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El espíritu del Carnaval
Daniel Vidart

 

La careta y el disfraz

En lo que va de este estudio, nuestro andar por el mundo de las carnestolengas se detuvo, aunque muy brevemente, en las posadas históricas y los paisajes geográficos donde la variedad de las presencias impone acentos regionales o locales a la abstracción de las esencias. De tal modo el gran aquellarre colectivo, al refractarse en los prismas de las culturas y las subculturas, enriqueció el espectro de sus manifestaciones y provocaciones.

Y digo de tal modo porque pro-vocar, en latín, significa llamar a las cosas ante sí: el hombre provoca a los fenómenos para que éstos se transformen en hechos pasibles de ser analizados por la mente y calificados por la sensibilidad.

Carnaval de Venecia

Ruinas y lápidas

Caminamos sobre ruinas, cuando no sobre lápidas. El carnaval ha muerto: desde hace un siglo resuena una y otra vez esta afirmación agorera acompañada por el contracanto de un treno nostálgico. Pero, no obstante, el carnaval, o lo que así se llama, se las arregla para subsistir, para hacer una balsa con los restos del naufragio y seguir navegando hacia las islas inciertas. Una pregunta, sin embargo, sale al paso de los carnavales de hogaño; lo que subiste ¿son relictos desvaídos de aquella Gran Fiesta del Cuerpo y Parranda del Espíritu o se trata de algo diferente, que conserva el nombre pero que ha perdido el sentido final de su manía y sus ritos?

Si comparamos los carnavales de principios del siglo XIX con los de la actualidad, mechando entre ambos las intrusiones de súbitos y pasajeros rescates de la originalidad primicial, llegamos a la conclusión de que la humanidad de Occidente, en la que estamos comprendidos los pueblos europeizados de América, se ha quedado sin aquella gigantesca marmita donde periódicamente sumergíamos y macerábamos el fúnebre destino y el ansia de inmortalidad de la criatura humana, más esclava del pasado que promotora del futuro. No obstante, la violenta embestida de la revolución científico-técnica contemporánea sustituye a los viejos ídolos por nuevos iconos. El pasado que repite sus ceremonias y rutinas es el huerto paradisíaco de los dioses, el perdido solar que recuperamos con la circularidad de la fiesta, hija del Eterno Retorno. El futuro es el territorio del temido cambio: allí reinan los espíritus infernales del desarraigo y las herejías de lo nuevo.

Un mundo nuevo sin los carnavales viejos

Es mentira que estemos abandonados, tiritantes y exánimes, en una playa desierta. Los hombres se ingenian para inventar nuevos cauces cuando los ríos de la cultura se secan o se desbordan. Nos hemos quedado sin los estallidos irracionales del antiguo desenfreno pero hemos inaugurado otros. Siempre necesitamos escapatorias, puertas traseras. De no ser así, nos ahogaríamos en nuestra propia inmundicia. Gracias a la prestidigitación de la historia, la racionalidad desencantada, la urbanidad conciliadora, la convivencia pacífica en el diseño y otras formas de control social sustituyeron, al fraguarse los materiales de la modernidad, a las viejas terapias multitudinarias convocadas, sin canon ni doctrina, por la sabiduría exorcisante del pueblo.

Ahora, ya despidiéndose del espantoso siglo XX -que al cabo, si se le contempla en la perspectiva de los tiempos, no fue peor ni mejor que el XVII, el siglo de hierro, ni el VIII, el de la media luna victoriosa- hemos encontrado otros resquicios para evadirnos y salvar lo que resta después de la implosión de los antiguos valores e ideales colectivos. De tal modo, hurtándole el olfato a tanta teoría echada al basurero y a tanta ideología que huele a podrido, hemos machihembrado el disparadero de la droga con el desgarrado manifiesto nihilista del rock y, cuando clamamos por alguna certidumbre, extraviados en la niebla del nominalismo absoluto, nos ofrecen la defensa e ilustración de la posmodernidad en tanto que revival de la historia como espectáculo y no como providencia.

Privado del auxilio periódico del carnaval, el conciente humano se embota ante la arremetida conjunta de los cuatro jinetes del Apocalipsis: el mercado mundial que nos homologa y nos arruina, la robotización de la máquina y de la mente, el reino de una imagen que nos crucifica en la inmovilidad del contemplador sedente y la cultura del consumo que, en vez de colmarnos, nos retoba por fuera y nos vacía por dentro. Entonces, ya sin chamanes, la humanidad de Occidente recurre al nuevo curanderismo del psicoanálisis. O a los gurúes que le revelan en veinte sesiones las profundidades del Oriente búdico, o los "descargan", manes de Olmedo, con una serie de sesiones de yoga, antes gimnásticas que enteogénicas. O a la macumba, que hace fraternizar a los desposeídos, que mitiga la pobreza de los pobres y la angustia existencial de los ricos al pie de una africanería lavada con las aguas del espiritismo y el cristianismo popular.

Y si no se atreve o no atina a recurrir a estas áncoras de salvación, inaugura nuevas -¡y tan viejas!- expresiones públicas y privadas de la violencia, explora los territorios prohibidos del sexo y convierte a la permisividad universal en patente de corso para que la titánica criatura del Yo incursione en el bajo vientre de la condición humana, al amparo del taparrabos de una reclamada, y generosamente mentida, autenticidad.

Diablo de Humauaca

Joselito barranquillero

 

Lorenzo Ghiberti: Puerta del Paraíso

(1425-52) Florencia, Baptisterio

Es de veras lastimoso haber perdido el carnaval clásico con todo lo que tenía de procacidad ostentosa y punzante plenitud de los sentidos. Ya sin él, porque ahora sí el carnaval popular -el espontáneo, descomedido y folclórico, el de la magia y el misterio mezclados con el escándalo y el estropicio- está más muerto que el Joselito barranquillero o que el Diablo de Humauaca, dedico a su memoria, que es la de mi juventud rural, aún alcanzada por su ráfaga arcaizante, las páginas finales de este presuroso estudio. Muerto Adán vamos tras Onán. Por ello, siquiera por unos instantes, quiero abrir las hojas de una puerta simbólica, esculpida como la que Ghiberti inmortalizó en el Baptisterio de Florencia, para atisbar los difuntos encantos del jardín de un mundo a la vez festivo y lúdicro, muy distinto, en verdad, al huerto del hedonismo con que se le reemplaza. Nos asomaremos de tal modo a los signos externos de la fachada del carnaval -el disfraz que viste el cuerpo y la máscara que esconde el rostro- y a los símbolos internos de un sistema múltiple y uno, es decir, el carnaval como magia, como teatro, como fiesta, como juego, como manía, como terapia y como crisis.

El disfraz, o la alteridad del vestido

El disfraz esconde, disimula. Detrás de su traperío o sus armazones nuestro atuendo cotidiano desaparece. Se sale de la vida civil, la del hábito que es a la vez costumbre y vestido, y se asumen, mediante el artilugio de un estrafalario ropaje, los indicadores de otros estratos sociales del presente o del pasado, propios de nuestra cultura o de las ajenas.

La voz disfrazar alude al hecho de disimular, de despistar, de borrar las huellas. Así nos lo explican algunos etimólogos. Otros nos remiten a la voz farsa, que deriva del francés farse, pieza cómica breve cuyo nombre le viene de farse, relleno. Se trata de lo que en español se conoce como entremés. Pero lo que interesa es el blanco y no la flecha: farsa equivale a enredo o tramoya que procura engañar al prójimo. El disfraz engaña, nos viste con prendas que remiten a lo ridículo, a lo grotesco o a lo fantástico. Hubo, desde la prehistoria, disfraces que mentaban el reino animal: el caballo, el oso, el lobo, el gallo. Otros se orientan hacia lo terrorífico o fantasmal: los blancos y talares atuendos de los aparecidos; la Señora Muerte y sus símbolos -la guadaña, la tijera, la clepsidra-; el Diablo y su cohorte de demonios menores: los gigantes y los cabezudos; las brujas y su mundo. Otros, finalmente, eran disparates semovientes: grandes marmitas, tetas descomunales, catalejos con brazos y piernas, y todo lo que cabe en el magín calenturiento y transgresor del género humano. El disfraz apela a lo cómico o a lo terrorífico, al lujo de los trajes cortesanos de otrora o a los harapos de los mendigos de siempre, a la imaginación doméstica, que se las arregla con lo que tiene a mano, o al alquiler de disfraces fastuosos, rayanos en lo ridículo a fuer de solemnes.

El carnaval y su sistema de juego, fiesta, desmán y fantasía, cuando andaba por el mundo de Occidente como una criatura nacida de su propia sustancia, reiteraba año tras año un antepasado enigma: si alguien preguntaba por sus últimas razones, por el motivo de su presencia, su ser se desdoblaba o se desvanecía. Es decir, se agotaba en la pura acción, al margen de toda explicación posible. Y así entró en nuestro siglo y de tal modo nos hizo conocer, antes de alejarse con la caja de Pandora al hombro, sus últimos vestigios de locura sagrada, enchalecada por la eutrapelia municipal y asfixiada por el reglamento, hoy más que nunca exacerbados.

Actualmente se representa el carnaval en escenarios de distinta laya. En ellos actúan los laburantes murgueros de la comicidad y la sátira, los tamborileros y los dramatis persona; de las comparsas de morenos, los parodistas y los integrantes de los demás conjuntos, pautados por el decreto de la alcaldía. Estos son los únicos representantes carnavaleros que se salvaron del gran ninguneo. El pueblo, transformado en público, como comprueba Gustavo Diverso en su libro sobre La murga. La representación del carnaval, ya no se disfraza ni se enmascara en las plazas, en las calles, en los salones de baile o en los corsos. Y cuando el pueblo ya no se viste de fantasía ni recurre al ocultamiento del rostro, puede decirse que el carnaval ha sido privado de su enjundia, esto es, de sus sustancia, de su ser. En definitiva, que ha muerto.

La capucha, tiniebla del ser

La máscara, la careta, el antifaz y la capucha fueron, en un pasado no tan lejano, los signos heráldicos del carnaval. Cada uno con su denotatum a cuesta, cada uno con su evasión y su misterio. Tras la capucha neutra se esconde la Nada y, por imperio del yin y del yang, también se oculta el Todo. El ocultamiento es una remisión al misterio: representa lo in-forme, lo imprevisto, lo incógnito por sí mismo. Los penitentes de Semana Santa y los demoníacos agentes del Ku-Klux-Klan se convierten en la misma cosa detrás de esa negación del ser que es la capucha. Que entre nosotros adquirió otras notaciones cuando, al socaire de su anonimato, el prisionero, hombre o mujer, se trocaba en número para el expediente y en carne para el suplicio. Y, en el revés de la trama, el torturador y el verdugo también se encapuchan desde siempre, porque son los innombrables artesanos del Mal, los no identificados amanuenses del Infierno.

La capucha es informe. No representa a nadie, ni a nadie alude. Esconde y silencia. Anula al ser y abre camino al no ser. Constituye un signo de interrogación en blanco o negro, que estos son sus clásicos colores. En nuestros carnavales de tierra adentro, sobre todo en los ecuestres, los jinetes desmandados cubrían sus cabezas con bolsas de trapo o papel y, cuando no las había, con ponchos de veranos envueltos sobre el rostro a la manera de los tuaregs. El usuario, pobre de solemnidad no tenía con qué adquirir caretas, máscaras o antifaces que, por otra parte, no los había en los boliches y pulperías de campaña. Más de una vez, yo me escondí, cuando muchacho, bajo estas capuchas fabricadas con bolsas de tela o papel, a las que se les abría tres orificios: los de los ojos y el de la boca.

El cortesano antifaz

Otra cosa es el antifaz. El antifaz consiste en una pieza de raso o terciopelo que cobra auge a partir de los bailes carnavalescos en los salones italianos del siglo XVII. Tras su abstracto escondite, que deja afuera el mentón impreciso y la boca -cuna de la intriga, madre del improperio sutil, alcahueta del espíritu- se esconde un yo elusivo, camaleónico, portador de una propuesta equívoca. Quien lo usa disimula los rasgos verdaderos de su faz, que en más de un sentido es el espejo del alma. Por eso el antifaz, que la cubre, da vía libre a la hojarasca de la infidencia y a la novelería del chisme, esos gusanos sin rostro que se devoran los unos a los otros en su propio agujero. Es el antifaz -su nombre lo dice- lo que va delante de la faz y la cubre, la materia neutra que tapiza el mascarón de proa de la personalidad. El antifaz va bien con el baile de salón envuelto en el papel de seda de las buenas maneras. Estas son el don de la polis, de donde provienen el hombre poli, finamente educado, y el político, que a veces es muy mal educado porque el poder le permite serlo. De tal modo la politesse y la policía, aunque no vayan del brazo y por la calle, surgen de la común fuente urbana. Por ello la palabra que brota detrás de la fachada anodina del antifaz no es ni destemplada ni soez. Sin embargo puede ser filosa como una espada o sinuosa como una serpiente. El antifaz, de tal modo, mediante el concurso de la cortesía, resulta ser el anodino testaferro de la civilización.

La careta y la máscara

La careta representa una cara humana cuyos rasgos están exagerados o deformados: fachada de las imbecilidades o los vicios, remite a la fisiognómica del pecado cuando no al lombrosiano estigma de la idiotez. O a la presencia de lo cómico, que la risa solo brota en el escenario social y no en la soledad del hombre. De tal modo la careta expresa con rasgos antrópicos lo que solo al hombre pertenece. Es decir, la asunción de lo cómico, la catadura de lo dramático, el rictus de lo trágico. Quien la usa mima y encarna, durante algunas horas, la persona por ella aludida: el niño bobo, el borracho dicharachero, el rey de los locos.

La careta que revive la mueca del burlón incitará a la burla; la del hipocondríaco, al sainete sombrío. Pero en todos los casos es un mamarracho perecedero, fabricado con cartón, que el sudor arruina sin remedio.

Caretas más durables, construidas con yeso, cuero y otros materiales sólidos, eran las del teatro de la antigüedad greco-romana. Estaban coronadas por el ónkos, un copete que aumentaba la estatura del actor, el hypokrités, y su boca enorme, en forma de bocina, oficiaba de megáfono. Este megáfono, que se utilizaba para acrecentar el volumen y resonancia de la voz en los espacios abiertos -la representación teatral se realizaba al aire libre- servía, como se dice en latín, per sonare, y de allí nacen las palabras personaje y persona. El teatro griego tenía tres tipos de máscara para el drama satírico, es decir, la comedia, todas con el rictus de la risa. Las de la tragedia, con el gesto del llanto, llegaban hasta cuarenta y una, según las edades, los sexos y los papeles. La tradición habla de máscaras teatrales, no de caretas. Pero la máscara verdadera es otra cosa. La careta alude al mundo humano: la máscara remite al dominio de lo zoomorfo y de lo monstruoso. La máscara, que es ritual, que evoca a los dioses y a los demonios, a los espíritus de los muertos y a las deidades del más allá, está construida con los materiales sagrados de la naturaleza: madera, fibra, corteza, crin, cerda, concha, hueso y algunos de inverosímil origen.

La máscara tiene otras funciones y otra tradición que la careta. Su nombre deriva, según los lingüistas, de la voz mashara, bufón o payaso en árabe; según otros viene de masca, que en germánico, o tal vez en céltico, significaba bruja. A partir de las pinturas paleolíticas de chamanes con máscaras que figuran cabezas de cérvidos -el caso del danzante en la cueva de Trois Fréres- o de las extrañas efigies del antiguo Egipto -dioses con cabeza de pájaro, de chacal, de vaca- el enmascaramiento remite al tótem protector del grupo humano, al mundo de los difuntos, a la cohorte de los duendes, al pulular de las almas en pena. La función ritual de la máscara prehistórica se reitera en los pueblos más llamados salvajes, colocados al margen de la civilización según el juicio de los conquistadores, los viajeros y los propios antropólogos afincados en las sedes del poder. La máscara constituía también un elemento fundamental en las dioysiai griegas donde el tragoi, el macho cabrío, el señor de los sátiros, le abre la puerta a la tragedia y la comedia que llegarán luego.

La máscara introduce en el carnaval a los animales protectores de la horda prehistórica, al clan de los brujos, a las deidades de épocas idas y a los fantasmas de todos los tiempos. Tras ella se despliega la convocatoria a los espíritus de ultratumba, a los genios de la fecundidad, a los elfos, a los gnomos festivos. Y también hay sitio para la chanza grotesca, para la insinuación afrodisíaca, para el llamamiento al ensueño y la Realidad Otra. La máscara representa a los diablos y a los aparecidos, a los gigantes y a los ogros, a la fauna fantástica y al teratomorfismo del Averno, que el Bosco y Brueghel incorporaron a sus cuadros. Pero, por sobre todas las cosas, la máscara se apodera del espíritu del usuario: lo convierte en una fuerza de la naturaleza, en un mensajero de los númenes, en poder genésico o en emisario infernal.

La capucha, el antifaz, la máscara y la careta, los cuatro puntos cardinales de la evasión y la mimesis, tienen que ver con el cuerpo y el rostro de los carnavaleros propiamente dichos.

A esta tetralogía debe agregarse otra, también inspirada en la magia de los números. Se trata de los siete lados del heptágono carnavalesco, tema de los capítulos finales de este ensayo.

Los países nórdicos y anglosajones conocen las mascaradas pero no las integran a los fastos ruidosos, colectivos, de una fiesta escandalosa y totalitaria tal cual es la del carnaval. Las carnestolendas, farsa gigantesca, escaparate de la sensualidad y purga de los espíritus, trueque de jerarquías sociales y búsqueda de la andrógina unidad inicial, nostalgia de los orígenes y a la vez arcádica utopía de los hambrientos mimada por los bien comidos, nostalgiosos de una Edad de Oro -una polarización clasista que convoca los repertorios respectivos del folclore y el elitelore en el anverso y el reverso de la moneda cultural- se aclimatará también en América. Pero no en toda sino en la colonizada por España, Portugal y Francia. La canadiense Montreal y la sureña New Orleans, influidas por la presencia de la latinidad francesa, tendrán también sus carnestolendas de raigambre gótica; no sucederá lo mismo en el resto de los EE.UU. donde, pese a los bolsones de cultura hispánica e italiana, el imaginario colectivo apunta hacia el blanco de otras evocaciones y rituales.

Momo se vino al Nuevo Mundo con los conquistadores y colonizadores de la Hispania histórica y la Iberia geográfica. Con todo lo que su travestismo y ambivalencia acarrea y supone. En efecto, Momo es una deidad femenina. Su nombre en griego significa burla, sátira, censura. Era hija del Sueño y de la Noche, y su hermana Eris sembraba la discordia entre los hombres, como nos cuenta Hesiodo. Cuando la tierra se fatigó de soportar la plétora de una humanidad pecadora, abundante en demasía -ya por entonces, mucho antes de Malthus, preocupaba la población excedente- Momo aconsejó a Zeus que multiplicara las guerras. El Padre de los Dioses, obediente a su reclamo, instigó primero la de Tebas y luego armó el tinglado para la de Troya. Con esa doble sangría alivió la presión demográfica y le ofreció al porvenir de la especie un expediente idóneo para ralear el género humano.

Pero Momo se disfrazaba también con ropas y máscaras masculinas: su acerada burla se ensañó con Hefesto, quien había intentado dar vida a un homúnculo, y a raíz de ello fue arrojado desde el Olimpo a las profundidades de nuestro planeta, aunque existen otras versiones sobre su expulsión y cojera en la frondosa mitología helénica. Más tarde Momo será la acompañante de Como, la deidad que preside los banquetes de los ricos y las cuchipandas de los pobres. Un cortejo de borrachos, los tempranos candidatos al carnaval, camina a tropiezos tras ambos dioses menores, pero no menguados, haciendo mojigangas, danzando alocadamente, practicando juegos de palabras y de manos, es decir, realizando momos propiamente dichos, tal cual, a partir del momus latino, lo consagra nuestra lengua.

En definitiva, Momo no es una deidad masculina. Aparece a veces con el atuendo del sexo opuesto, y así, disfrazada, enmascarada, mete cizaña y desparrama burlas entre los imperfectos mortales. En su travestismo, propicio a la expansión de la mofa, de la sátira, de la bufonada hiriente, madurarán, con el paso de los siglos, el ser y el quehacer del carnaval. Pero Momo no es un Rey ni un Dios sino una deidad femenina trabucada y, por consiguiente, engañosa y dada a los enredos.

Aclimatación del carnaval en América

El carnaval del invierno europeo, con su carga de sarcasmos profanos y violencia sagrada, colmado de alusiones a la fecundidad y a la muerte, que ambas van juntas en el Eterno Retorno, será traído por los conquistadores y colonizadores al Nuevo Mundo. Acá, en América, se topará primero con el enjambre de dioses y rituales de las civilizaciones indígenas sometidas al cotidiano contacto entre dominadores y dominados, hecho que propició el mestizaje de los cuerpos y la metamorfización de almas. Y digo así porque hubo tribus silvícolas -los guaraníes, los gés, los caribes- y tribus de las llanuras empastadas -los pieles rojas, los charrúas- que se enfrentaron valerosa y obstinadamente con los invasores de sus territorios. En una posterior etapa el carnaval recibirá, a partir del arribo forzado de los esclavos, la rica aportación del universo mágico, religioso y artístico de las culturas melanoafricanas.

Dicho doble proceso, salvo en las zonas andinas de altitud, donde aprieta el frío, habrá de realizarse bajo el signo paradojal del verano, una estación que tergiversa los marcos ambientales y culturales de la fiesta europea originaria. Todo ello determina que el carnaval pague derecho de piso en América. En consecuencia, cambiará. Se adaptará. Sufrirá los efectos de una intensa alquimia ambiental y cultural. Los americanos estamos inmersos en un puchero triétnico y multicultural, seamos descendientes de los indios, los negros o los blancos, o de todos ellos a la vez.

Por consiguiente: poseemos un camaleonismo universalista, un sino planetario, tengamos o no conciencia de ello.

Quienes están al tanto de tanta riqueza reclaman el privilegio de ostentar una compartida facultad que, según los casos, puede transformarse en actitud estudiosa o en concertación cultural. En tal sentido podemos interesarnos por la eurohelénica filosofía socrática, por el mesoamericano mundo de los olmecas o por las africanas sociedades secretas de los hombres-leopardo. Paso a paso, o todo a la vez. Nada de lo europeo, ni lo americano ni lo africano nos es ajeno. El día que hayamos digerido y asumido estos legados nos convertiremos en mucho más que un pueblo nuevo, como ahora nos definen los albaceas de las viejas y agotadas culturas de Occidente: seremos los lazarillos de la historia, la piel de la serpiente emplumada, los mutantes de una inédita humanidad.

Los andariveles de la transculturación

Los indios y los negros no asimilaron pasivamente los rasgos, pautas y complejos del carnaval cristiano. Aceptaron algunos, suprimieron otros y, al adaptarlos a sus escenarios y personajes, surgieron productos híbridos que, a su vez, evolucionaron con el tiempo y se enquistaron en el espacio: de tal modo los carnavales rurales y los carnavales urbanos, los primeros signados por el peso de la tradición arcaizante y los segundos influidos por el impacto de las clases rectoras y las ordenanzas municipales, exhiben modalidades propias cuya originalidad ha llamado siempre la atención de los académicos. En la actualidad disponemos de dos estudios sobre las carnestolendas en América, no exhaustivos aunque sí bien orientados y documentados. Ellos son los de la brasileña María Isaura Pereira de Queiroz (Evolución del carnaval latinoamericano, Quirama, Revista del Instituto de Integración Cultural No. 8, Medellín, 1983) y la española Nieves de Hoyos Sancho (Algo sobre carnavales en Iberoamérica, Revista de Indias, Nos. 119-122, Madrid, 1970).

En nuestra contribución al tema vamos a efectuar una doble incursión. Por un lado vamos a referirnos a los carnavales costeños de Colombia y a los andinos de Ecuador y Bolivia. Por el otro haremos el arqueo de la presencia de los diablos que, provenientes de la festividad de Corpus Christi se metieron, como buenos madrugadores, en las carnestolendas de América mestiza y América mulata. Claro que esta selección no podrá prescindir de otros detalles concernientes al marco general de las festividades carnavalescas. Reservaré para ser tratado en capítulos posteriores (el espacio es breve, la materia caudalosa) el tema de los carnavalitos del noroeste argentino. Los incluiré en el ensayo relacionado con las carnestolendas del Cono Sur, y no del elusivo Mercosur de los comerciantes, al referirme a los laderos argentinos y brasileños de nuestro típico carnaval criollo que, lo dije y lo repito, se extiende más allá del escenario montevideano, el exigente acaparador de las prospectivas oficiales y las urbanas nostalgias.

Momo en el caribe

El carnaval, fiesta europea por excelencia, alcanzó sus mejores expresiones en el área de los países latinos de Occidente. Allí, en España, Francia e Italia se desarrollan, a partir de antiguas raíces helénicas (las bacanales) y romanas (las saturnalias y lupercalias), los elementos clásicos de una fiesta desenfrenada y desenfadada que cobrará sus rasgos característicos durante el medioevo cristiano.

Carnavales costeños

En Colombia, mi otra patria, zona de montañas verdes y corredores vallunos de calor agobiante, el carnaval del tridente andino no tiene ni la fuerza, ni el colorido, ni el palabrerío esplendoroso -voz, canto, trino, grito, trabalenguas y plenitud sonora-del carnaval costeño. El mestizo que cultiva las faldas de las montañas es melancólico. Sus coplas, acompañadas por instrumentos encordados, cantan y lloran a un tiempo. No ha podido escurrir de su alma el trauma de la conquista ni la fatalidad pétrea de la cordillera, que corta el paso y siega la mirada, que enquista al labrador en una cárcel de minifundios esquilmados.

En la costa es distinto. Pero al decir costa se debe pensar en el Chocó, mulata, mestiza y zamba a la vez, y no en la del Pacífico donde el Chocó persevera en una extraña supervivencia ceremonial de la tradición española del siglo XVII alveolada en el seno de pueblos negros como el ébano. La epidermis del Caribe es achocolatada; la que va desde el Chocó al litoral pacífico de Nariño es de color carbón mineral, con reflejos de alas de escarabajo que emergen desde un fondo empavonado de azul nocturno, como solo en Sudán puede encontrarse.

En la costa caribeña los negros han reciclado sus conjuntos de congos, similares a nuestras comparsas de morenos candomberos, cuyos combates carnavalescos con banderas al viento terminan frecuentemente a puntillazos, pues miman las antiguas batallas de las tribus en el África materna. Los congos parten de los "palacios" de sus respectivos barrios y desfilan con un capitán al frente, asistido por un caporal, mientras los bailarines forman una doble hilera. Estas ringlas paralelas marchan realizando los movimientos reptantes de una gran serpiente que, en el auge del frenesí colectivo, se cierra sobre sí misma y aprisiona a los musicantes y a las hembras engalanadas en la matriz circular donde se implanta, roto cósmico al fin, el ombligo del mundo. Esta coreografía se despliega al ritmo de los tambores monopercutivos, el macho y la hembra, que atruenan el espacio con ocasionales soluciones de continuidad. En el transcurso de las mismas, alveoladas en los resquicios del ruido, cuando los tamborileros se escupen las manos y tensan los parches, se improvisan coplas picarescas, cantadas a toda voz por las gargantas enronquecidas.

También se traslucen viejos rituales indígenas, muy desvaídos, salvo la pulsión de una zoolatría impenitente. Entre tanto las flautas de millo, las maracas y las guacharacas meten en la cumbiamba un áspero rumor, un zumbido de élitros que se origina en el vientre aborigen de la tierra.

Pero la estameña donde se borda este lienzo multicolor y sonoro es trasplantada. Proviene de Europa, aunque los danzantes y oficiantes del carnaval callejero, actuado por todos, alentado por todos -no hay espectadores sino protagonistas que asumen el papel de fuerzas de la naturaleza y de espíritus jocundos o malhumorados-creen a pie juntillas que se trata de algo nacido de sí mismo, autóctono como los árboles de la flora y los bichos de la fauna, allí presentes y vivientes.

El garabato, personificación de la muerte

En la costa caribeña relucen como faldas adornadas con las lentejuelas las carnestolendas de Barranquilla, Cartagena y Santa Marta. En esas ciudades, capitales del calor, tras el rescoldo indígena y la llama africana, el viejo carnaval europeo empolla sus parafernalias violentas y burlonas, sus rotos grotescos, sus emisarios del trasmundo y la ultratumba. En particular llaman la atención las comparsas de esqueletos y de diablos. La muerte medieval, la de las Danzas Macabras, con un farol en una mano y una guadaña en la otra, reitera el ceremonial surgido en el Viejo Mundo luego de la pandemia de la Peste Negra. De tal modo, la Danza del Garabato -donde su conjugan, dialécticamente, el gancho letal que atrapa y la blasfemia colectiva que lo repudia, mientras los cuerpos danzantes lo esquivan- muestra a los hombres huyendo de la muerte y, a la vez, combatiéndola e insultándola.

Primera presentación danza "Garabato Unilibre"
Universidad Libre Seccional Barranquilla
Evento "Fiesta de Danzas y Cumbias"

El pueblo costeño, hedónico, enamorado de la vida aunque el sustento falte, y tan gozoso y extrovertido que el más terrible insulto, por el cual se pelea y se mata, es el de "amargao", atempera el rigor de antiguo drama europeo. Si bien la coreografía de la Danza del Garabato es por momentos siniestra, no puede evitar la filtración de las aguas festivas del bonche, y este bonche, que representa la perpetua fiesta de la humanidad caribeña, o mejor, el espíritu de la fiesta, protege momentáneamente de la muerte inevitable. En el rechazo al ataque alevoso del Garabato triunfa el instinto de supervivencia, esto es, la protesta sexual que machihembra los cuerpos y los fecunda, para escapar al requerimiento de la entropía. Pero el esquive al reclamo de los esqueletos y calaveras que avanzan diseminados entre la multitud danzante y vociferante, será posible al precio de la invasión de los diablos.

Diablos, diablitos y diablazos

Los diablos se hallan a sus anchas en el carnaval costeño. Este carnaval sudoroso y oloroso, que mezcla la catinga del sobaco y la entrepierna con el perfume del pachulí, y el aroma de las flores con el aliento alcohólico, es también, como su abuelo, el europeo, tentación de la carne y ejercicio de la gula y la lujuria. Pero estos pecados capitales, que se convierten en veniales en la Costa, no se expanden a su capricho: son forzados a entrar en el ritmo contenido de la danza, que pone a temblar, delicadamente, los hombros y las caderas femeninas, mientras los pies se deslizan apenas: "ay/prendé la vela/que la cumbiamba/pide candela". Ambos pecados, así metidos en el corsé del ritmo y la melodía, no han venido solos. Pululan los restantes, atrepellándose en el aire polvoriento, y cuando la niebla seca se aplaca aparecen entonces los diablitos y los diablos, vestidos de rojo y negro,

La Danza de Diablos Arlequines es una danza de origen hispano
y la presencia de Diablos en el Carnaval de Barranquilla

ostentando máscaras con cuernos, fantásticas calzas de colores abigarrados y largas espuelas, para hincarlas en los flancos de los míseros pecadores. Una variedad, la de los diablos espejo, va cubierta por centenares de espejitos, que también figuran en el candombe montevideano, para protegerse del "mal de ojo". Estas comparsas frenéticas son atemperadas por la presencia de una cohorte de engendros transplantados del Viejo Mundo: los gigantes, los cabezudos, los papagüevos y las piponas sosiegan el clima violento, por momentos tétrico, desatado por la diablería, con su presencia bonachona de monstruos inofensivos, de criaturas torpes y ridículas a un tiempo, que cabecean, como perdidas, como atontadas, en los remolinos del terror fingido y la locura cierta.

Las grandes comparsas de antaño que, desde los ejidos rurales, o los tugurios suburbanos, o las aldeas de pescadores, a tambora batiente y a grito pelado asaltaban y atronaban los atardeceres de las ciudades, están hoy en retirada. No se resignan a desaparecer pero el baile de salón, el desfile reglamentado de carros alegóricos y la ordenanza municipal disciplinan, como diría Barrán, el desorden genésico de aquella turbamulta de fantasmas, y pájaros parlantes, y flores animadas, y ridículas marimondas.

La imaginación y la facundia populares se burlan siempre de las alcaldadas mojigatas. Cuando la ordenanza municipal dice no, el costeño responde veremos.

El cabildo barranquillero remitió en 1791 un oficio al Virrey Ezpeleta expresando "que se ofende a Dios con las diversiones que se tienen por el tiempo del carnaval" pero la gente perseveró en su parlanchina alegría, en su algarada multicolor, en su borrachera ambulante.

Los diablos de las carnestolendas costeñas no solamente bailan y amenazan con los tridentes: cantan, representan piezas satíricas, visitan las casas de familia, demanda trago y ya en la calle, embriagados a más no poder, imitan a los diestros del ruego, echándoles verónicas y estocadas a otros carnavaleros disfrazados de toritos. Estos toritos, abundantísimos, pululantes, revelan su clara ascendencia española, al igual que la "burra mocha", es decir, reyuna, figurada por una mujer vestida de burra a la que persiguen y cortejan los hombres disfrazados de asnos.

Diablos Espejos - Grupo de Danzas Colegio Isaac Newton (Bogotá - Colombia)

Como el carnaval es también totémico arrastra desde la prehistoria los relictos de la zoolatría y el zoomorfismo. Es por ello que la gran fiesta del carnaval costeño incorpora a los toritos y caballitos de ascendencia ibérica la fauna de las maniguas y los bosques nativos. A los micos, tigres, tortugas, gallinazos y otros animales, a veces fabulosos, se suman las brillantes aves tropicales. No hay en América país tan rico en pájaros como Colombia: solamente los colibríes registran más de cuatrocientas especies.

La multiplicidad y colorido de esa esplendorosa avifauna se refleja en el plumerío de las comparsas de los hombres-pájaro. A la figuración de los turpiales, azulejos, sangretoros, sinsontes y picos-gordos se suman otras especies mayores, como los alcatraces y las guacamayas. Los hombres-pájaro -de entre ellos se escapó el conocido cóndor futbolero- realizan sus evoluciones, abiertas las alas en los remolinos de polvillo dorado, seguidos por un movedizo cazador que trata de abatirlos. De tal modo desfilan, cantan letras picarescas, se cuelan en las casas, representan escenas descabaladas y demandan sin tregua el blanco ron Tres Esquinas, delicia de la borrachería costeña.

La maestranza

Como no podía ser de otro modo el carnaval costeño tiene sus travestismos. La "maestranza" viste a los hombres de mujeres y mima el repertorio de las tareas domésticas: el ama de casa, prisionera de los trabajos y los trebejos, al tiempo que "hace oficio" revolea sus grandes pollerones, esgrime las escobas, las pailas, los sartenes y las cucharas de madera embadurnadas con el cartagenero dulce de icacos o, tal vez, con las "alegrías de burro" del Palenque de San Basilio, cuyas negras viejecitas hablaban por lo menos hace quince años atrás, cuando yo las escuché, la legua de los antepasados africanos.

La Maestranza - Gaiteros De San Jacinto Nueva Generación.

Al compás de las bufonadas brotan las coplas y suenan las guacharacas, las tamboras, los acordeones de doble hilera, las cañas de millo y las gaitas. Quien haya tenido el privilegio de ver y escuchar a los legendarios gaiteros de San Jacinto sabrá que estas "gaitas" nada tienen que ver con las célticas pues se trata de tubos de caña perforados con un solo orificio digital en el caso de la gaita macho y cinco en el de la gaita hembra. Y de tal modo la maestranza camina, canta, baila, bebe, come, ríe, fornica y se asolea en las tardes interminables para luego atravesar, como un soplo andrógino, "con la manta en el hombro", las noches de cumbiamba.

El carnaval costeño es riquísimo. Lo dicho hasta ahora, más que un resumen es una caricatura de una trama casi infinita sobre la cual se entrecruzan las cintas alternas de la fantochada y la gracia, de la vida y la muerte, de la alegría histérica y la figurada tristeza que irrumpe con la noche del martes, cuando se realiza el entierro de Joselito, el monigote del Carnaval.

Daniel Vidart

Artículo publicado, originalmente, en papel, en la revista "Relaciones" Nº 163 diciembre 1997

 

Escaneado, procesado y editado por Carlos Echinope @echinope . Incorporado a Letras Uruguay, por su editor, el día 5 de junio de 2015.

 

Homenaje de Letras Uruguay a uno de sus máximos exponentes intelectuales, por la reciente donación de su biblioteca. Habría que digitalizar todo lo que el Prof. Daniel Vidart dispusiera porque, habitualmente, solo queda al alcance de unos pocos la invaluable labor intelectual de personas como él. Carlos Echinope echinope@gmail.com

 

 

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