La cabeza en el aire
Ana Vidal

Sentí un vacío en el estómago, el viaje había sido largo y no había comido nada desde la mañana. Era obvio que el autor me había empujado escaleras arriba para que le dijera algo digno de su obra, pero no era fácil comprender aquello. El armatoste sostenido en palitos que se levantaba en medio de la sala debía de tener algún significado, indescifrable para mí. Para esto me invitó, pensé con tardía lucidez. Empecé a ponerme nerviosa y lamenté no haberme quitado el abrigo de piel antes de estar frente a la obra, ya que el peso y el calor me impedían siquiera tratar de adivinar.

El aroma a madera recién cortada fue la única sensación agradable que percibí, en contraste con la espalda húmeda y la sonrisa tensa que no podría salvarme por mucho tiempo más de hacer el comentario esperado. Sus ojos me miraban ávidos, todo oídos pegados a mi boca. Me alentaban incluso a criticarlo –con falsa modestia que ambos sabíamos que yo no creería–, pero jamás a decirle que su trabajo de meses solo me trasmitía un vacío. Porque aunque tenía cierto aire de figura humana, no podía decir que era agradable a la vista y la única palabra que barajaba en la mente y frenaba en la lengua era “armatoste”.

Me acerqué y observé la obra desde ambos costados con mi mejor buena voluntad. Sin duda, lo más atractivo eran los finísimos rayos de luz que entraban y salían por varios orificios. Trazaban líneas oblicuas de distinta intensidad que iluminaban el vacío interior, la nada que albergaba el armatoste. Al tomar distancia, descubrí en el vértice una esfera de luz que parecía la cabeza de aquella criatura rodeada por una aureola. El juego de luces me fascinaba en verdad, pero di por descontado que esta no era la causa del orgullo del artista y que  no sería digna de mención, al no ser mérito del autor sino de los ventanales y el atardecer. 

Debía procurar otro argumento.  Bajé la vista y encontré partículas de madera esparcidas por el suelo, puntiagudas astillas y rizadas virutas que semejaban hojas de otoño. Antes de aventurar una interpretación obvia descarté el otoño, además era demasiado complicado pensar que las hojas dispersas en el suelo formaran parte de la obra. Busqué las herramientas capaces de cortar las piezas de madera por si éstas proporcionaban alguna pista, pero al no hallarlas tuve la impresión de que el armatoste había surgido en la sala  por generación espontánea. 

Luego de unos minutos comprendí que si no podía retroceder, tenía que atacar.

-Debes haber utilizado herramientas muy sofisticadas- dije sin mirarlo.

En ese momento se entabló la verdadera lucha entre los dos: él no iba a dejar que escapara con una evasiva que podría haber formulado cualquier ignorante. La voz firme, aunque todavía amable, cerró la retaguardia:

-Eso no viene al caso, quiero tu opinión sobre la obra. 

Me sorprendió la magnitud de su interés siendo él tan prestigioso en el medio, y por un instante dudé si creer que era sincero y debía sentirme halagada. Se acercó para impedir que esquivara su mirada punzante. La respiración se oyó más profunda y el aire que exhalaba su nariz llegó a mi rostro. En esta nueva ubicación un rayo de sol le daba de lleno en la espalda y su cabeza quedó rodeada por una aureola luminosa, semejante a la del armatoste. Quizá esa fuera la respuesta correcta y el motivo de su exagerada ansiedad, pero sin certezas de ninguna especie, ésta me pareció una hipótesis tan descabellada como cualquier otra. Abrí la boca para arriesgarme y la cerré al ver su sonrisa confiada por temor a la burla que seguiría a mi ignorancia. Algo que fastidiaría mucho más que nuestro fin de semana.

Una vez más, él había logrado colocarme en la incómoda posición de sentirme ignorante de algo que quizá yo debería saber. Años y premios en una especialización que nada tenía que ver con ese artefacto, perdían de golpe su valor. Sentí un vacío en la cabeza y me retrotraje a la molesta sensación de principiante. Intenté tranquilizarme pensando que si ese tema no era el mío, esperar una opinión calificada era desubicado de su parte, pero luego una cargosa piedad me hizo sentir culpable por no responder a sus expectativas. Imaginé que al terminar la obra su primera inquietud habría sido buscar a quién enseñársela, con tan poca fortuna que me había elegido a mí.

De cualquier forma el asunto empezaba a cansarme, recordé que tenía hambre y decidí liberarme del saco y del calor. Quizá todo esto era adrede, una vendetta para obligarme a confesar que no conocía ni entendía las complicadas artes que él dominaba. Quizá de esa forma pensaba mantenerme sumisa durante todo el fin de semana. O quizá el reconocimiento que yo acababa de obtener y que supuestamente festejaríamos juntos, le resultaba más difícil de soportar de lo que parecía.

Retorcí los dedos de una mano con la otra y me detuve en la piedra azul del anillo para sacarle un lustre imposible, alisé la falda que carecía de pliegues, corrí con la punta del zapato una montaña de viruta que estaba a mis pies y que sin duda parecía una hoja de parra y aún así, no encontré nada aceptable para decir. Lo de la hoja de parra estaba descartado, muy pueril. Sentí arder las mejillas y supe que me había puesto colorada.

Solo me restaba cachetearme por haber caído en su trampa y por la plácida confianza con que él esperaba que reconociera su victoria, cuando resolví que lo mejor para los dos era mentir sin remordimientos. Podía halagarlo un poco sin que mi conciencia protestara, ya que mi sinceridad respecto a su obra hubiera sido un acto de valentía fundamentalista que ninguno de los dos merecía.

-Está demás decirlo, c’est magnifique... Creaste algo impactante, fuera de lo común, y le imprimiste tu estilo.  Quedé sin habla, nunca había visto nada igual a este... objeto, con esa cabeza blanca y brillante que no negarás es el cerebro iluminado de la obra, algo que me recuerda la tendencia posmoderna de Hamburgo. Aunque aquello es un mero bosquejo al lado de esto, lo tuyo refleja un concepto mucho más acabado, casi como un retorno al existencialismo. La verdad es que antes te ajustabas a patrones más tradicionales, quizá desperdiciabas tu potencial, recuerdo aquella vez en Burdeos cuando…

Con el único fin de evitar que intercalara preguntas seguí hablando sin más pausas que las indispensables para respirar, que jamás superaron un segundo. Cualquiera se hubiera dado cuenta de que mi opinión eran virutas y astillas, tan vacía como la esfera sobre el armatoste. Pero la combinación de sonidos debió sonarle envolvente porque su expresión se relajó como si escuchara una canción de cuna. Su mirada en mi boca me impulsaba a continuar aquel juego de hablar sin decir, un Scrabel donde formar palabras y sumar puntos. Comprendí que el halago inicial lo había dejado fuera de combate. Tanta inteligencia al servicio de un ego tan permeable.

Retrocedí unos pasos sin dejar de revolear las manos para enfatizar mi discurso. Tampoco yo le quitaba los ojos de encima y en la cumbre de mi elocuencia llegué a apuntarle con una uña nacarada al corazón, sabiendo que lo tenía hipnotizado con aquellos movimientos. Cuando consideré que lo había inflado lo suficiente me atreví a darle la espalda y fui hasta la ventana para observar los últimos rayos de sol que se colaban entre los cipreses, como antes lo hacían en el armatoste.

A la hora del crepúsculo la criatura de palitos se veía  desnuda, igual que su creador. Sus ojos parpadeaban con rapidez, los labios permanecían apretados y alrededor de la cabeza ya no brillaba la aureola blanca. Había quedado pensativo. Podía ser que estuviera sopesando las últimas dudas acerca de mi comprensión, o que se sintiera aturdido por tantos halagos inmersos en sofisticadas perífrasis, o quizá se me había ido la mano y había despertado sospechas.

Pero en el mejor de los casos, podía ser que yo hubiera logrado colocarlo en la incómoda posición de sentirse ignorante de algo que quizá él debería saber y ahí lo dejaría  durante todo el fin de semana. 

Ana Vidal
Publicado en 2006 en la antología "La Mirada Escrita", proyecto realizado por la Biblioteca Nacional y la Facultad de Arquitectura, que nuclea a 20 narradores y 20 poetas en torno a 20 fotografías tomadas por estudiantes de Arquitectura en su viaje alrededor del mundo..

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