Razones de mejor servicio |
El día en que
trasladaron a Martínez a otra oficina, me quedé sin voz. Al principio lo
tomé como algo pasajero, culpa del invierno, la lluvia, el estrés, el
recargo de trabajo al haber un funcionario menos. Pero me extrañaba tener
cuerdas vocales tan sensibles, cuando todos sabíamos que allí el trabajo
no mataba a nadie y que Martínez era tan ornamental como el resto de
nosotros. Por más que lo pensé durante los días de licencia que el médico
me certificó, no encontré explicación. Martínez es un tipo
anodino. Aparentemente anodino, quiero decir. Existen desconocidos cuya
cara nos dice todo o nos miente a gusto. Pero la de Martínez nada, ni
agrado, ni disgusto, ni siquiera indiferencia producía. Se ocultaba detrás
de los lentes y de un mechón de pelo que le caía sobre los ojos, y no se
notaba que estaba allí. Hasta que empezó a hablar. Si lo dejabas hablar,
te vendía un buzón con tu suegra adentro. Por suerte, usaba la
verborragia de forma positiva. Lo malo era que te hacía creer todo lo que
decía. Martínez había llegado
una tarde, enviado directamente desde el departamento de Personal. Los
primeros días lo ignoré, como hago con todos los nuevos, para que no se
tomen más confianza de la necesaria. De qué serviría el cargo de Jefe
de Sección -que tanto me costó-, si cada recién llegado empieza a
tutearme y hacerme hablar
sobre temas que no me interesan. Él
fue ubicado en un rincón, lejos de la ventana como corresponde a un
novato, donde sellaba formularios de la única forma posible: mecánica.
La expresión al cabo de seis horas, fue indicio de que en el futuro podría
asignarle nuevas tareas. Hay gente que no pasa la etapa mecánica y queda
siempre encargada de tareas inútiles, que ya nadie hacía desde años
antes que ellos llegaran. Pero algo hay que darles, porque ocho horas
pendientes del reloj, me parece una maldad. Puedo ser severa pero no
malvada, así que prefiero que copien resoluciones viejas, aunque después
se tiren o que vayan al archivo a quitar el polvo, antes de que se
entumezcan cruzados de brazos. Luego de una semana de
trabajar en silencio, Martínez se acercó a decirme que se sentía algo
frustrado al no poder aplicar sus conocimientos. Encontré petulante que,
con apenas unos días de sellar, ya pretendiera tareas de mayor
responsabilidad, pero le dije que esperara hasta quince minutos antes de
la salida, que allí hablaríamos. Llegada la hora, lo llamé
a mi despacho y lo invité a sentarse, para que explicara los motivos de
su disconformidad. Todo esto lo aprendí en el curso de manejo de personal
a cuyas reglas procuro siempre ajustarme. No le sonreí, ya que una mujer
jefe debe mantener mayor distancia con los subordinados, para que no crean
que la van a conquistar con piropos. Empezó con titubeos. Me gustó que fuera ubicado. Si hay algo que siempre detesté es a los cancheros. Intentó explicar que estaba dispuesto a poner su mejor esfuerzo en el desmotivar. “Otro
que cree que el empleo público está para hacer sentir
genios a los incompetentes” pensé, sin que mi semblante lo
reflejara. Era la mejor táctica:
cara de piedra con una mueca amable. Los minutos pasaban y Martínez tenía
dificultades para redondear la idea, pero luego no podría decir que no le
había dado la oportunidad de manifestarse. Cuando ya había balbuceado lo
suficiente, le di la razón en todo e hice las habituales y
tranquilizadoras promesas, responsabilizando en forma velada a alguien
que estaba por encima de nosotros y entorpecía nuestra gestión. Un par de minutos antes
de la hora de irnos, me puse de pie y me pareció adecuado, para dar más
formalidad a la conversación, extenderle la mano sobre el escritorio.
Quedó perplejo, supongo porque era la primera vez que lo saludaba así.
Tomó mi mano con fuerza y mientras la sacudía, dijo: —Gracias, muchísimas
gracias, por su atención. En realidad, tengo que confesarle algo más. Lo
que pasa es que… soy contador y… me aburro. Comprendí todo: el típico
universitario que cree que por aprobar unos exámenes, tiene derecho a
prerrogativas y considera en menos a su jefe que no terminó bachillerato.
Di por terminada la reunión, cuando abrió la boca para continuar. —Mañana, Martínez. Ya
se nos ocurrirá algo, no se preocupe. Al día siguiente lo
encontré sellando como un corderito y confieso que me enterneció. Pensé
que iba a tener el ceño fruncido hasta que accediera a su pedido. Pero
desplegó una atenta sonrisa y en toda la tarde no lo vi quejarse ni oí
comentarios. Algunos compañeros ya habían intimado, por lo que, de haber
sido extremadamente desprolijo, podría haberles comentado nuestra
conversación, algo que yo habría captado enseguida. Pero Martínez era astuto
y yo aún no lo sabía. Pasó dos o tres días con la misma expresión
amable pero no adulona, hasta que despertó mi curiosidad. Decidí
cambiarle la tarea, cuando enfermó la encargada de recibir expedientes.
Él pareció satisfecho y poco a poco, comenzamos a mantener breves
charlas a lo largo del día. Resultaba enigmático, casi no hablaba de sí
mismo y era modesto acerca de su título. Quería que le enseñara todo
sobre la sección, porque la función que cumplíamos le parecía
importante y pensaba que, dada mi experiencia, era la persona indicada
para dar cátedra sobre el tema. Nos reuníamos para
conversar acerca de la historia de la oficina y sus integrantes, ya que
los cometidos se los expliqué en la primera media hora. Y eso, porque
repetí tres veces los mismos conceptos en distinto orden. Algo habitual
cuando se nos pedían informes acerca de las tareas desarrolladas y la
cantidad de funcionarios asignados a éstas, o cuando se solicitaba
aumento de recursos. Él no cesaba de elogiar mi capacidad intelectual,
llegando a sugerir que estaba desperdiciándola en una oficina tan pequeña. En las semanas siguientes
pasamos a otros temas. Martínez además de estar siempre dispuesto a
escuchar, tenía dotes de sicólogo. De todos los funcionarios de la sección
era con el único que podía compartir algo más que chismes o avatares
laborales. Tenía buen humor, estaba alerta a mis deseos y podía
confiarle mis problemas. Aunque jamás volvió a quejarse del trabajo,
decidí relevarlo de la recepción de expedientes, no solo porque se había
reintegrado la funcionaria, sino porque me parecía poca cosa para un
contador. Le asigné el control de firmas de apoderados, que tenía más
responsabilidad y quizás algo de la creatividad que buscaba para sentirse
realizado. Al tiempo, de forma muy respetuosa, comenzó a fijarse en mi apariencia. Insistió en que parecía demasiado joven para mi edad y tuve que mostrarle la cédula de identidad para que me creyera, pero solo se fijó en la foto, donde, según dijo, había salido “muy con mi físico,
cualquier prenda se vería bien. Ello hizo que tuviera que invertir en
vestuario, que hacía años no tenía motivo para renovar. La atención de
Martínez surtió efecto y, no solo me sentía, sino que me veía más
joven, gracias a los cuidados de belleza que empecé a tener. Luego de años
monótonos pasados ahí dentro, era estimulante la idea de tener un
admirador en situación de subordinado. Pero también comencé a
desarrollar una dependencia hacia Martínez. Apenas llegaba, controlaba si
él ya estaba. Si salía, estaba alerta para ver cuándo regresaba.
Estudiaba la forma en que se dirigía a las demás funcionarias y debo
decir que a ninguna le prestaba más atención de la indispensable. Solo
tenía ojos para mí y temía que los demás se dieran cuenta, pero en el
fondo sabía y disfrutaba que ya todos se hubieran dado cuenta. Cada día
eran más las horas que pasaba conversando con él, que a esa altura
estaba exonerado de toda otra tarea. Un día entré a mi
despacho y encontré sobre el escritorio un pimpollo rojo y una nota. Sentí
latir el corazón cuando apreté el pimpollo contra el pecho. Leí con
avidez la nota que, tal como lo esperaba en un noventa y nueve por ciento,
era una fogosa declaración de amor del contador Martínez. Me produjo
escalofríos y tuve que sentarme para disfrutar cada palabra. Así estuve,
hasta que un funcionario vino a pedir mi firma para dar salida a un
expediente. Cuando se retiró, le pedí
que llamara a Martínez y que por favor no nos interrumpieran, porque tenía
que hablar con él acerca del presupuesto, tema sagrado si los hay. A los
cinco minutos volvió, diciendo que Martínez no estaba, que lo habían
mandado a comprar filtros para la cafetera. Me indignó el destrato
brindado a un profesional por sus propios compañeros, pero intenté
calmarme y esperar que volviera. Fui al baño a pintarme los labios, a
tono con el buzo fucsia escotado que estrenaba ese día. Rato después entró en
mi oficina sonriendo con ojos interrogantes. Le hice una seña para que se
sentara. Sus encendidas palabras me habían seducido por completo y estaba
dispuesta a arrojarme sobre él, pero tampoco quería demostrárselo de
entrada. Me acerqué a su silla, intenté la cara de piedra
y le mostré la carta. —¿Qué significa esto,
Martínez? Creí que éramos amigos. —Somos amigos, Gladys.
Y además, me tenés muerto. No pude continuar la
conversación después de aquella respuesta tan directa y quedé
parpadeando con la boca abierta, recostada contra el escritorio. Martínez
aprovechó el desconcierto para levantarse y besarme decididamente en la
boca. Me abrazó y besó con pasión y yo correspondí sin mesura, masajéandolo
en forma frenética y dejándole toda la cara manchada de fucsia. Comenzó
a apoyarse en mí cada vez más, hasta que me acostó sobre el escritorio
y sentí incrustárseme -entre otras cosas- el taco del calendario en la
espalda. Tocaba a Martínez y al cielo con las manos e intentaba
desabrocharle el cinturón, cuando se abrió la puerta del despacho. Quiso la mala suerte que
entrara el jefe de Personal y nos encontrara a los dos de medio cuerpo
apoyado en el escritorio, en actitud que no dejaba lugar a alternativas.
Martínez retiró la mano de adentro del escote fucsia, se levantó como
pudo, tratando de no aplastarme y yo me incorporé, desprendiéndome del
calendario y de algunos “niágaras” que se me habían enganchado en el
buzo. —Puedo explicarlo
—dije con voz de subjefe. —Callate. Esto lo
arreglamos en casa —respondió el jefe de Personal. Al día siguiente se
dispuso el pase de Martínez a la Regional Tacuarembó, por razones de
mejor servicio y no he sabido más de él, ni siquiera si le habrán
asignado funciones de contador. Por suerte, el resto de los funcionarios
no vieron la escena, aunque se la imaginan por lo que han escuchado. Lo cierto es que no hay quien selle formularios, ni reciba expedientes, ya que la encargada ha vuelto a enfermarse. De Personal no quieren mandar a nadie, porque dicen que tenemos suficientes funcionarios y hasta quieren sacarnos otro más. Después de lo del despacho mi marido no me habló por dos semanas, pero eso es lo de menos, porque como yo desde que se fue Martínez perdí la voz, es poco lo que hubiéramos podido conversar. |
Ana Vidal
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