfandad, despojadas de los arcaicos valores comunitarios del pago ,del bel paese, o de la terrameiga , y en consecuencia, lastimadas hasta el hueso por la pérdida de sus  acervos culturales, condenadas a  una hereje  orfandad  social y artística,  emprenden entonces una aventura  de extraordinarias consecuencias  : fabrican el tango y  la cultura  del tango, el tinglado de los guapos y las paicas, la Comedia Humana  que tiene por escenario una tierra de nadie y de todos, donde privan  la pobreza y el desamparo ,  atenuados, no obstante ,  por   el amor y la esperanza. Entre estas gentes sometidas al rigor del desarraigo están los hijos del gaucho, aquellos "guapos", aquellos "pesados"  que ya han perdido los horizontes  abiertos y  la manumisión otorgada por la merced del caballo. Pero conservan aún  el sentimiento del honor, la destreza para el cuchillo, la impronta de la antepasada vida ociosa , el orgullo  del coraje, el machismo arrogante, el desprecio por la vida y  la intrepidez ante  la muerte

El gaucho y el cow-boy, figuras representativas de una economía rebarbarizada y rebarbarizante  que, empero, nadaba en las aguas de  libertad, del jolgorio y de la alimentación a la mano -no faltaban ni la carne gorda. ni los fletes veloces, ni la diversión de la fiesta. ni el imán promesero del juego, ni la gracia de la música, ni el coqueteo de las mujeres- forman parte de los pueblos ecuestres que, salvo muy pocas excepciones, pensemos en los actuales  mongoles nomádicos,  han sido barridos por la agricultura y la vida urbana.  

La comparación entre el gaucho y el cow-boy es muy fértil desde el punto de vista etnológico, esto es, aquel que se aboca a la descripción, comparación  y evaluación  de ambas culturas ecuestres.

El caballo del gaucho desciende de los yeguarizos traídos por los conquistadores españoles, cuyos centros de introducción  fueron múltiples, a partir de los lugares de desembarco de las expediciones  encaminadas hacia las costas del Caribe, del Atlántico o del Río de la Plata.

Su modo de cabalgar, si bien en las cargas a lanza seca predominaba el de la jineta, adoptó la modalidad impuesta por la escuela de la brida. Se estriba por el lado izquierdo del mismo modo que el caballero medieval, obligado por el peso y la longitud  de su gran tizona, pendiente del lado siniestro .El apero de su cabalgadura, salvo variaciones impuestas por el medio - el cojinillo o pelego, el sobrepuesto , el tipo y forma del basto , la tipología de los estribos - conserva en esencia las mismas garras y el mismo nomenclator hispánico. Las carreras cuadreras están inspiradas  en  modelos peninsulares:  el coso que se corría en la calle principal de los pueblos, tal como narro en el tomo III de mi libro La trama de la identidad nacional, figura  en  los  escrito  de  Cervantes y otros autores españoles. También fueron transportadas  hasta nuestras costas  por los  tripulantes del pueblo llano que colmaba  carabelas una serie de  actividades lúdicras tales como las riñas de gallos, el truco y la taba y, aunque no se crea, también vino con ellos el asado con cuero, tal cual  se preparaba, como cuenta Cervantes, en las bodas de Camacho el Rico y de Basilio el Pobre, uno de los episodios por donde transita, sueña y desbarra el vapuleado  y maravilloso Don Quijote, el último de los valedores escapados de los libros de caballerías Y lo mismo sucedió  con el lazo, la daga , la guitarra - hija de la jhitar árabe y nieta de la cítara griega- , las coplas octosilábicas del romancero, las payadas de contrapunto, las arcaicas voces de juro, ansina, mesmo y tantísimas más, la principalía engolada del macho, la etiqueta ceremoniosa  y las buenas maneras en las formas de trato cotidiano.  En este sentido Carlos Darwin, que conoció muy de cerca el paisanaje criollo del  año 1832, escribió lo siguiente: "Los gauchos o campestres  son muy superiores a los habitantes de las ciudades. Invariablemente el gaucho es muy obsequioso, muy cortés , muy hospitalario ; jamás he visto un caso de grosería o de inhospitalidad. Lleno de modestia  cuando habla de él o de su país, es al mismo tiempo atrevido y bravo".

No paran acá los legados del abuelo español: el cristianismo popular y su cauda de supersticiones, la creencia en los lobizones -los licántropos, como se les decía en Grecia-, el velorio del angelito, los encantos de las Salamancas o cuevas habitadas por seres infernales, el carnaval  a la jineta , etc. apenas son muestras de las raíces hispánicas que florecieron en aquellos hijos de las cuchillas que heredaron  la boleadora del charrúa, el chiripá y el mate del guaraní y la vincha de los indios pampeanos. La herencia europea prevaleció sobre la autóctona, pero en el nuevo medio, en el escenario de una economía depredadora - el gaucho no es un criador sino un cazador de vacas, al igual que el indio, del cual siempre fue un enemigo no obstante haber buscado a veces  hospitalidad en las tolderías cuando los represores realistas o criollos les pisaban los talones - los legados culturales se trasforman, se mezclan, se intercambian, se potencian o empalidecen, y de tal modo surge un tipo humano nuevo, pese a que sus calzoncillos cribados, y sus espuelas, y sus trabucos y el bordado de sus chaponas  venían de España  al par que  su sabiduría paisajística y su baquía ambiental  provenían de los maestros indígenas. El gaucho,  para ampliar el diámetro cultural del nombre, el paisano del país profundo  no es un manantial sino un estuario, pero ¡ qué riqueza de nuevas esencias y nuevas formas amalgamadas en una juvenil mezcla de retazos antiguos , y  cuántas  originalidades   de cosas recién nacidas se despliegan en las trayectorias vitales y en las cualidades personales de los jinetes de las cuchillas !.En efecto, en las pampas y en las penillanuras  se puso en marcha una alquimia social , al estilo del arscombinatoria propuesta por los filósofos de la Baja Edad Media europea. El medio americano, la frontera, la ganadería extensiva de tipo colonialista, o sea extensivo, la abundancia superlativa  de caballos , la presencia beligerante del indígena, el celo imperial de los españoles en pugna con los portugueses y otros factores impusieron pautas locales y comarcales que se combinaron para conferirle al gaucho y a los hombre de nuestra campaña una serie de características propias, locales unas y comarcales otras. Pero las raíces hispánicas , no obstante los procesos adaptativos, siempre afloraron , siempre estuvieron expuestas al sol de la trasculturación, a la osmosis del contacto cultural, a la mezcla de legados y el despertar de originalidades

Con el cow - boy sucedió lo mismo. Fue un descendiente directo del vaquero mexicano , tan  intensamente modelado por la hípica y la épica hispánica, si bien con una buena proporción de genes indígenas acarreados por el inevitable mestizaje entre europeos e indoamericanos. En Sonora, en Coahuila, en Chihuahua y en Durango se define, con el tiempo, el tipo del vaquero, un producto  representativo  de los oficios ecuestres impuestos por una ganadería extensiva. En esa frontera la subsistencia de quienes habitaban en los ranchos ganaderos, equivalentes a nuestras estancias, era precaria y peligrosa. Los indios apaches, secundados por los indios conchos, atacaban las haciendas y repuntaban el ganado hacia sus tierras, tal cual sucedía en estas regiones rioplatenses con los malones de los charrúas y los pampas -estos últimos eran mapuches provenientes de la Araucania chilena- hasta que los criollos dueños del poder decidieron exterminarlos para  poner a salvo sus vidas y haciendas. Las hecatombes de indígenas realizadas por Rivera, en el Uruguay, hacia el año l831, y Roca en la Argentina, cuando llevó a cabo la sangrienta  Campaña  del Desierto hacia el 1879, tuvieron su paralelo en América del Norte. Jackson y Harrisow emprenden en los EE.UU. una furiosa embestida contra los indios de las praderas entre el 1813 y 1814, hasta hacerlos firmar un tratado de paz,  mientras que Porfirio Díaz, en México, desbarata a los apaches y los conchos en el año 1880.

Por ese entonces Texas pertenecía aun a México. Era una enorme llanura empastada y en sus desérticas extensiones, así como en el limítrofe Estado de Tamaulipas, proliferaban los vacunos, trotaban enormes tropillas de caballos cimarrones y unos pocos rancheros se dedicaban, al igual que en el Cono Sur de nuestro continente, a una ganadería fundada en el cuero antes que en la carne, en la caza antes que en la cría. Los gobernantes mexicanos, para humanizar aquellos sitios despoblados, deciden abrirle "puertas a la tierra", como se decía durante la conquista en estas regiones rioplatenses, y fomentan la inmigración de colonos estadounidenses. Tantos son los recién llegados que al poco tiempo sextuplican el número de pobladores mexicanos. Las autoridades mexicanas se alarman ante esta invasión de extranjeros y cierran las fronteras. Pero entonces, sintiéndose amenazados, los tejanos de origen estadounidense, acaudillados por Austin  y con el respaldo de una nación que caminaba por la huella del "destino manifiesto", van a la guerra, la ganan, y se proclaman independientes. Un poco después, hacia el 1845, Texas se incorpora a los EE.UU. Los tejanos del campo abierto, y todos los marginales que se volcaban en esa región, imantados por los espejismos de una Jauja de carne gorda y horizontes abiertos,  aprenden las tareas propias de los oficios pecuarios de los vaqueros mexicanos. Se hacen de a caballo y reciben, como no podía ser de otro modo, las vestimentas, los aperos, los dispositivos laborales y las voces españolas relacionadas con el contorno natural y económico, amén de esa herencia polivalente que hoy integra los dominios del folclore. Ya en el primer tercio del siglo XIX se había definido un especial tipo humano. Aquellos hombre de a caballo eran depredadores del ganado. No lo criaban, lo cazaban a campo abierto. Se les llamó entonces cowhunters, o sea cazadores de vacas. Vino luego, y muy pronto, un cambio en la designación, que ha perdurado hasta hoy luego de haber acuñado un prototipo ecuestre legendario. Los mas duchos y ágiles, los más resueltos y desaprensivos cazadores de ganado eran los mas jóvenes, los que nada tenían que perder y sí todo un mundo para conquistar, por áspero y primitivo que fuera. Se les denominó en consecuencia cow-boys, muchachos vaqueros, resucitando un término que había nacido un siglo atrás. Al igual que en el caso de  nuestros gauchos la compañera fiel de los vaqueros tejanos fue la guitarra. Comienzan entonces aquellos cantos, que luego perfeccionarían las generaciones posteriores, relacionados con el amor, la soledad, el coraje, la vida a lomo de caballo, la querencia perdida y la senda encontrada. Las frontierballades y los cowboysongs,  melancólicas y lentas expresiones de una vida solitaria y aporreada, lejos de la mujer, ayuna de sociabilidad, constituyen las simientes de la hoy conocida como música country.

Cowboy - obra de Andy Thomas

El vaquero de los primeros tiempos debía lidiar con el ganado vacuno cimarrón, cuyas características eran similares a las haciendas salvajes del área rioplatense: cuerpos livianos, largas patas, cuero resistente a la penetración de la espina y la picadura del insecto, instintos aguzados por la hostilidad del medio, colmado de carnívoros, velocidad para la estampida y, sobre todo, temible cornamenta. Los legendarios longhorns (cuernos largos) de las llanuras norteamericanas eran de origen hispánico. Habían retornado a la condición paleolítica, anterior a la domesticación, adaptándose a las rudas condiciones ambientales. Del mismo modo el Wild West en perpetuo retroceso, antes de ser explorado por los pioneros anglosajones, había sido descubierto y recorrido por los capitanes españoles, entre los que se destacaron Pánfilo de Narváez, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Francisco de Ibarra, Juan de Oñate  y Francisco Vázquez de Coronado. Estas descomunales y sangrientas epopeyas ya han sido narradas por las respectivas crónicas, por otra parte reeditadas periódicamente, y a ellas remito los lectores deseosos de conocer las aventuras y desventuras de aquellos atroces, codiciosos y  corajudos invasores.

El gaucho y el cowboy, los primerizos, los genuinos, los de las camadas antiguas, pues el  nombre designó distintos tipos humanos con el tiempo, no ansiaban poseer bienes inmuebles para asentarse en ellos sino espacio para nomadizar. Nómada viene del griegos nomas, pasto, y se refiere a los pueblos que iban con su ganado tras los herbazales nacidos después de las lluvias. Pero tanto el vaquero como el gaucho no emigran con sus familias tras las pasturas, como en el caso del Asia Central. Van solamente tras el ganado, son carneadores, son cuereadores, son gentes libres de ataduras laborales que caen a los rodeos -"aquello no era trabajo / más bien era una junción", dice Martín Fierro- para lucir sus habilidades, para jugar, cantar, bailar y chinear, para ser admirados como visteadores prodigiosos o duelistas temibles.

Juntos el gaucho y el cow-boy recorren tres sucesivas etapas históricas y tres escalones semánticos. La voz gaucho, para la cual se han propuesto casi medio centenar de etimologías, era en un principio absolutamente peyorativa. Se utilizaba para designar a los "mozos sueltos de la campaña" según decía Artigas, quien nunca usó ese termino, nacido por la zona este de nuestro país, al parecer, para designar a "una raza de bandidos", como los calificara Bougainville en el año 1767, quien proseguía así: "Escapados algunos malhechores de la justicia se han retirado al norte de las Maldonadas (Maldonado) y a ellos se han unido desertores. (Estos provenían, fundamentalmente, de los barcos,  lo que determinó que muchos términos marinos, como flete, rebenque, rumbear, amadrinar, hocicar, fueran adoptados por  el gauchaje primitivo. Otros desertores eran los "desgaritados", los escapados de la plaza fuerte de Montevideo). Insensiblemente el número ha crecido; han tomado mujeres indígenas y han dado así comienzo a una raza  que solamente vive del pillaje. Van a robar bestias de las posesiones españolas para llevarlas a las fronteras del Brasil, donde los paulistas se las cambian por armas y vestimenta. ¡Desgraciados los viajeros que caen en sus manos! Se asegura que actualmente son más de seiscientos"

Antes de que se echara a rodar el término gaucho, que casi seguramente se aplicó a los alzados o matreros -esto es, los que dormían en la matra, voz sinónima de bajera y sudadero quizá derivada del inglés matress, colchón, o de la lengua pampa, como suponen otros autores  -, se designaba con la voz gauderio a esta gente que pululaba al margen de la vida de las estancias, donde se define la figura laboral del paisano. El paisano trabajador, por un lado, y el gauderio y el gaucho, por el otro, fueron calificados indistintamente como campestres por el español  Félix de Azara.

El gauderio, cuyo nombre parece surgir en derredor de la Colonia del Sacramento, enclave portugués fundado en 1680, y el gaucho, que tal vez sea el producto de los bandoleros aludidos por Bougainville, son designados de distintas maneras: camiluchos, cuando se trataba de  los guaraníes desertores de los contingentes de troperos que venían como auxiliares de los padres jesuitas en las arreadas de ganado desde la Vaquería del Mar hacia las Misiones, cuyo nombre deriva de la voz latina camilo, el auxiliar en los oficios divinos; pasianderos, voz que alude a la costumbre de trasladarse de un lado para otro a caballo; vagamundos y vagos, equivalentes al término anterior, aunque con un dejo despectivo; malévolos y mal entretenidos, para calificar sus actividades al margen de la ley; tupamaros, palabra usada por los españoles para emparejar la actitud insurgente de los gauchos patriotas con el desacato del caudillo indígena peruano Tupac Amaru.

El gaucho, el "mozo suelto de la campaña", comía del ganado ajeno, al que creía propio, del mismo modo que el indio, cuyo género vida cambió radicalmente con la aparición del vacuno y del equino. El indio de a caballo superó al gaucho y al cow-boy -pensemos en las hazañas hípicas de los guaycurúes al sur y los comanches al norte- en el dominio del animal, al que no maltrata, al que desde potrillo incorpora a la toldería, amansándolo de abajo, al que no tuvo que desbravarlo en el bramadero ni romperle el cuerpo y la enjundia en la doma a espuela y a lonjazo. Además de  jinete insuperable, el indio era un conocedor sorprendente del ser animal, de los instintos, sensaciones y capacidades de sus caballadas. A las ajenas las robaban a campo abierto y cuando sus perseguidores acampaban en el vivac nocturno, dos o tres yeguas, allegadas sigilosamente a la proximidad de los caballos, bastaban para llevarse en silencio la monta de los ejércitos enemigos.

Gauchos e indios charrúas o minuanes se aliaban a veces para asaltar las estancias  y entonces  las tolderías servían de refugio provisional a los alzados transgresores de la ley. Pero no llegaron a constituir comunidades abiertas al franco mestizaje, y quien hable de indios negros o indios rubios comete un disparate antropológico. Los indios robaban mujeres blancas y las hacían madres de hijos mestizos, pero los españoles y criollos, apercibidos para enfrentar los malones, sabían defender sus familias y haciendas a sangre y fuego. No en vano lucharon en el Uruguay durante trescientos años contra los charrúas que preservaban su libertad, su espacio vital y su comida de los avances colonizadores amparados por la ley y las armas del hombre blanco.

El gaucho genuino, el vagabundo que coronaba una cuchilla y desde allí buscaba repechar una y otra vez las verdes olas inmóviles que llegaban hasta el horizonte, no ansiaba poseer bienes inmuebles para asentarse en ellos sino espacio para deambular por las fronteras del viento, montando tropillas de un solo pelo. No todo era vida desocupada y errante, sin otra pausa que el fogón nocturno. A veces se conchababa como changador, si se trataba de cueros, y como contrabandista, si tocaba arrear ganado ajeno a las fazendas riograndenses Cuando podía tenía mujer, e hijos, y sus ranchos se agazapaban en los bajos, como madrigueras clandestinas. Pero no trabajaba regularmente: sentía desprecio por el agricultor y la agricultura, y sus actividades eran las del ladrón del ganado con dueño o el carneador del ganado mostrenco, que por igual no pertenecía a nadie y pertenecía a todos. Huía del Rey y de la Ley porque no era afecto a la existencia sedentaria impuesta por la civilización, porque tenía mano larga para lo ajeno que creía propio, porque debía una o varias muertes en duelos a cuchillo, porque  no cabía en la pirámide clasista de aquella sociedad bipartida entre campo y ciudad, entre puerto cosmopolita y pradera pecuaria, entre lo universal y universitario que  tiene su asiento  en la urbs y entre lo tradicional y terruñero que se refugia en el pagus.

El gaucho aparece ante los ojos del viajero como un temible camorrero, como un avezado duelista, como un señor de la cuchillería sangrienta. Así lo juzgó Darwin en su citado libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo al expresar los siguiente: " .... se oye hablar constantemente de robos y homicidios, siendo la causa principal de estos últimos la costumbre de ir siempre armados de facón. Es deplorable pensar en el número de homicidios  que son debidos a insignificantes querellas. Cada uno de los contendientes procura alcanzar a su rival en el rostro, mutilarle la nariz o dañarle los ojos, y la prueba de ellos está en las horribles cicatrices que ostentan casi todos. Los defectos provienen efectivamente de las arraigadas costumbre de los gauchos por el juego y la bebida, y de su falta de espíritu civilizado". Los ciudadanos norteamericanos que juzgaron los duelos a revólver del Far West no dijeron menos, horrorizados, al igual que Darwin, de la condición despiadada, y generalmente alevosa de aquellos, los matones ecuestres.

El gaucho alzado, matrero y cuatrero nacido en el siglo XVIII extiende su trayectoria vital hasta fines del siglo XIX, cuando el alambramiento de los campos y la represión de Latorre, que los llevaba encepados a fabricar adoquines a Montevideo, acabaron con su destino itinerante y las hazañas de un legendario coraje puesto de manifiesto durante la epopeya artiguista de la Patria Vieja, la Cruzada Libertadora y las guerras civiles entre blancos y colorados. 

La denominación gaucho, tan misteriosa, tan provocativa, figura en los documentos a partir del último tercio del siglo XVIII y se aplica al ladrón de ganado, al cuereador clandestino, al bandolero rural, así considerado por la óptica propietarista y legalista de la administración colonial y el patriciado criollo. En una segunda etapa de la deriva semántica del término se le llama gaucho también al trabajador ecuestre del campo, al peón de estancia, al tipo laboral asentado en el casco edificado de los establecimientos pecuarios, al paisano pobre, en suma. Finalmente el término se desmesura, pierde su antiguo denotatum y se aplica a todo hombre de a caballo del interior ganadero de nuestro país, tanto al estanciero como al peón, tanto al matrero que gana el monte para escapar a la mano larga del "comesario" como al tropero que soporta el frío y el calor, la soledad y la nostalgia mientras arrea la vacada hacia el destino prefijado.

Con el cow-boy sucedió algo semejante, aunque en otros escenarios y otras circunstancias. El primer cowboy es el mero ladrón de vacas durante la guerra independentista de los futuros EE.UU. contra la corona británica, conflagración que se extiende entre los años 1775 y 1783. Los farmers leales a los británicos, que cultivaban los calveros abiertos por el hacha y por el fuego entre los montes Apalaches y el Atlántico, eran asaltados por jóvenes y resueltos patriotas que incendiaban las granjas y huían llevando por delante los bueyes de labor y las vacas lecheras. Estos antecesores de los cow-boys clásicos eran apeados y no utilizaban el revolver Colt, inventado mucho más tarde, sino el long rifle a chispa.

El segundo tipo de cowboy aparece en el año 1836, cuando surge la República de Texas, antes de que se entablara la disputa armada entre los norteamericanos y los mexicanos. También se hace presente en el momento que los taumalipecos fundan la fugaz República de Río Grande, enfrentándose así al dictador Santa Ana. Los tejanos ayudaban de tanto en tanto a los taumalipecos  pero eran más las veces que aprovechaban la existencia de los longhorns, los cimarrones cuernilargos, para efectuar gigantescas arreadas hacia los ranchs  que ya comenzaban a salpicar, como  puntos suspensivos de la soledad, las abiertas praderas. Estos ladrones de ganado, dedicados al abigeato noche y día, son llamados de nuevo cow-boys, resucitando así el término utilizado un siglo atrás. Al igual que en nuestras  latitudes surgió una clara diferenciación entre los caballistas errabundos y los trabajadores de los cattleranchs. Estos no se denominaban cow-boys, un mote despectivo, sino hands, manos, término que equivalía a obreros según la nomenclatura, por cierto harto descalificadora -el ser del  hombre es sustituido por el rendimiento de su mano, el alma por la productividad del destajo- propuesta y utilizada originariamente  por los empresarios de la Revolución Industrial inglesa. También se les llamó cow-hands, cuidavacas, y cowpunchers, troperos. Pero como pesaba intensamente la tradición española, adaptada al horizonte cultural de la pecuaria mexicana, cobró vida el término buckaroo, una extraña palabreja, que trata de reproducir en el idioma inglés el sonido español de la voz vaquero.

Después de la Guerra de Secesión (1861-1865) -el equivalente multiplicado por cien de nuestra Guerra Grande, cuyas consecuencias  políticas fueron también distintas -el norte de los EE.UU., industrializado a pasos gigantescos, necesitaba carne para la alimentación de una creciente clase obrera. Miró entonces hacia el derrotado sur, que a un tiempo albergaba a los señores esclavistas del algodón, verdaderos landlords, y a los ranchmen democráticos, si el término cabe, criadores de ganado. Dicho ganado cobra repentino y casi que sorpresivo valor, si bien sus potreros se hallan muy alejados de los centros consumidores. Los cow-men, los ganaderos tejanos inician entonces una operación comercial rendidora: los novillos que valían en el sur de 3 a 4 dólares por cabeza se vendían en las ferias ganadera de Kansas y Nebraska entre 40 y 50. Desde esos puntos las tropas, machucadas, sedientas y diezmadas a raíz del viaje, eran embarcadas en los vagones de ganado y el ferrocarril las transportaban hacia las ciudades industriales. Acordes con el nuevo estilo económico, a partir del año 1866 y hasta el 1890, intrépidos troperos arrean hacia los mercados meridionales casi seis millones de cabezas de ganado cornilargo. Quienes realizaban estas duras tareas se denominaron nuevamente cow-boys. Debieron luchar contra los salteadores y ladrones de ganado, contra los sheeppherders -despectivo nombre dado a los ovejeros-, contra los farmers -o sea los granjeros- y aún contra los propios ganaderos que procuraban impedir la difusión de "la fiebre de Texas", epizootia mortal que acababa con la totalidad del ganado  donde caía su flagelo. Durante la noche, como ya dije antes, los cow-boys, para aquietar a las reses y evitar los robos de los ruffiansborder, las acorralaban en el centro de un círculo y en el perímetro se apostaban ellos -los grupos de troperos eran numerosos- , entonando hora tras hora, y por turnos, cansinas canciones que luego cobraron vuelo al folclorizarse y difundirse en las cow-towns. Entre estas ciudades de las vacas, nacidas como hongos, se destacó especialmente Dodge City, una verdadera frontier Babylon, como se la denominaba por la abundancia de garitos y lupanares. Abilane, Wichita, Ellsworth, fueron los otros centros de vida disipada, de orgías y tiroteos, donde los cow-boys dejaron su dinero y muchas veces hallaron la muerte, ya en duelos singulares, ya en indiscriminadas balaceras de borrachos.

El cow-boy hereda los arreos del español, algo transformados por la equitación mexicana. Claro que hay cambios y adaptaciones. Las sillas de montar tejanas, cuyo borrén delantero, con forma de cabeza de pato, difiere de las cabezadas del recado rioplatense, no alivian el rigor de la marcha con el uso del cojinillo y, cuando se trata de domar o enlazar a campo abierto, se aseguran con dos cinchas. Por su lado, el cow-boy persistió en el uso de los zahones o chaparreras -llamadas chaps en inglés-, no tan exageradas como la de los gauchos argentinos de la provincia de Salta, prenda de cuero traída al Nuevo Mundo por los caballistas andaluces. El  gaucho de la primera hora usaba sombreros de copa alta, entre los que se destacaba los panza 'e  burra, modelo que luego evolucionó a los de copa mas baja y alas mas anchas. El cow-boy usó siempre el sombrero de alas anchas y copa alta, llamado ten gallons, diez galones, por su desmesurado tamaño. Hoy las gentes tejanas lo siguen utilizando, aún en las ciudades, como distintivo de una identidad ecuestre siempre reclamada. No es el cow-boy un cuchillero como el gaucho, cuyo facón -aumentativo de faca, voz que viene del árabe farja-, de  grandes dimensiones, era el preferido para los duelos, y digo así porque el desmesurado caronero, el mata-vacas por excelencia, o la daga, mas corta que el facón, y el pequeño cuchillo para cuerear o picar tabaco, el verijero, el  clásico "cola blanca", también formaban parte de la panoplia criolla. El cuchillo del cowboy, el bowieknife, desciende de un puñal africano de pequeñas dimensiones que utilizaban los esclavos de las plantaciones y el coronel Bowie escogió como arma favorita. Pero el arma de fuego fue la predilecta de este prototipo humano nacido en el momento que se perfeccionaba el revolver de seis tiros, el sixshooter. Claro que no todos eran ases en el arte del tiro fijo. Los que afinaron la puntería, para convertirla en su mejor aliada en el combate singular o en el asalto, fueron los matones, los pistoleros, los hombres de avería. El cow-boy común, el del montón,  usaba revolver, si, pero le fue mas útil el winchester para pelear a distancia con el indio o con los cuatreros. Finalmente hay prendas de trabajo, como los largos puños de cuero y los guantes, utilizados por el vaquero tejano para enlazar, que hubieran sido lujos inútiles y quizá molestos para el gaucho. Una pieza de vestir los igualó, sin embargo,  y esa  fue el chaleco de cuero en el cow-boy y el  chaleco de terciopelo o seda  con flores bordadas que usaron los gauchos prolijos y aliñados .Pero esto ya tiene que ver con la cáscara y no con el grano.

El cow-boy surge en Texas pero luego se extiende por las praderas norteamericanas y llega hasta California. Iba tras o con los ganados que poblaron los antiguos coto de caza de los indios del Wild West luego que los scouts, entre los cuales descolló el renombrado, y artero, Buffalo Bill, el gran matador de bisontes, les allanaran el camino. Procediendo de tal modo, es decir, acabando con los grandes rumiantes indígenas, las "vacas corcovadas" cuyos inmensos rebaños asombraron a los exploradores españoles, se privaba de la vianda tradicional a los pieles rojas y se abrían nuevos espacios para la ganadería comercial. Pero también avanzaban la oleada agrícola y el ferrocarril, y de tal modo, que los indios montados y los vaqueros ecuestres tuvieron que lidiar con aquellas puntas de lanza constituidas por los colonos sedentarios y la civilización maquinista. Miles de labriegos que venían del este, con sus familias y enseres metidos en aquellos lentos pero implacables gliptodontes que eran las carretas entoldadas, las prairieschooners, ocuparon poco a poco, con denuedo y sacrificio la franja de tierras vírgenes. Y las oleadas sucesivas siguieron adelante, luchando contra todo tipo de inclemencias y dificultades, aunque no por la gracia de sus escasas fuerzas sino por el  apoyo de  la caballería del ejército de los EE.UU., genocidio de indios y cuatreros mediante. Dicho ejército, siguiendo las instrucciones de la administración central, apoyaba la expansión de la agricultura en las landgrants del border siempre en retroceso, que solamente fue boundary cuando la frontera, la frontier empujada hacia el horizonte por el tesón y coraje de los colonos, se topó con las montañas Rocallosas.

 El cow - boy auténtico, al igual que el gaucho, se extingue antes de finalizar el siglo XIX. .Pero ambos, desde entonces, ingresan en la leyenda , en el mito, en el imaginario colectivo de una tradición nacional que ubica sus héroes culturales en el campo ganadero, escenario de los hombres individualistas, agresivos, caballerescos y bien montados. Los aspectos festivos, literarios, musicales y cinematográficos de esta doble historia han quedado de lado, pues desmesurarían la extensión del presente estudio.

El facón del gaucho duelista y el revolver del cow-boy enfrentado a su rival en la calle solitaria de un pueblo, sede de los infaltables  saloon (taberna), store (almacén de ramos generales), ladies boardinghouse (prostíbulo) e incompetente sheriff (comisario), constituyen hoy dos referencias folclóricas memorables. Y las más de las veces inauténticas, porque la vida verdadera y la historia significativa del campo rioplatense y el open range norteamericano conocieron otros protagonistas de mayor significado social, moral y laboral que los cuchilleros de lujo o los pistoleros de infalible puntería.     

Daniel Vidart

Editado por el editor de Letras Uruguay

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